Capítulo 16

La oscuridad de la madrugada, que ocultó la caída o el salto de Robert desde el tejado, no se había disipado aún cuando llegaron las noticias: los aliados habían desembarcado en África del Norte. No se hablaba de otra cosa. Ni se mitigó el entusiasmo cuando se dio a conocer el parte del día que había dado Montgomery al VIII Ejército —«hemos aplastado a los ejércitos alemán e italiano»— y recorrió al amanecer las calles de Londres. Hubo un victorioso repicar dominical: a lo largo y a lo ancho del país los campanarios rompieron el silencio. Pero el tañido de las campanas no fue tan extraño ni trascendental como se esperaba: al fin y al cabo, eran las mismas campanas de antes, girando, esforzándose, buscando inútilmente una nueva nota en el aire. En las ciudades, solo destacaban los espacios silenciosos donde no quedaban iglesias en pie. Al principio, la invitación al regocijo consiguió que unas cuantas personas salieran a las calles sin sol de aquella mañana de noviembre, como si los tañidos y los redobles fueran un espectáculo que podrían ver pasar: durante algunos instantes, los ojos creyeron percibir un brillo especial. Pronto, sin embargo, incluso antes de que las campanas alcanzaran el punto culminante, la gente fue dándole la espalda a la ilusión, bien porque esta ya había empezado a desvanecerse, bien porque sabían que acabaría desvaneciéndose. De nuevo todos volvieron a sus casas, y se cerraron puertas y ventanas.

Louie había esperado aquel tañido de campanas con entusiasmo desde que se había enterado de que repicarían, pero, llegado el momento, le sonaron falsas, y las escuchó sin emoción. Para emocionarse, debería haber oído las campanas de su pueblo, las campanas que resonaban desde Seale Hill hasta las marismas y el océano. Aquella mañana, temprano, Connie había interceptado los periódicos dominicales al irse al trabajo; por consiguiente, Louie no tenía ninguna indicación de cómo debía sentirse: buscó refugio en las calles, mirando en una y otra dirección con la esperanza de que la multitud se dirigiera a alguna parte concreta. El resultado de aquel vagabundeo fue el completo aislamiento; más perdida que antes, permaneció desconcertada en una isleta en medio de Marylebone Road. Entonces decidió ir a ver a la luz del día la calle donde le había dado las buenas noches a Stella; estaba segura de que en aquel sitio de Londres vivía alguien. Dirigió sus pasos hacia allí sin saber exactamente qué tenía en mente. Pero enfilar Weymouth Street fue temblar ante lo inenarrable de su elegante longitud. No tenía idea de que la señora Rodney viviera tan lejos; y, peor aún, era imposible estar segura de en qué escaleras se habían despedido; al fin y al cabo, y de eso se dio cuenta en ese momento, se habían separado con un adiós que no significaba más que adiós. La generosa variación de la arquitectura, de casa en casa, parecía engañarla y burlarse de ella: Louie miró aquellos tejados de estilo holandés, los miradores góticos, los balcones, las balaustradas de distintas alturas, y se sintió intelectualmente burlada. Burlada, sí, pero no del todo, porque nunca, jamás, olvidaría cualquier cosa que viera allí. Aquella mañana dominical, la calle vacía ofrecía una cierta unidad: la reverberación sin sol y sin melodía de las campanas de la victoria, a distintas distancias. Seguro que la señora Rodney —¡a saber detrás de qué ventana!— estaba oyéndolas. Louie se quedó quieta para seguir escuchándolas, como si fuera su obligación.

De pie, con la cabeza enhiesta, sostenía una lanza de una verja, como si quisiera tender un puente entre el sonido y la escena, y que esa combinación permaneciera en la memoria de su cuerpo para siempre. Pero, entonces, una angustia repentina la golpeó, la atravesó, la instó a correr desesperadamente. A ciegas, buscó en vano a su agresor con la mirada. ¿Huir? No, algo la sujetaba, la obligaba a quedarse allí. Se puso a caminar de un lado a otro, de un lado a otro, como quien busca a un muerto a quien aún se cree vivo, hasta que las campanas cesaron.

La calle llevaba varias horas vacía cuando Stella salió por una puerta y bajó unas escaleras, no muy lejos de donde había estado Louie. Le había prometido a Roderick que lo visitaría aquella tarde, y no parecía haber razón para cambiar de planes. Cruzó Londres de camino a la estación indicada y cogió el tren indicado. Era un tren lento, de clase única, compuesto de vagones viejos, que salía de un andén apartado y al que cualquier transporte más importante relegaba a una vía secundaria, de modo que se veía obligado a parar en muchas estaciones. Los pasajeros de los barrios que subían y bajaban, y entraban y salían del vagón donde iba Stella descubrieron que la mujer del rincón los miraba con una especie de atención gélida, y compartieron la incómoda sensación de que, por algún extraño motivo, procuraba recordar sus caras. Parecía una persona que se encontrara por primera vez sola entre otros seres humanos. Al mismo tiempo, la manera en que dirigía la mirada de uno a otro podía considerarse un indicio de vida: aunque, por lo demás, permanecía sentada como un retrato, erguida contra el tapiz mugriento del compartimento, las manos enguantadas y cruzadas sobre el regazo, con las palmas vueltas hacia arriba. Había momentos, entre una cara y otra, en que la mirada dejaba de ser mirada; pero luego, invariablemente, como si rehuyera su propia inactividad, se volvía hacia la ventana, arrastrando con ella la cabeza. Aquello ocurría en las incontables, fatídicas paradas sin sentido que hacían entre estaciones: a veces no había nada en el exterior, salvo terraplenes cubiertos de hierba quemada, sucia, invernal; pero a veces Stella tenía la fortuna de ver por encima de las barandillas o las rejas no solo jardines sino las ventanas traseras de algunos hogares. Cocinas en las que las mujeres se inclinaban ante el fregadero después del almuerzo del domingo, y salones profundos en los que el padre de familia dormitaba en un sillón, con las piernas estiradas, con una mano sobre los ojos; en las plantas de arriba, usando las ventanas como espejos, las muchachas se preparaban para salir con los jóvenes. Una vieja a la que nadie necesitaba, relegada todo el día a la habitación donde dormía y donde moriría, apartó las cortinas de encaje para echarle un vistazo al tren, como si calculara las posibilidades que tenía de escapar. Los niños a los que habían mandado a jugar fuera arrastraban objetos o se empujaban unos a otros por los estrechos senderos donde no se habían podido plantar verduras. Era asombroso ver con cuánta dejadez, pereza y sinceridad se ofrecía a los pasajeros de los trenes que pasaban o se detenían la vida de aquellas casas —¿y qué era la vida sino aquello?—. Se suponía que aquellos pasajeros tendrían otras preocupaciones. Nadie tenía en cuenta que, desde un tren, también podían observar ojos que no tuvieran preocupación alguna, sin ninguna ocupación, sin nada que mirar; ojos siempre dispuestos a mirar, sujetos a cuanto pudiera verse.

Aunque había hecho el viaje muchas veces, Stella no sabía en qué punto de aquel interminable recorrido debía prepararse para bajar; de modo que se veía obligada a escuchar atentamente la megafonía cada vez que se anunciaba el nombre de una estación. Alguien del vagón comentó que, si de nuevo se permitía que doblaran las campanas, no veía por qué no podían escribirse los nombres. ¿De quién se escondían? Era una vergüenza. Al final, Stella se dio cuenta de que había llegado a su destino cuando vio a Roderick de pie en el andén, acompañado por Fred, aún más alto que su hijo. El vagón pasó lentamente delante de ellos. Fred, tras hacerle un gesto a Roderick, se alejó de inmediato. El tren se detuvo; Stella bajó las escalerillas y su hijo le dio un beso.

—¿Adónde ha ido Fred? —preguntó ella.

—Solo vino a acompañarme a la estación —contestó Roderick, que la cogió del brazo mientras avanzaban por el andén—. Me alegra mucho que hayas venido —dijo—. No estaba seguro de que pudieras venir. Es muy amable por tu parte, madre.

—¿Por qué? ¿Porque Robert ha muerto? —preguntó ella, enseñando su billete en la salida.

—Tal vez lo mejor es que te mantengas ocupada. Me he estado preguntando si podría hacer algo, pero decidí esperar a ver si venías hoy; si no, de alguna manera me las habría arreglado para ir a Londres. Estaba preocupado por ti. Cuando me enteré, lo que más habría querido habría sido ir a verte de inmediato. ¿Te habría gustado? Lo único que me lo impidió fue no saber qué preferías tú. Cuando hay malas noticias, aquí uno se puede escapar a casa y no suele haber grandes represalias; aunque, por supuesto, lo que te dicen siempre es: «¿Por qué diablos, en vez de perder la cabeza y hacer las cosas por tu cuenta, no has solicitado un permiso por motivos familiares, ya que, dadas las circunstancias, te lo habrían concedido casi con total seguridad?».

—Querido Roderick, no creo que te lo hubieran concedido en estas circunstancias.

—Sé lo que habría podido decir; de hecho iba a decirlo. Habría dicho que tú y Robert estabais comprometidos. Porque podríais haberlo estado. A lo mejor esperabas que hiciera algo…

—No —dijo Stella, negando con la cabeza, pero sonriendo como respuesta al amor de su hijo—. Para empezar, yo habría estado en el trabajo; no se puede faltar si uno no está enfermo. Y no. No tenías que hacer nada y no habrías podido hacer nada.

—¿Y tú tuviste que dar muchas explicaciones, madre?

—No, nada. No, hasta donde recuerdo…, no hubo nada.

—Me daba mucho miedo que… ¿Nadie vino a molestarte?

Ella abrió su bolso, sacó un pañuelo y se lo llevó a los labios. Después dijo:

—¿Adónde vamos?

—Sí, eso es lo que había estado pensando. —Roderick miró a su alrededor cuando salieron de la estación, pero sin dar con ninguna solución—. ¿Qué te parece si simplemente vamos a un café y nos sentamos tranquilamente? Aún no es la hora del té, pero vamos a ese café tan a menudo que no creo que les importe si solo nos quedamos un rato, sobre todo porque no creo que nadie más quiera sentarse allí antes de que sea la hora del té.

—No, primero demos un paseo —propuso Stella. Dirigió a Roderick hacia aquel sendero que había visto en su imaginación cuando aún estaba con Robert—. Vayamos por ahí.

El sendero cruzaba en diagonal un campo yermo destinado a la construcción; el letrero estaba caído, pero sin duda habían planeado construir allí un edificio. A la vista solo quedaba el vestigio fantasmal de un paisaje que habría desaparecido de no ser por la guerra. La obstinada loma de tierra que había agrietado el sendero no supondría más que un apuro momentáneo para los cimientos, por poco profundos que fuesen. Entretanto, el sendero conducía a una delgada fila de álamos; por detrás, si Stella no recordaba mal, corría un arroyo con un puente peatonal. Dado que, por alguna razón, Stella veía el camino como algo móvil, consideraba todo lo demás estático; de manera que, al llegar a mitad del puente, se sorprendió al detectar movimiento —tanto más fatídico por ser lento— en los discos de inmundicia y en los jirones de espuma que flotaban en el agua. Stella se detuvo allí, y apoyó las manos en la barandilla; se preguntó qué peligros afrontaría un barco de papel en aquel riachuelo, y sintió el impulso de doblar y botar uno; recordó que la suerte del barco no sería ni indicio ni augurio de nada, pero de todas maneras se volvió hacia Roderick con los labios separados, como si fuera a decir algo, recomponiendo en su mirada una parte de la infancia del muchacho. Pero, para Roderick, aquel momento junto a ella tuvo otro sentido: una especie de calma o satisfacción ante el gesto de apoyar simplemente sus manos, y aunque solo fuera durante un breve espacio de tiempo, en aquel trozo de madera inconsciente. La compasión de Roderick, elocuente pese al hieratismo de su rostro, inspiró gran respeto a Stella, como si reconociera en él a alguien que sufría más que ella: no hay compasión ingenua, y tal es el coste de la compasión. Sospechó que Roderick veía en su totalidad la tristeza de la que ella solo conocía una pequeña parte. En la cara de Roderick se leía más que la muerte de Robert; en aquel instante el mundo entero pesaba en aquella alma. Se distanció de su hijo como de un amigo ocioso, para contar los jirones de espuma que desaparecían bajo el puente.

—¿Oíste las campanas por la mañana? —preguntó.

—No… No sé dónde están las campanas en esta zona. Fred comentó anoche que corría el rumor de que iban a tocarlas; dijo que en ese caso sería un experiencia completamente nueva para el bebé de su hermana. No te importa que Fred haya venido a la estación, ¿no? Dijo que quería hacerlo en señal de respeto.

—¿No habéis visto los periódicos dominicales?

—No. ¿Por qué?

Stella no contestó.

—Naturalmente… —continuó Roderick—, le he contado algo a Fred, pero no le he dicho exactamente cómo fue. Creo que piensa que alguien murió en combate.

—Bueno, ha sido… Roderick, te dije que vendría hoy porque querías que te contara algunas cosas acerca de tu padre.

—Sí. Pero no tenemos por qué hablar de él hoy, ahora mismo…

—Como quieras: pero no me molesta hablar de ello. De hecho, me gustaría contarte la historia ahora que empiezo a entenderla.

—Como tú quieras, madre; como mejor te parezca. Pero hoy yo preferiría no hablar sobre mi padre. —Volvió inquieto la cabeza, mirando la descuidada prolongación del sendero; le dio un golpe a la barandilla del puente con un gesto infantil de rechazo, y la vibración llegó hasta las manos de Stella—. Él sí que está muerto —dijo—. Después de todo, fue el primo Francis quien me dejó la casa; contigo solo asocio a Robert. Que la prima Nettie sacara a relucir a mi padre… tal vez solo demuestra que está decidida a probarle al mundo que está loca. ¿Cómo puede uno saber lo que habría querido él? ¿Cómo puedo yo saber que él era mi padre? Se marchó…

—De acuerdo, Roderick; dejemos esa historia.

—Wistaria Lodge es el único sitio donde no importa que alguien sepa todo esto. Fue una tontería por mi parte entrometerme ahí. Lamento mucho haberte llamado aquel día y haberte dicho aquello que te dije —murmuró con tristeza—, pero ¿cómo iba a saber lo que iba a pasar?

—Está bien, Roderick.

—Madre… —dijo el muchacho de pronto.

—¿Sí?

—¿En serio no te importa hablar de…?

—No. No.

—¿Qué hacía Robert en el tejado?

De nuevo Stella se tocó los labios con el pañuelo, una tímida costumbre de viuda que había recuperado esa tarde. La batista blanca tenía algunas manchas rosadas, a cada cual más débil: ya casi no le quedaba carmín que limpiarse. Entonces se cogió del brazo de Roderick, como una señal de que…, sí, lo mejor sería alejarse del puente. Dieron la vuelta de común y tácito acuerdo, y en silencio comenzaron a desandar lo andado, mientras desde el otro lado del solar les llegaban los ecos de un programa de radio vespertino. Habría sido fácil hacer oídos sordos, hundirse en la indiferencia, dar gracias de que todo hubiese acabado; pero aún no: el descanso aún no podía convertirse en silencio. Si retrasaba la respuesta, le concedería a esta demasiada importancia.

—Le pareció la mejor forma de salir de mi apartamento —dijo Stella—. Esperaba que lo arrestaran de un momento a otro.

—Oh. ¿Por qué? ¿Lo habrían arrestado?

—Sí, habrían podido arrestarlo por traidor.

Roderick, con el ceño fruncido, se volvió hacia ella, reflexionó y preguntó:

—Pero ¿iban a arrestarlo?

—¿Esa noche? La verdad, no lo sé. Eso creía él.

—Pero ¿por qué iban a arrestarlo? ¿Por…, por eso que has dicho?

—Lo habían comprobado —dijo ella, estudiando concienzudamente la expresión de su hijo.

—Oh… —dijo Roderick. Palideciendo ante aquella sorpresa, añadió—: Claro, entiendo…

Siguieron caminando hasta que dejó de oírse la música de la radio, mientras Stella apretaba absorta el pañuelo en la mano.

—Debía de ser muy valiente, ¿no? —preguntó Roderick, mirándola para confirmar su suposición—. Si hubiera sido al revés, habría recibido una Cruz Victoria, probablemente… En cierto sentido, me habría gustado conocerlo.

Su madre no dijo nada.

—Porque nunca he conocido a nadie así… ¿Estaba de parte del otro bando en la guerra?

—Sí.

—Siempre me dio la impresión de que no vivía en ningún lugar en particular —dijo Roderick—. ¿Crees que si te hubieras casado con él se habría comprometido más con el país?

Ella soltó un sonido no muy distinto a una risa. Un grupo de muchachas y soldados que se acercaba en formación cerrada por el sendero se quedó mirándolos: Roderick, con la cabeza erguida y las mejillas todavía coloradas, desafió al grupo hasta que este se dividió, los rodeó por derecha e izquierda, obligados a pisar la hierba, y los dejó atrás.

—Supongo que todo lo que intente decir sonará ridículo, ¿o sencillamente será ridículo? —añadió el joven—. Mira, madre…, no tengo nada que decir. Y lo siento mucho, madre, porque tendría que tener algo que decir.

—No, no creo que lo haya. Y en ese caso no tengo que exigirte nada. Uno no tiene derecho a exigirle a nadie nada sobre lo que no hay nada que decir. Robert creía eso. Pero tú me preguntaste por qué se había caído del tejado.

—Quizá no debería haberlo preguntado. Solo era curiosidad.

—No, me alegra que lo preguntes. Porque, desde luego, algo tendré que decirte… Tiene que haber algo. Algo debe decirse.

—Ya, lo sé… —dijo Roderick, frunciendo de nuevo el ceño—. Pero ¿a mí? ¿Por qué? A fin de cuentas, ¿quién soy yo?

—Eres la única persona a la que puedo contárselo.

Al regresar al principio del sendero, el punto en el que se bifurcaba del camino que conducía a la estación, se detuvieron. Stella miró la aglomeración de edificios que en cierto sentido conformaba aquella ciudad o aquel pueblo, que no tenía más interés que el de encontrarse cerca del campamento de Roderick.

—No puedo evitar esperar algo de ti: así debe ser.

Pensó dejarlo ahí, pues uno tiene el derecho de no añadir comentarios inútiles. Roderick, sin embargo, inspiró profunda y agónicamente, mientras se soltaba de su brazo.

—Quisiera ser Dios —dijo—. Por desgracia solo soy un muchacho espantosamente joven…, aunque esa es mi única ventaja. Ojalá hubiera estado inspirado y te hubiera podido decir algo significativo, pero eso no ocurrió y no creo que sea de gran ayuda en los próximos cincuenta años, porque lo único que puedo hacer es intentar comprender este asunto. Bien podría llevarme toda una vida…, y para entonces ya estarías muerta. No soportaría que pensaras que siempre estaré esperando una explicación: algo que confiriera a los actos de Robert y a todo lo que ha pasado un significado trascendental, como en una obra de Shakespeare. No estás obligada. Si hay algo que debe decirse, ¿no se dirá solo? ¿No puedes imaginar que ya me lo has dicho, aunque no sepas exactamente qué es? ¿O me lo vas a contar, y luego me vas a preguntar, solo porque soy joven, y voy a durar más tiempo? ¿Quieres que desempeñe el papel de la posteridad? Pero el hecho de que Robert muriera por lo que hizo no siempre estará presente en nuestras vidas, como un libro o un cuadro: para cuando sea capaz de comprenderlo, toda esa historia habrá desaparecido: simplemente, no existirá y no podrá juzgarse. Porque supongo que el arte es lo único que importa una vez que pasa el dolor… Madre, hoy diría cualquier cosa para reconfortarte; ojalá tuviera la experiencia necesaria… ¡Si pudiera verlo todo en su conjunto, como Dios…! En fin, tal y como están las cosas, supongo que tú sabrás qué es lo mejor para ti.

—Supongo que sí; debería saberlo. Pero tú eres una persona que lo ve desde fuera.

—¿De veras me consideras una persona? —preguntó Roderick. Fueron por el camino hasta la calle principal y dieron la vuelta en la esquina para entrar en el café.