Capítulo 5

Lo que la herencia había sido para Roderick, eso era Robert para Stella: un hábitat. Durante dos años los amantes habían gozado de un mundo hermético que, como el imaginario libro sobre nada, se sostenía a sí mismo por su fuerza interna. Se habían conocido en Londres, en septiembre de 1940, cuando Robert, que acababa de salir del hospital por una herida sufrida en Dunkerque, se presentó en el Ministerio de Defensa. Tenía la herida en la rodilla, y las secuelas consistían en una manera desigual de andar que podía llamarse cojera; era improbable que Robert volviera al servicio activo. La honrosa curiosidad de su caminar adquiría distintas variantes: a veces conseguía eliminar la cojera solo con la fuerza de voluntad; otras, avanzaba como dando tumbos, con una impaciente exageración de la cojera que se acentuaba aún más debido a su estatura. Stella descubrió que, como en los tartamudeos, las distintas variantes respondían a causas psíquicas: era cuestión de si ese día se sentía o no un hombre tullido. La conciencia que ambos tenían de semejante circunstancia era un componente tan esencial de su relación que Stella se preguntaba qué habría ocupado el lugar de la caprichosa rodilla si se hubieran conocido antes de 1940. Las primeras veces que se habían visto ella no había notado la cojera; o, si la había notado, vagamente, la había atribuido al ajetreo general de Londres y a su propia imaginación.

Se habían conocido durante el inquietante otoño en que Londres sufrió los primeros ataques aéreos, aunque al principio no se veían muy a menudo. Ninguna otra época pudo vivirse con tanta intensidad; uno adquiría cierta sensación poética ante la inminencia de la amenaza de muerte. Cada día despuntaba entre la bruma matinal provocada por el humo de las ruinas, y luego conseguía alcanzar un brillo diáfano; entre las últimas luces del atardecer y los primeros lamentos de las sirenas se esparcía la tensión vidriosa de la noche inminente. En cuanto uno echaba a caminar, saboreaba el dulce otoño pese a ciertas notas acres en la lengua y la nariz; y, mientras el polvo quemado se iba asentando y se disipaba el humo, uno se sentía cada vez más dispuesto a considerar el día como unas vacaciones puras y curiosas frente al miedo constante. Por todo Londres, los tramos precintados de calles peligrosas creaban islas de intenso y afligido silencio, y la gente se congregaba junto a las vallas y las cintas que prohibían el paso para admirar el soleado vacío que quedaba al otro lado. El tráfico que se desviaba de las avenidas principales a las calles laterales, el incesante y fantasmagórico trasiego de camiones, autobuses, furgonetas, carros y taxis que pasaban por delante de ventanas modestas y portales tranquilos generaban una sensación abrumadora del poder vital de Londres: en la ciudad, en algún lugar, había una poderosa fuente que hervía, brotaba y, sin que nada pudiera contenerla, abría nuevos canales con su propia fuerza.

En aquellos días, hasta el suelo de la ciudad parecía generar una fuerza especial: en los parques, las dalias enormes, de vino y terciopelo, y los árboles, en los que las hojas estiraban cada nervadura hacia el sol, proclamaban la idea de unos momentos de placidez gloriosa. Los parques, cerrados por culpa de los bombardeos —hojas acumuladas sobre las tumbonas vacías, aves flotando y deslizándose en los deslumbrantes lagos silenciosos— ofrecían espejismos de calma tras las rejas que los cercaban. Todo eso se contemplaba cada mañana como una especie de turbia ensoñación: el insomnio obligado conseguía que los espectadores se sintieran casi incorpóreos.

En realidad, nadie tenía vacaciones; muy pocos tenían la suerte de poder vagar por la ciudad y entregarse a ensoñaciones e imaginaciones. Las noches que se sucedían, una tras otra, formaban una ojiva de tensión al mediodía. Trabajar o pensar era sentir dolor. En las oficinas, en las fábricas, en los ministerios, en las tiendas o en las cocinas, la arena amarilla de cada tarde caía con lentitud; el cansancio era la única realidad. Nadie se atrevía a imaginar que podría dormir. Con apatía, los heridos y moribundos veían cómo cambiaba la luz del atardecer en las paredes de hospitales que acaso se derrumbarían esa misma noche. Quienes se habían quedado sin techo se sentaban donde les decían; o, peor, volvían sobre sus pasos, con la terquedad de los animales, para mirar lo que ya no estaba. Pero sobre todo los muertos, desde los depósitos de cadáveres, desde los montones de escombros, hacían sentir en todo Londres su anónima presencia —no como los muertos de hoy, sino como los vivos de ayer—. Incontables, aquellos muertos continuaban moviéndose en oleadas por la ciudad, obligando a los demás a verlo todo y a sentirlo todo con sus sentidos destrozados, vaciando para siempre el día de mañana que habían esperado…, pues la muerte no es tan repentina como se cree. Ausentes de la rutina de la vida, estampaban en cada lugar el sello de su ausencia: al ignorarse quiénes eran los muertos, no podía saberse por qué escalera alguien dejaba de subir aquella mañana (por primera vez en muchos años), o en qué esquina un vendedor de periódicos echaba de menos una cara, o qué trenes y autobuses, en la hora punta, irían más ligeros por la falta de al menos un pasajero.

Aquellos muertos desconocidos increpaban a los vivos —no con su muerte, que tal vez compartirían todos cualquier noche—. Clamaban a los vivos con su anonimato, que ya no podía subsanarse. ¿Quién tenía derecho a llorarlos, si nadie se había preocupado por ellos en vida? Así pues, entre las multitudes que seguían comiendo, bebiendo, trabajando, viajando, haciendo un alto, apareció la tendencia instintiva a romper la indiferencia mientras aún quedara tiempo. El muro que separa a los vivos de los vivos perdía grosor al adelgazarse el que separa a los vivos de los muertos. En medio de la transparencia de aquel septiembre la gente se volvió transparente, y solo se encontraban gracias al parpadeo apenas más oscuro de sus corazones. Los desconocidos se decían «Buenas noches, buena suerte» en las esquinas, mientras el cielo palidecía y se disolvía al atardecer; todos esperaban, cada cual por su parte, no morir esa misma noche y, sobre todo, no morir en el olvido.

Dos otoños después, aquel otoño de 1940 parecería falso, más lejano incluso que la paz. Ninguna circunvolución planetaria propiciaría de nuevo aquella conjunción de vida y muerte; aquel Londres especialmente psíquico desaparecería para siempre; caerían más bombas, pero no en la misma ciudad. La guerra pasó del horizonte al mapa. Y fue entonces, al dejar de oler a guerra, al no verla y no oírla, cuando comenzó a instalarse en las conciencias un tedioso ambiente de acomodada indiferencia hacia el conflicto. La primera generación de ruinas, apartadas, apiladas, empezaban a erosionarse; de día constituían una escena habitual del paisaje urbano, pero dos años después, en septiembre de 1942, cuando las noches ya no representaban ningún peligro, desaparecían antes de amanecer. Era en ese insidioso decoro mudo de las ruinas donde se respiraba lo más infecto de la guerra. Los reveses, pérdidas, puntos muertos se sucedían casi imperceptiblemente; día tras día las noticias martilleaban las conciencias que ya ni siquiera reaccionaban. Por todas partes pendía la amenaza de aquel «y lo peor no es eso», aunque ya nadie podía ni quería oírlo. Era el oscuro centro del túnel. La fe se limitaba a un eslogan, redactado con desesperación para llamar la atención, que cada vez era más necesario pegar llamativamente en las vallas publicitarias y las peanas de los monumentos… No, no había virtud alguna en aquellas órdenes procedentes del exterior; dichosos los que pudieran recurrir a su fe interior.

Stella asociaba la época en que había conocido a Robert con el tintineo glacial de los cristales rotos cuando los barrían junto a las hojas crujientes del otoño, y con el renovado olor a humo de cada mañana. Solo podía recordar aquel otoño de 1940 mediante sensaciones aisladas; los pensamientos, si los había habido, eran irrecuperables. Después de la partida de su hijo, recordaba la despreocupada alegría que había sentido por no amar a nadie en particular en Londres; sin embargo, cuando despertó una mañana, aquella despreocupación también había desaparecido. Fue la mañana en que, un instante antes de abrir los ojos, vio la cara de Robert con una impactante claridad alucinatoria. Al abrirlos, se quedó mirando la habitación llena de sol con la certeza de que él había muerto. En todo caso, algo definitivo había ocurrido. Aquel otoño estaba viviendo en un apartamento, en un edificio que daba a una plaza: tras levantar la ventana de guillotina —como no tenía cristal desde hacía dos o tres noches, la hoja subió con una fantasmal ausencia de peso—, Stella se asomó y llamó al jardinero de la plaza, impasiblemente atareado al otro lado de la verja, con su rastrillo y su carretilla. Le preguntó a gritos si no sabría, por casualidad, dónde habían caído las bombas aquella noche. El hombre dijo que según algunos, en Kilburn; según otros, en King’s Cross. «¿Entonces en Westminster no?», preguntó Stella. Pero el hombre se encogió de hombros y volvió la espalda. El sol estaba tan alto sobre los tejados de enfrente que Stella miró su reloj pulsera: sí, el sol tenía razón; se había quedado dormida. Hasta entonces, a ningún conocido suyo le había ocurrido nada, ni siquiera a ningún conocido de conocidos; sin embargo, aquel día sentía un hormigueo que podría significar el fin de la inmunidad. Por primera vez, la inexistencia de su ventana, el silencio de cementerio de la iglesia en la plaza, el polvillo que se había depositado en su tocador adquirieron tintes ominosos. Más de una vez cogió el teléfono, que no daba línea. Mientras procuraba vestirse deprisa en medio de aquella luz cegadora, perdió el poco tiempo ganado al quedarse quieta porque algo empezó a sonar en su cabeza, y no era en absoluto un pensamiento, sino más bien una especie de murmullo sordo. ¿Sería posible que aquellos nervios no fueran más que cansancio y agotamiento?

Tras la caída de Francia parecía que ya nada podía ir peor. Incapaz de recuperarse de aquel golpe psicológico, el resto de aquel verano y todo el otoño, con los ataques a Londres, Stella había sido una espectadora que no tenía nada que perder: estaba exhausta, como cuando alguien se queda sin aliento. Tenía la impresión de estar ausente de su propia vida. Los bombardeos de septiembre la habían espantado, aterrorizado; la habían sumido en una especie de abatimiento absoluto: solo lo insignificante, un desgarrón en un vestido, por ejemplo, podía arrancarle lágrimas. El trabajo le daba fuerzas y, cuando no trabajaba, se distraía con gente que tenía el mismo estado de ánimo que ella. La sociedad se volvió amable; tenía el carácter de quienes se quedaron en Londres. Las personas que veía cada noche, arropándose unas a otras, llevaban una existencia agradable y feliz, con una especie de idealización de placer. Había gente que acampaba en casas destartaladas o en pisos abandonados; a grandes rasgos, podía decirse que los pícaros se habían quedado y los buenos se habían ido. Aquella era una nueva sociedad: todos tenían el mismo nivel económico, la misma resistencia y aguante, y vivían como les apetecía; eran personas que se acomodaban al estado de peligro y que incluso empezaron a tener el mismo aspecto, como si estuvieran en la nieve, disfrutando del mismo sol y la altura de la misma estación de esquí, o como si estuvieran todos bronceándose en la misma playa del sur de Francia. El atractivo de los placeres residía en el azar, en la inestabilidad de sus escenarios, como si fueran telones de un teatro, en su anacronismo: el grupito pasaba jubilosas noches yendo de un lado a otro, de bares a tabernas, de clubes a casas particulares. Las caras iban y venían. Había un galanteo difuso en el ambiente, un permanente estado de soltería. En la campiña, entre los exiliados por voluntad propia, los intranquilos, los sufridos y los sanos y salvos, empezó a correrse el rumor de que en Londres todo el mundo estaba enamorado, lo cual era cierto, aunque no en el sentido en que lo decían en el campo. En Londres había mucho de todo: coquetería, bebidas, tiempo, taxis y, más que nada, espacio.

Stella y Robert también formaban parte de aquella íntima y despreocupada microsociedad que ejercía de guarnición londinense, de modo que era casi inevitable que se conocieran. Se encontraron por primera vez cara a cara en un bar o en un club nocturno: nunca recordarían cuál. Ambos estaban en su salsa, y el encuentro añadió instantáneamente algo más. Era típico de aquella vida vivida en presente y por el presente conocer gente sin saber gran cosa de ella: el vacío del pasado compensaba el vacío del futuro; las historias personales se desestimaban como si fuesen un peso superfluo. Por razones diferentes, esto último le convenía tanto a ella como a él. (Más tarde, fue compilando la información de que, antes de la guerra, Robert había vivido y trabajado en el extranjero, en la sede de una empresa de su padre o de un amigo de su padre.) A primera vista, ambos vieron, el uno en el otro, el destello de una promesa, un pasado misterioso. Mientras los ojos de Robert, cuyo raro azul se intensificaba por la luz redoblada de los espejos, recorrían lentamente el mechón blanco de Stella, ella se descubrió no solo «empezando a analizar» sino «en pleno análisis» de aquella persona —comunicativa, nerviosa—, de la que solo apartó la vista para despedir a la amiga con quien había cruzado la sala.

Aquel gesto de despedida, tan rutinario e indiferente, era un indicativo claro para que no volviera por allí hasta más tarde. En realidad se lo decía a toda la sala y a todos y a todo lo que hasta entonces contaba como su vida: era un anuncio inconsciente de que estaba a punto de emprender un viaje, el primer y último saludo desde un buque que cada vez se aleja más. En el recuerdo, aquel gesto fugaz llegó a parecerle profético; siempre vería, fotografiada como si fuese ajena, su mano levantada, diciendo adiós. La pulsera deslizándosele por el brazo y la manga retrayéndose, contra un fondo de luces y caras que se difuminaba, eran los últimos vestigios de su propia solidez. Volvió la mirada hacia Robert; después de tomar aliento, los dos clavaron sus miradas expectantes en los labios del otro. Los dos esperaron, los dos hablaron al mismo tiempo, sin escucharse.

Por el cielo de Londres avanzaba un avión enemigo, rugiendo lentamente en el sombrío océano de la noche, atrayendo descargas de ametralladora, tanteando, deteniéndose, girando, como fascinado por el punto donde comenzar a desempeñar su cometido. El fragor del bombardeo estalló, escupió metralla, vomitó fuego; dentro, las luces se mecieron en los espejos. Entonces, por el hueco que había dejado un premonitorio silencio cayó la bomba con un silbido. Con la sacudida de la detonación, que nadie pudo oír, las cuatro paredes se quebraron y luego reventaron; las botellas bailaron sobre los cristales; todo lo que estaba a la vista se distorsionó. La detonación, al atenuarse, se fundió con el estruendo del derrumbe: impacto directo.

Fue la demolición de un instante: se quedaron quietos hasta que cesó el temblor. Lo que habían estado diciendo, o lo que habían estado a punto de decir, ninguno iba a saberlo jamás. Casi todas las primeras conversaciones son naturalmente triviales; al perderse, las de Robert y Stella adquirieron la importancia de una clave perdida. Olvidaron lo que hicieron después, lo que dijeron en vez de lo que iban a decir: hay preguntas que, si no se hacen en el comienzo, no se hacen después, así que nunca las hicieron. Les habían arrebatado el momento culminante de aquel primer encuentro; más tarde tal vez se resarcieron un poco de aquello. Después de todo, nada salvo la emoción exaltada de las almas gemelas iba a inmortalizar aquellas primeras horas en sus recuerdos; e, incluso más adelante, cuando los encuentros ya eran demasiado importantes como para depender del azar, se gustaban el uno al otro sencillamente por ser parecidos. En la atracción que el uno sentía por el otro también tenía su parte la alegría de esa atracción, la alegría por todo cuanto les resultaba halagador e incierto. Existía entre ellos una complicidad de hermanos gemelos, eran el uno para el otro el reflejo natural de un temperamento idéntico, al menos, en lo relativo al amor. Aquel inesperado otoño, en el que todo cuanto les rodeaba parecía estar en su punto álgido, el movimiento de sus corazones les resultó imperceptible; durante las primeras semanas, cuando empezaban a conocerse, no sabían qué parte de todo aquello se debía a la época, qué parte se la debían a sí mismos. La extraordinaria batalla que se libraba en el cielo los paralizó; habrían podido quedarse para siempre en la víspera del amor.

Todo aquello había durado hasta la mañana de octubre en que Stella despertó con aquella sensación de pérdida, ante lo que parecía ser la mirada amenazante del día. Algún sueño inconsciente había estado operando en la noche; al abrigo del sueño, alguna experiencia se había materializado en esa inmediatez sobrenatural con que se le presentó la cara de Robert. Aquellas eran noches en las que se dormía, si es que se lograba dormir, con un abandono en sí mismo agotador; pero ningún tipo de descanso explicaba la distancia que ella sentía entre sí misma y el ayer, o incluso entre sí misma y el hoy. Nada de cuanto veía o tocaba garantizaba siquiera su propia realidad: el reloj de pulsera parecía desmentir el tiempo; imaginó que habían desaparecido algunas horas por la noche; a lo mejor era mediodía, o por la tarde. Lo primero que hizo, en vano, al salir deprisa a la calle fue buscar un reloj público. Tan suspendido parecía el movimiento del mundo camino a su trabajo que se preguntó si la guerra no habría tal vez terminado. No había hablado con nadie, tras despertarse, salvo con el jardinero. Nada era imposible; aun así, llegaba tarde. Paró un taxi y subió.

Diez minutos después de que se sentara ante su escritorio, Robert la llamó por teléfono: acordaron que almorzarían juntos. Lamentándolo mucho, Robert le explicó que el restaurante donde se reunían habitualmente estaba cerrado; habían cerrado la calle, esgrimiendo una tontería sobre una bomba de relojería. Tendrían que ir a otro que les gustara en otra parte. Dio la casualidad de que ella nunca había ido al sitio que sugirió Robert, pero el nombre del restaurante surgía en tantas historias contadas por sus amigos que casi se había convertido en ficción, hasta el punto de que, al dirigirse allí, Stella sintió que acudía a una cita en las páginas de un libro. ¿Y Robert? ¿También era ficticio? De camino al restaurante, recordó la breve y trivial historia de ambos. El portero la invitó a pasar por la puerta giratoria; Robert, en el vestíbulo, se acercó. Stella se percató de la cojera, que aquel día era tan pronunciada que, hasta que no habló, parecía otro.

En una deslumbrante fusión de sol y luz eléctrica, se sentaron juntos en un banco de terciopelo, contra la pared. Cuando el camarero les acercó un poco más la mesa, fue como si cerrara un cepo; aparte de eso, había algo un poco forzado en la manera repetida y fugaz en que giraban el cuello para mirarse, hasta que, con la llegada de los martinis, Robert se permitió fruncir el ceño y pasar el dedo por el cristal empañado de su copa. Luego dijo de repente:

—Me alegra que estés aquí. Estaba seguro de que te había pasado algo.

—¿Por qué me iba a ocurrir algo?

—Porque es exactamente el tipo de cosa que me ocurriría a mí.

Durante unos instantes, Stella no supo si Robert pretendía que se riera de aquella parodia inusual de la actitud de un muchacho melancólico. Se quedó con el cigarrillo cerca de los labios —antes de hablar, Robert había estado a punto de encendérselo—, tanteándolo con la mirada. Robert siguió con el pulgar en el mechero. Era igual que un error de proyección en el cine, cuando se congela absurdamente un fotograma en la pantalla.

Allí estaba la cara que había visto esa mañana antes de abrir ella los ojos. Su blancura, que no llegaba a ser palidez, tenía un tono de antiguo bronceado. El pelo y las cejas no añadían apenas sombras a aquel impresionista aspecto de resplandor, y no tenía bigote; la cara solo tenía leves motas de oscuridad. El uniforme caqui realzaba con nitidez sus rasgos sosegados, que en aquel momento y bajo la superficie revelaban una gran tensión. La más agradable de las cualidades que hubiera debido tener, la pasión, era en ese momento bastante menor, porque al tener la mirada apartada, se echaba en falta el tenue azul como de una llama de gas. La insistencia en no dirigirle la mirada se convirtió en una declaración más obvia que cualquier mirada; el hecho de que no encontrara nada más que decir acentuó en su boca una línea pétrea que hablaba por sí misma.

Al no ver el alegre y conocido movimiento de sus ojos, de su boca y de su frente, Stella sintió por primera vez la fuerza de su carácter. En lo desconocido perduraba como un fantasma lo conocido: su actitud, la forma alargada y estrecha de su cabeza y de sus manos, su juventud…, un tanto temperamental, enérgico y lírico que estaba perfilándose cada vez más al entrar en la treintena. Era unos cinco o seis años más joven que Stella.

El reloj dorado que brillaba en la pared soleada del restaurante, como tantos otros en Londres, se había detenido por una explosión. Cuando ella buscó a tientas sus guantes y él empezó a alejar la mesa, sus dos relojes de pulsera —que, en el futuro, iniciarían una relación propia en la que nunca se encontraron perfectamente sincronizados— marcaron, respectivamente, un minuto antes y un minuto después de las dos y media. Las dos y media de un día que, tras empezar tarde para ella, acabaría tarde para los dos.

La costumbre, de la cual debería desconfiar siempre la pasión, también puede ser la parte más dulce del amor. Durante los dos años posteriores a 1940 Robert y Stella se acostumbraron a vivir juntos en todos los sentidos, salvo en el de compartir techo. Pronto aprendieron a imaginar las idas y venidas del otro a lo largo del día, y respecto a las tardes que pasaban separados, enseguida tejían y encadenaban las historias cuando se encontraban. Bien contadas, las horas de la semana que tenían solo para ellos no eran tantas, pero esas horas magnéticas extraían tanto del resto del día que ambos sentían que nada se perdía del todo, y que poco se desperdiciaba. Cada vez les resultaba más difícil distinguir la vida propia separada del otro; todo lo que hacían se unificaba en un recuerdo común, aunque cada uno por su cuenta podía y debía existir, decidir, actuar. Todo lo que hacían individualmente se convertía en simulacros de conducta; hasta que volvían a estar juntos, esperaban pacientemente, y entonces retomaban la vida donde la habían dejado. Por otra parte, también operaba una especie de conciencia doble, sus sentimientos entrelazados, que intensificaban todo aquello que tenían a su alrededor: nada de cuanto veían, sabían o se decían el uno al otro era trivial; todo se entretejía en el relato continuo del amor, que además adquiría sustancia, matices y coherencia, gracias a lo no dicho y lo imperfectamente sabido. Porque, desde luego, no se contaban todo. Todo amor tiene su propia relevancia poética en sí mismo; cada amor saca a la luz solo lo que es relevante para él. Fuera queda el vertedero de lo que no importa.

Había sido durante aquel primer invierno cuando Stella dejó el apartamento que miraba a la plaza y se trasladó al de Weymouth Street. De este último domicilio no soportaba los adornos estilo neo-Regencia, pero el hecho de que el edificio quedara vacío al atardecer compensaba el fastidio: en las escaleras y tras las puertas de las consultas no había nadie después de que oscureciera, nadie se movía ni escuchaba, y, cuando Stella y Robert volvían de noche, reinaba un profundo silencio. La repetición aumentaba la magia de lo que hacían al entrar en el apartamento, desde el saltito con que sorteaban las cartas tiradas en el felpudo —que allí se quedaban—, pasando por la prisa con que ella corría las cortinas de las ventanas ya oscurecidas por la noche, hasta su carrera a ciegas por la penumbra, mientras Robert esperaba a que Stella encontrara el interruptor de la lámpara. Por otra parte, no había dos encuentros completamente iguales.

Al principio, Roderick había sido la razón por la que los amantes no se habían ido a vivir a la misma casa. Hacerlo habría sido muy fácil, dada la indiferencia que la ciudad bombardeada prestaba a las vidas privadas, y la impasibilidad y la apatía con que todo el mundo subsistía entre las ruinas. Pero al cabo de un fantasmal año en Oxford, Roderick fue llamado a filas, y Robert y Stella fueron conscientes de que ya habían tomado la decisión implícita de continuar como hasta entonces, al menos «por ahora», un ahora que la guerra convertía en el único tiempo posible. La época de la guerra, con sus improvisaciones, pausas y aplazamientos, no podía ser más amable con el amor romántico. Ellos hablaban de vivir juntos con tan poca seriedad como de matrimonio, felices de seguir como estaban, dejándose llevar por aquella corriente hipnótica del día a día.

Era más que un sueño. Más, era una especie de mirada generosa y sonriente, una felicidad cuyo equilibrio parecía cada día más firme y seguro. El descubrimiento conjunto de la vida, por primera vez, era una cosa seria y, mucho más que seria, luminosa; había en ello un temor reverencial. Milagrosamente libre de estorbos, su amor seguía desarrollando su plan; el desgaste del tiempo, siempre al acecho, aún no había llegado. No había dado señales de que fuera a hacerlo hasta aquel domingo en que Harrison hizo su visita.

La inesperada llegada de Roderick a Weymouth Street, aquella desagradable noche de domingo, tuvo dos efectos que Stella esperaba: el primero, apartar a Harrison del primer plano, y mantenerla alejada de Robert el tiempo suficiente para que se asentaran los efluvios de la conversación con Harrison. Era obvio que estos no iban a evaporarse. Más tarde, concluido el permiso de Roderick, cuando los amantes se encontraron tras lo que les pareció una eternidad, la intimidad desterró todo lo que les era ajeno. No fue sino hasta dos o tres noches después, habiendo regresado al apartamento con Robert, cuando Stella comentó de pronto:

—Ah, el domingo pasado no solo vino Roderick. También pasó por aquí aquel hombre llamado Harrison.

—¿Qué hombre? —preguntó Robert despreocupadamente.

—El del funeral.

—¿Qué? ¿Otra vez? Qué pesado. Parece que se te ha pegado de por vida.

—Cualquiera lo diría. Londres se ha vuelto demasiado pequeño. Dondequiera que vaya, ahí está Harrison.

—¿Nunca nos lo hemos cruzado?

—Nunca que nos hayamos dado cuenta; pero él cree habernos visto. Dice que te conoce.

—Ojalá lo conociera. Pero no, por increíble que suene, no creo conocer a nadie con ese nombre. ¿Es un tío bizco, dijiste?

—No es que sea bizco exactamente; más bien es esa manera de utilizar los dos ojos independientemente. Y de reírse.

—Qué raro. En fin, qué se le va hacer.

—¿Qué se le va a hacer a qué?

—Al hecho de que no tengo idea de quién es. No parece que sea alguien muy especial. Recuerdo que dijiste que no era viajante de comercio, pero no recuerdo qué dijiste que era.

—Creo que solo dije que no era viajante de comercio… Sí, siempre anda por ahí.

—A lo mejor le gusta escuchar las conversaciones ajenas. —De pronto Robert se levantó del ahuecado sillón en el que estaba sentado y se miró parcialmente en el espejo que se encontraba sobre la chimenea—. ¿No crees —preguntó— que es hora de que tire esta corbata?

—Pero… ¿quién es tan indiscreto como para que le guste escuchar conversaciones ajenas? —respondió Stella.

—Supongo que todo el mundo. Ya sabes cómo hablo yo, sin ir más lejos.

—Solamente sé cómo hablas conmigo. Yo no cuento.

—¿Entonces por qué no le preguntas a Harrison, ya que dice conocerme? Cariño, no es que no me interesen tus nuevos amigos, pero me encantaría que le prestaras un poco de atención a esta corbata. —Deshizo el nudo, se la quitó de un tirón y, tras sentarse de nuevo, la estudió a la luz de una lámpara—. Un poco gastada —dijo—. Francamente, ¿no te parece?

Se la dio a Stella, que dijo:

—Sí, puede que esté un poco gastada.

—¿Cómo son las corbatas de Harrison, bonitas?

—No seas superficial, Robert.

—Cualquier cosa menos eso. Por lo que sé, puede que sea un tipo fascinante. Esa manera de usar los dos ojos independientemente y al mismo tiempo, dices… Cualquiera que te oyese pensaría que siempre has vivido con un cíclope, o con Lord Nelson.

Mirando la corbata con gesto de desagrado, Stella dijo:

—Déjame verla bien…

—Sí; es que esto es importante.

—Lo cierto —protestó ella, mientras se arrodillaba junto a él con la corbata en la mano— es que no puedo juzgar las corbatas que usas. Como tampoco puedo juzgar… ¿Qué pasaría, por ejemplo, si alguien viniera a decirme cosas ridículas sobre ti?

—Podrías mandarlo al diablo sencillamente, ¿no?

—¿Cómo sabría yo que lo que se me cuenta es ridículo?

—¿Entonces no puedes aconsejarme sobre esta corbata?

—Sí, supongo que tienes razón; supongo que es hora de tirarla —dijo, pasándosela por los dedos sin mirarla—. Es decir, cuando te acuerdes de comprar otra. A menos que tengas otra…

—Pareces triste —comentó Robert, mirándola—. ¿En qué estás pensando, «Una corbata más cerca de la tumba»?[6] ¿O han estado diciéndote que veo a otra?

—No. ¿Estás viendo a otra?

—No. Para empezar, ¿cuándo quieres que la vea si no tengo tiempo?

—Ay, Robert, hablando de tiempo, ¿cuándo vamos a hacer lo que dijimos que teníamos que hacer: ir a pasar el día a casa de tu madre?

—¡Cielo santo —protestó él—, pero si acabo de volver de allí! La próxima vez que vaya, podemos ir los dos…, si aún te apetece. Pero, en fin, ¿por qué?

—Porque…, bueno, ¿por qué no?

—Yo no tengo ninguna objeción que hacer; es solo que no tiene sentido. Lo único que habría tenido sentido habría sido ver a mi padre, si no estuviera muerto. En fin, ahí están las otras dos si quieres verlas y si no te importa que armen un escándalo.

—¿No les caería bien?

Robert se lo pensó.

—No veo por qué no les ibas a caer bien, salvo por el hecho de que nadie les cae bien, jamás. No, me refiero a que armen un escándalo porque yo lleve a quien sea de visita. Tú no serías tú misma. Tú y yo estamos acostumbrados a causar una buena impresión: a menos que puedas asumir que nadie te va a prestar atención, el día sería un fracaso. ¿Qué esperas encontrar allí? ¿Datos? ¿Mi historia clínica?

—Naturalmente —dijo Stella.

Él estiró la mano para volver a coger la corbata, pero al mismo tiempo dijo:

—En fin…, no vale la pena que vuelva a ponérmela, ¿no?