Capítulo 2
Stella Rodney estaba de pie, delante de la ventana de su apartamento, jugando con el cordón de las persianas. Formaba un rizo a través del cual miraba la calle, o se enrollaba el cordón en un dedo y lo balanceaba, haciendo que la borlita golpeara contra el cristal. La severa persiana oscura, cuyo rodillo quedaba oculto bajo el bonito bastidor, estaba algo baja, proyectando una sombra nocturna en aquella parte del techo; la persiana de la otra ventana, en cambio, estaba levantada. No corrigió la disparidad, quizá porque el efecto, méchant, descuidado y negligente, se conformaba en cierta manera con su estado de ánimo.
Nada es más desmoralizador que esperar a quien no se desea ver. Con aquellos jueguecitos tontos delante de la ventana, ella reproducía el desasosiego que le producía la perspectiva de ver a Harrison; aquel asunto la hacía sentirse muy incómoda, muy angustiada, demasiado furiosa para desear incluso mostrar alguna compostura. Desde el principio, Harrison había dado muestras de una completa indiferencia a todo lo que ella sentía: ¿sería capaz de hacerle ver la indignidad —aunque solo por su parte, claro— de aquel regreso completamente indiferente? Harrison estaba forzando aquel regreso.
Habían transcurrido pocos minutos desde que dieran las ocho: se preguntó por qué, si Harrison tenía que llegar, aún no había llegado… Sin embargo, no se atrevió a confiar en que al final no se presentara. Era un maniático de la puntualidad, y aparecía en cuanto sonaba la hora señalada como si estuviera acoplado a los mecanismos de un reloj. Había dicho que pasaría a las ocho; lo había decidido él, y era una hora estúpida si tenía intención de llevarla a cenar. Pero como no había dicho nada de ir a cenar, no le había dado la posibilidad de decirle que de ninguna manera cenaría con él. Y a ella le había parecido inútil poner objeciones acerca de la hora, sobre todo después de que Harrison hubiera conseguido lo principal: pasar a verla, y a la hora que él había elegido. De hecho, Stella había decidido no discutir hasta averiguar —era lo que pensaba hacer esa tarde— por qué Harrison se arrogaba el tono de quien está en posesión del poder. Por teléfono, la exagerada amabilidad de su voz insinuaba una amenaza indefinida: al haberse negado a conocerlo, ella quedaba en desventaja; no tenía manera de saber, llegado aquel punto, si aquella amenaza iba en serio, o de qué naturaleza sería. Tras haber conseguido lo que buscaba, al parecer se había relajado un poco —cosa que a ella le daba que pensar— y se había permitido llegar un poco más tarde. Como ocurre cuando uno piensa en un enemigo, Stella le concedía a Harrison unas sutilezas que, pensándolo bien, eran improbables.
Hasta media hora antes, al menos se había sentido fuerte y desafiante. En la medida en que había preparado la escena, todo había quedado dispuesto para dar a entender que no le importaba en absoluto ni él —cosa que Harrison ya debería saber— ni cualquier cosa que pudiera decir. Para mostrarle la negligencia y despreocupación de su estilo de vida, Stella no había echado el pestillo a la puerta de calle y había dejado la puerta de su apartamento, al pie de la escalera, entornada: lo obligaría a entrar solo y por su cuenta, sin que tuviera que salir a recibirlo a mitad de camino, y ni siquiera le daría el gusto de tocar el timbre imperiosamente, y ofrecer luego la mejor cara de que fuese capaz. Aquella vieja casona de Weymouth Street, en la que su apartamento ocupaba la planta superior, estaba alquilada para oficinas y consultas —médicos y dentistas— y, en consecuencia, quedaba vacía los fines de semana: en el piso de abajo solo había unas estancias deshabitadas; los porteros que vivían en el bajo casi siempre salían los domingos por la tarde. El silencio subía por las escaleras, para colarse en su apartamento por la puerta entornada; el silencio entraba por las ventanas desde la calle desierta. De hecho, aquel día, a aquella hora, la escena no habría podido ser más idónea para un estallido de violencia; pero eso era más que improbable. Desde el principio había reconocido en él la serenidad de quien se mantiene siempre apartado de los extremos; sin embargo, aquella mañana, por teléfono, aquella serenidad se había vuelto extremada en sí misma.
Ahora que habían dado las ocho, los únicos pasos que podían oírse tenían que ser los suyos. Efectivamente oyó unos pasos y se desenrolló el cordel del dedo, en el que quedó una roja marca en espiral.
Stella Rodney había alquilado el piso amueblado, tras abandonar la última de sus casas cuando comenzó la guerra y dejar sus pertenencias en un guardamuebles. Durante algún tiempo, hasta finales del otoño de 1940, se había estado hospedando en pensiones de Londres. En Weymouth Street le irritaba verse rodeada del gusto irreprochable de otra persona: el apartamento, redecorado durante el último año de paz, marcaba un instante en el que la moda decorativa se había detenido: para aquellos que no supieran que aquel apartamento no era suyo, las estancias la describían de una manera convencional pero errónea. Las paredes, juiciosamente blanqueadas, reflejaban los cambios del clima londinense; en ellas colgaba un juego completo y sin duda valioso de pinturas sobre vidrio de diosas del periodo Regencia. La cretona con bordes emplumados de los sillones y el sofá proclamaba su antigua elegancia, porque ahora parecía siempre un poco sucia: sobre las mesas de centro colgaban lámparas de alabastro con pantallas de pálidas vetas. Entre las ventanas había un frágil escritorio sobre el que, a principios de semana, ella había puesto un florero de rosas; los pétalos ya habían empezado a caerse. Algunos de sus libros se mezclaban con otros ajenos en las estanterías que ocupaban unas hornacinas de la pared. Había dos o tres taburetes bordados con gros point; y, contra la pared del fondo, justo junto a la puerta, un segundo sofá más formal, cubierto de brocados, con cojines apilados en ambos extremos, lo bastante grande como para que una persona, incluso de buena estatura, pudiera tumbarse en él a sus anchas.
En la repisa, sobre la estufa eléctrica, había dos fotografías sin enmarcar: el más joven de los dos hombres era Roderick, el hijo de veinte años de Stella. Sobre las fotografías colgaba un espejo, en el que se miró al oír los pasos de Harrison en las escaleras, no para verse, sino con la idea de observar detenidamente, con algo de por medio entre su persona y la realidad, cómo se abría la puerta de la habitación, tal y como tenía previsto. Pero no, todavía no…, se había tropezado con algo, se estaba quitando el sombrero, y lo dejaba en el diminuto recibidor. Esos instantes le permitieron cambiar de parecer: se dio la vuelta de nuevo para, al fin y al cabo, enfrentarse a él… y permaneció quieta, con los brazos cruzados, los dedos estirados sobre las mangas del vestido oscuro. Cuando él entró, su intención de no moverse había cobrado cierto dinamismo.
Stella tenía uno de esos rostros encantadores que, dependiendo del ángulo desde el que se miren, pueden parecer melancólicos o impertinentes. Tenía los ojos grises; pero con aquella costumbre de entrecerrarlos, daba la impresión de estar reflexionando, la mayor parte del tiempo, pensándose las cosas dos veces. Aquella manía, aquel toque de arrière-pensée, iba acompañado de una mueca incierta, indiscreta de los labios. Su tez, por naturaleza pálida, delicada, suave, se dejaba ver a través de una capa pálida, delicada y suave de colorete. Tenía un aspecto juvenil, más que nada porque daba la impresión de tener aún una relación alegre y sensual con la vida. La naturaleza había tenido la amabilidad de concederle un mechón, un rizo o una onda de color blanco en una cabellera por lo demás dorada, y ese mechón, que crecía hacia atrás desde la frente, parecía curiosa y encantadoramente artificial: otras mujeres le preguntaban dónde se lo había hecho; ella se había acostumbrado a que la miraran de reojo. Aquello, pero solo aquello, era llamativo en ella: su aspecto, tras una primera impresión, podía resultar sugerente; si se seguía mirando, resultaba seductor. La ropa se amoldaba al cuerpo, el cuerpo a la persona, con un aire de encanto general y sencillez.
Uno o dos años más joven que el siglo, había crecido tras la primera guerra mundial en una generación a la que, como tal, se le hizo sentir que había fracasado. La época, le habían dicho en su juventud a todas horas, no tenía precedentes…, pero, claro, que tampoco los tenía su propia experiencia: no había vivido nunca antes. El fracaso precoz de su precoz matrimonio no había sido precisamente un espaldarazo anímico; sin embargo, siguió buscando la ecuanimidad; mostraba una especie de dureza exterior como pobre recurso. Sus padres habían muerto; sus dos hermanos habían caído en Flandes cuando ella iba todavía al colegio. Tras su divorcio, que irónicamente la muerte de su marido había convertido casi de inmediato en algo innecesario, le había quedado su hijo y la responsabilidad de cuidar de ambos: al estar solos, el dinero se había convertido en un problema, aunque no muy grave. Roderick, que iba al colegio cuando empezó la guerra, ahora estaba en el ejército; y a ella no le desagradaba la oportunidad de valerse por sí sola, librarse de la casa, ir a Londres a trabajar. Durante los años de entreguerras había viajado, había vivido en el extranjero de tanto en tanto, así que ahora contaba con la ventaja de hablar dos o tres idiomas, y de conocer bien dos o tres países. Se había hecho una idea del modo en que mejor podía aprovechar lo que sabía y, aún mejor, conocía a personas a quienes podía pedirles ayuda para conseguirlo. Tenía parientes, relaciones, o al menos contaba con antiguos amigos. Así que ahora trabajaba para una organización que de momento llamaremos X. Y. D., en un empleo secreto, exigente, no exento de importancia, al que la situación europea desde 1940 iba a conferir cada vez más relevancia. Como entre otra mucha gente, la costumbre de la prudencia y la discreción empezó a convertirse en un hábito, pero en su caso solo reforzaba una predisposición ya existente: nunca había preguntado mucho, porque tampoco le gustaba que le preguntaran a ella. ¿O puede que solo fueran las circunstancias? Porque, si de temperamento se trataba, Stella era muy comunicativa y dubitativa. Siempre generosa y alegre, y sensible, no era del todo admirable…, pero ¿quién lo es?
Permaneció impasible mientras Harrison hacía su entrada.
—Buenas tardes —dijo él.
—Buenas tardes.
—Se me ha hecho un poco tarde. Estaba escuchando a esa banda en el parque.
Por alguna razón, aquello la sorprendió.
—¿Ah, sí? —dijo.
Harrison se volvió a cerrar la puerta, pero se detuvo para preguntar:
—¿Esperas a alguien más?
—No.
—Muy bien. Por cierto, la puerta de la calle no tenía echado el pestillo. ¿Eso también estaba previsto?
—Claro. La dejé abierta para ti.
—Gracias —dijo, fingiendo que se sentía conmovido por la generosidad—. Así que la cerré. ¿Eso también estaba previsto?
Stella esperó a que Harrison acabara con los preámbulos, sumida en un silencio que no habría podido ser de menos ayuda. Él, tras haber zanjado el tema de la puerta, miró la alfombra, y la distancia alfombrada que los separaba, como si pensara en una serie de favorables movimientos de ajedrez. Con una ligera mueca de humildad, su mirada zigzagueó de la silla a la mesa, de la mesa al taburete; dio un paso y después otro, siguiendo su propia mirada. Se detuvo ante una cajetilla de cigarrillos y, haciendo memoria, sacó los propios.
—¿Te importa si fumo?
—Adelante.
—¿Tú no quieres?
—No… ¿Entonces podrías haber venido antes?
—Bueno, sí, habría podido, en realidad, tal y como estaban las cosas pero pensé que, como habíamos dicho a las ocho, venir antes no te habría resultado conveniente.
—No me habría resultado conveniente que vinieras en ningún momento.
Harrison, buscando con la mirada un lugar donde dejar la cerilla, dijo:
—Ja, ja… ¡Eres la persona más sincera que conozco!, ¿sabes? ¿Te habría encontrado sobre las siete?
—Sí. Y me habría encantado terminar con esto.
Harrison la miró fijamente; pero esta vez fue incapaz de emitir aquella exasperante risita de autosuficiencia.
—Bueno… —empezó, y luego se detuvo: uno diría que incapaz de continuar.
Ella le espetó:
—Pero ¿qué esperabas? Después de todo lo que te dije la última vez…, cosas horribles que no debería haber tenido la necesidad de decirte… ¡Solo a ti se te ocurre venir de nuevo!
—Hablas como si existieran reglas —dijo él—. Lo único que sé es que entre tú y yo hay algo, aunque tú no lo sepas. Rara vez me equivoco y, en fin —concluyó—, me dijiste que no había problema. Me dijiste a las ocho.
Era su turno, y también titubeó:
—Bueno…
Apretando los dedos estirados sobre los codos, apartó la vista de él y miró por las ventanas hacia la calle. En aquel momento las cortinas blancas enmarcaban rectángulos de un crepúsculo marrón y malva. Señalar que él había forzado aquel encuentro mediante una amenaza equivaldría a admitir que en su vida cualquier amenaza podía obtener resultados o podría propiciar una situación concreta.
—¿Querías contarme algo? —preguntó.
—Quería que habláramos. ¿Eso de ahí es un cenicero? —Con una mano cautelosamente ahuecada bajo el cigarrillo, avanzó, llegó hasta la alfombra de la estufa y dejó caer la ceniza en el cenicero de la repisa, justo al lado del hombro de Stella—. Es bonito —dijo en voz baja—. Todas tus cosas son bonitas.
—¿De qué hablas? —dijo ella con aspereza.
—Hasta este cenicero.
Pasó el dedo por el borde: era un objeto vulgar, de esmalte florido, de alguna tienda de chinos.
—No es mío —soltó ella—. Nada en este piso lo es.
Había, por supuesto, muchos otros ceniceros en la sala. Ignoró la estrategia de Harrison y la condenó con esa respuesta. El hombre se encontraba frente al espejo y las fotografías; Stella siguió mirando por la ventana, aunque su calma y desinterés se volvieron más rígidos y artificiales. Él hizo algo totalmente inesperado: se dio media vuelta y encendió una lámpara.
—¿Te importa?
¿Importarle? Por el contrario, aquello la tranquilizó; ahora era imprescindible evitar que se viera luz en las ventanas. Mientras iba de una a otra, tirando de las persianas y arreglando los pliegues de las cortinas, procuró que no se notara hasta qué punto agradecía aquella liberación. Encendió otra lámpara y miró a su alrededor: él tenía la mirada clavada en las fotografías.
—Estupendo —dijo él—. Quería verlas mejor.
—Las has visto antes.
—Siempre me interesaron. Una es muy fiel.
—¿La de Roderick?
—No sé: nunca conocí al original… No, me refería a la otra.
Stella se volvió hacia el escritorio, abrió un cajón y sacó su paquete de cigarrillos: dándole la espalda, se tomó su tiempo para encender uno, el suficiente para poder decir al final con la necesaria indiferencia:
—Ah, ¿lo conoces?
—Lo conozco, sí…, lo conozco de vista. No es que pueda decir que nos hayan presentado… A lo mejor él no me conoce. Un tipo atractivo: al menos eso pienso siempre que lo veo.
—¿Ah, sí?
Stella se sentó en el taburete que estaba junto al escritorio, apoyando el codo entre las cartas que había sobre la hoja de madera abatible. Mirando de soslayo las cartas, añadió distraídamente:
—¿Así que lo has visto por ahí?
—Alguna que otra vez. A veces solo, a veces contigo. Para serte sincero, te había visto con él antes de conocerte.
—¿En serio? —dijo Stella en un tono que ni siquiera invitaba a la contestación.
—Sí. Así que la primera vez que me dejaste entrar en este apartamento encantador no me sorprendió demasiado ver esta foto. Estuve a punto de decir: «Demonios, pues claro. ¡Los dos lo conocemos!».
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Verás…, es que nunca se sabe. A lo mejor pensaba que estaba siendo un poco agresivo. Además, tengo la costumbre de callarme lo que pienso.
—Ya. Pero ¿valía la pena guardarse ese pensamiento? Mucha gente se conoce, no es nada raro.
—Por supuesto, claro. Pero depende de quién sea la gente.
A través de los círculos de luz de las lámparas, la mirada amenazadora de Harrison se cruzó con la de Stella, y se esforzó todo lo posible para no cambiar de expresión.
—Todos los pensamientos valen la pena cuando se refieren a ti —dijo—. Una muchacha que conocí esta tarde me preguntó si se me olvidaban las caras: dije que a veces. Y estaba en lo cierto, creo: nunca olvido una cara que me interesa. Como esa —añadió, mirando de reojo la fotografía—, es un buen ejemplo.
—¿En serio? Robert Kelway debería sentirse halagado.
Harrison emitió un risa de desdén. Luego dijo:
—¿Alguna vez surgió mi nombre?
—¿Te refieres a si él me mencionó tu nombre?
—No, a si se lo mencionaste tú a él.
—Ni idea; puede ser; la verdad es que no me acuerdo. —Hizo una pausa para apagar el cigarrillo—. Mira —dijo—, te invitaste tú solo a venir esta tarde…, no sería exagerado decir que te has presentado aquí por la fuerza, porque, según dijiste, me tenías que decir algo y era urgente. ¿Qué tenías que decirme, exactamente?
—Bueno, en realidad, a eso iba… Pero ahora que estamos aquí, no sé muy bien por dónde empezar.
Por su parte, Stella no habría podido mirarlo con una expresión más vacía. Una de las estratagemas de Harrison era bajar la voz, en vez de elevarla, para poner énfasis en lo que pretendía decir:
—Deberías tener más cuidado con quién andas.
—¿En general? —replicó Stella, en un tono que, por contraste, pareció alto y gélido.
Como si quisiera estudiarla bien, Harrison había mantenido la mirada clavada en la fotografía.
—En realidad, sí, me refería a alguien en particular.
—Pero soy cuidadosa. Por ejemplo, a ti no quería conocerte.
Harrison le dio dos o tres caladas al cigarrillo —quizá para calmarse, quizá no— y luego, frunciendo el ceño como si estuviera concentrado en algo, dejó caer más ceniza en el cenicero chino. Para Stella, la mente de Harrison era como una pecera de agua turbia y sucia, en la cual, a su entender, era como si un pez extrañísimo estuviera dando vueltas, observando atónito el exterior y se diera media vuelta para ocultarse de nuevo. Stella miró de reojo su reloj, echó un vistazo a las cartas, sintió que se le ponía la piel de gallina, reprimió un bostezo nervioso.
—No me refiero precisamente a eso —continuó Harrison— cuando hablo de tener cuidado. Hay que tener cuidado cuando se trata de alguien a quien te agrada conocer; como dices, eso no me lo puedes aplicar a mí. Bueno…, así que…, así están las cosas. Me rehúyes porque no soy tu tipo; no puedes entenderme porque sientes que me falta algo. Estoy de acuerdo, algo me falta, y si quieres, te diré qué es. No, no…, te lo voy a decir de todos modos: vanidad. Eso es lo que me falta. Un buen día vienes, por ejemplo, y me dices que ya no me soportas… y después de eso crees que ya está y que eso es todo.
—Pues sí. Supongo que casi todo el mundo lo creería.
—Puede que lo crea todo el mundo que tú conoces. Para mí, todo lo que me dijiste es solo una cosa más de las que dices.
—Eso es cosa tuya —dijo Stella—. Lo que te dije es lo que te quise decir. ¿Tú te crees que la gente se inventa papeles o finge personajes?
—¿Crees que yo me invento papeles?
—Ni siquiera lo he pensado. No me importa lo que hagas.
—A mí tampoco —dijo Harrison de repente—. No me importa lo que hago. Eso es precisamente lo que te estaba diciendo: ¡nada de vanidad!
—Debería haberte dicho: nada de sentimientos —dijo ella, como distraída. (Estaba pensando si todo lo que Harrison tenía que decirle se resumiría en eso, a fin de cuentas. ¿Había conseguido volver a verla, utilizando indirectas y amenazas, solo para venderse por última vez, para forzar un último intento y conseguir «interesarla»? Pero entonces, y esta era precisamente la cuestión, ¿cómo había sabido que ella tenía miedos melodramáticos? ¿Cómo había adivinado que era una mujer en la que surtiría efecto una vaga amenaza?)
—Sí, eso es… —continuó ella—. No eres capaz de entender los sentimientos.
—No entiendo los sentimientos delicados, si a eso te refieres. Para los sentimientos delicados hay que tener tiempo: y yo no lo tengo, solo tengo tiempo para tener lo que tú tienes sin tener tiempo, ¿me sigues? Tú y la gente con la que andas, por decirlo así, aún pensáis que el amor hace girar al mundo. Para mí eso es un engorro y una molestia. —Apartó la mirada, observando una sombra que se dibujaba por detrás de la cabeza de Stella—. ¿Te gusta confiar en las personas que conoces y que te agradan?
—Supongo que sí. ¿Por?
—En relación con una de ellas, podría contarte un par de cosas que te sorprenderían.
—Vaya, ¿qué eres ahora? ¿Un detective privado? —y dejó escapar una risa auténtica, y sin una pizca de nervios histéricos—. Para ser justos —dijo—, antes de que sigamos hablando, debo decirte que a veces dudo de que estés bien de la cabeza. Quiero decir, sigo dudándolo; ya sabes lo que pensé de ti en un primer momento.
—De nuevo la sinceridad, ¡ja, ja…! —dijo Harrison—. Sí, menudo día aquel. Pero al final solucionamos ese malentendido.
—No estoy tan segura.
—¿Y qué te hace dudar en este preciso momento?
—No lo sé. De alguna manera, supongo que la guerra.
—Ah, ¿conque la guerra? Sí, es curioso cómo, acerca de la guerra, todo el mundo parece estar de un lado o del otro. Oye, toma, ¡fuma un cigarrillo!
Se acercó a ella con la cajetilla abierta: fue tan hipnótico como si le estuvieran ofreciendo un cigarrillo por encima del escritorio de una consulta o la mesa de un abogado, y con un leve gesto de impotente rebeldía, tuvo que aceptar uno. Harrison se guardó la cajetilla en el bolsillo, encendió una cerilla… pero se aturrulló en el proceso; la llama tembló mientras ella se echaba cruelmente atrás para quedarse mirando la mano temblorosa del hombre. Él también se dio cuenta:
—Sí, es curioso, ¿sabes? —dijo—, nunca me había ocurrido. Debe de ser por estar aquí contigo, los dos solos, así, aunque no hagamos nada más que hablar… Mira, si por tu carácter estás contra mí, ponte contra mí; es tu carácter lo que me gusta; te quiero tal como eres.
—¿Qué es lo que quieres exactamente?
—Que me des una oportunidad. Quisiera venir aquí, estar aquí, entrar y salir, de vez en cuando, ir y venir…, todo al mismo tiempo. Formar parte de tu vida, como suele decirse. Estar en tu vida, simplemente. Todo salvo… —se detuvo para marcar el quid de la cuestión, recomponerse y, a partir de ahí, cambiar de tono. Volvió junto la estufa, cogió la fotografía, y la puso de cara a la pared—. Todo… menos esto. En realidad, nada de todo esto, nada. Nada más de esto.
Stella no podía creer lo que le estaba diciendo, así que lo miró casi como si no estuviera sorprendida. Evidentemente, Harrison interpretó que Stella se había quedado paralizada.
—No perdamos el tiempo —dijo Harrison—. Yo sé cómo va esto. He hecho mis averiguaciones.
—Imagino que la mayoría de la gente lo sabe —contestó Stella con indiferencia.
—La mayoría de la gente no tiene ni idea…, de hecho, nadie sabe nada. Desde luego, tú tampoco.
—¿Qué es lo que no sé?
—Lo que sé yo.
—¿Esperas que te pregunte qué?
—Mejor no, creo. Mejor acepta la sugerencia.
—¿Y tú no llamarías a esto —dijo ella— un intento de chantaje?
Harrison la miró por el rabillo del ojo.
Acto seguido, Stella se encendió.
—¿Estás sugiriendo —preguntó, blanca de tensión y de furia— que rompa una amistad para empezar otra… contigo? ¿Y que haga las dos cosas de inmediato, al instante, ya mismo, con menos preguntas que ante una orden gubernamental, con menos problemas de los que supondría cambiar de tendero, con menos alboroto del que haría al cambiar de sombrero? Según tú, nada sería más sencillo; lo que yo llamo sentimientos al parecer no tiene ninguna importancia aquí en absoluto. De todos modos, como solo son sentimientos, supongo que tampoco se debería perder mucho tiempo, ¿verdad? Me estás dejando muy claro que esperas que no lo pierda. No paras de insinuar que hay algo, algo, que debería acabar con esa relación. Pero, claro, puede ser que sencillamente te veas a ti mismo como un hombre excepcional…, es evidente que te ves así. Pero no, no…, quieres insinuarme que hay algo más. Bueno, ¿qué? ¿Qué? Me gustaría saberlo. Me gustaría saber qué as crees que tienes en la manga. ¿Quieres decir que tengo que hacer lo que me dices… porque «si no», «de lo contrario»…? Bueno, de lo contrario, ¿qué?
—Es curioso —dijo Harrison—, cuando empiezas con ese «quieres decir» me recuerdas a la muchacha que he conocido en el parque. Yo decía, por ejemplo: «Qué azul está el cielo», y al instante ella contestaba: «¿Quieres decir que el cielo está azul?».
—No me extraña que lo hiciera; tienes una manera de decir las cosas que, por alguna razón, hasta las más normales parecen bastante ridículas. Pero en este caso estás diciendo una verdadera ridiculez… o lo intentas. Sin embargo, tendrás que hablar más claro si tienes intención de amedrentarme.
—¿Sabes? Me temo que eso ya lo he conseguido. Parecías bastante nerviosa cuando hablamos por teléfono.
—Llamas como si fueras la Gestapo —dijo ella con una risa o un bostezo.
—Esa es precisamente la impresión que odiaría darte… En fin, ¿no temes a nada en este mundo?
—¿Quién puede atreverse a decir algo así en estos tiempos? —Se incorporó en su asiento, rígida, e hizo una pausa, alisándose la tela del vestido sobre las rodillas—. Obviamente —continuó—, solo un loco podría decir eso en este y en cualquier momento. ¿Quién no tiene miedos? Sin embargo, una aprende a decir: «Esas cosas no pasan».
—Ah, pero pasan.
Stella levantó la mirada.
—Mira a tu alrededor —sugirió Harrison.
—Sí, la guerra. Pensaba en la vida en general.
—¿Qué diferencia hay? Si lo piensas, la guerra no ha hecho nada que no hubiera antes: lo que ha hecho es darnos la razón a algunos. Déjame decirte que tú, hasta ahora, dabas por sentado que hay cosas que no pasan; yo, en cambio, siempre he creído que tienden a pasar. De manera que ahora tú comprendes lo que yo siempre he sabido. No diría que eso me da ninguna ventaja, pero no puedo evitar pensar: «Aquí es donde yo entro en juego».
—Dicho de otro modo, ¿esta es una guerra de maleantes?
—Yo no lo llamaría así. Es una guerra, claro; pero para mí lo principal es que son tiempos en los que no soy un maleante. Ha habido tiempos no muy buenos en que las cosas no me han salido como yo quería, así que, para mí, ahora las cosas han dado un giro para mejor; todo más o menos cuadra con lo que yo suponía.
—Ah, ¿entonces lo que querías era hablarme de ti?
Al parecer Harrison era incapaz de sonrojarse, pero de inmediato su cara adoptó la expresión que en otras caras provocan el rubor, un vergonzante flujo de sangre.
—En realidad, no. Lo siento —dijo enseguida—. Por regla general no soy uno de mis temas de conversación; solo podría serlo si alguna vez te interesara…, lo cual podría ocurrir, ¿sabes? —añadió, frunciendo de nuevo el ceño—. ¿Es tan extraño que quiera hacerme sitio en tu vida?
—Lo que me parece muy extraño es el modo en que esperas conseguirlo.
Harrison, como espoleado por un pensamiento involuntario de Stella, volvió a mirar el envés de la fotografía girada.
—¿Te sentirías mal por él, lo lamentarías por él? —preguntó—. En ese caso, tengo que decirte que… podrían ocurrirle cosas peores que alejarse de ti.
—Oh, supongo que sí —dijo Stella con su gesto más indolente. Pronto, sin embargo, empezó a mirarlo con una acumulación de cansancio, disgusto, desconfianza, aburrimiento, y, sobre todo, con la tensión de su propia falta de amabilidad e ironía forzadas. Vacilante, él se atusó el bigote, como si allí se ocultara un resorte que le hiciera abrir la boca para decir algo definitivo. La miró con los ojos entrecerrados.
—Podría pasarle de todo —dijo. Stella no hizo ningún comentario. Harrison continuó—: En cualquier momento… y eso sería una pena, ¿no? Si tú y yo llegáramos a un acuerdo, a lo mejor las cosas podrían arreglarse.
—No te entiendo.
—El hecho es que nuestro amigo ha estado haciendo algunas tonterías. Sigue haciendo tonterías, debería decir, y sin parar.
Stella dijo bruscamente:
—¿Se ha metido en líos de dinero?
—No es tan sencillo. Puede que esta historia no te resulte muy agradable. ¿Te apetece oírla?
—Como quieras.
Harrison carraspeó.
—Por las razones que comprenderás —dijo—, no puedo contártelo todo. De hecho, si lo supiéramos todo, él no seguiría estando donde está; en cualquier caso, aún estamos trabajando en ciertos detalles. Como sabes, está en el Ministerio de Defensa…, probablemente eso es lo único que sabes. No tenemos motivo para pensar que en sus relaciones sociales no haya guardado una discreción normal. Puede que te hayas hecho una vaga idea de cuál es su trabajo, pero dudo que te haya contado mucho. Por desgracia, está contando bastante más a otra gente. Hemos detectado una filtración…, en resumen, el enemigo se está enterando en términos generales de las cosas que él tiene a su cargo. Lo sospechábamos desde hace algún tiempo; ahora se ha confirmado, se sabe.
—Eso es un disparate —replicó Stella.
—Ahora la cuestión es que le estamos dando cuerda. Pero el problema es cuánta cuerda podemos permitirnos el lujo de darle. Hay quien opina que lo dejemos como está, metido en lo que esté metido, hasta que consigamos sus contactos; tenemos entre manos un asunto muy gordo; comparado con eso, lo de tu amigo es un tema de poca monta. Por ahora lo tenemos vigilado. De hecho, soy yo quien lo vigila. Y vale la pena vigilarlo; como te decía, el tipo me cae bien: en cierta manera… lamentaría que le pasara algo. Pero puede pasarle, la verdad, y ahí, verás, es donde entra en juego la otra opinión, que está a favor de detenerlo ya mismo. Él no está consiguiendo ni la mitad de lo que supone, pero causa cierto daño. Si así fuera, nos decantaríamos por dejarle hacer. Aun así, hay quien prefiere detenerlo el doble de rápido, frenar los chanchullos, cortar por lo sano… Yo aún no lo tengo decidido.
—¿Y tu indecisión es muy importante?
Harrison respondió con modestia:
—Bueno, digamos que sí. Tal como están las cosas, podría inclinar la balanza para un lado o para el otro. El asunto tal vez dependa del informe que haga sobre él. Y eso, no sé si me sigues, queda a mi criterio. Claro que podría hacer que mi criterio fuera un poco más… Por ejemplo, tengo un material que aún no he presentado. Debería entregarlo, pero no me decido. Quizá podrías ayudarme.
Ella lo miró y se echó a reír.
—Podría aplazar las cosas —añadió Harrison, con el aire de quien está discutiendo consigo mismo una difícil decisión— por algún tiempo. En ese caso quién sabe cuáles serían los resultados: todo el espectáculo podría terminar; también podría pensárselo mejor, por alguna razón, y terminar con su jueguecito por iniciativa propia; puede que así tuviera suerte. Quién sabe. En cualquier caso, hay esperanza…, si pudiera dejar de meterse en líos durante algún tiempo. Y cuando digo que eso depende un poco de mí, lo que quiero decir es que depende sobre todo de ti.
—Ya, entiendo.
—¿Ah, sí? —preguntó Harrison con alivio.
—Perfectamente. Tengo que iniciar una relación desagradable para que un hombre quede libre y pueda seguir traicionando a su país.
—Dicho así suena un poco crudo —dijo Harrison, bajando la mirada.
—Importaría más cómo suena si hubiéramos estado hablando de la misma persona aunque solo fuese por un momento. Es obvio que yo tenía razón: estás loco. ¿Cuándo se te ha ocurrido todo esto?
—¿Para ti no tiene sentido? —dijo él dubitativo.
—Me temo que no.
—Pero ¿por qué?
—Bueno, lo primero y principal, porque no dices más que sinsentidos, como siempre. Aparte de Robert y todo lo que sé de él, hay personas a las que uno no cree, y tú eres una de ellas.
—Bueno, no sé… —dijo Harrison.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Cómo demostrártelo. No puedo darte pruebas: ya bastante he revelado con lo que te he dicho.
—¡Claro, exactamente! ¡Desde luego! —exclamó Stella—. Esa es otra, por si necesitara más argumentos. Si esa historia fuese mínimamente cierta, si fueras quien insinúas ser, ¿por qué me la ibas a contar a mí, a mí en particular, sabiendo que yo no tardaría ni un minuto en ir a buscar a Robert y contárselo todo? Por supuesto, se lo contaré, pero solo porque es ridículo. ¿Qué esperabas?
Le arrojó aquellas palabras a la cara: su semblante reaccionó como si hubiera recibido el golpe leve pero ofensivo de un globo. Su gesto permaneció pétreo, inmutable y, en un ademán que podía detestarse pero no ignorarse, sereno. Al final dijo:
—¿Esperar? Esperaba que una persona como tú fuera más sensata. ¿Advertirle? Sería una lástima…, aunque no para mí. Una vez que se sepa que está advertido, ya no nos serviría de nada, así que lo detendríamos sin vacilar. No, hablando como un amigo de ese tipo: yo no haría eso.
—Entonces, ¿acepto lo que me dices, no hago más preguntas y rompo con Robert?
—Eso sería lo mejor para él.
—Pero…, espera un minuto: ¿«Una vez que se sepa que está advertido»? ¿Quién tendría que saberlo? Más aún, ¿cómo se enteraría?
—Yo diría que eso salta a la vista. Supones que se reiría del asunto o que, digamos… —añadió casi en un tono delicado—, se despediría de él con un besito cuando se lo comentaras. Para que te quedaras contenta y tranquila. Y sin duda, si es tan hombre como ambos creemos, lo haría. Pero no olvides que estaría más preocupado que tú. Después de entender el tema, de que le cuentes el tema de esta conversación que estamos teniendo tú y yo, ¿en serio crees que no se alterará un poco en su manera de actuar, aunque fuera en dos o tres detalles? Sus horarios cambiarían, y su territorio: eso sería inevitable; ocurriría. Echarían de menos su cara en un par de lugares por donde suele ir; empezarían a enfriarse las relaciones con uno o dos de sus compinches, y así todo. Para no alterar el rumbo, siquiera muy levemente, haría falta más sangre fría de la que tiene cualquier ser humano. Nunca he conocido a un hombre que no se comportara de manera distinta al enterarse de que lo tienen vigilado: son precisamente ese tipo de cambios los que se vigilan. No, nos enteraríamos al momento de que lo han puesto sobre aviso; y en ese caso, ¿qué? Sería detenido en menos de lo que canta un gallo, antes que él pudiera poner sobre aviso a otros… Yo en tu lugar no le diría nada.
—Bueno, gracias. Pero ¿qué me impide decirle: «Continúa como hasta ahora, pero ten cuidado. Pon mucho cuidado en seguir actuando como hasta ahora»?
—Nada, nada en absoluto —dijo Harrison de inmediato. Y luego se encogió de hombros—. En tal caso, estás revelando lo mucho que lo conoces. Por supuesto, yo solo hablo desde fuera. Para mí está claro que él tiene bastante sangre fría; pero para esto haría falta otra cosa. Haría falta una actuación de primera. ¿Dirías que es un buen actor?
Ella se estremeció extrañamente.
—¿Actor? ¿Y cómo podría saberlo precisamente yo? Conmigo nunca ha tenido motivos para actuar.
—No —dijo él, pensativo—. Supongo que no.
—No.
—Yo diría que si un tipo fuera capaz de parecer enamorado, sería lo bastante buen actor como para conseguir lo que quisiera.
—Yo… supongo que sí —dijo Stella, girando la cabeza.
Tras una pausa, Harrison se apresuró a decir:
—Dejémoslo, no es ni actor ni nada.
No fue una pregunta. Y nada podía ser más revelador que aquella muestra de escrúpulos, de escrúpulos disimulados, después de haber metido claramente el dedo en la llaga. Después, tras un nuevo silencio incómodo, Harrison le dejó bien claro lo que ella le había dejado claro a él: que, de toda aquella conversación aborrecible y asombrosa, un solo comentario bastaba para hacerle daño. Stella permaneció con los labios apretados, como si se estuviera escondiendo tras un tarareo mudo; entretanto Harrison miró a su alrededor, toda la habitación; la persona de que hablaban debía de conocerla muy bien. De hecho, miró a todas partes salvo a Stella. Al final dijo:
—De todos modos, nada de eso es de mi incumbencia. Lo único que digo es que me sentiría mal si por tu culpa se le arruinara la vida a ese pobre hombre. Con frecuencia, la ruina de un hombre son las altas expectativas que se le imponen, y no me extraña. Por supuesto, no puedo obligarte a seguir mis consejos: me doy cuenta de que mi situación es un poco rara. Vengo aquí y más o menos te digo: «Lo mejor es que te deshagas de Robert». Pero, que quede claro, solo como amigo. Por lo demás, no tengo nada en su contra. Tú dices que no, que es incapaz de actuar. En ese caso, ¿deberías correr semejante riesgo?
—¿Arriesgarme a contarle lo que me has contado? Tal vez no —dijo Stella, tan amablemente que Harrison la miró con suspicacia. Y tenía motivos para mirarla así: no había estado escuchándolo, o no del todo. Al distraerse, había llegado a un punto en que le parecía que ya era innecesario seguir escuchando a Harrison ni en ese momento ni nunca. Le sostuvo la mirada con los ojos llenos de un brillo nuevo, oscuro y feroz—. ¿Que tu situación es rara? Pero si has sido muy amable: has pensado en mí, en Robert, en todos menos en ti mismo: sin duda es hora de que pensemos en ti. ¿No te estás arriesgando bastante…, si es que eres realmente quien insinúas ser? Hasta donde yo sé, quizá lo seas, de acuerdo, ¿por qué no? Si no, tu conducta no tiene ninguna explicación: no creo que te pasaras todo el día sentado en el parque; nunca me has dado información acerca de lo que haces; hoy en día es inevitable que todo el mundo haga algo, y que en la mayoría de los casos nadie pregunte de qué se trata. Aceptemos, pues, que eres un contraespía, lo cual, a mi entender, es una especie de espía multiplicado por dos, y que tienes un empleo de carácter oficial. En ese caso, si me permites la pregunta, ¿qué pretendes? Aun con tu cargo y autoridad, te empeñas en contarme —recuerda que nunca pregunté— que estás muy cerca, o en los márgenes, de algo sumamente peligroso para este país y nuestra participación en la guerra. Has rastreado, o estás rastreando, una fuga de información en la que puede haber X número de personas involucradas. Si es verdad, la cuestión es vital; y si es vital, sin duda lo esencial tiene que ser el secreto, el silencio. Pero… oh, no, no, no. Fanfarroneas… o, no, digámoslo con calma, y pongamos que me hablas acerca de tu capacidad para inclinar la balanza. Suponiendo que tuvieras ese poder, se me ocurre, solo lo podrías tener si además llevara aparejada una enorme responsabilidad. Puede que seas, como insinúas, un hombre clave. Estupendo, ¿y qué? Me has dejado de una pieza. ¿Tan malos funcionarios tiene este país? Porque… ¿qué demonios estás haciendo? Te invitas a mi apartamento, te presentas sin más, e intentas traficar con información por una mujer a la que crees desear. Intentas usar lo que sabes para cometer un chantaje. Propones que me convierta en tu amante para comprar la seguridad de un hombre que me interesa y que, según afirmas, es un peligro para la nación. Eso es lo que me estás proponiendo, corrígeme si me equivoco… Muy bien. Has estado machacándome con tu constante monserga de «nosotros»; pero tu «nosotros» es mi «ellos»: ¿y cómo se tomarían «ellos» todo esto? ¿Hay alguna razón para que no te denuncie? ¿Hay alguna razón para que no denuncie tu intento de utilizar secretos oficiales en momentos críticos, y solo con fines amorosos? No puedo decir que me agrade ser la mujer que deseas, pero lo más importante de este asunto es que yo no soy una mujer a la que puedas venirle con todo esto. Si yo decidiera presentar un informe, me aseguraría de que llegara a las manos adecuadas. No soy una mujer que no sepa a quién acudir. Dices que lamentarías que arruinara la vida de Robert. ¿Y si te hundiera a ti?
Harrison, en todo ese tiempo, no había apartado la mirada de Stella, manteniendo siempre un gesto de paciencia y admiración. Cuando se calló, él volvió en sí con un pequeño sobresalto.
—Totalmente de acuerdo —admitió—. Ahí sin duda me tendrías pillado.
Ella permaneció sentada, más erguida que nunca, apretándose sobre el regazo las manos que, tal y como descubrió en ese momento, le temblaban.
—O, debería decir mejor «podrías tenerme pillado». (Tienes una cabeza de primera: es una de las cosas que me gustan de ti.) Salvo por una cosa.
—Oh. ¿Cuál?
—Todo lo que has dicho suena perfecto —dijo con vehemencia—: harías bien, como dices, en proceder así. Adelante, si quieres. Pero considera lo siguiente: ¿crees que soy el único que tiene calado a tu amigo? En tal caso, no he sido lo bastante claro… Aunque debo decir que creí que yo era el único. Pero no, eliminarme no cerraría su caso; de hecho, surtiría el efecto contrario. No solo eres una mujer encantadora, si me permites decirlo; también se te conoce oficialmente por tener un gran corazón. Me refiero, en fin, ¿cómo podría decirlo?, por lo que atañe a nuestro amigo. Tu afecto por Robert, como todo lo relativo a él, lleva un tiempo despertando interés en otros sitios; sí, puedo decirte que yo estaba al corriente de esa historia antes de conocerte. Dices que sabrías a dónde acudir, y no me cabe la menor duda; pero ¿crees que alguien te creería que te has dirigido allí directamente? Aunque no hubieras ido antes a soplárselo a Robert, de todas maneras se daría por sentado que lo habrías hecho: así son las mujeres, una mujer siempre es una mujer, ya sabes, todo eso. Se descubriría todo el pastel y el juego habría terminado. Sí: te acompañarían a la puerta y te darían la mano, y te lo agradecerían de corazón; pero me atrevo a decir que, antes de que subieras a un taxi, se habría dado la orden y tu amigo Robert acabaría donde, en opinión de mucha gente (no digo que sea la mía), deberíamos haberlo puesto hace tiempo, y con toda la razón. Seguramente te das cuenta de que en ese caso se iría al garete la única posibilidad de dejarlo libre por más tiempo. Yo me hundo, él también. Pero, en fin, tú sabrás.
—Habría cumplido con mi deber.
—Ah, ¡por la patria! —dijo Harrison, yendo directamente a la cuestión con sorprendente facilidad—. Exacto, te doy toda la razón. Y, al parecer, te conviene tanto que no sé cómo no hemos pensado en eso antes. Claro, si estás pensando en la patria tendremos que retroceder y repasar de nuevo todo este asunto; quiero decir, considerando la cuestión patriótica, todo se ve de modo distinto. Así que si eso es lo que tienes en mente…
—… Bueno, no es eso. Si lo fuera —dijo ella—, ¿crees que te dejaría saber lo que pienso?
Sobre eso, al parecer, Harrison no tenía una opinión formada; o, en cualquier caso, no mostró mucho interés. Tras mirar con suspicacia el reloj de pared, confirmó la hora con el suyo.
—No tenía idea de que se estuviera haciendo tan tarde.
—¿No?
Habría podido ser medianoche…, habría podido ser la hora más indefinida y evanescente de la madrugada. Para entonces Stella ya había pasado por todas las fases del cansancio, hasta alcanzar un vacío interno, y había olvidado que tenía hambre. No deseaba nada, nada salvo que Harrison ya no estuviese presente. Sus dedos, que habían agotado la capacidad de temblar, o de sentir el tacto unos de otros, descansaban en un enredo inanimado sobre su regazo. Le dolía la espada de estar sentada durante tanto tiempo en un taburete sin respaldo. Tenía la mente en blanco.
—¿Algo más? —dijo Harrison—. Porque si no…
—¿Cómo sé que no me engañas? En realidad, sé que sí.
Él se levantó, frunció el ceño, se restregó el bigote.
—Sí, claro, he ahí el quid de la cuestión —dijo con gesto benevolente—. No sé cómo podrías cerciorarte (de lo mío, quiero decir) sin que se venga todo abajo. Por más que extremes las precauciones.
—De todos modos, seguro que habrá alguien que me confirme que eres un fraude.
—El problema es que todo el mundo anda con mucha cautela.
—Pero ¡conozco a mucha gente! —dijo Stella, dejando traslucir el primer gesto de histeria.
Harrison se encogió de hombros.
—Bueno, eso es cosa tuya. Adelante.
Dejar escapar cualquier sentimiento habría significado dejarlo escapar todo. Stella se levantó, fue hasta el estante de la chimenea y, cruzando impasiblemente el brazo por delante de Harrison, le dio vuelta a la fotografía de Robert para que mirara de nuevo la habitación.
—Y la próxima vez —dijo—, ¡no se te ocurra tocar mis cosas!
Luego se volvió a mirarlo, a menos de un metro de distancia: quedaron enfrentados en la intimidad de aquella tremenda furia. Hay poca diferencia en el rubor que aparece en el momento que precede al golpe y en el que precede al beso: el espacio insignificante que los separaba se había cargado con la energía más completa e intensa de sus cuerpos. Algo mudo, tenaz, desagradable —él mismo— quedó durante aquellos instantes expuesto en la mirada de Harrison: era una crisis —la primera de la noche, no la primera que ella había conocido— provocada por la estupidez emocional de Harrison, y era tan desconcertante como pudiera serlo un gran esfuerzo mental en alguien sin cerebro.
El instante de tensión se rompió: Harrison no hizo ademán de tocarla. Tras subirse la manga amplia de un tirón, Stella apoyó el codo en la repisa y se sujetó la mejilla con la palma de la mano; y continuó observándolo con mirada ausente. Harrison, en una pausa de su fumar compulsivo, se guardó lentamente las manos en los bolsillos.
—Y en cuanto a nosotros —dijo—, piénsalo.
—Nunca te querría.
—Nunca me han querido.
—¡Y te sorprende!
—Podría salir bien, nos iríamos conociendo.
—Supongo que no esperarás que haga lo que me has dicho, ¿verdad?
—Me gustaría —dijo él suavemente.
—¿Quieres que no vuelva a ver a Robert?
Harrison pareció pensárselo.
—Bueno…, puede que eso resultara un poco sospechoso. Tendría que haberte sugerido, a lo mejor, que fueras distanciándote poco a poco.
—Así de simple. Comprendo. ¿Sabes algo del amor?
—Lo he visto un montón de veces.
—¿Cuánto tiempo me das?
—Mira —dijo Harrison—, detesto que lo expreses así.
—¿Un mes?
—Es razonable. Si te viene bien, puedo pasarme por aquí de vez en cuando.
—¿Para ver cómo anda todo?
—Por si acaso te decides.
—Y mientras tanto, ¿no pasará nada?
—Creo que puede decirse con bastante seguridad que es poco probable. Y ahora…
—¿Ahora qué?
—¿No te apetece ir a comer algo?
—No, gracias —dijo en un tono definitivo.
La cara de Harrison se descompuso.
—Pero, a ver, había reservado una mesa. ¿Qué pasa? ¿No estarás enfadada? ¿No puedes comer, no tienes hambre?
—Sencillamente, quiero quedarme en casa.
—Ah, es eso, ¿no?, te quedas en casa. ¿En casa para quién?
Harrison oyó el teléfono incluso antes de que sonara: era de esas personas que sienten la vibración antes que el ruido; de una sacudida volvió la cabeza hacia la puerta divisoria antes de que Stella tuviera conciencia de que el teléfono estaba sonando en su habitación. La mera posibilidad de que no se equivocaran los obligó a cruzar sendas miradas, como si entre ellos ya existiese complicidad. Ella se quedó quieta en su sitio, con la cabeza inclinada, mientras el teléfono continuaba resonando con su doble timbrazo y Harrison lo escuchaba como si esperara familiarizarse con un código.
—Bueno, cógelo. ¿Por qué no lo coges? —le preguntó al final.
Stella se apartó y entró en la otra habitación, dejando la puerta abierta a su paso con desdén. Detrás del espejo las cortinas seguían descorridas: se veía un resplandor ceniciento en la ventana. Stella rodeó la cama para sentarse en la cabecera, con la espalda vuelta hacia el salón. En la oscuridad, cogió el auricular con la decidida firmeza de quien suele responder el teléfono a cualquier hora de la noche, aun de madrugada. En esos casos, su mano alcanzaba el teléfono antes de que se abrieran sus ojos; antes de que su cerebro se despabilara, su oído ya estaba alerta, de manera que la primera palabra que oía, incluso la primera que decía, estaba nublada por un sueño inconcluso. Aquel reflejo mecánico le inspiró a Harrison, de pie en la otra habitación, la primera idea que se hacía de la poesía: la vida de Stella. Inflamado por una escena que no veía, solo pudo pensar: «¡De manera que así es como podría ser!». Entretanto, en mitad de aquel salón iluminado por las lámparas, con los pies separados, miró a su alrededor como un alemán en París.
—¿Hola? —dijo ella y se quedó callada: quienquiera que fuese había olvidado apretar el botón A. Y luego—: Ah, eres tú, ¡cariño!… ¿En serio? ¿Hasta cuándo?… Bueno, mejor que nada. Pero ¿por qué no me avisaste? ¿Ya has cenado?… Sí, me temo que eso será lo mejor: creo que en casa no tengo nada. Si me hubieras dicho… ¿Y después vienes directamente?… Claro; por supuesto; no seas tonto… Sí, en este preciso momento, pero ya se iba… No, no es nadie que conozcas… Enseguida nos vemos, entonces, ¡en cuanto puedas!
Colgó, pero luego empezó a echar las cortinas de las ventanas de la habitación. Y en la serie de movimientos bruscos con los que corrió las cortinas y en el modo en que las cortinas se deslizaban sobre el riel se podía percibir un alivio, una ligereza, una alada alegría que elevaba su ánimo. Encendió la lámpara del tocador, tarareó una melodía, se acicaló con calma el pelo. Harrison no pudo menos que acercarse a la puerta, y quedarse allí de pie: recorrió con la mirada la habitación, los armarios empotrados, la cama baja con el edredón de satén, la cara de Stella reflejada en el espejo deslumbrante.
—Bueno, vaya… ¿Siempre pones esa voz de sorpresa? —preguntó.
—Solo cuando me sorprendo —dijo ella, volviéndose—. Era mi hijo, le han dado un permiso.
—Ajá.
—Acaba de llegar a Londres. Está en la estación. Ya viene para acá.