Capítulo 7
Robert debía estar de vuelta en su puesto a las nueve. Cenaron temprano en el Soho, adonde fueron directamente desde la estación, y se despidieron en una esquina. Stella volvió andando sola a su apartamento. La campiña parecía haberla seguido hasta Londres y le pisaba los talones como un fantasma perturbador, anulando la realidad de la ciudad; a su alrededor, una brisa agitaba ligeramente una oscuridad carente de sustancia. Como en los bosques, las hojas muertas amortiguaban el impacto de sus tacones en la acera; de los sótanos emanaba un olor otoñal a moho; de vez en cuando, un canalón flojo chirriaba en el alero de un edificio, quebrado como una rama. Todo aquello, junto a la ausencia de las «buenas noches» de los amantes, no hacía sino amargar su susceptibilidad. Nubes lentas y furtivas se desgarraban en el cielo. Stella no llevaba sombrero, y un par de veces una gota —sola, siniestra, tibia— estalló en su frente. Caminaba hacia el oeste, hacia los últimos jirones pálidos de la tarde… Aquella inquietante persistencia de un día inquietante comenzaba a oprimirla, igual que la visión de la larga calle sin luz, por la que pasaba poca gente y en la que nadie se cruzaba con ella. Nunca, nunca habrían sido más tranquilizadoras las ventanas encendidas de los tiempos de paz y las farolas urbanas de una noche otoñal. El silencio caía sobre Londres en aquella desasosegante oscuridad; aquí y allá una figura vigilante se apostaba en un portal; o dos amantes, acurrucados, extraían con sus besos la vitalidad que le quedaba al final del sábado.
Stella empezaba a sentir que no era la campiña, sino la Europa ocupada lo que ocupaba Londres: escuchas, sospechas, movimientos furtivos y corazones encogidos. Esa noche, los países doblegados iban a la deriva. La cercanía física del enemigo era palpable. ¡Qué pocos kilómetros separaban la capital de la costa, y una costa de la otra! Esa noche se había alzado el telón de seguridad que dividía el aquí del allí; el aliento del peligro y la tristeza se propagaba libremente de una costa a otra. La mismísima tensión que dominaba las nubes conectaba Londres y París; y del mismo modo que tal vez otra mujer lo hacía en aquel momento en París, Stella se consoló preguntándose cómo se le había ocurrido la idea de que se pudiera ser feliz.
Llevaba en la mano el sombrero que había usado todo el día; con un dedo de esa misma mano llevaba colgando de un cordel el paquete de la señora Kelway. El nudillo presionaba contra algo mullido y bien envuelto que solo podía ser lana. Se había hecho cargo del paquete: iba dirigido a Christopher Robin, tal y como habían tenido que informar en el tren, y no una sino tres veces. «Me acordaré de llevarlo al correo mañana, camino al trabajo; tú lo olvidarías, lo sé. En cualquier caso, solo sacaron a relucir el asunto porque soy mujer». «Y madre». «No creo que lo hayan notado». «Bueno, te lo advertí, ¿no?» «Sí, procuraré llevarlo al correo; pero, por el amor de Dios, guárdate esos peniques». «Cómo odias los peniques», observó Robert, sacudiéndolos sin ninguna intención con su calderilla. «En cualquier caso, no se habría armado tanto alboroto si no hubieras intentado rechazarlos. Menudo lío. ¿De veras las estafetas de correos de Londres permanecen abiertas los domingos?» «Estoy segura de que si lo dice tu madre, debe de ser cierto».
A esas alturas le dolían los pies. Cruzó Langham Place hacia su calle. En aquel punto apretó el paso mientras buscaba con la mirada, a través de una oscuridad menos desconocida, la puerta de su casa. Que al parecer hubiera allí una figura apostada, esperando, que de inmediato Stella sintiera que había regresado a un espacio vigilado, quizá fuera solo un engaño más de sus nervios. De camino a casa, su persona se había diluido a tal punto entre miles de seres oprimidos, que aquel Alguien, en un primer momento, le pareció solo la miedosa materialización de algo inevitable. Alguien contaba sus pasos al acercarse; ningún alto ni pausa escapaba a la observación. A ella no le restaba sino escuchar a quien la escuchaba, vigilar al vigilante, y seguir andando, sin detenerse: la premura de sus pasos, la onda perceptible que subía desde sus tacones cuando golpeaban la acera, le devolvieron un remedo de sentido común. Pero la decisión de que no podía haber nadie coincidió con la prueba de que lo había. Se encendió una cerilla, la llama quedó protegida y luego cayó al suelo. Aquello era una bravuconada, y gratuita: porque el objetivo del observador no era otro que permanecer oculto hasta el último momento. Era un descarado anuncio de impunidad; solo podía tratarse de Harrison, porque, ¿quién, si no, podía ser tan derrochador con las cerillas, en aquellos días en que apenas las había? ¿Quién, sino él, podía hacer tanta ostentación de su poder «secreto»?
Al acercarse a la puerta y al observador, Stella rebuscó en su cartera para sacar la llave. En mitad de la escalera del portal, dijo por encima del hombro, sin mostrar ninguna expresividad:
—¿Hace mucho que esperas?
—Supuse que estarías a punto de volver.
—¿Querías verme?
—Más bien me gustaría hablar contigo.
Antes de que la llave girara en la cerradura, él ya había subido los escalones respetuosamente a su lado; se coló en el vestíbulo con la rapidez de un perro al que normalmente dejan fuera. Con un gesto automático Stella comenzó a subir aquellas escaleras en la oscuridad, pues las conocía bien, y luego se volvió a ver qué hacía él. Por supuesto, Harrison tenía una linterna: la luz revoloteó sobre las cartas de un médico que había sobre una mesa; luego se detuvo, asombrada, en una máscara del arco de yeso y después empezó a perseguirla a ella, acortando la distancia, escaleras arriba.
—Por cierto, al menos una persona en cada grupo debería tener una linterna —dijo Harrison.
Estuvo jugando con el haz de luz entre los dedos mientras Stella abría la puerta del apartamento. Una vez dentro, recogió las cartas que ella siempre dejaba tiradas al llegar con Robert. Nada habría sido peor que volver a casa sola; incluso aquello, aun con sus grotescas diferencias respecto a otras ocasiones en las que regresaba acompañada, era preferible. Silbó una melodía para sí misma mientras cubría rápidamente las ventanas; le parecía inconcebible que el apartamento fuese el mismo. Haciendo las cosas sin pensar, encendió la lámpara y la estufa. Al volverse descubrió que Harrison se había sentado.
—¿Sabes? aquí se está muy a gusto. Pienso en este piso tan a menudo que, si me permites decirlo, me siento un poco en casa —dijo Harrison.
—En tal caso, me gustaría cambiarme de zapatos —dijo Stella. Al volver de su habitación, calzada con pantuflas verdes, continuó—: He estado en el campo, como sabrás.
—¿Aprovechando lo poco que queda de buen tiempo?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Solo preguntaba si estabas aprovechando lo poco que queda de buen tiempo —repitió Harrison, con paciencia.
—Ah, ¿crees que va a llover?
—Hace un momento cayeron unas gotas.
—Yo sentí una cuando venía.
—Sí, esta noche da la impresión de que se aproxima un cambio. En fin, llueve sobre justos e injustos,[8] como suele decirse, ¿no? Ja, ja…
Stella se dejó caer en su sillón, exhausta, con los pies apoyados sobre un taburete de patas doradas; luego giró la cabeza sobre los cojines, y no pudo evitar un comentario:
—Es la primera vez que te ríes esta noche.
—Mi risa siempre te irrita un poco, ¿no? A lo mejor me río más que nada cuando estoy nervioso. Pero esta noche me da la impresión de que nos entendemos. De alguna manera, para empezar, tú pareces más tranquila.
—En realidad, lo que estoy es muy pero que muy cansada.
—Debe de haber sido un día difícil —dijo, amablemente Harrison—. ¿Qué tal salieron las cosas?
—No tengo ni idea. ¿Por qué?
—Mira, si te sientes agotada, no tienes que hablar. Yo me conformaría con quedarme sentado un rato.
—¿Haces eso a menudo?
—Vengo aquí muy de vez en cuando.
—Una cosa: ¿esta noche no trabajas?
—Yo no…
—¿Has venido por negocios o por placer?
Con la punta de la lengua, Harrison se tocó el labio superior por debajo del fino bigote recortado. Estaba inclinado hacia delante en su sillón, el cual, como tantos terceros sillones en una sala donde en general solo se sientan dos personas, era un sitio apartado, olvidado un poco más allá de la alfombra, y estaba girado hacia el de Stella (que miraba al de Robert, vacío) en un ángulo provisional que él no había cambiado. Así colocado, Harrison solo veía el perfil de Stella, a menos que se las ingeniara para hacerle volver la cabeza.
Stella le había hecho la pregunta de perfil, y con más despreocupación y más desinterés que de costumbre; pero un momento después lo miró como si efectivamente esperase una respuesta. Él no le mostraba más que su frente: mirando el suelo con una mueca de disgusto, apoyó un puño contra la palma de la otra mano, como dudando, sin hacer mucha fuerza. Al no levantar la vista, Harrison transmitía la impresión de que estaba tan incómodo por su culpa, como disgustado por su propia timidez.
—Pensé que tú lo sabrías —dijo contrariado.
—Entonces será que esta noche estoy medio tonta. Será mejor que me lo cuentes. Cuéntame también qué he estado haciendo.
La sonrisa de Harrison al oírla fue tan sincera que Stella solo pudo aceptarla de buen grado. Enseguida Harrison lo estropeó todo diciendo:
—Te diré una cosa que has estado haciendo, Stella: te lo has estado pensando.
Ella levantó la mano entre la lámpara y sus ojos.
—¿Te importa que te llame por tu nombre? —preguntó Harrison.
—¿Pensándome el qué?
—Lo que hablamos.
—¡Cuando me acuerdo de eso, y no es muy a menudo, solo es para asegurarme de que lo he soñado! —le espetó.
—Aun así, hay sueños que se cumplen, ¿no crees? Quiero decir, si me pareciera soñar que veo a un tipo al pie de mi cama rebuscando en mis bolsillos, examinaría los bolsillos en cuanto despertara. ¿Quién no? Tú misma lo harías. Lo difícil sería, claro, saber qué tenía exactamente la noche anterior en los bolsillos. Es extraño cómo hay cosas que vuelven a la mente una y otra vez: algunas otras desaparecen, pero no se puede estar seguro de qué se trata…
—Yo nunca tengo sueños así.
—No, por supuesto; tú y yo sabemos muy bien que no hay sueños así. Si algo parece que ha sucedido, podemos apostar veinte contra uno a que sucedió. Decir que algo es «improbable» no es más que andarse con evasivas; algo es imposible o es un hecho comprobable. O, si no, se comprueba que algo con pinta de ser un hecho es imposible; eso también puede ocurrir. Así es como estás decidida a que se resuelva este asunto, ¿no? Para ti es mi palabra contra tus…, eh…, ideas. ¿Y qué me dices de esas ideas? Si quieres saber cómo sé que estuviste pensando en ello, lo único que te digo es: mira lo atenta que has estado. Es curioso: cuando lo pienso, te has comportado tal y como imaginé que lo harías. Si te aburre repasar el último mes, tomemos el día de hoy, por ejemplo. Hoy has hecho exactamente lo que yo habría hecho en tu lugar.
—Me halagas, pero sigo sin entender.
—Fuiste a ver el lugar donde podría estar la raíz del problema. Ojo, no es que quiera saber qué has encontrado.
—Puedes verlo por ti mismo: ¿o a lo mejor ya lo has hecho? En tren se llega pronto.
—Ah, el tiempo es lo de menos —dijo Harrison simplemente—. Y tampoco es solo el hecho de que ya tengo todo lo que necesito; en general, estoy a favor de echar un último vistazo. No, la cuestión, para decirlo en dos palabras, es que no soy mujer. Tú vas naturalmente por ese camino; yo voy por otros. En la mayoría de los casos, y sobre todo, desde luego, en uno como este, hay que asumir que hay distintos caminos: la pregunta es: ¿cuál tomar primero? Eso depende de cómo sea cada uno. En igualdad de condiciones, yo no elegiría el mismo que tú. Por eso digo que has hecho lo que yo habría hecho en tu lugar.
—¿Espiar en una casa?
—El hecho de que seas mujer es un arma de doble filo —dijo Harrison con cierto pesar—. No voy a decirte nada que no sepas, y no te gusta que te digan lo que no te gusta saber. Quieras o no, nada se te escapa; excepto, si me permites decirlo así, lo que tienes justo delante de las narices. Aquel domingo por la tarde, la última vez que vine por aquí, te expuse cuál era la situación, y te dije que las cosas eran así, así y así: prácticamente me mandaste al diablo, aunque no del todo. Me pareció que preferías dejar las cosas en suspenso. De momento, a mí me da igual dejar las cosas en suspenso, aunque por supuesto no de manera indefinida. Si creías que todo se enfriaría con el tiempo, no ha sido el caso.
—Tenía la esperanza de no volver a verte. Aunque suponía que vendrías de nuevo por aquí.
—Así es. Y, como ves, aquí estoy.
—Sí.
—Aunque he hecho todo lo posible por no entrar por la fuerza.
—No le he dicho nada a Robert, aparte de preguntarle si te conocía.
—Me habría sorprendido bastante que te dijera que sí; de hecho, no creo que me conozca… No, puedo decirte que, obviamente, hasta ahora nadie lo ha puesto sobre aviso: todo ha seguido su curso normal. Solo que por las tardes tú no eres tan natural al teléfono como antes. Cualquiera pensaría que crees que Robert tiene la línea pinchada.
—¡Vaya! ¿Así que es eso lo que haces por las tardes?
—¿Cómo te ha ido con las demás averiguaciones sobre mí?
—No he llegado muy lejos, como habrás adivinado.
—Hay muchísima gente, como te dije, que sinceramente no tiene ni idea de quién soy. Pero ¿qué estás buscando ahora? —preguntó él siguiéndola con la vista—. ¿Necesitas algo?
—Sí: ¿me traerías un vaso de leche? La botella está en la nevera de la cocina. —Mientras Harrison se levantaba del sillón con una prontitud que empujó el mueble hacia atrás sobre sus rueditas, Stella añadió—: Imagino que tú no bebes leche.
—Bueno, no me encanta. Si te llega a afectar el racionamiento, podría traerte una botella cada dos días. ¿Por aquí a la derecha?
—Segunda puerta: la primera es el baño.
Al quedarse sola en aquella habitación llena de asientos vacíos, Stella aprovechó para respirar. Harrison se convirtió solo en una persona de la que, por el momento, había conseguido librarse. Miró el sillón de Robert y luego el otro, el que se había apropiado Harrison, pero de repente se encontró pensando en otra persona. No pensó en ninguno de los dos, sino en Victor, su esposo fallecido. ¿Por qué en Victor, precisamente en aquel momento? Cabía suponer que el comienzo aparentemente olvidado de cualquier historia es inolvidable; uno siempre tiene la sensación de que debe de haber habido un comienzo en algún punto. Igual que cuando se pierde el primer folio de una carta, o faltan las primeras páginas de un libro, sigue adivinándose aproximadamente cómo es el comienzo. El poder de los principios nunca permite que se olviden del todo. Se llame como se llame, se llame amor malogrado o lo que sea, la situación sugería una alternativa —o estaba siempre proclive y dispuesta a sugerirla—, o un intento de reparación o un segundo comienzo obligado para poder continuar. El principio, en el que se engendraba el final, naturalmente seguía moldeando el nudo de la historia, de manera que nada de lo que ocurría en el transcurso de su vida estaba acabado y concluido por completo, ni era definitivo, ni era naturalmente el final. Si optaba por considerar que el camino que cogió al principio no era más que un falso comienzo, ¿quién podía saber, al fin y al cabo, adónde habría podido llevarla? Durante unos segundos vio el rostro del padre de Roderick, con un gesto ausente e indiferente. En aquella habitación, donde el amor se había revelado con tanta vitalidad en la persona de Robert, esa cara de antaño no se había presentado hasta esa noche; entonces, Stella no solo tuvo la plena conciencia de la muerte de Victor, sino que debió asumir algo peor: saber que, antes de estar muerto, su marido ya estaba podrido por la desesperación, el desdén y el desamor. Ella se había propuesto ser una mujer honrada y tener más niños; había sido capaz de más virtud de la que se le permitió demostrar en los años siguientes. Su joven matrimonio no había sido un experimento; los jóvenes no pueden arriesgarse a experimentar, pues todo está en juego. La época en la que contrajo matrimonio ya era de posguerra; su deseo de sentir el abrazo de la vida era universal, abarcaba el mundo entero, y se sentía hija de su tiempo. Culpar al mundo de aquel fracaso habría sido tan vano como culpar a un compañero de desgracia: en los últimos veinte años ella se había visto obligada a presenciar en el mundo lo que sentía en sí misma: un avance obvio, evidente e inevitable hacia el desastre. El destino fatídico de su siglo fatídico le parecía cada vez más su mismo destino: juntos, su tiempo y ella, habían alcanzado el cénit de la locura. Ni uno ni el otro habían vivido antes… La reaparición de Harrison, con el vaso de leche en la mano, le recordó que, en su caso, la locura estribaba en esperar algo del futuro. La situación era así, así, y así, tal y como lo explicaba Harrison.
Para hacerle sitio al vaso en la mesita que estaba a su lado, Stella tuvo que mover el paquete de la señora Kelway.
—Muy arregladita, tu cocina —comentó Harrison distraídamente, mientras se inclinaba para leer la dirección escrita tres veces.
—Sí, es para el sobrino de Robert. Su abuela, quiero decir…, la madre de Robert, quiere que lo eche al correo aquí, en Londres, mañana domingo. Dice que algunas oficinas permanecen abiertas —explicó ella.
—Es increíble las cosas que saben estas ancianas.
—Sí.
—¿Quieres que me ocupe yo?
—¿Echarlo al correo? Oh, gracias. Eso sería una preocupación menos. Pero es muy importante: ¿no lo olvidarás?
—Casi todo es importante —contestó Harrison, llevando el paquete junto a su sombrero. Al pasar entre los muebles más pequeños, Stella recordó el día del funeral, cuando al volverse lo había visto rezagado, saltando entre las tumbas.
—Tú también habrás tenido una madre —dijo Stella de pronto, mirándolo por encima del vaso.
Pareció perplejo, pero agradecido por la pregunta.
—Más o menos.
—¡Ah! ¿Cómo era?
Harrison meditó unos instantes.
—Era sudafricana.
—¿Y qué fue de ella?
—Se largó.
—¿Lo lamentaste?
—Yo estaba en Sídney.
—¿Qué hacías allí? Porque tú no eres australiano, ¿no?
—Es una larga historia —dijo Harrison, y luego se sentó con la evidente intención de no contarla—. ¿La leche está bien? —preguntó animadamente, clavando la mirada en ella.
—Perfecta, ¿por qué lo preguntas? —dijo ella— ¿Le has echado algo?
—Oh, ¡vamos!
—Por cierto, ¿recuperaste los papeles?
—¿Cuáles?
—Esos papeles tuyos que confiscaron con las cosas del primo Francis. Me dijiste que eran importantes.
—Ah, esos. Sí, sí… Se arregló enseguida.
—Sí, supongo que estabas seguro de que eso se arreglaría. Si es que existieron alguna vez unos papeles. Tenías otras razones para querer conocerme.
Harrison se tomó aquello bien.
—Mira —dijo, con galantería—, digamos que así mataba dos pájaros de un tiro. Aunque no quisiera que me entendieras mal: yo le tenía mucho cariño al viejo Frankie. A lo mejor, lo admito, no me habría colado en el funeral solo por eso…, tengo demasiadas cosas que hacer.
Stella dejó el vaso vacío en la mesa, sacó un espejo de mano y se limpió la boca con un pañuelo.
—Es raro que yo apareciera en dos historias distintas —dijo—. ¿No te pareció raro?
—Sí, la casualidad me sorprendió. Pero es asombroso con cuánta frecuencia ocurren cosas así.
—También tiene que resultar conveniente.
—Sí, pero por otro lado, a menudo hay una trampa. También hay que tener eso en cuenta. El problema es hasta dónde se pueden prever las cosas: en este caso, lo que me desconcertó fue que tú resultaras ser tú.
—Yo tenía que ser alguien.
—Ja, ja…, sí. Pero no tenías que ser alguien hasta este punto. Por supuesto, se te sometió a la vigilancia reglamentaria y rutinaria (ya sabes, en estos casos siempre hay detrás una mujer o una buena cantidad de dinero) cuando se destapó todo el asunto. Y teniendo en cuenta con quién andas, yo ya te había echado el ojo, desde luego. Para serte sincero, al ver el informe te descarté, eliminé cherchez la femme y me ocupé del dinero.[9] Me di cuenta del asunto, déjame decirte, antes de que enterraran al viejo Frankie. De hecho, me di cuenta con suficiente antelación como para descubrir que tampoco había nada por el otro lado. No: tampoco había dinero de por medio. No, al parecer me enfrentaba al puro capricho.
—¿Y cuál es el capricho?
—Pensé que en eso podrías ayudarme.
—¿Y tú por qué quieres saber por qué se hace algo? Tú, quiero decir…, dada tu ocupación. El «qué» y el «cómo» los entiendo; pero no veo a qué viene querer saber el «porqué».
—Viene a que es necesario conocer el principio —dijo Harrison vivamente—, el comienzo. Hay una fase en que es muy útil saber el porqué. Conocer el porqué puede inclinar la balanza de lo probable a lo seguro. Por no hablar de esos casos en los que el porqué y el cómo están conectados: si un tipo hace cosas por una razón en particular, es probable que lo haga de un modo en particular. En este caso tenemos a un tipo, a un buen tipo, que está vendiendo a su país. Ahora bien, es poco probable que un buen tipo haga eso sin ningún motivo…
—¿Tú, por ejemplo, por qué lo harías?
—Eso dependería bastante. —Harrison se quedó pensando y encendió un cigarrillo—. De todos modos, yo no soy tan buen tipo. Pero, mira, te he estado hablando de una vieja historia, del pasado mayo, más o menos por la época del funeral. En aquel entonces todavía le daba vueltas al asunto: tras eliminar mujeres y dinero, la perspectiva psicológica parecía ser mi única esperanza. Sinceramente, en aquel momento mis intenciones eran conocerte, quedar en alguna parte, tomar un par de copas, charlar…
—Cosa que hicimos.
—Cosa que hicimos en verano…, y ver si arrojabas luz sobre él. Si se encuentran cómodas, pocas mujeres se guardan algo al hablar del tipo que les gusta; y no tienen ni idea de qué cosas de las que dicen son importantes. Así que decidí empezar por ahí.
—¿Funcionó?
—La cuestión es que dejó de importar si funcionaba o no. Como tantas veces, la situación dio un giro imprevisto. A menudo uno va directo a algo, y casi de inmediato aparece otra posibilidad. Digamos que este fue uno de esos casos. Más o menos tropecé con algo que me proporcionaba todo lo que quería respecto a nuestro amigo, y era concluyente. Fin de la historia. Mentiría si te dijera que no fue un alivio descartar la psicología.
—¿El «porqué» ya no es la pregunta?
Él hizo un gesto con el que desdeñaba aquella sugerencia.
—No…, a menos que tú creas lo contrario, naturalmente —añadió.
Stella encendió una resistencia más de la estufa eléctrica. Procuró o intentó ocultar un escalofrío cruzando los brazos alrededor del cuerpo: tras reflexionar un momento en esa posición, preguntó:
—Entonces, ¿si no hubieras conseguido conocerme en aquel momento, no te habría hecho falta conocerme ahora?
—La verdad —tuvo que admitir Harrison—, no.
—Qué pena, entonces.
—¿Qué es una pena?
—Que nos hayamos conocido.
Él se quedó pensando.
—Yo no diría que ha sido una pena, aunque en algunos momentos he dicho que era el mismísimo infierno.
—¿Tú lo has llamado así?
En su sillón, y convertida en la viva imagen del asombro, Stella se giró en su sillón para colocarse frente a él. Durante unos instantes, Harrison observó la imagen: la pétrea actitud erguida de Stella, el escudo de sus brazos, los ojos cuyas pupilas resaltaban como pintadas. Luego, presionando las palmas de las manos en los reposabrazos del sillón, se dio un impulso brusco hacia arriba y se puso en pie. Al parecer, en su opinión ya bastaba de aquella insidiosa y tibia conversación llena de indirectas; con aquel gesto rechazó de plano el ensueño en el que lo sumía aquella habitación. De repente, dejó de ser una persona a quien había que calmar o despistar y, con su mirada de extraño, observó a Stella entre las fruslerías iluminadas o en las sombras que lo rodeaban. Tal vez no le pertenecieran, pero de todos modos las había utilizado. Salió repentinamente de aquel decorado.
—Sí, para mí ha sido un suplicio. ¿Qué te pensabas?
Ella respondió con su propio tipo de violencia.
—¡No tenías que hacerlo! ¡No hacía falta que me acosaras, que aparecieras en verano con esas amenazas y esos lloriqueos! Ha sido un horror, ha sido antinatural, desde mayo. Preparaste, forzaste y fingiste el encuentro: ahora te quejas de que, después de todo, no habría sido necesario. ¿No te importa haberme molestado sin ningún motivo? Ahora vienes y me haces perder el tiempo diciéndome que te hago perder el tuyo. Es tu problema. No tenías necesidad de hacerlo. En ningún momento.
—No tener necesidad, pero al mismo tiempo tenerla, eso es lo que ha sido un suplicio.
—No tenías ninguna obligación.
Esta vez fue Harrison quien se quedó mirándola.
—Entonces, ¿qué crees que ocurría? Nunca te has detenido a pensar las cosas, o lo sabrías. Sabrías cómo se siente uno cuando algo falla. Te vuelves loco. Yo sí que pienso las cosas: esa es mi vida. No me gusta lo que hago (siempre he hecho lo mismo), pero me gusta el hecho de hacerlo; esa es la cosa. No tienes idea de cómo lo has trastocado todo. ¿Tu verano? ¿Y qué pasa con el mío? Meses y meses de errores, de avanzar arrastrándome, para no llegar a ninguna parte. Atascado. No estoy hecho para esas cosas; no tengo tiempo para eso.
—Entonces no tienes tiempo para mí.
—Yo diría que no tengo tiempo para esto.
—Pero una mujer necesita tiempo. Puede que me haga falta el doble del tiempo que tienes.
—En ese caso sería el doble de hombre.
—Aún no me bastaría.
—No lo has intentado. Es curioso, no escuchas cuando te hablo, y sin embargo me da la impresión de que vamos conociéndonos. No somos tan distintos… Sí, es curioso.
—¿Y qué? Por debajo de cierto nivel, todo el mundo se parece. Tú has logrado convertirme en una espía.
Harrison rechazó aquella palabra, o hizo una mueca de desdén. Se acicaló la corbata, movió sin querer la cabeza. Ella pensó: remilgos; pero aquellos gestos podían pasar por sentimientos. Le había dicho que la había convertido en espía. ¿Tan grave era? A Stella no le parecía lo peor, ni lo más atroz, de todo lo que hasta entonces se había visto obligada a decirle, y solo por su culpa; y, sin embargo, de repente aquel hombre se comportaba como una persona abatida. Stella había ido demasiado lejos; lo que le había dicho consiguió, incluso, que Harrison la rehuyera físicamente. Harrison dio unos pasos, escapándose, hacia una de las ventanas. Luego se quedó de pie mirando la cortina, como un animal que desea ciegamente salir de una habitación.
Stella volvió a cruzar las piernas sobre el taburete, se recostó y cerró los ojos, con la actitud de una mujer tan exhausta que ya no se siente responsable de nada.
—¿Qué ocurre? —preguntó finalmente.
—Creo que ha empezado a llover —farfulló Harrison.
—¿Ah sí? Mira a ver.
Harrison apartó las cortinas con el pulgar y se coló tras la tela, que se reacomodó a su espalda. La ventana estaba empotrada en un saledizo, de modo que nada indicaba que allí hubiera una persona. A Stella se le ocurrió que cualquier otra noche alguien habría podido estar oculto allí, escuchando. Lo oyó subir la persiana y abrir la ventana de par en par: una brisa hinchó las cortinas, e inundó la habitación con un olor húmedo. Stella levantó la cabeza, pero no pudo oír la lluvia, ni ninguna otra cosa; el silencio no habría sido más absoluto si Harrison se hubiese marchado por la ventana.
Stella se levantó y fue a buscarlo, abriendo las cortinas. Los destellos de la lluvia se percibieron en la abertura; más allá de la lluvia solo había una oscuridad susurrante.
—Cuidado —dijo él bruscamente—. Pasa del todo o vuelve dentro.
Sin moverse, Stella soltó las cortinas, satisfecha de que aquellas telas la separasen del espacio invadido, y se quedó junto a Harrison en la ventana. La oscuridad tranquilizadora que provenía de la ventana abierta le entró por los ojos. Se habría dicho que el alféizar era un balcón: uno se encontraba proyectado, a buena altura, sobre un mundo ciego, sordo y amenazador, donde llovía. En el aire oscuro apenas había una insinuación; la suavidad de la lluvia se oía en los solidarios techos aledaños, en las calles, abajo. Solo el olor de la piedra húmeda revelaba que llovía sobre una ciudad. La noche no era cálida ni fresca; no pertenecía a ninguna estación; era una noche de lluvia.
¿Desde cuándo llovía? ¿Cuánto tiempo llevaba lloviendo? Desde una hora antes, quizá, todo lo que habían estado hablando había sido completamente innecesario; la insufrible batalla de palabras habría podido callarse. El mismo Londres parecía aliviado ante unos instantes de descanso; fuera no había nada salvo una lluvia plácida y el silencio susurrante; en su murmullo, el tráfico trasnochador apenas era un suspiro ronco. Aquella noche, la completa oscuridad de la ciudad era tan despreocupada, tan natural como la de las montañas, los bosques y las colinas de cualquier otra parte donde lloviera. El pacífico efecto de las nubes densas, amontonadas en masas poderosas, resultaba asombroso: la guerra se tornó tan carente de significado como la discusión; las dos personas, calladas ante la ventana, se volvieron tan anónimas como la ciudad que contemplaban. Se sentía que ambas, aunque destinadas a dirigirse la palabra una vez más, eran hablantes despersonalizados de un drama que, en el mejor de los mundos, debería permanecer tan silencioso como lo era en esencia.
De tanto mirarla, la oscuridad se disolvió en partículas, algunas más leves que otras; el aire y los sólidos se separaron; las líneas de los tejados adquirieron formas inciertas. Y allí en el alféizar, entre la ventana y las cortinas, ambos seguían borrosos. A una imprecisa distancia de Stella, Harrison se dirigió a ella.
—Sí, yo diría que va a llover un buen rato —dijo.
A ella le dio la impresión de que él había sacado la mano, y que por eso temblaba.
—No sirve de nada esperar a que deje de llover —añadió.
—¿Vas lejos?
—Depende de adónde decida ir.
—¿Dónde vives exactamente? No lo sé.
—Siempre hay dos o tres sitios donde puedo pasar la noche.
—Pero, por ejemplo, ¿dónde guardas la maquinilla de afeitar?
—Tengo dos o tres —dijo en tono ausente.
Ese era, por supuesto, el corazón de aquella relación inhumana. La obsesión de Harrison con Stella se había vuelto más opresiva porque Stella no podía situarlo en una escena humana. De acuerdo con las reglas de la ficción, que la vida debe obedecer para ser verosímil, Harrison habría sido un personaje «imposible»: cada vez que se encontraban, por ejemplo, no parecía que hubiera tenido una existencia continuada desde la vez anterior. Su ropa, aun cuando a veces se percibía vagamente un cambio de traje o de camisa o de corbata, parecía diferenciarse mucho menos que el uniforme de Robert; sus prendas, correctas y anodinas, sugerían no tanto que se tomara el trabajo de cuidarlas —cepillado, planchado, mudas de ropa blanca— sino más bien que se quedaba físicamente en suspenso, con todo lo que llevaba puesto, entre dos apariciones. «Aparición» era en efecto la palabra adecuada, como cuando se habla de un fantasma o un actor. Al provenir de aquel vacío, la historia repetida e inconexa de su deseo no podía tener sentido. Justo en ese momento, en esa oscuridad en que ella ni siquiera era capaz de recordar el color de su abrigo, por primera vez Harrison se había convertido en alguien situado realmente a su lado: un ser con una vida continuada, reservado, sólido, grave, ensimismado y frente a ella, junto a ella, con la noche infinita en la que no sonaba ningún reloj.
—No, no he oído ningún reloj en toda la noche —dijo Stella en voz alta—. Puede ser cualquier hora.
Él recurrió a la esfera fosforescente de su reloj. Ya fuera porque ella no le había preguntado la hora o por costumbre, se guardó para sí la información, pero, como refiriéndose al hecho de que el tiempo había transcurrido, y que por tanto todo lo anterior ya era historia, dijo:
—Necesitaba un respiro. Espero que no te haya importado.
Ella interpretó la frase, porque así podía interpretarse, como una indirecta: seguramente quería decir que, aunque la ventana pertenecía a la casa de Stella, tenía intención de tomar el fresco él solo.
—No, adelante, respira cuanto quieras —dijo. Y tanteó las cortinas para entrar de nuevo en la habitación. El movimiento de la tela y las rendijas de luz que se colaron alrededor de ella lo despertaron de su ensueño.
—¿No puedes quedarte? —preguntó—. ¿Para respirar también? Era agradable. Al menos tenemos eso en común. Nada más, según dices.
—Lamento haber dicho lo que dije.
—¿Sabes que has dicho «horrible»? —Vaciló al pronunciar la palabra, como si temiera que volviera a herirle—. No, lo que dijiste fue «horriblemente parecidos». Eso no tiene nada que ver con lo que yo quería decir.
—Lo siento, creí que te referías a algo más. Sí, los dos tenemos cierto carácter; pero lo que no soporto es lo que le haces al mío, y lo que me haces hacerle al tuyo. Si me amaras, lo peor que yo podría hacer es no amarte por mi parte; pero has hecho algo peor: en cierto modo has tergiversado el amor. Tal vez no te des cuenta de cómo es sentirse un espía; yo sí, desde que viniste a contarme esa historia. Diste por hecho que yo no tendría el valor de hacerte ni una sola pregunta, y hasta ahora habías tenido razón. En cualquier caso, preferiría que no volviéramos a hablar.
—Debo decirte que me gustó el momento en que te vi cansada hace un rato. Me dejaste llevarte un vaso de leche.
—Y nunca te ofrezco nada de beber ni de comer.
—Mientras pienses que no debo estar aquí, me parece justo. Pero esta noche cuando entramos y te cambiaste los zapatos todo empezó a ser como podría ser. Claro que, de pronto, no sé por qué, di un paso en falso: volví a mostrarte lo que hago. Para mí, esta noche, mi trabajo ha quedado ahí fuera.
Para ella, esa noche, «fuera» quería decir el mundo inofensivo: el daño se hacía en su salón y en otros parecidos. El fragor de las batallas, los avances mecanizados que herían la carne y la patria, que hacían pedazos los nervios y arrancaban los árboles, se tramaban y se producían puertas adentro; se trataba de una guerra de pura actividad mental y de muros sin ventanas. Ningún acto se hacía sin cálculo previo; la espontaneidad estaba en ruinas; desde el punto de vista del corazón, y teniendo solo en cuenta ese punto de vista, cualquier acción era una acción enemiga… Y en relación con Harrison, Stella comprendió, al soltar la cortina para apoyar de nuevo la frente en el marco de la ventana, la vana disparidad que existía entre la creencia y la verdad. Él era sincero en todo cuanto decía; quizá ella nunca volviese a oír palabras como aquellas, como destiladas de un ser humano. Por otra parte, Harrison no hacía más que meter la pata cada vez que hablaba; había una monstruosa herejía en algún rincón de su amor; discutir con él era insultar el honor propio. Rendirse a su abrazo sería aceptar, para siempre, que solo en la obsesión residía toda la fuerza de la pasión. Ella ni siquiera podía saber si, al retenerla junto a la ventana, él no estaba aprovechándose del efecto de la oscuridad, aprovechando la armonía de los sentidos cuando un sentido falta, como una especie de armonía de ciegos. Sí, la ceguera moral y psíquica de Harrison era casi aceptable si permanecía en la oscuridad y no se dejaba ver; y su negativa a tocarla, siempre llamativa y precavida, se estaba volviendo, en la restricción del alfeizar, tan poderosa como el mismo tacto. Que ella le gustara cansada demostraba cierta perspicacia; algo, un exceso involuntario de sus emociones, había empezado a llenar el espacio que los separaba. Pero solo a él se le habría ocurrido llamar a aquello malentendido; solo él habría podido señalar de ese modo la brecha enorme, el desierto que separaba el entendimiento del punto en que se encontraban ahora.
Con un gesto violento, Stella apartó la cabeza de la ventana.
—¿Podrías irte? Tengo que acostarme.
—Claro —dijo él al instante, de manera inexpresiva.
Ella regreso al salón vacío; él la siguió.
—Tu paquete —dijo—, mi sombrero…
—Lamento que llueva. Sigo sin saber dónde vives.
—¿Por si quieres contactar conmigo?
—Yo solo…
—No te preocupes; volveré.