Capítulo 11
Queridísima madre:
Es una pena que el otro día no tuviéramos más tiempo, aunque de todas formas fue estupendo que vinieras. Es extraordinaria la cantidad de cosas que me contaste: como supondrás, casi no he dejado de pensar en todo lo que me dijiste de Mount Morris. Es casi como si por fin hubiera estado allí, aunque, desde luego, no del todo. Me he acordado de varias cosas que quería preguntarte; también creo que te dije un par de cosas que a lo mejor no me entendiste bien. Por ejemplo, creo que no me comprendiste bien cuando te dije que tengo muy presente a la prima Nettie y que creo que debo hacer algo al respecto. No querría que se sintiera estafada. Por lo que entiendo de lo que me has contado, solo está un poco desequilibrada, y, a fin de cuentas, Mount Morris era su casa. ¿Cómo te sentirías si de repente quisieras volver a un sitio y descubrieras que se lo han dado a otra persona?
Justo antes de que partieras a Irlanda, escribí a los propietarios de Wistaria Lodge para preguntarles cómo se encontraba la prima Nettie y si sabía que el primo Francis ha muerto; desde luego, esto no lo sabías, pues decidí no decírtelo hasta ver cómo te tomabas este asunto (y aún lo ignoro, debido al poco tiempo que tuvimos y a todo lo que teníamos que contarnos). La carta de los Tringsby, por cierto, me pareció bastante envarada, y a Fred también. Respondieron ambigüedades acerca del Cielo y de que ahora a la prima Nettie todo le parecía maravilloso. Si pienso en una redacción sin ambages ni ambigüedades, te diría que la carta parece escrita por uno de sus pacientes, aunque la firmaba Iolanthe Tringsby. La mujer apenas podía ocultar su actitud de «¿y a ti qué diablos te importa?», cosa que me molestó. ¿Te importaría enviarle, tú o alguien, unas líneas explicándole que después de todo ahora soy la cabeza de la familia? No veo cómo podría explicarlo yo mismo sin que parezca que me doy aires de grandeza, pero todo sería más sencillo si lo comprendiese. Fred lo vio todo con peores ojos que yo, y me preguntó si podíamos estar seguros de que los Tringsby son de fiar. Solo pude responder citando tus palabras y diciendo que se encuentran en una posición delicada. El hecho es que la prima Nettie vive allí, y que espero poder verla cuanto antes. En esto quiero adoptar una postura firme, madre, y espero que me apoyes. Voy a solicitar el permiso que no tuve oportunidad de pedir para ir al funeral del primo Francis; diré que un familiar cercano de quien soy responsable ha sufrido una crisis nerviosa y que debo ocuparme de ello. Me arreglaré para ir y venir en el día, en tren.
Si me entendiste el otro día cuando te planteé el tema de la prima Nettie, perdóname por insistir, pero me pareció que no comprendiste exactamente lo que quería decir. Es que no quiero dar este paso importante sin tenerte al tanto. Verás: cuanto más me cuentas acerca de Mount Morris, más me da la impresión de que he heredado a la prima Nettie con la propiedad. Está muy bien decir que ella la odia y enloquecería por completo si tuviera que regresar, pero ¿cómo saberlo? Debo verla y obtener su visto bueno. Ser un usurpador lo arruinaría todo.
Incluso aquí nos han impresionado las noticias de Egipto. Donovan ha de estar especialmente contento, aunque es poco probable que yo llegue a general. A este ritmo parece que podré instalarme en Mount Morris dentro de poco. Supongo que si fuese uno de mis tíos, me desilusionaría el que la guerra terminase antes de entrar en acción o de que me ascendieran, pero dadas las circunstancias…, ¿qué esperas que diga? Aunque admito que me gustaría que me llamaran «el capitán» cuando viva allí. Fred comenta que tal vez aún sea necesario invadir Europa.
Fred te manda recuerdos y dice que le encantó verte un momento el otro día. Me felicitó por lo guapa que eres. Espero que no hayas regresado muy cansada y de madrugada. Lamento que no tuviéramos más tiempo para que me contaras más cosas, aparte de lo de Mount Morris. Así que espero carta tuya pronto, cuando tengas tiempo para escribirme. Procura no trabajar mucho, y no te enredes en preocupaciones. Si te parece un embrollo todo el asunto de Wistaria Lodge, no lo hagas. Pero pensé que debía decírtelo, y por supuesto quería contártelo.
Te quiere mucho,
Roderick
PD: ¿Exactamente cuántos acres dijiste que se cultivarían este año? También olvidé preguntarte si hay una sala de armas y, en tal caso, qué contiene más o menos. ¿O con las leyes actuales no puede tener nada?
Pocos días después de enviar la carta, Roderick se encontraba frente a la puerta de Wistaria Lodge. Pulsó el timbre. Tenía un gesto expectante, pero al mismo tiempo amable y servicial. Mientras esperaba, la casa y el jardín retemblaron: un camión pasó por la carretera que estaba al otro lado del muro del jardín, aunque Roderick no pudo verlo. Por lo demás, reinaba el silencio; la glicinia enmarcaba con sus poderosos arabescos escarchados la galería de columnas blancas y los miradores. Aquella casa del olvido, una colmena de vidas en ausencia, no le pareció a Roderick más peculiar que cualquier otra. El borde de latón del timbre eléctrico era dorado; el placer de tocar timbres se le presentaba tan de tarde en tarde que estaba a punto de apoyar de nuevo el pulgar en el pulsador cuando se abrió la puerta y una criada se quedó plantada en la puerta, mirándolo. Convincentemente ataviada como en otros tiempos, su figura completaba la ilusión de antigüedad que inspiraba la fachada. La muchacha aún no había terminado de preguntarle a quién buscaba cuando apareció una dama desconfiada al final del vestíbulo.
—Oh, vaya… —exclamó, y luego añadió con gesto resignado—: Buenas tardes.
—Buenas tardes —dijo Roderick con entusiasmo.
—Soy la señora Tringsby. ¿No será usted el señor Rodney?
—Oh, sí, así es.
—Oh, Dios mío… —exclamó la señora Tringsby—. Esperaba que fuese usted un poco mayor…, y que no llegara tan temprano. Pero pase, por favor, al salón.
La mujer hizo ademán de dirigirse a la puerta.
—¿Mi tía se encuentra ahí?
—No, por Dios, no, no: le gusta la comodidad de su habitación. A nosotros nos gusta que esté donde quiera. Cuando me asomé a su puerta hace un momento, estaba absorta en su bordado. Ella sabe que hoy es un día especial, pero puede que haya olvidado por qué. Me gustaría hablar con usted primero, si no le importa.
—¿Y luego puedo subir? De acuerdo.
Roderick sujetó la puerta y la mujer pasó delante; luego se giró para indicarle con una mirada que la cerrara. En el salón, Roderick permaneció de pie, a la expectativa, con sencillez y paciencia, mientras ella, como cuando alguien se viste aprisa, adoptó al mirarlo una cierta expresión de perplejidad.
—Por supuesto, no piense que quiero ponerle las cosas difíciles —dijo ella—. Pero recuerde lo que ocurrió la última vez.
—¿La última vez?
—La última vez que ella tuvo una visita.
—Pero no fui yo.
—¡Fue una terrible conmoción para todos nosotros!
—Sí, lo sé; lo siento. De hecho, estoy seguro de que el primo Francis querría que me disculpara en su nombre.
—Pero, verá…, él no debería haber venido, nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, en aquel estado. ¿En qué estaban pensando sus médicos?
—No lo sé. ¿La prima Nettie sabe que su marido ha muerto?
—Creo que nunca volveré a sentirme igual en esta querida habitación —continuó la señora Tringsby, mirando a su alrededor y apartando la mirada con desagrado cuando observó un sofá concreto—. Pero, claro…, ¡una tenía que pensar en los demás también!
—Bueno, todos lo sentimos mucho. Pero, de todos modos, esas cosas no ocurren. El ejército podría asegurarle que tengo una salud de hierro, o no se habrían mostrado tan entusiastas en contar conmigo.
Ella continuó con mayor abatimiento incluso:
—Sí, ese es otro problema…, quiero decir, que se presente usted aquí con el uniforme. Aquí tenemos mucho cuidado de no tener pensamientos feos; vivimos en un mundo aparte, ¿sabe? No tendrá usted intención —añadió la señora Tringsby, mirando con suspicacia la vestimenta militar de Roderick— de hablarle a la pobre señora Morris de la guerra, ¿verdad?
—Yo no sé nada de la guerra —dijo Roderick, que para entonces ya miraba con impaciencia la puerta—. Aunque, señora Tringsby —dijo, como una ocurrencia, y volviéndose hacia ella—, en el camino desde la estación hasta aquí me he cruzado con un montón de soldados. ¿Cómo puede impedir que esta gente los vea desde las ventanas de la planta alta? Por no hablar de los camiones.
—Ah, pero esos soldados no son parientes.
—Ah… Bueno, ¿quiere comentarme alguna otra cosa? No tengo mucho tiempo: solo me han dado un permiso breve.
—En cualquier caso, no debe quedarse mucho rato; mejor no.
—No tenía intención —dijo, con inconsciente altanería.
—Solo una charla ligera. Por supuesto, en ningún caso, jamás, sobre el pasado.
—No, quiero hablarle del futuro.
—Válgame Dios… Con lo bien que estaba últimamente…
La señora Tringsby, hinchada con un suspiro agorero, se levantó y, como si funcionara por control remoto, fue impulsada por la fuerza de voluntad de Roderick hacia la puerta.
—¿Quiere que me quede con ustedes mientras charlan? —dijo esperanzadamente la mujer—. Ella y yo podríamos charlar; usted podría mirar y podría juzgar, con mucha más tranquilidad, cómo la encuentra… Para empezar, ¿qué pasa si no sabe quién es usted?
—Señora Tringsby, le pedí que se lo dijera.
—Ah, se lo dije, pero…
—Entonces, ya veremos. Ahora, se lo ruego, ¿podríamos subir?
Arriba, al final de un pasillo, la señora Tringsby dio unos golpecitos a una puerta, la abrió apenas para asomar la cabeza y dijo con voz cantarina:
—¡Aquí estamos!
—Bueno, adelante… —respondió una voz.
La señora Tringsby miró de reojo a Roderick, para advertirle que no pensara que la cosa sería tan fácil. Carraspeó y añadió:
—Un joven muy amable ha venido a verla.
—Pero yo esperaba al hijo de Victor Rodney. ¿No ha venido?
—¡Pues claro que ha venido, querida!
—Y entonces, ¿por qué no entra?
Roderick, pensando que debería haberle llevado un ramo de flores a la prima Nettie, entró en la habitación. Desde su asiento, en un sofá situado junto a la ventana, la anciana le envió una mirada que estableció de inmediato que, para hablar a solas, deberían esperar. Luego volvió a su bordado y dio dos o tres puntadas, mientras esperaba a que se marchara la señora Tringsby. La señora Tringsby levantó un cojín por los volantes, lo sacudió, se detuvo a admirarlo —como si de nuevo quisiera hacer notar, y Roderick tuviera que admitirlo sin dudas, que todo lo que había en Wistaria Lodge era de lo mejor—, y lo invitó a que se sentara. Roderick se quedó de pie. La señora Tringsby se consoló indicándole por gestos dónde se hallaba la campana.
—Estaré abajo, justo aquí debajo, en el salón —dijo con un cierto aire de complicidad.
—Gracias, señora Tringsby —dijo la prima Nettie.
Cuando la señora Tringsby por fin se fue, Roderick se sentó en el sillón. Alargó la mano y recogió del suelo una madeja de lana; luego la dejó en el sofá, junto a la prima Nettie. De reojo, observó el bastidor y el lienzo en el que estaba atareada: el dibujo, que muy probablemente no lo había elegido ella, se había delineado a máquina con líneas azules; la prima Nettie ya había rellenado una rosa y casi una cuarta parte del fondo. Fue evidente que la prima Nettie, sin levantar la vista, se detuvo en aquel movimiento instintivo y callado con que se inclinaba sobre el lienzo; arrepintiéndose, lo sostuvo en alto, sujetándolo por las esquinas, para verlo mejor.
—Supongo —dijo— que no tendrías paciencia para hacer esto.
—No, supongo que no.
—Pero debes tener paciencia para haber hecho un viaje tan largo. Esto está muy lejos.
—No tanto; desde donde yo vengo, no mucho.
—Creí que sí —dijo, inquieta por primera vez—. Demasiado lejos para que viniera nadie. Ya que estás mirando por la ventana, puedes verlo tú mismo.
Roderick había estado mirando por la ventana que había tras la prima Nettie. A lo lejos solo se veían prados, bosques y el cielo deslucido de noviembre: en la lejanía, el cielo y la tierra se encontraban, agotados, y no había límites, ni misterio, ni horizonte, simplemente un nada más. Aquella ventana se encontraba en la parte trasera de una casa que estaba en la periferia del pueblo; Roderick pensó que durante años la prima Nettie seguramente no había mirado por ninguna otra. Y tal vez había dejado de mirar por esta años atrás, pues ahora le daba la espalda de manera definitiva. Sin duda le gustaba aquel rincón de la habitación, la luz que iluminaba sus labores o la inabarcable sensación de no tener nada a sus espaldas, salvo la misma nada. Por encima de su cabeza, la ventana de guillotina cruzaba el cielo: la imprecisa y descolorida luz de la tarde recortaba su figura, su cabello recogido, las delicadas facciones de su cara. En la mano que hundía metódicamente la aguja en el lienzo, y luego la sacaba, un anillo con una piedra opalina alternaba los colores de la leche y el fuego. De su mano izquierda había desaparecido la alianza.
Ella se asombró:
—¿Así que te has acordado de mí aunque nunca me habías conocido? ¿También te llamas Victor?
—No, Roderick.
—Entonces te llamaré Roderick —dijo con un temblor—. Oí hablar de ti cuando eras un bebé, pero ya eres todo un hombre.
—Creo que me dieron el nombre de un antepasado. ¿Tal vez usted sepa de quién?
—Ha habido muchos antepasados, querido: demasiados. A estas alturas estamos tan mezclados que es un misterio que sigamos existiendo. Me alegra mucho que no te llames Victor. Pobre Victor: la verdad, ¡no se le puede pedir tanto a nadie!
—Cuando tenga un hijo lo llamaré Francis.
—Oh, ¡a él le encantaría! —exclamó la prima Nettie, y por primera vez miró al visitante directamente y no de reojo—. Es una lástima que esté muerto.
Fue una mirada fugaz pero incisiva; al principio un tanto tímida, pero luego sostenida. Su mirada, de un gris pálido, se había ido difuminando con una luminosidad más pálida aún, hasta que las pupilas casi desaparecieron; mientras miraba a Roderick, el joven pudo percibir un débil rayo de humanidad, tierno y tembloroso: nada había de extraño en esos ojos, salvo su comprensión de las extrañezas del mundo. Durante toda su vida, sin duda, la prima Nettie había tenido dificultades para ver solo la superficie, para mirar solo lo que debía mirarse. Aquellos ojos eran los de una clarividente a la que a menudo se le habían hecho reproches; y seguramente los volvía a abrir con miedo de adivinar lo que debería quedar oculto. «Y sin embargo —parecían decir—, no puedo evitarlo, ¿qué se le va a hacer?»
Y dio la casualidad de que aquella tarde su mirada encontró una aliada más joven, y todavía firme, en la mirada de Roderick.
—He venido porque murió —dijo el muchacho con impaciencia—. Al parecer todos pensaban que si se lo decían a usted, eso la alteraría. Espero que no.
—Espero no alterarte yo a ti —replicó la prima Nettie, bajando el bordado como si hasta entonces hubiera sido una especie de guardia o escudo—. Creo que soy muy extraña. Y tú no debes decirme lo contrario —dijo con un gesto—, o empezaré a dudar.
—¿Sabe que el primo Francis me dejó Mount Morris?
—Mount Morris… —dijo la anciana—, pobre casa desafortunada. ¡Pobre casa! Así que allí sigue…, después de todo este tiempo. ¡Y aquí sigo yo! Como verás, solo llevo medio luto —apuntó, mirando la pechera de su vestido a lunares con ribetes negros—. Luto por un primo…, era mi primo, ¿sabías? No debería haber habido ninguna otra historia. Y no lo culpo, ni trato de culparme a mí misma, ni debes culparme tú.
—Prima Nettie, me ha dejado Mount Morris.
Ella se quedó mirándolo fijamente, llevándose los dedos a los labios.
—Quería preguntar… —murmuró Roderick.
—¡No, no! —lo interrumpió—. ¡Tú no debes preguntarme!
—¿Le molesta si le pregunto… si le molesta? —dijo Roderick, sintiendo su primer momento de duda.
—Pensé —contestó ella, todavía agitada— que todo empezaría de nuevo. Ahora tú, ahora tú eres el señor. No puedo regresar; se lo dije a él una y otra vez, y se lo dije a ellos; ahora te lo digo a ti. En todas partes están mejor sin mí, así que no pienso regresar a ese sitio. Haz lo que puedas con Mount Morris.
—No quiero que nadie haga nada en particular —dijo Roderick.
—Ah, pero le das vueltas a lo que deberían estar haciendo. Cada vez que te acuerdas de Mount Morris vuelves a lo mismo.
—Pero —dijo Roderick, después de pensarlo— la verdad es que no creo ser así.
—Yo sé que eres así, porque a mí nunca me han perdonado. Deberías ser así: ¿qué pasaría con los que estamos equivocados si no existiera nadie que tuviese razón?
—Bueno —pudo decir únicamente—. Yo no soy así.
—No…, no como él —zanjó ella, negando un poco con la cabeza—. Ojalá lo hubieras visto cuando era joven, cuando era mi primo. ¡Era el mejor de todos, lleno de planes y de vida! Quién sabe cómo habría terminado una historia diferente, de haber sido posible. Tal como se dieron las cosas, tuvo que buscarse un hijo fuera.
Inevitablemente herido, Roderick estuvo a punto de exclamar: «¿Le parece que eligió tan mal?», pero al final decidió no hacer el comentario. La prima Nettie, al confiarse a él, solo había pronunciado, con levedad monótona y fatalista, los lugares comunes de su pensamiento.
Había sido digno de ver cómo, en todo momento, la mujer había mantenido la conversación dentro de límites aceptables. De nuevo retomó su bordado con un suspiro convencional; le dio la vuelta a la tela, estudió las puntadas de cerca y estiró el brazo para mirarlo de más lejos con absoluta indiferencia, como si el secreto o el encanto de la labor ya se hubiese perdido, y a ella le diera lo mismo. Pero no: la anciana no podía permitirse aquello; de inmediato se puso a recortar diligentemente, con unas tijeras como de pico de cigüeña, los hilillos que caían del lado del revés. Pero las tijeras, con una traviesa voluntad propia, picoteaban, pinchaban y revoloteaban una y otra vez sobre la parte terminada. De manera que se desembarazó de las tijeras con un movimiento brusco y las dejó caer en su regazo. Bajo la ventana se oyeron unos pasos vacilantes por el camino de grava.
Roderick no quería que hubiera pausas en la conversación para que no pareciese que había habido una crisis. Miró por la habitación en busca de algo que comentar. En modo alguno deseaba cambiar de tema, pero no perdía nada si podía abordarlo desde otro ángulo. A las pinturas de motivos rurales, perfectamente irrelevantes, que había elegido la señora Tringsby para adornar la estancia, se había sumado una pequeña galería perteneciente a la prima Nettie, pero estas imágenes eran más originales: postales de lagos extranjeros de un azul eléctrico, lívidas escenas a la luz de la luna sobre las gárgolas de los Alpes, recortadas contra un cielo desgarrado, una gamuza en equilibrio que quitaba el aliento. También había muchos dibujos de colores con niños que, al parecer, participaban inocentemente en algún acto destructivo: deshojar margaritas, soplar un diente de león, pisotear un arbusto de primaveras, bailar y danzar ataviados con frágiles sombreros de plumas, interceptar hadas en pleno vuelo, o arrancar manzanas de una rama. Solo la belleza neutralizadora de los dibujos los había salvado de la censura del doctor Tringsby. Su falta de peso —pues ninguno estaba enmarcado, sino, como mucho, montado en cartón— permitía que un hilo de lana sirviera para colgarlos de distintos salientes de la habitación: obviamente, no se podían clavar chinchetas en las paredes. Roderick notó que no había ni una sola fotografía en la estancia: dado su carácter, no supo hacer un comentario al respecto.
—Me preguntaba si tendría usted una fotografía de Mount Morris.
—No, son todas muy oscuras. ¿Y para qué querría yo una fotografía de algo que he visto? ¿No te parece un poco raro que la gente sea tan olvidadiza?
—Hay a quien le gusta que le recuerden las cosas, ¿no? En el ejército, todos mis conocidos tienen fotos. Las enseñan, pero supongo que también las miran.
—Sé que tenía una fotografía de Victor —dijo la prima Nettie, fijando en Roderick los ojos muy abiertos—. Era apenas un niño, pero me la envió él mismo; así que debo de haberla guardado en alguna parte. Pero ¿cuándo? Qué pena, porque tú nunca lo viste a esa edad. Ay —exclamó, mirando por primera vez el espacio que separaba el sillón y el sofá—, ¡no hay té! Sabía que faltaba algo.
—Supongo que lo subirán ahora.
—La pobre señora Tringsby —explicó la prima Nettie— a veces no sabe ni qué hora es, si no mira el reloj. ¿Tocamos la campanilla? —preguntó, con una mirada conspiratoria.
—¿No cree que eso solo conseguiría que subiera a toda prisa?
—Sí, lo mejor será que se tome un buen descanso. ¿Esperamos a ver si suben el té?
—No conocí a mi padre. Quiero decir, lo conocí de bebé, pero eso no cuenta. Creo que apenas lo reconocería si lo viera, si viera una foto de él. ¿Usted lo conocía bien?
—Ah, sí —dijo ella, tan sorprendida por la pregunta que pareció inquieta—. ¿Victor? Creí que todo el mundo lo sabía. Fui la última que lo vio: tomamos el té en un salón.
—¿Cómo? ¿Antes de que muriera?
—No exactamente antes de que muriera; antes de que dejara a tu madre.
—No, prima Nettie: me temo que fue ella quien lo dejó a él.
—¿Por qué «me temo»? ¿Cómo se puede temer lo que ya ha sucedido? Para mí es una gran ventaja.
—Quiero decir lo lamento… por ella: fue una pena lo que pensó todo el mundo. Soy testigo de que mi madre no es una persona cruel, pero como fue ella quien lo dejó, dio esa impresión.
—No podía dejar a alguien que no estaba.
—¿Cómo que no estaba? ¿Dónde se supone que estaba?
—Por desgracia no recuerdo dónde vivía su enfermera. La mujer tenía su propia casita y según él, era muy mona.
—¿Su enfermera vieja? —dijo Roderick, frunciendo el ceño.
—Bueno, tal vez fuera más vieja que Victor, es posible. Ella fue la que lo cuidó durante la guerra. Por eso él me invitó a tomar el té en aquel salón. «Supongo que no podré explicar a nadie lo que haré —dijo—. Así que pensé en hablarlo contigo». Yo pregunté: «¿Porque soy tan extraña como lo que vas a hacer?» Y él dijo: «Será por eso». Yo dije: «Bueno, Victor, de ahora en adelante van decir que los dos somos muy extraños». Había un plato con pastelitos rosados, muy bonitos, que volvieron a hacer después de la guerra y se podían comprar. Me dio tanta pena verlo así de triste que pensé que mejor comía una tostada. Pero entonces me dijo: «Si ni siquiera tú puedes comer esos pasteles… es porque estoy haciendo algo terrible». Así que me comí tres. Y ahora —terminó la prima Nettie, mientras lanzaba una mirada acusadora, aunque firme, al uniforme de Roderick— volvemos a estar sin esos pasteles, otra vez.
—¿Qué quiso decir con «terrible»?
—Lo supe al instante. Las apariencias. Creo —apuntó la prima Nettie, bajando la voz— que aquella mujer era muy ordinaria.
En ese momento, hizo entrada el té, y rara vez fue más inoportuno. La camarera, tras dejar el servicio de té sobre el escritorio, arrastró una mesa de tres patas y la colocó exactamente en el vacío al que constantemente miraba la prima Nettie. En la mesita puso la bandeja, que era lo bastante pequeña para que hubiera que amontonar las cosas con esmero y destreza, estabilizó una precaria pirámide de vajilla y dijo:
—Aquí tiene, señora.
—Gracias, Hilda.
—Hoy hay sándwiches, para el caballero.
—Qué amable. Agradéceselo por favor a la señora Tringsby… La señora Tringsby es muy atenta —dijo la prima Nettie, cuando Hilda se marchó y cerró la puerta—. Hay que pensar en sus sentimientos; pero, bueno, hay que pensar en los sentimientos de todo el mundo, y ella es un ángel. A mucha gente le gustaría estar aquí, pero ella nunca me ha hecho sentir que desearía que yo fuese otra persona. Entiende que este es mi lugar, así que nunca me quitará mi habitación. No debemos incomodarla.
—No, prima Nettie, no. Pero… ¿qué decías de mi padre y su enfermera?
—Ah, eso…, ¡eso no era casi nada! —exclamó con un tono entusiasta—. Ya había sido su enfermera antes, pero esta vez quería que se convirtiera en su mujer.
—Pero estaba mi madre…
—Lo sé, lo sé —confirmó la prima Nettie—. No es de extrañar que tu padre sintiera que estaba haciendo algo raro.
—¿Así que ese fue el motivo por el que se divorciaron? —Obligado a no poder pasar por alto la merienda, Roderick había cogido un sándwich y le había dado un mordisco; luego se quedó mirándolo como si no reconociera las marcas de sus propios dientes—. Es de suponer…
—Me temo que no sé qué pasó después —dijo la anciana, mientras ordenaba las tazas y acomodaba las cucharillas en los platillos—. No creo que nadie me lo haya contado; y como nunca me preguntaron, yo tampoco conté nada. Fue precisamente por esa época en la que me puse más rara. Llevaban mucho tiempo diciendo: «Si no vas a Mount Morris cuando el primo Francis te lo pida, y todo el mundo cree que deberías hacerlo, la gente llegará a la conclusión de que eres una rara». Así que al final dije: «Pues será que lo soy». Porque una vez que aquello se supiera, no cabría esperar nada más, ¿no? Así que dijeron que ya no tenía por qué seguir viviendo en hoteles, ni siquiera discretamente, ni en residencias particulares. Si me encontraba bien para vivir en hoteles, me encontraba bien para regresar a Mount Morris. Así que dije: «Pues muy bien: entonces a lo mejor debería ir a un asilo». No parecía haber sitio para mí en ninguna parte… Oh, ¿no estás comiendo sándwiches? —concluyó la mujer, mirando inquieta del plato a Roderick.
—¿No recuerda nada más que le dijera mi padre?
—Dijo que lo que hacía era para bien… Mira, si no terminas los sándwiches, puede que me sienta como él cuando pensó que no iba a terminarme los pasteles; puede que piense que he estado haciendo algo terrible. —Pero no lo pensaba: tapó la tetera, que había vuelto a llenar, con el toque satisfecho de quien practica su arte—. Sí, tomé el té con él. ¡Y aquí me tienes, tomando el té contigo! ¿En serio te puedo llamar Roderick?
—Sí, ¿por qué no?
—Roderick…
Roderick permaneció callado, por respeto al momento de reflexión de la mujer, pero unos instantes después, comenzó a revolverse con impaciencia en su sillón.
—¿Le dijo que lo que hacía era lo mejor para todos?
—Sí, claro. Todos mis parientes toman decisiones; ha sido así toda la vida, yo ya estoy acostumbrada. Primero querían una cosa, luego otra. Solo en mi caso no había nada que hacer, salvo lo que hice yo. Supongo, dado que eres mi pariente, que también tú tomarás tus decisiones.
—Ahora mismo estoy en el ejército.
—Pero decidiste venir a verme.
—Porque lo que sí he decidido es vivir en Mount Morris.
—Ah, pero eso lo decidió mi primo por ti.
—Primero quería asegurarme de que a usted no le importaba.
—Por eso Victor me invitó a tomar el té.
—No tenía ni idea de lo que acaba de contarme usted —dijo Roderick, con un pesar apenas moderado por su juventud.
Tras apoyar la taza, la prima Nettie echó una ojeada por encima del hombro a la ventana: ¿sería posible que pensara que el paisaje había cambiado de repente?
—¿Así que, entonces, fue mi padre quien le pidió permiso a mi madre para marcharse? —preguntó Roderick—. Siempre creí que había sido al revés. Al menos, eso es lo que parecen haber pensado todos, aunque debo decir que si lo pensaron, no lo dijeron: nunca nadie me ha dicho nada. No es que crea que a estas alturas esa historia pueda importarle a alguien…, a menos que le importe a ella. Si hubiera tenido la duda, habría podido preguntar; pero, por supuesto, cuando uno da algo por sentado, no vuelve a preocuparse. También puede ser que mi madre sea muy reservada.
—O a lo mejor aquello hirió sus sentimientos —dijo la prima Nettie.
—Puede que haya influido en su vida —aventuró Roderick, mirando con una sombra de severidad a la prima Nettie.
—Después de lo del salón de té con tu padre —continuó ella— me puse mucho más rara, y además el pobre Victor murió. No me sorprendería que nadie más lo supiera. Qué extraño.
—¿Y qué pasó con la enfermera?
—Me temo que era un poco ordinaria.
—Vale, pero ¿sigue viva?
—Yo no sé quién sigue vivo y quién no. ¿Y qué historia es cierta? A veces pienso que es una pena que haya historias. Tal vez podríamos haber sido felices tal como éramos.
—Supongo que a todo el mundo tiene que pasarle algo, prima Nettie.
—No, no veo por qué. A mí no me ha pasado nada: estoy aquí y ya: ya se acabaron las historias. Por eso llevo solo medio luto. —Pasó el dedo por el ribete negro hasta detenerse en el moño negro; luego preguntó sin levantar la mirada—: ¿Por qué me miras así?
Al tender automáticamente la taza para que le sirviera más té, Roderick debió de llamar la atención de la prima Nettie; en realidad, llevaba un rato mirándola solo a ella. Sus ojos no se habían apartado de la cara de aquella mujer, enmarcada por el cielo; la mujer había sido consciente de ello y, por mucha despreocupación que mostrara, había tenido su parte en la conversación. De hecho, si ella había mostrado algún desequilibrio real, había sido, sobre todo, al permanecer completamente impasible ante Roderick. Por su parte, Roderick no se preguntaba cómo burlar el silencio de la mujer, sino cómo ocultar que lo había burlado: de nada servía acusarla de ser una malade imaginaire, pues la prima Nettie, como le había dicho de manera tan contundente, había seguido el único rumbo posible. No había entrado en juego ni una pizca de histeria: al contrario, había sido una táctica. Hamlet se había salido con la suya. ¿Por qué no ella? Pero, según tenía entendido Roderick, Hamlet había despertado dudas; y, en cuanto a la prima Nettie, cualquiera que se acogiese voluntariamente a Wistaria Lodge no podía ser muy normal. Aunque, por otra parte, ¿qué era lo normal? Ella conservaba —en su decoro ante el muchacho, y en sus modales— la dignidad imperecedera de un mundo en el que era imposible decir: «¡Vamos, déjalo ya!». El hijo de Stella no habría podido ser tan directo, pero el de Victor estaba deseando llegar al fondo del asunto. El brillo de la razón, la extraña insinuación de cordura en la conversación de aquella tarde, volvía loco y al mismo tiempo seducía a Roderick.
Podía argumentarse que aquella mujer había elegido bien. En aquella habitación, se sentía cómo su existencia se condensaba en torno a ella en gotas destiladas; en el interior, a este lado de la ventana cerrada, imperaba un silencio tal que el mundo probablemente nunca volvería a sentirlo, porque cuando la guerra terminara, habría otra cosa: taladros que horadarían la tierra, aviones que cruzarían el cielo, voces que hablarían cada vez más alto. El aire resonaría; el zumbido estival del bosque cesaría. Allí nada importunaba a aquella mujer, salvo la posibilidad de estar cerca de los demás. Sentada en el sofá, de espaldas a la nada, la prima Nettie estaba en el sitio ideal.
—De todos modos, prima Nettie —dijo Roderick—, también podría estar muy tranquila en Mount Morris. No es que le esté pidiendo que regrese —se apresuró a decir—. Lo único que digo es que consideraré la casa tan suya como mía.
—Considérala como quieras. ¡Es parte de la diversión! —La prima Nettie se reclinó en el sofá, dando el té por terminado al ignorarlo, y empezó a rebuscar entre las lanas de colores que tenía a su lado—. Mira —dijo, levantando una madeja—, ahora voy a bordar una rosa púrpura. ¿Qué te parece?
—No lo sé. Supongo que sería mejor el color rosa.
—Ah, pero no queda lana rosa, y hay rosas púrpuras. Nadie me cree, pero podría llevarte al sitio exacto del jardín y mostrarte el rosal. Solo hay uno; no es culpa mía si no hay otros en el mundo. Hay uno en Mount Morris: una antigua rosa persa, que solo florece durante una semana, y tan pronto florece, muere. Así que deberás buscarla en el momento apropiado.
—Me habría gustado hacerle preguntas sobre algunas otras cosas de Mount Morris.
La prima Nettie, inclinándose sobre la mesa, dio unos suaves golpecitos en el brazo del sillón de Roderick. Y dijo con la misma gentileza:
—Ya conoces el proverbio: dejemos que los perros sigan dormidos.
—Y sobre mi padre… En realidad —continuó en un tono más decidido—, yo nunca he estado allí.
—¿En serio? —observó ella, con una curiosa indiferencia, mientras enhebraba sin entusiasmo una aguja para bordar la rosa—. Pues vaya sorpresa que te vas a llevar. No será lo que te esperas.
—Probablemente nada lo sea. Pero algo será.
—Bueno, no habrá dificultad para que sea algo; siempre lo ha sido; precisamente ese ha sido siempre el problema. —Tras dar la primera puntada, volvió a clavar su penetrante mirada en el joven—. Por supuesto, hay que considerar que… eres un hombre. Así que quizá puedas seguir, seguir, seguir y no darte cuenta. Vi como eso casi le sucedía a un hombre, aunque no del todo. ¿Adivinas a quién me refiero? Francis. No llegó a lograrlo. Día tras día, para mí era como hundirse más y más en un pozo; al final, me sobrepasó. Pero ¿cómo podía decirlo? Ya sabes, no podía evitar ver cuál era el problema: lo que él quería era que yo fuera su mujer; intenté esto, aquello y lo de más allá, hasta que al final caí en una melancolía tan terrible que bastaba con pensar cualquier cosa para que también eso saliera mal. La naturaleza nos odiaba; era una situación muy peligrosa para construir una casa. Una vez que los campos notaron que yo estaba con él, las cosechas empezaron a pudrirse; así que decidí no ir a ninguna parte salvo escaleras arriba y escaleras abajo, hasta dar con mi propio fantasma. Pero en el jardín nunca hubo nada que inspirara miedo; aunque supongo que ahora todo estará lleno de maleza.
—Mi madre, que acaba de volver de allí, no dijo eso. Por supuesto, no era época de flores… Le encantó el salón.
—A las visitas siempre les encantaba el salón. ¿Por qué te levantas, Roderick?
—Porque me temo que debo irme.
—No te he llamado Victor de milagro. ¿Te vas porque te he ofendido?
—No, y espero no haberla ofendido yo a usted. Es solo que tengo que coger el tren de regreso a Londres.
—Ah, un tren. ¿A Londres?
—Y luego tengo que continuar en otro tren… Bueno, prima Nettie —dijo, vacilando de pie junto al sofá—. Ánimo.
—Lamento decir que ahora estoy muy animada. ¿Has dicho que tu madre sigue viva?
—Sí, claro.
—Entonces dale recuerdos; solo el azar nos impidió conocernos. Adiós, Roderick. Espero que te haya gustado el té.
—Sí, gracias, fue excelente. Y lo he pasado muy bien. ¿Le gustaría que viniera de nuevo?
—Oh… Bueno, quizá algún día. Ya veremos.
Roderick se dio cuenta de que, ahora que le había recordado la existencia de otros lugares con su intención de volver, la prima Nettie no toleraría su presencia ni un minuto más. Roderick volvió la mirada desde el umbral: y desde la otra punta de la habitación la anciana le dirigió una mirada idéntica a la que le dedicó al principio: una mirada cómplice, llena de significado, con muchas historias que contar cuando alguien se hubiese ido. Habían vuelto al comienzo: era como si Roderick acabara de llegar. Cerró la puerta y bajó sigilosamente las escaleras: ningún amante habría salido de manera más discreta. Pasó por delante del salón sin cruzarse con la señora Tringsby, a quien no vio motivos para agradecerle nada.
Tras salir de la estrecha galería de columnas blancas, echó una última mirada atrás: le pareció que Wistaria Lodge se había debilitado y difuminado bajo el abrazo de la enredadera. Como contrapartida, el infranqueable muro que rodeaba la casa se levantaba aún a mayor altura. Roderick volvió a oír los pasos indecisos: un hombre con bufanda, que arrastraba un mazo de croquet, dobló la esquina de la casa y se quedó contemplando al visitante mientras el joven abría la verja que daba al mundo exterior.
Al insinuar a la prima Nettie que debía irse para coger un tren, Roderick había dicho la verdad solo en parte; en realidad, antes quería hacer otra visita. En el camino desde la estación había localizado la iglesia, y volvió allí para buscar al primo Francis en el cementerio. Las indicaciones de su madre no eran muy claras; Roderick no tenía modo de encontrarlo. ¿Funcionaría el instinto? Parecía imposible que en aquel momento el anciano no hablara. Aún no podía haber lápida. Un olor a arcilla emanaba de las parcelas demasiado nuevas para ser la suya; ningún pájaro cantaba; aquí y allá se pudrían coronas de flores: él no tendría corona. No, una breve reverencia general bastaría ante quienes yacían allí… Un transeúnte se detuvo para observar por encima del muro al joven soldado sin sombrero que, en el crepúsculo de noviembre, deambulaba entre las tumbas.