Capítulo 13

—Tendría que haberlo imaginado —dijo Connie—. Y con los esfuerzos que hizo mi amigo para conseguirte alguien para ti. Lo tuvimos encima toda la noche.

—De todos modos, has vuelto temprano.

—¿Y qué te creías? No, en serio, permíteme que te diga que es la última vez que me ocupo de ti. Anda, tú sigue haciendo como siempre.

—No es eso, Connie… —dijo Louie, dejándose caer como un lenguado en la cama, sin zapatos—. Ay, ¡mis pies!

—¡Por andar con esos zapatos ridículos! —la regañó Connie.

—De acuerdo, soy una ridícula; vamos, dilo. De todas formas, es una pena que no vinieras donde estuve yo, aunque yo no fuese donde me habías dicho. Había un montón de cosas para picar. Y además…

—Así que donde estabas había de todo para picar… Y además, ¿qué?

—Me metí en medio de un drama.

—Oh, bastante drama he tenido yo por una noche, gracias —replicó Connie, con un bostezo. De pie, en ropa interior delante de la estufa de gas, en el salón de Louie, hizo equilibrios mientras se quitaba primero un calcetín y luego el otro—. Y escúchame, si quieres que duerma contigo en tu cama, métete primero y caliéntala. No veo por qué tengo que ser yo la que pase frío.

—Eres muy amable, Connie.

—Bueno, mejor eso que subir dos plantas desnuda. A mí me da lo mismo, aunque, eso sí, no estoy segura de que esto sea muy sano. ¿Has puesto el despertador?

—No sonó esta mañana.

—No me extrañaría que no le hubieras dado cuerda. Pásamelo para que le eche un vistazo.

Connie sacudió el despertador con ganas.

—Bueno, ¿qué me estabas diciendo? —añadió—. ¿Un drama? Si vas a contarme que te metiste en una pelea, guárdatelo. Ya he tenido bastante de eso. Mejor, dime, ¿por qué has tardado tanto en volver?

Louie, que entonces se estaba poniendo un camisón por la cabeza, le explicó con una voz ahogada:

—Vine andando.

—¿Y por qué has hecho eso cuando hay trenes funcionando? No me extraña que te duelan los pies.

—Me pidieron que acompañara a alguien.

—Parece que al despertador no le pasa nada —dijo Connie, que volvió a dejarlo en la mesita de noche—. Pero es todo lo que puedo decir. ¿Me prestas un camisón? —Últimamente Louie guardaba bajo la almohada de Tom uno de repuesto para Connie—. Anda, pásamelo —ordenó—. Y ojo —añadió, rebotando una o dos veces en los muelles del colchón que correspondían al lado de Tom—, sueñes lo que sueñes, no empieces a darme patadas y a clavarme las uñas de los pies como la última vez: esa es una de las razones por las que no me caso. A lo mejor tu marido se excavó este hueco por precaución. Deberías ocuparte del colchón en cuanto las cosas vuelvan un poco a la normalidad, aunque, claro, un indicio de que las cosas vuelven a la normalidad debería ser el regreso de tu marido; en cuyo caso no necesitarías mis consejos. Yo preferiría dormir en una superficie plana, pero los hombres son más quisquillosos. ¿Te has puesto crema en la cara?

—No me apetece nada, Connie. ¿Quieres que te la preste?

—Mmm… No, mejor lo dejo. Ya me gustaría saber de qué le ha servido a Connie el don fatal de la belleza con que la Naturaleza la adornó. Pero te diré una cosa: tendrías que cuidarte los poros. A lo mejor el problema es que no tienes una piel de Londres.

Entonces Louie apagó la luz. Pero enseguida se quejó:

—¡Ay, Connie, has dejado la estufa encendida!

—Bueno, no te conozco desde hace siete años, ¿no? Ya que te levantas a apagarla, abre un poco la persiana, por si no suena el despertador.

En cuanto Louie se levantó con resignación, Connie aprovechó para apropiarse del pedazo necesario de manta para fabricarse un capullo. Louie, por su parte, tardó un poco más de lo normal en el camino de vuelta, avanzando a tientas entre los muebles.

—Espabila, Lady Macbeth —protestó Connie—. ¿Y entonces acompañaste al drama a su casa, o qué?

Pero, para Louie, aquella noche había sonado el toque de difuntos en lo relativo a Harrison, el hombre misterioso: con cierto asombro, descubrió que no quería volver a saber de él. Una pátina de aborrecimiento se adhería a sus rasgos, enturbiaba lo que había dicho, vaciaba el cortante filo de sus palabras. Le parecía indecoroso, incluso, que la compañera de Harrison le hubiera concedido a aquel hombre la prerrogativa del dolor: Louie tenía la sensación de que Harrison no podía sufrir y, al mismo tiempo, deseó que sufriera. No era tanto que ella no pudiera perdonarlo, como que le parecía que aquel individuo había nacido para repeler el perdón, junto con todo lo demás: la impresión más fuerte de aquella noche había sido que en toda la persona de Harrison no había lugar alguno para aceptar nada. Oh, ¿cómo se le había ocurrido hablar con Connie de aquella historia? La verdad era que deseaba hablar de Stella; pero tal vez fuera mejor no hacerlo. Muchas noches Connie caía rendida de golpe, como un diablo cae por una trampilla; Louie tenía la esperanza de que eso ocurriera en aquel momento. Pero, por supuesto, no ocurrió.

—¿Mmm…, eh? —insistió Connie, que sacó un brazo por fuera de las mantas para darle un golpecito en la cadera, asegurándose en la oscuridad de que su amiga seguía allí—. ¿Y entonces?

Louie intentó bostezar como un león.

—Ay, Con, estoy muy cansada…

—¿Cómo crees que estoy yo, siempre de guardia? Por no hablar de que esta noche me he estado paseando de un lado a otro con ese pelmazo. ¡El problema contigo es que escondes cosas!

—No, en serio. Lo que pasó fue que me encariñé con un perro. Parecía muy triste. Y por eso me animé a entablar conversación con sus dueños.

—¿Y qué hacían? ¿Lo maltrataban?

—Oh, no… Estaban sentados a una mesa. «Bueno —me dijeron—, siempre da gusto encontrarse con otra persona a la que le gusten los perros». Y yo les dije: «Qué gracioso que le hayan puesto Spot al perro, si no tiene ninguna mancha», y eso les hizo tanta gracia que me invitaron a sentarme con ellos.

—¿Estaban casados?

—No. El marido de ella había muerto. No, no estaban casados.

—¿Entonces…, cómo podían tener los dos el mismo perro…? Me parece que estás mezclando dos noches. ¿Así que llegaste tú, con tu encanto de mujer fatal, y separaste la pareja, y luego te fuiste con él a su casa?

—Al contrario, Connie. Él se indispuso y se quedó con el perro, y yo la acompañé a ella a casa. Todo muy cordial. Era una mujer refinada.

—¿Era qué?

—Refinada.

—No me extraña que su amigo la largase.

—¡Yo no he dicho eso! No, eres muy mala poniendo en mi boca palabras que yo no he dicho. Si vas a seguir haciendo eso, déjame en paz.

Louie se dio la vuelta, dando un tirón a la ropa de cama; aquello produjo una tensión en las sábanas entre ella y Connie, bajo la cual se formó una corriente de aire. Encogió las rodillas y estiró la cabeza, hundiendo el perfil en la almohada. Después de que los muelles registraran cada uno de aquellos movimientos, Connie murmuró:

—Ah, anda que…, cómo te pones. —Tensión, silencio. Connie actuó como quien ya no piensa en ello. Pero luego se soltó un muelle, sacó de nuevo un brazo y le dio un buen golpe a Louie en el trasero—. ¡Por mí no te preocupes… —dijo—, nenita!

—El problema no es solo contigo. El problema es que todo el mundo entiende lo que quiere cuando me quedo sin palabras. A menudo dices que tendría muchas ventajas si pudiera hablar como es debido; pero no es solo eso. Mira lo difícil que es cuando solo digo lo que puedo decir, y no lo que pasa en realidad. En mi interior está todo hecho un lío: cada vez más cosas en la cabeza. Lo soportaría si al menos pudiera expresarlo. Esta noche, sin embargo, esa mujer habló de maravilla; pero no sentí lástima por mí; ella simplemente habló desde el corazón. Si pudiera expresarme como ella, a lo mejor no necesitaría esconder cosas: cuando sabes que solo puedes decir algo que no te gusta, no importa ya lo mucho o lo poco que te disguste. El hombre estaba dispuesto a darle una bofetada, pero ella lo ignoró… (y creo que su manera de ignorarlo conseguía que aún quisiera abofetearla más); así que ahí estaba yo, y él hecho una furia, cosa que no se olvida… En mi casa, antaño, no había necesidad de decir nada; y Tom tampoco tenía ninguna necesidad de decir nada, siempre que se le dejara en paz. Así que…, en fin, ¿qué quieres que haga? Ahora que tengo la necesidad de hablar, no estoy acostumbrada. Desde hace muchísimo tiempo no estoy acostumbrada a hablar, y ahora me parece que no consigo hacerle entender nada a nadie. Creo que entendería más todo lo que ocurre si fuera capaz de hacerme entender; y, bueno, ya sabes cómo son las cosas, lo intento todo. Disculpa que te lo diga, Connie, con lo amable que eres, pero me sienta fatal que no dejes de hacerme preguntas. Aunque, claro, prefiero que seas tú quien las haga, y no un desconocido; y me doy cuenta de que tienes razón: andar por ahí tan despreocupada como yo… no es serle fiel a Tom. Lo que ocurre es que, con un hombre, no siempre entienden lo que una no se puede decir. Lo entenderías mejor si hubieras estado allí, solo eso.

Connie no contestó.

—¿Qué pasa, Connie?

—Estoy pensando.

—Oh, si solo es eso…

—Lo único que te puedo decir es que, yo en tu lugar, no me preocuparía tanto. No eres más rara que muchos otros. La verdad, no soy quien para decir lo que debería hacer otra persona… Es tarde.

—Vaya, sí, supongo que sí.

—Se nota por el silencio.

Se quedaron escuchando el sonido de lo que, una vez analizado, era el ruido de lejanos trenes nocturnos, cambios de vías, traqueteos y pitidos, procedentes de las vías de las líneas que llegaban a St Marylebone.

—¿Oyes el ajetreo de los trenes en la estación? —murmuró Connie—. Ni que estuviéramos en Alemania.

Un momento después, algo parpadeó en el techo: reflectores en busca de aviones en el cielo de Londres.

—Qué raro sería —comentó Louie— volver a ver luz en el techo sin moverse. Había una farola justo allí fuera en la calle: no te haces idea de lo distinta que parecía esta habitación durante la noche. Habría podido mantenernos despiertas. Y el árbol que está en el jardín: cuando se encendía una ventana detrás, la forma del árbol se proyectaba directamente sobre esta cama. Parecía estar tan viva que la veías moverse. Tom dijo que obviamente era un plátano. ¿Qué crees que estarán haciendo con los reflectores?

—Mmm… Hay que hacer eso: tienen que apuntarlos de un lado a otro, continuamente.

—Entonces tendríamos que dormirnos.

—Sí, ya te lo he dicho antes.

Louie se incorporó una última vez para rascarse una axila y se recostó; tan callado y silencioso estaba todo que le dio la impresión de tener al lado a la esposa de Lot en posición horizontal. En realidad, aquella voluntad absoluta de dormir era perturbadora, estando tan cerca de otra persona. Louie, de nuevo tocando su espalda con la de Connie, se puso las manos en la nunca y se quedó mirando la nada. Era opresivo, por cierto, ver cuánta nada había: inmediatamente abandonó aquella idea para preguntarse qué peinado llevaba Stella. Pero ¿cómo iba a saberlo? Llevaba sombrero. Y, sobre todo, estaba el efecto: el efecto, según el periódico, era lo que se debía buscar. Negro mejor que nada, con accesorios, si te sentaban bien. ¿El efecto de aquella persona…? Maquillaje invisible, rebeldía, conmoción, pérdida; broche brillante sobre negro y líneas definidas y rígidas en los hombros; el terror golpeando y resbalando en su interior como un trozo de hielo; un rostro, no joven, pero de edad indefinible; ojos que, bajo los párpados sombreados de azul, te miraban con una intensidad vacua; en el fondo de su mirada la juventud aparecía como una sombra; labios bien formados, pero dando forma a aquello que no deberían; sombrerito inútil si no se llevaba bien; bien puesto, magnífico; la frente tersa por el sufrimiento; y en el nacimiento del pelo, la promesa de un mechón blanco. ¿Qué le habían hecho? ¿En qué se había metido? Un reloj de pulsera fino que no se recordaba lejos de aquella fina muñeca, cuando ella se había agachado a recoger los guantes. Muy amable por su parte, pero… ¿Por qué fijarse tanto en ellos? Cualquiera habría creído que la señora Rodney no había visto jamás unos guantes…

Louie se sintió invadida por aquel extraño pensamiento. Exclamó para sus adentros: «Ah, no, ¡no quisiera ser como ella!», se dijo cuando más cerca estuvo de ella. Y luego empezó a pensar en el aire de aquellos días y noches, cargado de idiomas incomprensibles, música odiosa, enfermedades, gérmenes. Una ignoraba qué iba a sintonizar, qué podía coger: a cada paso una se veía afectada e infectada. Receptor, conductor, portador: ¿qué era Louie? ¿Estaba condenada a ser algo? Se hizo la pregunta, pero sin palabras. Sintió lo que jamás había tenido esa sensación antes. Pero… ¿podía estar segura de que era ella quien sentía? Dudaba de que volviera a encontrar la casa de Stella, y aquellas las escaleras en las se habían dado las buenas noches a oscuras; más aún: dudaba de que quisiera hacerlo. «Pero esto no es un adiós, espero», había dicho Stella. Pero ¿qué quiso decir con aquello? Y, por otra parte, ¿lo dijo en serio? Aquella manera de enamorarse de Louie, de querer estar solo con ella…, ¿formaba parte de un estado de ánimo enfermizo? Stella buscaba a Louie tal y como Louie siempre había deseado que la buscaran: es habitual desear algo con tal fervor que, cuando se consigue, uno se eche atrás. tumbada en Chilcombe Street, con las manos entrelazadas en la nuca, Louie pensaba en Stella con desconfianza y adicción, pánico y deseo. Durante toda aquella comunicativa y amable conversación que mantuvieron de regreso a Weymouth Street, Stella no había hecho ni una sola referencia a Harrison: bien al contrario, había hablado aprisa y fragmentariamente acerca de su pasado, en parte como si por oírlo en voz alta fuese más cierto, en parte como si no quisiera —y no pudiera— poner suficiente distancia entre ella y lo que había ocurrido media hora antes. Una y otra vez había vuelto sobre un hijo suyo que estaba en el ejército. ¿Nerviosa? Claro; era su único hijo. «Seguro que es un consuelo para ti», había comentado Louie. «Ah, sí, claro que lo es». Aunque caminaban aprisa, en ese punto Stella había acelerado la marcha; a Louie le había costado trabajo seguirla, incluso haciendo uso de sus famosas zancadas. ¿Aprisa? No, más que eso: la señora Rodney andaba como un alma perdida.

Aquellas tres últimas palabras se le presentaron imperiosamente a Louie, como si las hubiera dicho en voz alta: hasta entonces la memoria se había compuesto de imágenes superficiales que se apartaban y entrechocaban en el oleaje de un conflicto latente. Ahora sus labios parecían cumplir una orden. «Un alma perdida», dijo en voz alta, con un tono devocional.

Luego, asustada por sus propias palabras, permaneció atenta: silencio. Siguió atenta un poco más. Si nadie supiera la verdad, cualquiera diría que Connie estaba muerta.

—¿Connie?

Oyó cómo susurraba al respirar.

—¿… Qué? —contestó Connie, despierta, y con un tono de enojo.

—No te oía respirar.

—No estaba respirando, hasta que me molestaste.

—¿Y qué estabas haciendo entonces?

—Eso que dicen que hacen los indios esos.

—¿Qué indios? Me has asustado.

—Los faquires.

—¿Y por qué demonios no respiran?

—Para llegar al séptimo grado de conciencia.

—¿Quién te ha dicho eso? En sus cartas Tom nunca me cuenta nada de eso sobre los indios; y es muy observador. En fin, ¿para qué quieres estar tan consciente?

—Soy así de rara —dijo Connie con un tono de oráculo délfico—. Si no puedo ser algo, entonces prefiero ser lo contrario al cien por cien. Nunca he estado tan despierta. Debe de ser por algo que he comido: en estos días no hay nada en buen estado. No, no me duele nada, ni estoy llena ni tengo gases…, es solo que al universo le sube la fiebre dentro de mi cabeza. ¿Tienes bicarbonato en casa? No, supongo que no.

—Teníamos, pero Tom se lo llevó al ejército. De todas maneras, si quieres miro en el cajón.

—¿De qué sirve buscar algo en el cajón si no va a estar? No, si tengo que soportar el universo dentro de mi cabeza, más vale que lo mire a la cara. Tiene que haber alguna ventaja al verlo en perspectiva, eso es lo único que necesito. Y tú también tendrías que hacerlo. Daño no te va a hacer.

—A lo mejor se te para el corazón.

—Mira…, vuélvete a dormir.

—No estaba dormida.

—¿Y entonces por qué hablabas en sueños? Estaba a punto de alcanzar el punto álgido cuando me sobresaltaste.

—Lo siento mucho.

—Bueno, no podías saberlo.

—De todos modos, Connie…, no me gusta que hagas eso.

Ahora no creo que pueda ya… Y me gustaría saber en qué estabas pensando para llamar a gritos a un alma extraviada.