Capítulo 9

—Echarle el pasado encima a un muchacho, ¡estupendo! Y ahora tú acabas en medio de todo. No: ¡es una tontería, Stella!

—Hablas como el coronel Pole. Creí que el legado de Roderick te parecía algo positivo.

—¿La herencia de Roderick?

—Perdón, la herencia de Roderick.

—Cualquier cosa es mejor que nada —admitió Robert, con aquel gesto de impaciencia que dejaba entrever siempre que creía que una verdad contradecía a otra—. Y lo que no entiendo es por qué tienes que ir tú allí.

—Será menos de una semana.

—No se trata de cuánto tiempo estés fuera, sino de lo lejos que estarás. Allí estarás fuera, completamente.

—Tonterías, cariño.

—Por supuesto, lo que no me gusta en absoluto es que te marches —dijo él, aunque con el tono de alguien que está reprimiendo sus propios sentimientos. Dejó caer la mano del antebrazo del sillón bajo y pasó distraídamente las yemas de los dedos por el suelo. Un minuto después, sin embargo, le dirigió a Stella una mirada enérgica, como si dijera «haz lo que quieras», mientras apretaba los labios y su boca parecía un línea a punto de romperse. Al final, explotó—: Toda la historia no es más que una estafa de ese viejo lunático. Para que vuelvas.

—Pero si está muerto. ¿Te refieres al primo Francis?

—Un detalle como ese no lo detendría.

La frase despertó una imagen tan vívida que Stella se echó a reír.

—Tendrías que haberlo conocido —dijo.

—Pero eso no es lo que él querría —prosiguió Robert—, sino lo que tú deseas.

Yo no quiero volver allí.

Robert levantó las cejas.

—De hecho —dijo ella—, me espanta.

—No estoy tan seguro.

—Bueno, pues yo sí. Pero es un viaje de negocios, no una cuestión sentimental.

—Pero dices que te espanta. ¿No es el espanto un sentimiento? No me importaría si este asunto no significara nada para ti.

—No tenía idea de que ibas a ponerte así —dijo Stella—. Porque, en fin, ¿a qué se reduce todo esto? No es más que un viaje de negocios: los asuntos de Roderick en Mount Morris. Sabes cómo me han estado molestando últimamente con todas esas cartas sobre la propiedad, o enviadas desde allí, pidiendo que tome decisiones que no puedo tomar porque, en la distancia, no comprendo de qué tratan exactamente o cuáles son los detalles. Que si el techo, que si la granja, que si la siembra, que si la poda de los árboles. Dios bendito. ¡Ojalá Roderick pudiera y tuviera la edad para ocuparse! Pero, tal y como están las cosas, no se puede abandonar una finca indefinidamente. Alguien tiene que ir a echar un vistazo: Roderick no puede, así que debo hacerlo yo. Y como debo hacerlo, cuanto antes, mejor. Mejor quitármelo de encima cuanto antes, ¿no? En serio, Robert, ya bastante me costó convencer al empleado de la Oficina de Pasaportes de que es un asunto urgente. ¿Tengo que pasar por lo mismo contigo? Para ellos mis explicaciones fueron suficientes.

—Ellos no están enamorados de ti.

—Hace semanas ya que acordamos que iría.

—¿Yo estaba de acuerdo? Sí, supongo que sí.

—¿Ha cambiado algo desde entonces? —protestó ella.

Eran las siete de la tarde. Estaban en el apartamento de Stella. Al día siguiente temprano ella cogería el tren con destino a Irlanda.[10] Robert había tenido la desgracia de atisbar una desdichada maleta a medio hacer en el dormitorio; Stella no había cerrado la puerta a tiempo. En el salón, delante de la chimenea, Robert desenvolvía la botella que había traído.

En uno de sus cambios de humor, consiguió transmitir la impresión de que había sido ella, y no él, quien acababa de montar una escena. No pudo evitar coger el cordel del paquete, extenderlo en toda su longitud y observarlo detenidamente, para después convertirlo en un ovillo con un movimiento lento e irresistiblemente tranquilizador.

—En fin, aquí tienes un cordel —comentó al terminar.

—¿Aún hay sitios donde siguen atando los paquetes?

—Donde compro el whisky, sí. Espero que no pases mucho frío en el viaje.

Stella pensó: «¿Es que puedo no pasar frío en un viaje que me aleja de ti?». Pero en vez de decir eso, advirtió:

—Aún no estamos en invierno. Ojalá hubiera ido antes, así ya estaría de vuelta.

—¿Y qué haré mientras estés fuera?

—¡No me pongas más triste!

—Nunca se sabe —dijo, enrollándose el cordel en el dedo—. ¿En qué época del año fuiste la vez anterior?

—Más o menos como ahora: otoño.

—¿Hace veinte años?

—Veintiuno.

—Ha pasado mucha agua bajo el puente desde entonces, ¿no? —dijo Robert en un murmullo—. Suficientes riadas como para haberse llevado casi todos los puentes.

No había ni un solo puente a menos de una milla río abajo o río arriba de Mount Morris. En el valle, el río corría suavemente en dirección a la casa; luego giraba y se perdía de vista en torno al saliente rocoso donde se levantaba la mansión. En la orilla opuesta, los acantilados de piedra caliza se reflejaban blanquecinos en el agua; la cima y algunas laderas escarpadas estaban cubiertas de árboles. El río trazaba en parte los límites de la propiedad: del lado de Mount Morris había una ribera en la que el bosque solariego, oscurecido en las lindes por laureles, descendía en colinas onduladas. Aquella hendidura profunda del valle parecía ser todo un regalo para que las ventanas principales de la casa miraran hacia allí; sin embargo, la casa consagraba el fervor mudo de su ser a una mirada en lontananza. Por los demás costados, el bosque y las colinas encerraban el caserón de Mount Morris.

Quienquiera que levantara la mirada desde el río vería el cielo reflejado en las filas de grandes ventanas acristaladas. La fachada, de estuco pardo, parecía variar de tono, pero no cambiaba de color salvo al atardecer, cuando el sol, al caer en el valle, daba al estuco un tono rosado oriental e inflamaba las ventanas.

A la hora en que llegó la madre del dueño, los reflejos del río prolongaban la luz natural del día; un resplandor dorado inundaba la casa, procedente desde el bosque. Stella había olvidado que al viajar al oeste los días se alargan: al contemplar el fuego que ardía al otro lado de una sala, en el interior de una chimenea de mármol blanco, le pareció que el tiempo se había detenido; había una luz crepuscular eterna en la que nada se oía, salvo el crepitar del fuego y el sonido del reloj del vestíbulo. Y a juzgar por su cansancio, se diría que había viajado, no a otro país, sino a otra época. El aire interior de la biblioteca tenía algo de exterior; sin duda habían cerrado hacía poco las ventanas que daban a la grava recién rastrillada y llena de tierra húmeda. La luz pervivía solo en las partículas del aire, porque las paredes y las altísimas cortinas eran de un rojo apagado. Algo más que un aroma añejo asaltaba los sentidos desde las librerías empotradas en las paredes, quizá la indiferencia de aquellos cientos de libros al pensamiento fugaz. El otro foco de oscuridad era una pintura al óleo colgada sobre el hogar: un grupo de jinetes temerosos reunidos a medianoche. La habitación carecía de poesía si el visitante no era capaz de sentir la fuerza contenida de su espíritu: allí había concentrado el primo Francis su ser.

Por todas partes quedaban indicios de los preparativos que había hecho antes de su viaje. Numerosos panfletos, revistas, folletos, prospectos, con bordes más o menos viejos y amarillentos: estaban atados en paquetes, apilados sobre los armarios, o debajo de ellos, y bajo los sofás y las mesas. En dudoso equilibro sobre los paquetes, una multitud de cestas en forma de bandejas invitaban a Stella a inspeccionar sus contenidos, cuidadosamente ordenados: descoloridas bolas de billar, candados, termómetros, un collar de perro, llaveros sin llaves, un bulbo de lirio, un puzzle de marfil, un calendario del año 1927 con citas de Shakespeare, una garra disecada pero sin montar de una enorme águila, una aldaba en forma de monigote, una espuela suelta, pedazos de cuarzo, un montón de pequeños lápices sin punta, atados con hilo de seda…

Hasta ahí el pasado: pero el primo Francis también había sido previsor. Engarzadas en el marco del cuadro oscuro, destacaban tarjetas blancas, aún nuevas, que llamaban la atención: mandatos, recomendaciones y advertencias, escritos con la desigual caligrafía del primo Francis, con un subrayado por aquí, un urgente círculo rojo por allí. Relojes, cuándo y cómo darles cuerda… Extintores, cuándo y cómo emplearlos… Cerraduras y goznes, mi manera de aceitarlos… Ratones vivos en ratoneras, ahóguense pero no se los arroje al fuego de la cocina… Tim O’Keefe, Mason, que no vuelva a trabajar aquí a menos que se esfuerce más que la vez pasada. Mendigos, bona fide 60 céntimos, Soldados veteranos, seis peniques… Histeria, cachorros, en caso de… En caso de Tuberías atoradas… En caso de Paracaidistas… Pájaros en la chimenea, en caso de… En caso de Telegramas… En caso de que el Río inunde Lower Lodge… En caso de Mi muerte… En caso de Mensaje de emergencia de Lady C…

Stella estuvo un rato leyendo las tarjetas, de pie, luego miró a un lado y otro de la repisa de la chimenea; pero no había nada más a excepción de otro reloj, mudo, unos candelabros sin velas y unos jarrones de bronce labrado llenos de yesca. Con las manos apoyadas en el mármol, miró el fuego y lamentó no tener indicaciones igual de claras para su propia vida, que, en aquel momento, tan lejos de Londres, no sería menos problemática al volver. ¡Quién pudiera quedarse aquí para siempre, desempeñando un papel de fantasma! Volvió la mirada a regañadientes: sus guantes, con la forma de sus manos, y su bolso —con pruebas irrefutables de su identidad— seguían donde los había dejado, en el centro de la mesa.

En esa misma mesa, unos minutos después, Donovan apoyó la lámpara de aceite. Cuando aumentó la potencia de la mecha el globo se hinchó con una intensa luz amarilla, recortando los rasgos dantescos del encargado contra el fondo de la biblioteca.

—Todas las salas —comentó el hombre— están terriblemente desordenadas: nos han confundido las instrucciones de no tocar nada. En los últimos tiempos hemos estado sin señor, ha sido una desgracia. No hemos podido darle una gran bienvenida, señora, pero créame que es usted muy bienvenida. Mis hijas han hecho todo lo posible por preparar el salón, pero no pudimos hacer nada para calentarlo, así que al final lo dejamos y nos rendimos. Es una buena sala, pero ha estado demasiado tiempo cerrada.

Mary Donovan llegó con una segunda lámpara; le faltaba el aliento aún más que a su padre, y era obvio que nunca antes había desempeñado aquel papel. Miró a Donovan en busca de una indicación y, al no recibirla, dejó la lámpara al lado de la otra. Así concluyó la ceremonia. Como nadie hizo ademán de correr las cortinas, los dos globos, los Donovan y Stella quedaron reflejados en los cristales de la ventanas, convertidos en azabache negro.

—Gracias, Mary —dijo Stella, observando a aquella niña escuálida enfundada en un enorme delantal blanco.

En respuesta, Mary movió los labios: como si se hubiera equivocado al recitar el primer verso de un poema, se retiró de la frente un mechón de pelo con la muñeca.

—Está muy nerviosa, señora —explicó Donovan—. Sabe que tendría que estar haciendo algo más, pero no sabe qué. ¿Se le ocurre a usted, señora, qué podría necesitar o qué podríamos hacer?

Meses atrás y en la distancia, Stella había consentido que se despidiera a los sirvientes del primo Francis: había que reducir los costes innecesarios de la propiedad. Sabía que ahora no quedaba nadie en Mount Morris salvo Donovan, un viudo de edad indeterminada, y sus dos hijas, sorprendentemente jóvenes. No recordaba a Donovan —quien, en la época de su luna de miel, probablemente trabajara en el jardín o en alguna otra parte de la finca—, pero prefirió callar ese detalle, pues él sí que la recordaba a ella.

—Para la cena —añadió el mantenedor de Mount Morris— hemos matado un pollo.

—Qué amable —dijo Stella. Después de lo que acaso pareciera un difícil momento de duda, preguntó—: ¿Cuál es mi habitación, Mary?

—¡Velas! ¡Velas! ¡Velas! —gritó Donovan enloquecido—. ¿Tienes las velas, Mary?

Padre e hija cruzaron una mirada fugaz. La muchacha, con una voz inesperadamente grave y firme, exclamó:

—Están las dos arriba.

—¡Jesús! —dijo Donovan—. Entonces no hay ninguna para llevar en la mano.

—Aún hay luz en las escaleras —apuntó Stella—. Y conozco el camino.

En efecto, era sorprendente cuán familiar le resultaba la casa, que emergió en su memoria con todos sus detalles, como si se hubiese soltado un cabo que la hubiera mantenido sujeta al fondo. De ahí en adelante la guio la esperanza de comprobar lo cierto de sus recuerdos, más que sus recuerdos: no sabía en qué momento de su viaje de regreso había arrancado aquella locomotora sensorial. Parecía como si fuera capaz de percibir, con una clarividencia fantasmagórica, todo cuanto la oscuridad ocultaba a su alrededor. Mientras seguía a Mary, en su mente se presentaban con vívida antelación los empinados escalones, el esférico resplandor de las ventanas venecianas (que solo desaparecía por completo en noches sin luna), el crujido que hacía el entarimado del vestíbulo al pisarlo y los distintos olores, de aquí y de allá, a yeso, pieles, cera, humo, madera pulida, cerraduras aceitadas y árboles. Debía de haber conservado esos conocimientos durante todos aquellos años, y ahora reaparecían en unos pocos minutos.

Incluso a mediodía, en aquel rellano atestado de puertas, al final de la escalera con ventanales, no había más que sombras: en aquel momento Stella solo presentía las puertas a su alrededor. La intriga respecto a qué picaporte giraría la muchacha, una intriga conocida desde varios minutos antes, no tardó en revelarse llegado el momento, y desde luego era más bien ficticia y, al fin y al cabo, ni real ni intensa. Casi con indiferencia, Stella descubrió que Donovan había elegido para ella una habitación sin historia. Mary, al entrar, se abismó en una oscuridad absoluta que no inspiraba en la memoria ningún estremecimiento de temor. Dentro, las cortinas y persianas estaban cerradas; la figura de Mary solo podía detectarse cada vez que encendía una cerilla en su caja humedecida. Entretanto, Stella no necesitó guía para ir desde el respaldo acolchonado de un sofá a las patas redondas de una cama. Se habían ocupado de caldear aquella habitación, vacía durante mucho tiempo, a la temperatura de un verano normal; se veían rescoldos carmesíes reflejados en lo que debía de ser un espejo de pie. Luego, cuando Mary consiguió encender las velas, de repente aparecieron colgaduras de cama y armarios, y sus sombras, la sombra de una mujer que estaba de pie y la de la muchacha, materializada de repente, en aquel revelador instante, pero no fue más que eso.

Aquel instante, único e irreemplazable, se hundió lentamente en la eternidad de aquella casa.

—Lamento que se haya tropezado hace un momento —dijo Mary—. A lo mejor he ido muy deprisa. ¿Le dejo las cerillas? Es una caja muy mala.

Tras encargarse del fuego, al que obligó a avivarse con un contundente puntapié, se dirigió aprisa al baño, desenrolló una toalla y, con las dos palmas, probó la temperatura de un cubo de latón.

—Todavía está hirviendo —confesó a Stella con gesto triunfal; la invitada, con casi idéntica ingenuidad, contestó:

Ah, qué agradable que se ocupen de una.

—Soy nueva; ya veremos cómo nos sale.

Cuando Mary se marchó, Stella recordó la orden de Robert de beber por ambos, como quien dice, en aquel momento. Llevó al tocador una botella de agua y un vaso, y destapó la botella que Robert le había llenado dos días atrás en Londres. Al levantar el vaso entre las velas, para medir cuánta agua mezclaba con el whisky, notó que las velas no eran nuevas: ambas habían ardido ya y eran de distinta longitud. Aquello la dejó perpleja, dado el perfeccionismo y los buenos modales que hasta entonces habían demostrado los Donovan. Seguramente tenía que ver con la mirada cómplice y enigmática que habían cruzado padre e hija abajo y, también, con el aire que había adoptado Donovan al ver la segunda lámpara, como cuando alguien no quiere decir ni pensar algo. Stella creía que no habría escasez de ningún tipo en Irlanda. La emocionante sensación de encontrarse lejos de la guerra se había concentrado en aquellas luces generosas, aunque, en realidad, la noche anterior, cuando su barco entró en puerto, ya tuvo la intensa impresión de prodigalidad: en las casas cercanas a la dársena las ventanas se veían y brillaban, y era como si en el interior de las casas todo estuviera ardiendo; y, más tarde, los reflejos deslumbrantes de las calles húmedas le daban a Dublín un aspecto de fabuloso carnaval. En la mansión, esa noche, los tres rectángulos amarillos que proyectaba la ventana sin cortinas sobre la gravilla sugerían tranquilidad, sí; pero también revelaban una alegría desbordante, como la de ver correr vino por el suelo. El hecho de tener que preguntarse, en ese momento, si no habría en Mount Morris paquetes de velas sin abrir, cubos enteros de aceite, le pareció un revés, un pequeño engorro, pero muy molesto. ¿Se habrían acabado en toda la casa? ¿Racionaban los Donovan las existencias o era que descuidaban el abastecimiento? Debía informarse esa misma noche, o mejor…, al día siguiente. La pregunta, que tal vez acabara revelando el mal gobierno doméstico, debía posponerse, o al menos plantearse en el momento justo. Al final se le olvidó y nunca llegó a preguntarlo, pero lo que no atrevió siquiera a sospechar era cierto. Allí, en la habitación, y abajo, en la biblioteca, ardían las provisiones de luz que deberían durar meses. Bien entrado el invierno, tras la partida de Stella, la familia Donovan se iría a la cama a oscuras.

Después de cenar, Stella giró mecánicamente los botones de la radio que estaba junto al sillón del primo Francis. A él le apetecía tener la guerra al alcance de la mano: a ella le encantó descubrir que aquel aparato no emitía más que silencio que se acumulaba al silencio de la biblioteca. Obviamente, la batería estaba gastada. Nunca había habido teléfono en Mount Morris: la certeza de encontrarse fuera del alcance del mundo consiguió que su sueño de aquella noche fuera más profundo. Por la mañana, vistiéndose junto a la ventana, estuvo observando a tres cisnes que bajaban al río y se detenían en mitad de la corriente, contemplando la casa desde la que Stella los miraba. Inconcebiblemente temprano, la luz del sol lo bañó todo: las laderas herbosas, las rocas, el enloquecido esplendor de los árboles. Con una sensación de alegre ligereza, Stella se embarcó en los asuntos del día. Comenzar con todo aquello le llevó algún tiempo: había que revisar tantas cosas pendientes y se entretuvo con tantas conversaciones imprescindibles —entre otras cosas, la gente de Mount Morris exigía un relato completo y emocionante del funeral del primo Francis— que solo al caer la tarde, después de un té tardío, pudo sentarse a escribir a Roderick.

Redactó la carta sobre la superficie de cuero gastado de la enorme mesa escritorio del primo Francis. Lamentó, por Roderick, no encontrar papel con membrete de Mount Morris, pero llenó una hoja tras otra de su propia libreta. En un momento dado, al arrancar y apartar una hoja y colocarla sobre las demás, a la izquierda del tintero, golpeó una balanza para pesar cartas, agitando el mecanismo, sacando las pesas de sus huecos y activando, en un recóndito lugar de su mente, una asociación odiosa e inquietante… El paquete de la señora Kelway: ¿Lo había echado Harrison al correo…? Cogió de nuevo la pluma, meditó aquella pregunta, la dejó de nuevo, se volvió en el sillón giratorio y bajó aprisa desde la habitación hasta el rellano de las escaleras que conducían al sótano.

—¿Donovan?

—Señora —respondió el hombre, presentándose al pie de las escaleras.

—El señor quiere saber una cosa concreta: ¿hay un bote?

Donovan se pasó la mano lentamente sobre su erizado pelo blanco:

—¿Quiere saber si hay aquí un bote, ahora?

—¿Lo hay?

—¿Se refiere a alguna clase particular de bote?

Stella pareció desconcertada:

—Un bote, sencillamente.

—Bueno, había una barca, y estaba bastante bien, hasta que el señor la hundió. No disfrutaba mucho de ella en general, y luego nos dijo que, en los tiempos que corren, nunca se sabe lo que puede ocurrir, así que un buen día mandó a los muchachos que la cargaran de rocas, hasta que se fuera al fondo. «Bueno, ahí va», dijo. Pobre hombre. La vimos hundirse el caballero del banco, el señor y yo… Ahí seguirá, en el río. ¿Quiere que la saquemos para ver si está muy podrida?

—Si fuera posible, no estaría mal.

—A lo mejor —dijo Donovan, animado con el proyecto— lo único que tenemos que hacer es darle una mano de brea.

Stella bajó un escalón, Donovan subió dos.

—Sería una pena —añadió él— decepcionar al señor. ¿Así que es barquero?

—No diría tanto… Déjeme enseñarle una fotografía.

—Ah, un retrato. Pero ¿no es un poco raro que no lo hayan dejado venir? Dónde se ha visto que el ejército le ponga tantos inconvenientes a un caballero. En fin, imagino que es un hombre de corazón valiente, y la guerra podría resultarle beneficiosa. Quién sabe si no acabará siendo general.

—Oh, no. Me temo que es muy joven para ello.

—Pero —dijo Donovan, sin desalentarse— todo parece indicar que será una guerra larga y con muchos beneficios. ¿Le está escribiendo una carta al señor?

—Así es. ¿Cuándo hundieron la barca exactamente?

—La última vez que vino el caballero.

—¿Qué caballero? Ah, ¿el del banco?

—No hemos recibido muchas visitas desde que empezó la guerra; prácticamente, solo ese caballero del banco, y estuvo poco tiempo aquí. Vino de Inglaterra. Era increíble, en estos tiempos, ver a alguien yendo de un lado a otro. A lo mejor tenía algún tipo de privilegio; aunque nunca supimos si era un señor o un capitán. En cualquier caso, era una distracción para el señor. Se quedaban charlando hasta las tantas, por la noche. Era un hombre o un caballero muy delgado, y además tenía una especie de defecto raro en los ojos…

Stella se quedó helada. Al retomar la carta, no pudo recuperar ni la velocidad ni la concentración del principio: terminó de una manera un poco vaga y dubitativa, prometiendo que enviaría más noticias al día siguiente; mientras escribía la dirección en el sobre recordó que no tenía sellos. Luego echó la silla hacia atrás y empezó a examinar los muchos cajones de la mesa, tirando de todos los picaportes, uno a uno con mucho cuidado: todos estaban cerrados con llave. Buscó las llaves casi enloquecida, yendo de un lado a otro de la habitación, abriendo cajas y gabinetes, moviendo objetos al azar, intentando incluso mirar dentro de los mismos cajones que no podía abrir. Estuvo a punto de acusar al primo Francis de conspirador, malicioso y viejo senil; cuando se le pasó el enfado, solo sintió desasosiego: aquella biblioteca le gustaba cada vez menos. Se había convertido en el escenario de aquellas conversaciones hasta altas horas de la noche. ¿Qué habían estado haciendo allí? ¿Qué se proponían? Obviamente, Harrison no era de los que vuelven a un sitio una y otra vez sin motivo. Cualquiera que fuese el caso, al primo Francis le había parecido apropiado dar a su anfitrión la impresión de que también él, Francis Morris, estaba metido hasta el fondo; además, el último encuentro en Londres debía de haber sido la continuación de una historia real, aunque sonara a cuento chino. El primer día en Londres del viejo fanático irlandés, el último día sobre la tierra… Sí, Harrison afirmaba que se habían encontrado, y ahora parecía bastante probable. Y había otras cosas probables, o en cualquier caso posibles. Incluso la historia de los papeles que habían quedado bajo llave con el equipaje del muerto había que revisarla, aunque… ¿quién se atrevería a confiarle información vital al primo Francis? (Stella se había preguntado eso a menudo últimamente, aunque ahora lo hacía con menos convicción.) Famoso por su honor, sí; por su discreción, no; es más, el primo Francis era famoso por perderlo todo. En cuanto a la existencia de aquellos papeles —o en todo caso, la importancia de dichos documentos—, Stella mantenía un amplio escepticismo: amplio, porque podía extenderse a todo lo que Harrison dijera que era, hacía o tenía. Por lo que a ella concernía, y hasta ese momento, Harrison se había inventado aquello con la esperanza de atraparla y chantajearla; no había tenido suerte… Pero ¿y ahora? ¿Era concebible que hubiese un pizca de verdad en cualquiera de las cosas que, en distintos contextos, le había dicho? Eso le daba escalofríos. ¿Qué defensa tenía Stella contra aquel hombre, sino asegurar que mentía, que debía mentir, que no podía no mentir, que había mentido desde el principio?

Así pues, ¿Harrison había estado allí, tal como había afirmado? Aquella habitación oscurecida por los libros, por la que el tiempo discurría imperceptiblemente, ocultaba en alguna parte una verdad, como el río ocultaba la barca. Quizá la sola posibilidad de que allí estuviera dicha verdad no le permitiera descansar, pero ahora que se forzaba a pensar en ella, ¿cuál era esa verdad? Tal vez —o con toda seguridad (pues aunque el primo Francis, a juicio de Robert, era un lunático, no era ningún tonto)— había examinado las referencias de Harrison y había quedado satisfecho. Por otra parte, el primo Francis estaba muerto, así que no se le podía preguntar; o, mejor dicho, se podía: podía preguntarle todas las veces que quisiera, con la certeza de que no iba a contestar. Entendió, casi conmocionada, que solo se atrevería a hacerle esa pregunta a los muertos: ¿por qué? Porque la respuesta podía ser demasiado importante. Hasta entonces, en Londres, no había hecho una sola averiguación sobre Harrison. ¿Era quien decía ser? ¿Estaba en condiciones de saber lo que decía saber, de actuar como le había advertido que podía actuar? Ahora Stella podía obtener las tres respuestas: ¡qué alivio, convencerse de que eso era imposible! Tal y como le había dicho a Harrison, ella no era una mujer que no supiera adónde debía acudir para averiguar las cosas; en los últimos años había vivido alrededor de una «camarilla» de guerra, sabiendo quién sabía qué, dominando una especie de lengua en la que nada se dice exactamente. Recordó el sábado —¿cuántas semanas hacía ya?— en que Harrison le había ido con aquella historia. «¿Y cómo sabes tú eso?», le había dicho ella, con esas mismas palabras. Y entonces Harrison… ¿había apartado discretamente la mirada? Stella no estaba en condiciones de asegurarlo; no podía o no se atrevía a confirmar esa idea; solo se acordaba de su sensación. En conjunto, su recuerdo de aquella noche se había distorsionado, era un amasijo de figuras borrosas, incoherencias, manchas, lagunas e interrogantes, como los que se sienten internamente solo a raíz de una escena violenta y terrible. Puede que desde entonces su recuerdo se hubiera alejado aún más de la verdad. Sin embargo, aún conservaba una impresión: que Harrison no la había desafiado sino invitado a hacer averiguaciones.

¿Qué esperaba que hiciera? ¿O esperaba que no hiciera nada? En ese caso, había estado en lo cierto. Stella no había preguntado nada a nadie. Bueno, sí que lo había hecho: ¿no le había preguntado a Robert? Desde luego, no le había preguntado nada sobre él mismo, pero, por otra parte, ¿qué había sido la pregunta sobre Harrison sino una pregunta sobre Robert? En aquella ocasión: frivolidad, aburrimiento, amor: ¡qué dulce, qué grato había sido ignorarlo todo! Ignorancia, distracción, no una respuesta; no un final, sino un comienzo: comenzar a vigilar las puertas y ventanas de Robert, seguir los pasos de su pensamiento, buscar los intersticios de su mente. Era espionaje, aunque, sin duda, mejor eso. ¿Mejor eso que qué? Mejor eso que decir: «Me han contado que eres un traidor: ¿es cierto?». Robert bien habría podido responder que, a esas alturas, ella debería poder juzgar por sí misma si eso era posible. Y estaría en lo cierto: ella debería saberlo; el hecho de preguntar acabaría con cualquier atisbo de confianza. Una prueba o una demostración de inocencia por parte de Robert solo podía ser gélida; cuanto más terminante y decisiva fuera, con más fuerza acabaría con su relación y con todo. La volubilidad formaba parte del carácter de Robert, pero no era su totalidad: acaso se reiría, pero como hombre, no la perdonaría… O podía mentir; o, mejor dicho, mentir una vez más, pues la primera mentira que se dice no es, en la mayoría de los casos, la primera que se hace. «¿Es un buen actor?», había querido saber Harrison. En ese sentido, si actuaba de manera convincente con ella, tal vez actuaba también en el amor. ¿Sería posible que Robert, todo este tiempo, desde un principio, hubiera sido incalculablemente calculador, secretamente malvado, reservado a conciencia? No, no, no, pensó Stella: ¡era preferible cualquier otra cosa! ¿Qué, entonces? Era preferible oírle decir: «Dado que tú has decidido preguntármelo: sí». Eso sería amor; sería una confirmación de su amor. ¿Qué eran, en efecto, sino cómplices? ¿No estaban ambos implicados en el mismo asunto, y no lo habían mezclado todo con el amor? Detener… ¿Detenerlo? Acabaría detenido cuando Harrison cerrara la trampa.

Mary se acercó a la puerta abierta con la lámpara.

—Mary, ¿podrías llevar la lámpara al salón?

—Oh, pero es que no está encendido el fuego, señora.

—Será solo un rato.

No hacía tanto frío allí dentro: con las contraventanas cerradas, el salón había conservado una temperatura propia. Evidentemente, Donovan y las muchachas, al no tener nada interesante que hacer en aquella sala, percibían con mayor intensidad que Stella el frío; en realidad, aquello tenía más que ver sobre todo con la sensación de haber perdido una sensación que buscaba, de espejo en espejo, en los nebulosos espacios de la sala. Ella era todo lo contrario que Donovan y las muchachas. Obligada a tocar cosas, a asegurarse de que no eran su propio reflejo, exploró con dedos nerviosos barnices y molduras, ribetes encordados, la endurecida seda acanalada; hizo tintinear un candelabro de cuentas de cristal, sopló el polvo que había sobre una urna con una escena de aves disecadas, abrió el piano y tocó una nota, sabiendo en cada momento que solo se estaba distrayendo, si es que cabía entretenerse, y convenciéndose de que no pertenecía a la sociedad de los fantasmas. Con todo, ¿no era triste que un salón ejerciera tan poco poder sobre una mujer? Mientras se preguntaba por qué, fue con la lámpara al encuentro de su propio reflejo en uno de los espejos y, levantándola, estudió la cara romántica que aún seguía siendo la suya. Durante unos instantes, Stella fue inmortal como un retrato. Fue la señora de la casa, con una sonrisa que se acomodaba bien a los siniestros cortinajes en la oscuridad. Tenía el aspecto de todo lo que ha perdido el secreto de ser.

Había algo en todo aquello que desconcertaba el juicio: procuró alejar de sí aquella sensación. A fin de cuentas, ¿no había sido principalmente allí, en aquel salón y bajo aquella ilusión, donde Nettie Morris —y quién sabía cuántas personas antes que ella— se había quedado, hora tras hora, por culpa de las horas mismas, en una nube de irrealidad? Algunas mujeres se habían vuelto locas, o casi, intentando encontrar algún sentido en el sonoro tictac del reloj. (Stella se concentró en los sonidos, mirando por encima del hombro la repisa de la chimenea: en el centro del mármol, silencio; los brazos dorados de la ninfa solo sostenían una esfera de reloj sin rostro.) Virtud sin nada que dar, honor sin nada que decir, pero virtud y honor presentes. La virtud y el honor, también, siguieron a la intrusa cuando abandonó el salón; nadie la había acompañado por los caminos que había elegido. Por consiguiente, las mujeres como ella nada sabían de elecciones, no tomaban decisiones, ¿o quizá sí? Todo les hablaba: el dibujo que se formaba y se deshacía cuando manipulaban sus agujas de tejer; el pájaro muerto, con sus patitas retraídas contra el pecho, lastimeramente pequeño; los golpes cada vez más cercanos de hacha en el bosque, y luego la caída del árbol; o el niño en la planta de arriba llorando aterrorizado en sueños. No, no se les había negado el conocimiento; el conocimiento pasaba junto a ellas, les pisaba los talones, se les insinuaba. Y ellas sospechaban lo que se negaban a comprobar. Había sido decisión de las mujeres al parecer. De manera que, en algunos casos, la representación de la ignorancia acababa resultando insoportable en el interior de aquellas cabecitas mimadas. También en aquella habitación las mujeres habían alcanzado la máxima habilidad de no hacer nada: oír el frufrú de sus vestidos, observar pasivamente los destellos de sus brazaletes, sus anillos y los broches prendidos a sus pechos de encaje, y se habían dedicado a observar las luces, las flores, las siluetas de los caballeros, las tazas con flores pintadas sobre bandejas de plata. Aquellas infinitas horas de reflexión en nada habían constituido una victoria de la sociedad —aunque la victoria significaba paz— solo porque ellas permanecían a la espera, allí, solas. Y aunque se sentaban juntas, con los dobladillos de sus faldas tocándose, cada una seguía reflexionando sola; las miradas francas y sinceras que se cruzaban, en todo caso, eran también advertencias; su conversación era una superficie deslumbrante que ocultaba profundidades silenciosas. Prácticamente las mujeres no hablaban nunca: salvo para dirigirse al pajarillo que yacía muerto en el sendero, al niño al que había que reconfortar de una pesadilla sin despertarlo, a la hoja que se arrancaba, aún temblorosa, del árbol caído.

Los cierres de las contraventanas, negros y horizontales, eran la única nota férrea en la sala, y destacaban contra los cristales. Stella apoyó de nuevo la pesada lámpara sobre una mesa. Eso era todo. ¿O acaso quedaba algo más? Que a su propia vida le faltara un capítulo no significaba que la historia del libro llegara a su fin; llegaba a una pausa. ¿Quizá era la pausa previa al momento decisivo? Quedaba por ver qué resultaba de la audacia creativa del primo Francis en relación con el futuro, tras reclamar a Roderick con esa idea. Un hombre de fe siempre tiene un hijo en algún sitio.

Por su parte, Stella nunca diría que Roderick había sido castigado: se había ajustado a un destino; mucho mejor, le parecía a Stella, que una libertad sin nada. Intentó distraerse de otra manera, preguntándose qué inspiraría aquella habitación a la esposa de Roderick. Porque el matrimonio —hasta entonces tan inconcebible en el caso de Roderick que ni se había preocupado por imaginar a su nuera— sin duda formaba parte de las obligaciones ordenadas por el primo Francis, al menos en el sentido en que la leía Roderick. Lo normal en aquella casa sería formar un hogar, con una esposa: aunque él aún no la tenía, ya le llegaría el momento. Una vez imaginado, por muy impensado que hubiera sido hasta entonces, ese ser futuro iba adquiriendo formas neblinosas; al no tener una hija, Stella solo podía evocar su propia juventud, y la nuera se desprendió como ectoplasma en su cuerpo. Inconfundiblemente, sin embargo, en la gaseosa anatomía de la novia destacaban unos ojos, vivos e intrépidos.

A lo largo del día, para la recién llegada allí solo habría atardecer; fuera, un río estival que correría hacia las ventanas. Se maravillaría de la habitación y nada más. La sonriente recién llegada nunca sabría de cuánto peso y de cuántas cosas se había librado (y gracias a quién), pues la conexión fatal entre el pasado y el futuro ya se habría roto. Había sido Stella, o su generación, quien había roto el vínculo: ¿qué otra cosa podía ser aquello que sentía en su alma, sino los bordes astillados de esa unión con el pasado?

Sí, para la novia aquella sería una sala en la que primero descubriría el asombro y luego decidiría cambiar de arriba abajo. Las cosas viejas se verían obligadas a significar lo que no habían significado hasta ese momento, pues se dispondrían de otro modo; las que no cumplieran con esa orden, las que no se adaptaran al ritmo de la nueva canción, tendrían que irse. Por ejemplo, allí en un rincón, colgada tan lejos del alcance de la lámpara que Stella tuvo que encender una cerilla para verla, había un pintura que habría que desterrar. Obviamente, la imagen había sido arrancada de una vieja revista; la habían incrustado torcida y de mala manera en un marco extraño. Representaba un buque yéndose a pique con todas las luces encendidas, la cubierta y las portillas brillantes, una mitad ya hundida en las negras aguas del océano, la otra levantada y recortada contra el cielo. Más cerca de ti, Señor: el Titanic: 1912. Nunca se sabría qué significaba esa imagen para la prima Nettie.

Stella se despertó a la mañana siguiente sin saber dónde se encontraba ni qué hora era. Había perdido la medida del tiempo. Sin duda, un nuevo día penetraba entre las cortinas, pero ¿qué día? Su reloj daba la hora, pero también el instinto. Tuvo que buscar al tacto, como si estuviera buscando su propio ser, el día de la semana, el mes del año, el año. De espaldas a la ventana, intentó descifrar algo en las figuras de luz amarilla que traspasaban las cortinas. La víspera no había pasado el cartero; ni rastro del periódico; de nuevo se había acumulado polvo en los botones de la radio. Inició con los dedos una cuenta regresiva hasta llegar hasta el último día del que tenía constancia segura, el de su partida de Londres, y luego se detuvo en seco: recordó otra mañana en que había despertado ante la cara de Robert. ¿Aquellos sueños profundos eran períodos en los que se sumía en estado de trance? ¿Momentos en que su espíritu cambiaba de estación? ¿Eran, en cada ocasión, epifanías de un cambio profundo? Habría que verlo. Se levantó y descorrió las cortinas: aquella mañana no había cisnes en el río.

Era un día típico de octubre, con su extraña atmósfera en la que todo parece descorazonadoramente inconexo. A las once en punto, Stella tenía cita con el administrador, así que, después de desayunar, cruzó la explanada de grava, franqueó la cancela y descendió la pendiente escarpada y frondosa que conducía al río. La escarcha había dejado la hierba crujiente y rígida. Stella se detuvo a la orilla del agua, con las manos en los bolsillos, el cuello del abrigo vuelto hacia arriba, desconcertada y mirando la corriente; luego dio media vuelta y echó a andar valle abajo. Sí, a octubre le quedaban todavía algunos días: el otoño había parecido larguísimo; era como si la estación se demorara para que ella tuviera tiempo de decidir. Ya en el valle, percibió que había algo implacable en el sendero estrecho por el que tantos habían andado sin desviarse. Cuando Stella se detuvo entre las hayas traspasadas por el sol, fue como si la respuesta apareciese sola y ya no tuviera importancia. Sobrevino uno de esos momentos de paz en los que uno ve el mundo con independencia de lo que uno mismo pueda ser o pensar. Pero no era posible abstraerse en aquel paisaje: al mirar los dorados abanicos de hojas traspasadas por el sol, empezó a sentir que era ella quien los veía. Aun así, era la mañana de un día único: el mismísimo día en que —¿por qué no?— quizá algo interviniera para salvarla. Estaba al pie de la saliente más pronunciada del bosque de Mount Morris, en el punto donde, inclinado sobre las rocas, más se acercaba al río. Una enérgica fortaleza podía presentirse en los troncos que se aferraban a la pendiente y en la amplitud de sus ramas; y entre el follaje solapado, encendido, en sombras, disperso y entrecruzado, corría un resplandor que quitaba el aliento, para caer sobre los laureles del sotobosque. En medio del silencio podía imaginarse a los muertos que regresaban de todas las guerras; y al volver la mirada de la ramas de un árbol a otro, de un rayo de sol a otro, se tenía la sensación expectante de estar en consonancia con una inconclusa sinfonía de amor.

La idea de que aquello parecía eterno era asombrosamente vívida, hasta que una hoja cayó lentamente, girando en sus pupilas como si Stella hubiera sido la responsable de llevar consigo el tiempo al bosque.

No puede haber un momento en que no ocurra nada. Oyó o imaginó que la llamaban desde la casa, y dio la vuelta para regresar. Más arriba vio después a Donovan, de pie en el muro de piedra que rodeaba la mansión, haciendo gestos, gritando sin ser oído a la distancia. Ella le hizo gestos de que no lo oía, al tiempo que notaba cómo latía su corazón al apretar el paso. Él se afirmó en el muro antes de formar un megáfono con las manos. Las vocales bajaron por el valle: la mayor de las hijas de Donovan subió y se quedó de pie junto a su padre.

—¡… Egipto!

—Espere, no…

—¡Montgomery lo ha conseguido!

—¿Montgomery?

—¡Una victoria apabullante![11]

El sol, en lo alto del tejado, deslumbraba a Stella mientras subía por la pendiente, pisoteando matas de hierba, deteniéndose para hacerse sombra en los ojos:

—¿Una victoria en un día?

—La guerra está dando un giro.

—¿Cómo se ha enterado?

—Lo está diciendo todo el mundo. Venga conmigo, señora.

Donovan le tendió la mano; el saludo se convirtió en un apretón, y luego tiró hacia arriba de ella. La subió al muro para enfocarla mejor con sus impacientes ojos proféticos.

—Daría lo que fuera —dijo— por tener un sombrero que quitarme: es un día importante.

—Es un hermoso día de todos modos, y no importa lo que haya pasado —dijo Hannah, con calma, hablando por primera vez.

Sobre Donovan se derramó la soledad del hombre que se encuentra entre mujeres.

—Al señor Morris le habría gustado vivir para ver este día —dijo. Donovan estaba condenado a ver aquel día solo: no importa lo que sean o en qué se conviertan los muertos, se han ido y ya no están. Firme entre Stella y Hannah, Donovan ofrecía un perfil pétreo mientras escudriñaba la distancia con los ojos, viendo el apocalipsis de una violenta batalla egipcia en el fondo del valle. Sus labios se movieron en silencio hasta que exclamó en voz alta—: Tenemos a un general muy joven. ¿No os dije que sería rápido? ¿No se los ha ventilado de un plumazo?

Allí en el murete de piedra Stella empezó a sentir vértigo.

—Pero ¿así, de golpe? —preguntó.

Donovan se volvió a decirle:

—Ha acabado con ellos.

Hasta entonces Hannah había permanecido con la frente en alto, imitando con docilidad a su padre. Después de sus últimas palabras pareció escrutar el paisaje y la mañana, pero con la intención de encontrar alguna similitud entre la deslumbrante paz del escenario y la suya. Tras dar por terminada su ofrenda a la victoria, la muchacha descendió en silencio del muro y echó a caminar hacia la casa. Quizá, reacia a cambiar el sol por las estancias sombrías y frías de Mount Morris, o esperando que su padre la llamara para declarar que, por el motivo que fuera, aquel día sería festivo, volvió la vista una vez: su cara al sol era una luna con raya al medio. Hannah era hermosa: un año mayor que su hermana Mary, pero en cierto sentido parecía más joven. Aquella era la primera vez que Stella la veía a la luz del día: la muchacha solía quedarse en el sótano cocinando, o salía a llamar a las aves del corral en voz baja y cautelosa, muy tímidamente, si había visita en la casa. Ahora parecía asombrada de encontrarse a cielo abierto delante de la mansión: era flor de un solo día. Aniñada durante dieciséis años, poseía la gravedad de su raza; y el haberse mantenido apartada de los acontecimientos añadía algo a su belleza; sus ojos, del azul de las montañas, habían heredado el color del sufrimiento, pero no la historia. Como no tenía ninguna idea propia, no tenía ninguna idea en absoluto; era una joven que no encontraría ningún obstáculo e iría directamente al Cielo. Sus manos ásperas colgaban abatidas y entrelazadas sobre el delantal.

Stella, que también volvía a la casa, se tranquilizó bajo la mirada de Hannah. Sonrió a la muchacha, pero no había nada que decir —sobre todo, en aquel momento, no había nada que decir—. En el futuro, cada vez que recordara aquel espejismo de Mount Morris en plena victoria, vería a Hannah allí, de pie, al sol, indiferente como un palo.