Capítulo 4

Roderick había clasificado correctamente a Harrison: era el hombre que estaba en el funeral del primo Francis Morris. En aquella ocasión, hacía cuatro meses, era cuando lo había conocido Stella. Ningún miembro de la pequeña familia tenía ni idea de quién era ni de cómo había llegado allí: se suponía que el funeral iba a ser algo íntimo. Vestido con un traje oscuro, el intruso se había sentado en un banco para él solo, casi al final de la iglesia, un poco apartado de la última fila de parientes. Después, cuando el cortejo se fue alejando de la fosa, salió del cementerio y enfiló la calle del pueblo; algunos lo vieron venir detrás de los asistentes al funeral. La primera vez que Stella lo vio, al volver la cabeza, aquel hombre iba dando zancadas sobre las tumbas como una grulla. De camino al hotel, donde se ofrecería un buffet en un salón privado, surgió la idea de que aquel hombre debía de haber confundido el funeral de Francis Morris con el de otra persona; todo se discutió en voz baja y entre susurros. La idea de que cumplía un deber piadoso por equivocación resultaba un poco embarazosa: nadie quiso dirigirle la palabra.

En general, Stella agradeció la distracción que causó la presencia de Harrison. Para ella no había sido un día fácil; además del viaje en tren hasta la antigua aldea convertida en una nueva ciudad dormitorio, había tenido que enfrentarse a sus antiguos parientes políticos. No había visto a ninguno de ellos, y ellos tampoco la habían visto a ella, desde el desastroso final de su breve matrimonio; tenían motivos de sobra para no sentir mucho cariño por ella, y, a lo largo de todo el día, casi todos dieron muestras que lo confirmaron.

Había estado a punto de no ir al funeral. Si hubiera sido por ella, el adiós que le había dado al primo Francis en las escaleras de su casa de Irlanda, al final de su luna de miel, habría podido ser perfectamente el último. La noticia de su muerte apenas si logró agitar unos cuantos recuerdos no muy gratos: melancolía, más que recuerdo culpable, era lo que había sentido por el marido muerto desde hacía mucho tiempo. La verdadera muerte lo devolvió a la vida: Stella recordó su amable y alegre sonrisa, su desgreñado bigote entrecano y aquellos ojos grises vidriosos agitándose en sus cuencas. Sus gestos, el tono de su voz adquirieron una renovada definición por el hecho de que ya no los volvería a hacer, ni los oiría nadie. Stella había perdido totalmente el contacto con él cuando aún estaba vivo: ni siquiera sabía que estaba en Inglaterra hasta que supo que había muerto repentinamente en el país.

Había ido al funeral porque la carta del abogado, que le notificaba los procedimientos administrativos que se habían llevado a cabo, insinuaba en el último párrafo que ella debería estar presente, junto con su hijo. Tal como estaban las cosas, le había sorprendido la invitación. Pero también había ido porque recordaba al primo Francis como un asistente implacable y sincero a funerales, igual que todos los irlandeses: durante la estancia de los recién casados en su casa, lo habían visto salir tres veces de casa, con chistera, enlutado como un cuervo de arriba abajo, para recorrer millas y millas con el fin de asistir a algún sepelio. Ahora Stella se sentía conmovida y dolida por la extraña injusticia, no de su muerte, sino de que muriera donde lo había hecho. Debido a la guerra, la repatriación de sus restos a Irlanda era imposible e impensable: de morir en su país, habría tenido un cortejo fúnebre de kilómetro y medio de largo, pues era un respetado terrateniente. En realidad, la muerte lo había sorprendido en un lugar donde no tenía conocidos: además tenía pocos parientes que vivieran en Inglaterra. Después del ataque, y de que muriera en cuestión de minutos, se había telefoneado a sus abogados —o, mejor dicho, a los representantes londinenses de sus abogados de Dublín— para que se encargaran de los preparativos de lo que debería haber sido el acontecimiento social más importante del primo Francis, y que resultó escaso y lúgubre. Nadie quiso ser el deudo más cercano y principal; nadie sobresalía del vago nivel de primo; una incómoda falta de liderazgo se hizo sentir entre los presentes. No solo faltaba la cabeza sino el corazón del duelo. Todos se dejaron guiar por el abogado.

Difícilmente el ataque cardíaco mortal del primo Francis en Wistaria Lodge habría podido ser más engorroso: hubo que silenciarlo todo. Podría haber puesto en peligro el equilibrio de los seis pacientes mentales del doctor Tringsby y señora, entre quienes se contaba Nettie Morris, la esposa del muerto. Todo aquel desagradable incidente había confirmado los prejuicios de los Tringsby en cuanto a las visitas: con ayuda de la guerra, durante unos años habían conseguido mantener a raya al primo Francis. Creían que su presencia resultaría perturbadora, ¡y cuánta razón llevaban! Por fortuna, el asunto había podido despacharse rápidamente tras inducir a los queridos pacientes a permanecer en sus habitaciones: a uno que logró escapar se le alejó del salón diciéndole que alguien había ido al cielo. La prima Nettie, ocupada con sus labores y manualidades, no esperaba nada, de nada se enteró y nada se le dijo. No solo había olvidado la visita del primo Francis, sino que pasaba por uno de sus felices períodos en que ni siquiera era consciente de tener marido.

La prima Nettie se encontraba muy a gusto donde estaba. El cielo había intercedido en su favor, porque no habría podido mirar la cara de su marido sin sentir pavor de que aquel hombre hubiera venido a llevársela. Lo cual habría vuelto a desencadenar su intenso terror a cruzar el mar. Después de vivir tantos años tranquilamente en Wistaria Lodge, los Tringsby aseguraban que la mujer estaba mucho más centrada. Tal vez nunca hubiese sido tan feliz como entonces; los queridos amigos de Nettie daban por seguro que una visita del primo Francis echaría por tierra sus esfuerzos. El empeño del anciano en ir allí era incluso más inexplicable —si se pensaba bien— que su colapso: la autopsia había revelado las causas de este último, mientras que no había razón ninguna que justificara la dichosa visita. Hasta un mes o dos atrás, el primo Francis había sido el marido ideal de la paciente: ausente, inactivo y puntual en sus pagos (a través de sus abogados). En opinión de los Tringsby, ninguna visita salía bien: a la del primo Francis muy poco le faltó para provocar un desastre total en Wistaria Lodge. Por suerte, la muerte le sobrevino en el salón, antes de que pusiese un pie en las escaleras que conducían a la habitación de la pobre Nettie.

El taxi que el primo Francis había reservado para volver a la estación llegó detrás de la ambulancia que venía a buscar su cuerpo: a ambos los recibió la música de los gramófonos que salía por las ventanas de las habitaciones de los pacientes. Aquel mes, la planta[1] que daba nombre a la casa florecía en oleadas de color malva sobre la fachada de estuco crema. El sol vespertino acariciaba las cortinas azules en las ventanas del salón. Al doctor Tringsby, que por entonces tenía dificultades en concertar excursiones motorizadas para sus pacientes, le molestó que se desperdiciara un taxi. Cuando por fin se llevaron al primo Francis, los Tringsby se sentaron y se miraron el uno al otro; esa mirada señaló el comienzo de un estado de ánimo en el que no vieron razón para hacer nada más al respecto. Ya habían telefoneado al abogado, con quien siempre habían estado en contacto, porque era quien se ocupaba de los asuntos económicos relativos a la prima Nettie, y quien pagaba la cuenta con la misma meticulosidad con la que la examinaba. El hombre tenía a los Tringsby en alta estima y ellos a él. Sin duda entendería la posición del matrimonio, a saber, que bajo ninguna circunstancia cabía esperar que el funeral pudiera organizarse «desde» Wistaria Lodge. Al día siguiente, la señora Tringsby se animó y en un arranque de emoción decidió encargar por teléfono una hermosa corona funeraria al florista; la prima Nettie debía enviarla sin que se le permitiera verla. La señora Tringsby escribió en la tarjeta:

De su amada esposa

Hasta que apunte el día y se disipen las sombras.[2]

Fue ella quien sugirió que el Station Hotel organizara un ligero almuerzo tras el funeral.

Inesperadamente —y, en opinión de todos, muy apropiadamente— la señora Tringsby asistió al funeral: más aún, llevó consigo a sus dos pacientes más tranquilos, para engrosar las magras filas de los deudos. A los pacientes solo se les dijo que era el funeral de un caballero que había muerto: lo pasaron muy bien en silencio y no hicieron preguntas.

La visita del primo Francis a Wistaria Lodge había sido una cuestión de honor, no mera obstinación. El auténtico propósito del viaje a Inglaterra era ofrecer a este país sus servicios en la guerra: la neutralidad de Irlanda había sido un golpe durísimo para él, pero nunca se había quedado sentado por ningún golpe. Unido indisolublemente a Mount Norris tanto por la pasión como por el deber, había esperado dos años y medio a que Irlanda revocara su decisión: la esperanza de una invasión alemana lo había sostenido durante algún tiempo —incluso había excavado trampas para tanques en los caminos de Mount Morris— pero, cuando esas esperanzas se desvanecieron, decidió actuar. Al parecer, había esperado demasiado, pues, para entonces, las medidas que regulaban el viaje de un ciudadano irlandés a Inglaterra se habían vuelto extraordinariamente estrictas. Tras intentarlo todo, y por todos los medios, cada vez más frenético, el primo Francis descubrió que solo obtendría un permiso de salida por «motivos familiares»: una visita a su mujer enferma. Se esforzó por ignorar que aquella visita era completamente inútil y por obviar sobre todo el rechazo que le inspiraba. Aunque le fastidiaba el tono epistolar de los Tringsby, no habría podido estar más de acuerdo en que Nettie se encontraba mejor sola. Pero como a lo largo de sus sesenta y cinco años de vida nunca había obtenido nada con engaños, a su entender no podía dejar de ir a Wistaria Lodge. El honor de un caballero irlandés es un amo duro: decidió superar el mal trago lo antes posible, quitarse de encima a Nettie y luego aprovechar el tiempo por su cuenta. Y así, tras pasar un día en su hotel de Londres —escribiendo a gente influyente a la que creía conocer y a gente conocida a la que creía influyente—, por la mañana siguiente cogió un tren en dirección a los condados que circundan Londres. En esas circunstancias, pasar unas horas fuera de la ciudad permitiría que las cartas maduraran. Desde luego, sería una lástima que alguien telefoneara: dejó instrucciones en el hotel para que, si se diera el caso, informaran al comunicante de que estaría de vuelta alrededor de las ocho.

Los destinatarios de las cartas se enteraron por el Times de que se habían ahorrado la vergüenza de responderlas. Como en la noticia se utilizaba la palabra «repentinamente» y se había suprimido el lugar de la muerte, algunas personas llegaron a pensar que el primo Francis había muerto en un bombardeo. En un mes en el que la ofensiva enemiga era poco severa, el pobre hombre, que hacía poco había abandonado la seguridad de su territorio, parecía haber tenido muy mala suerte. Dadas las circunstancias, por lo demás, la muerte de un desconocido terrateniente irlandés no inspiró grandes lamentos y conmiseraciones. Se recordó, con un suspiro final de alivio, que la viuda no estaba en condiciones de recibir cartas. Más digna aún de agradecimiento fue la indicación de que el funeral se celebraría en la estricta intimidad.

Stella se contaba entre los pocos a quienes se notificó la hora y el lugar. La carta del abogado, reenviada desde su dirección previa a la guerra, le llegó la víspera del día indicado, así que ni siquiera intentó avisar a Roderick. No veía cómo, con tan poca antelación, conseguiría un permiso para ir al funeral de un primo lejano. Ya bastante difícil le resultó a ella. Aun así, pensó cuando ya estaba en el tren y a mitad de camino, debería haberle comunicado que el primo Francis había muerto: el primo Francis no era nadie para Roderick, pero al menos era un nombre, y su hijo daba importancia a los nombres, aunque lo único que lo vinculaba con el primo Francis era el hecho de haber sido concebido bajo su techo. A decir verdad y para ser sincera en aquel asunto, Stella no quería que Roderick la acompañara en esa ocasión; no quería que su hijo viera cómo la rechazaban, tal vez incluso como la desairaban, ni que lo miraran a él de arriba abajo, como un huérfano de padre criado por una mala madre. El mundo en el que una aún pudiera ser considerada una déclassée le traía en términos generales sin cuidado, pero no del todo.

Sola podía mantener la calma y conservar la máscara. Cuando el tren redujo la velocidad cerca de la estación, se miró apresuradamente en el espejo de mano, ensayando una expresión de digna impenetrabilidad —e incluso, por si era necesaria, de desafío—. De alguna manera, el traje negro que llevaba puesto —aun siendo severo y mate— no parecía por completo de luto. Resultó que ningún otro deudo había viajado en el mismo tren que ella: los demás debían de haber calculado el margen necesario para llegar con tiempo. Se equivocó al coger el camino entre la estación y la iglesia, entró en el último momento en el templo y, mientras avanzaba por el pasillo haciendo traquetear los tacones de aguja, sintió que un rubor traicionero le encendía las mejillas. Varias cabezas se giraron y se mantuvieron giradas. Stella llevaba un ramo de tulipanes y lilas blancas, pero le dio vergüenza dejarlas sobre el ataúd, a la vista de todo el mundo, adornado hasta ese momento solo con la corona de Nettie.

Convertida en una criminal porque se sabía lo que había hecho, Stella no pudo dejar de ver en Harrison a un esquivo compañero delincuente, precisamente por lo contrario, porque no sabían nada de él. Había acertado, pensó, al mantener a Roderick alejado de aquello.

Solo cuando supo lo que ponía en el testamento se dio cuenta de que —todo lo contrario— había cometido un grave error. Era Roderick, precisamente, quien debería haber encabezado el desconcertado cortejo; era Roderick quien debería haber estado de pie frente a la boca abierta de la fosa solitaria, acercándose tanto como fuese posible al hombre sin descendencia que, al nombrarlo heredero, lo había considerado como hijo propio. El primo Francis dejó Mount Morris y sus tierras a Roderick «con la esperanza —según había escrito— de que quiera a su manera continuar la vieja tradición». El capital que no se había destinado a un fideicomiso para mantener a su viuda mientras viviera pasó directamente a manos de Roderick; el resto se le entregaría más tarde. No era mucho.

Y, naturalmente, solo cuando llegaron al hotel se la llevaron aparte para decírselo. Hasta entonces, en su indefinido papel de anfitrión, el abogado había estado recorriendo la fila de deudos de arriba abajo como un perro pastor, improvisando un comentario susurrado al oído de cada uno. En determinado momento alguien dijo que la reunión tendría que durar más de lo previsto; los cortes cada vez más restrictivos del servicio de ferrocarriles dictaminaban que nadie pudiera salir del pueblo, ni hacia el norte ni hacia el sur, durante casi las dos horas siguientes. Así pues, fue necesario consolar a los afligidos visitantes, y persuadirlos al menos de que se tomaran su tiempo en el buffet de almuerzo. Francamente, en el pueblo no había mucho que ver ni admirar, salvo la iglesia, de la cual, para entonces, ya estaban bastante hartos. Al menos, eso dijo el abogado; la señora Tringsby, por su parte, más orgullosa de la localidad, señalaba los hitos monumentales que iban jalonando la calle.

Para entonces la calle principal estaba vacía: aquel día no ocurriría nada más. Antes del mediodía las amas de casa habían acudido a las tiendas en tropel, para despojarlas de artículos en una medida tal que cabía preguntarse por qué seguían abiertas. Algunas escamas seguían pegadas al mostrador de mármol de la pescadería; en las baldas de la pastelería se exponía una gran variedad de interesantes dulces; la frutería llenaba el vacío crónico con abanicos de plátanos de cartón y un letrero de aquellos que decía «Cultive su huerto para la victoria»;[3] los ciudadanos que no cumplían con su obligación de cultivar por su cuenta eran quienes vaciaban los cajones de la verdulería. La carnicería ofrecía cortes desconocidos de carne violácea, con la seguridad de que nadie iba a comprarlos; lo único que había en la lechería era una vaca de porcelana; el tendero, con un coraje carente de valor, conservaba intactas sus existencias de cajas y latas vacías. En el escaparate del confitero había cajas vacías de bombones adornadas con cintas desvaídas entre migas rancias de galletas de mantequilla de antes de la guerra. Los quioscos sin periódicos anunciaban en furiosa tiza roja que tampoco tenían cerillas. Pegado dentro de una cabina telefónica, un aviso oficial pedía que se telefoneara menos.

El sol no brillaba; y, como ocurre a menudo en mayo, había algo incómodo en el cielo amenazador y en la nubosa oscuridad azul que se dibujaba el horizonte. En la acera, las hojas de los árboles desmochados lucían un verde poco natural. Los asistentes al funeral tenían la impresión de haber cambiado el cementerio, con sus lápidas erguidas y vitales, por una escena con menos futuro, menos orden y menos animación. Dando gracias al cielo por no vivir allí, los miembros de la enlutada comitiva miraban de reojo sus reflejos oscuros en los escaparates renegridos de las tiendas: en la quietud, se oyó un tren expreso que pasaba de largo estrepitosamente.

—Estamos llenos de soldados —dijo la señora Tringsby, dirigiendo al grupo por aquella calle sin tráfico—. Son siempre un atractivo; mi querida gente los adora. Pero supongo que ahora estarán todos almorzando.

Stella, que aún no sabía que era la madre del heredero, se alegró cuando le llegó el turno de hablar con el abogado. Agradeció la compañía; por pura casualidad no se había visto obligada a caminar sola: uno de los pacientes de los Tringsby se le había puesto al lado, pero subía y bajaba de la acera y no hablaba. Para no dejarse influir por la calle y los tonos sombríos del día y, más aún, por el recuerdo de la tumba —a la que, según le pareció, le habían dado la espalda de una manera demasiado apresurada y vergonzosa— se dio ánimos pensando en Robert. Cuando el abogado se inclinó a su lado y le dijo cuánto sentía que Roderick no hubiese podido acudir, ella le explicó por segunda vez que estaba en el ejército. El abogado aceptó la respuesta con una segunda reverencia de incredulidad y dijo que más tarde le gustaría hablar con ella en privado. De inmediato se mostró inquieta; como para tranquilizarla, él carraspeó y le preguntó si tenía idea de quién era el desconocido.

—En absoluto —dijo ella, tras girar la cabeza para verlo—. ¿Nadie lo sabe?

—Parece que no. Y no se corresponde con nadie de mi lista.

—Vaya… —dijo Stella con extrañeza—. ¿A qué cree usted que ha venido? A lo mejor vio el anuncio en el Times.

—Pero en el Times no especifiqué ni la hora ni el lugar donde tendría lugar el entierro; me ajusté a la opinión general de que debía ser algo estrictamente privado y muy íntimo.

—Pero…, por Dios… —protestó Stella—, ¿la opinión general de quién? ¡Cualquiera diría que el primo Francis ha muerto ahorcado! No creo que a él le hubiera gustado que se hicieran las cosas a escondidas. Y a mí me habría gustado ofrecerle una buena despedida.

—Todo esto ha sido muy duro para el doctor y la señora Tringsby.

—¡Más duro ha sido para el primo Francis!

El abogado, que había apretado los labios, los separó para farfullar:

—Pero, mi querida señora…

Luego se detuvo, observó detenidamente a Stella y empezó de nuevo:

—Entiendo sus sentimientos —dijo—. No soy insensible. Al mismo tiempo, para alguien en mi situación, y a falta de indicaciones expresas de algún pariente del señor Morris, me pareció que no debía perjudicar los intereses del doctor y la señora Tringsby. Encargarse de pacientes dementes, como hacen ellos, es una cuestión delicada. Me satisface decir que su trabajo en Wistaria Lodge ha sido intachable. Por consiguiente, no he escatimado esfuerzos para garantizar que su establecimiento no sufriera trastornos ni se viera afectado, desde luego, por cualquier tipo de publicidad negativa.

—Oh…

Abrumada por semejante explicación, Stella apartó la vista y miró al otro acompañante: el paciente de Tringsby, que no llevaba sombrero y que tenía algún parecido con el señor Dick.[4] Se le ocurrió algo:

—Por supuesto —sugirió—, puede que su desconocido sea otro de los pacientes de Wistaria Lodge.

—¿Cómo? —dijo el abogado—. Ah…

De inmediato fue a preguntarle a la señora Tringsby. Como no volvió para corregir su sugerencia, Stella siguió pensando que Harrison era un paciente de Tringsby, y seguía considerándolo como tal cuando, ya en el hotel, el hombre se le acercó con una taza de café en la mano. Hay ideas que, como los dientes de león en los prados, se arraigan con fuerza: uno puede arrancar el tallo pero la raíz perdura, vuelve a echar brotes y hasta puede que reviva por completo. La indiscutible impresión de rareza de Harrison databa de aquel día en el funeral; lo supo más adelante. Sus pausas al hablar, al parecer causadas por un tic interno; el exagerado sigilo de sus movimientos, como si quisiera ocultar a toda costa su presencia; su incapacidad para mirar con ambos ojos a la vez…, todos aquellos detalles continuarían nutriendo la idea de su aspecto raro a lo largo de los meses siguientes. Harrison había ido tras la comitiva como un tiburón sigue a un barco.

—Al principio —le decía de vez en cuando— di por hecho que eras un lunático; y todavía no estoy segura de haberme equivocado.

En cuanto la comitiva del sepelio llegó al hotel, el abogado apartó a Stella. A falta de un sitio donde hablar en privado, la llevó a un rincón situado bajo la escalera: allí, junto a los impermeables colgados, le comunicó el contenido del testamento del primo Francis, y puso en sus manos un sobre con una copia mecanografiada. Mirándolo con desconfianza, ella preguntó:

—Pero ¿no va a leerlo en voz alta delante de todos?

—Puedo hacerlo, si se me comunica un deseo expreso. Como usted y yo sabemos, este testamento no atañe a ninguno de los presentes. Es una pena, como usted dice, que su hijo no haya podido venir. Por otra parte, al ser menor de edad y usted su tutora, por ahora la herencia le concierne también a usted.

—Sí, claro, entiendo.

Nerviosa, sin saber qué pensar y preguntándose qué pensaría Roderick cuando se lo contara, Stella se reunió con el resto del grupo en una habitación privada donde se servía el buffet. Mientras miraba a los demás con otros ojos, sospechó que, si supieran lo que había en el testamento, también la mirarían con otros ojos a ella. Ninguna de aquellas caras llamaba en exceso la atención; el interior de la estancia, de paredes marrones, parecía encapotado, como el día en el exterior. Las ventanas tenían medias persianas de arpillera; a través de una de ellas, un castaño proyectaba su reflejo, balanceando sus hojas amarillentas, en el espejo deslucido que había al otro lado de la habitación. Ese espejo ancho y alto, reliquia de un salón de baile desaparecido, reflejaba también a los parientes del padre de Roderick, que iban sombríamente de un lado a otro del buffet. La señora Tringsby, molesta por la confusión acerca de Harrison —que no le parecía, le dijo al abogado, la clase de persona a la que ella hospedaría en su casa—, había sentado a sus dos queridos huéspedes (reales) juntos, en un banco, lo más lejos posible del intruso. Aunque ella iba de acá para allá entre el resto del grupo, cada poco aprovisionaba con sándwiches a sus pacientes, y se le oía decir que esperaba que lo estuvieran pasando bien.

En cuanto Stella entró en la habitación, Harrison se le acercó con una taza de café.

—Si prefiere —dijo—, veo que hay algo a lo que llaman oporto.

—Así está bien —contestó ella, aceptando el café y sonriendo con neutralidad.

—O siempre se puede ir a ver qué tienen en el bar de abajo.

—No, gracias; así está muy bien.

Stella intentó apartarse, pero el hombre la interceptó con una bandeja de sándwiches.

—No ha sido una gran despedida —dijo— para nuestro pobre amigo. ¡Menudo sitio para palmarla, para decirlo todo!

—¿Wistaria Lodge?

—Bueno, más bien quería decir…, en casa de un loquero. Si al menos se hubiese estado divirtiendo un poco…

Stella frunció el ceño, mordisqueó un sándwich y reconsideró, de momento al menos, su idea inicial. De manera que había vuelto al principio, o sea, a ninguna parte.

—Oh, ¿así que usted lo conocía? —preguntó.

—Pues claro —dijo Harrison, mirándola malhumorado pero en cierto sentido con aire conciliador—. ¿Por qué si no vendría uno a un espectáculo como este?

—La verdad, no lo sé.

—Probablemente no me sitúa.

—No creo haberlo hecho jamás. Hacía tanto que no veía al primo Francis que no tengo idea de quiénes eran sus conocidos.

—Francamente, yo tampoco —dijo al instante Harrison—. De este lado del canal, quiero decir. ¿No vive usted en Irlanda? Lo conocí allá. ¡Qué fantástica era la vieja casona que tenía! Apartado del mundo. ¡Y cómo lo recibían a uno, a cuerpo de rey! Sí, mi querido Frankie y yo celebramos fiestas estupendas. Se sorprendería si supiera las veces que oí su nombre allí. ¿Me equivoco si supongo que usted es la señora Rodney?

—No se equivoca, así es —respondió, sin ningún agrado. Echó una mirada alrededor en busca de una salida. Y añadió resignada—: ¿Es usted de Irlanda?

—Alguna vez voy por allí.

—¿De pesca?

—Ay, no, no tengo tiempo.

Sí, pensó Stella, eso habría jurado. Esbozó entonces una segunda idea —que también, a su manera, echaría raíces—: la idea de que Harrison era viajante de comercio, pero con aspecto de caballero. Se lo imaginaba yendo por la carretera en un coche pequeño y subiendo las escaleras de una casa de campo, para asegurarle al dueño que aquella era una casona fantástica. El primo Francis siempre había visto con buenos ojos los nuevos inventos, aunque al final mostraba cierta reticencia a utilizarlos efectivamente. En lo relativo a la calefacción, la luz eléctrica y la fontanería, le parecía bien conservar Mount Morris casi en su estado original; y trabajaba la granja y la tierra con pocos utensilios y maquinarias que no se conocieran en época de su abuelo. No obstante, los sistemas, equipos, aparatos y mecanismos de todo tipo que pudieran ahorrar trabajo en las labores campesinas le fascinaban; solicitaba folletos que explicaban detalladamente todos los aparatos que veía anunciados. El primo Morris había coqueteado con la idea de instalar aire acondicionado, un intercomunicador, un lavavajillas eléctrico y un techo a prueba de incendios, con el consiguiente peligro de romper una promesa. A cualquier vendedor le resultaba tan fácil despertar su interés como imposible convencerlo. Podía ser catalogado como el rey de la pérdida de tiempo.

—Sí, tenía allí una fantástica casona, ya lo creo… —dijo Harrison, con una aparente clarividencia que la sobresaltó—. Y ahora, si mal no recuerdo, pasará a manos de su hijo.

—Sí, eso creo —respondió Stella, demasiado molesta con sus modales como para sorprenderse de su saber; luego echó otra mirada en torno a la habitación. Se dijo que era muy propio de su persona haber atraído a aquel individuo: desde cualquier punto de vista, era la gota que rebosaba el vaso. Durante unos instantes captó la atenta mirada del solícito coronel Pole, y ambos quedaron mirándose. Mientras tanto, por primera vez, en presencia de Stella, soltó una de sus carcajadas.

—¿Le intriga un poco —preguntó— que la haya conocido? Como casi nunca se hacen presentaciones en estos sitios, solo he tenido que sumar dos y dos… Por cierto, me llamo Harrison. Bueno, en realidad…, ningún otro de los presentes podría ser usted. Y es que he oído a menudo, como suele decirse, un elogio de sus virtudes.

Stella estaba meditando algo y no le prestaba atención.

—De haber sabido que el primo Morris se acordaba de mí, que aún me tenía cariño, ¡que le gustaba hablar de mí…!, podría haber ido a verlo en más ocasiones, o haberle enviado a Roderick, si era eso lo que quería.

—Sí —asintió Harrison con cierta suficiencia—, es una pena, la verdad. A veces uno se da cuenta de las cosas demasiado tarde.

A Stella se le llenaron los ojos de lágrimas; desde ese momento, lo odió.

Él continuó:

—El otro día, cuando vi al viejo Frankie en Londres…

—¿Usted lo vio? ¿Esta última vez que ha venido?

—Ajá. ¿Por qué no iba a verlo?

—¿Se encontraron por casualidad?

—Nada de eso, teníamos una cita. Fue entonces cuando me dijo que debía venir a este pueblo para visitar a su pobre mujer. Quedamos en que lo llamaría al día siguiente por la mañana, cuando estuviera de vuelta en Londres. Cuando llamé, me encontré el pastel. Acababan de avisar al hotel: Frankie había estirado la pata. Y, para colmo, sus abogados se habían hecho cargo de todo, y por orden de los letrados se había clausurado su habitación; un fastidio, porque Frankie tenía unas cosas mías. Obviamente, fui hasta el hotel, pero no pude hacer nada. Así que pensé, bueno, ahora lo único que puedo hacer es acompañar al pobre durante el final de la función. Después, claro, surgió la pregunta: ¿dónde demonios lo enterrarán? Abreviando, sumé dos y dos. Y como sabía que la cosa está saturada en los cementerios de Londres, y que hoy cualquiera lo pensaría dos veces antes de mandar un cadáver a Irlanda, se me ocurrió que podía ser aquí, y acerté. La verdad sea dicha, antes me tomé la molestia de confirmarlo.

—Desde luego se tomó muchas molestias.

—Sí, claro, ¿y por qué no? —dijo—. Era un viejo amigo.

Stella estaba empezando a preguntarse por qué toda aquella historia —en cierto sentido— ni le chocaba ni la convencía, cuando se acercó el coronel Pole con un vaso de oporto. El coronel Pole, que había captado la mirada de socorro de Stella, llevaba un rato deseando salvar el abismo que la separaba del resto del grupo; aprovechó que su mujer, Maud, había trabado conversación con la señora Tringsby para conseguir su propósito. Con un cortés y decidido movimiento del hombro abrió un espacio entre Stella y Harrison, que se apartó de inmediato. El coronel Pole le dijo que tal vez no se acordara de él.

—¡Claro que me acuerdo! —dijo Stella—. ¿Sigue criando esos hermosos cachorritos samoyedos?

—De momento, Hitler ha puesto fin a ese asunto. ¿Le apetece un poco de oporto?… Me temo que tiene usted razón. —El coronel Pole hizo un gesto de lástima con la cabeza—. Frankie —dijo— nos habría tratado mucho mejor. Poniendo todo en la balanza, no me parece que este abogado haya hecho todo lo necesario. Por otra parte, me da la impresión de que se preocupa demasiado. Está una pizca obsesionado con los Tringsby: parece que hubiera invertido su dinero en Wistaria Lodge. Y no parece muy seguro respecto a quién debería estar presente y quién no; por ejemplo, su hijo no ha venido, ¿verdad?

—No. No pudo…, no pudo conseguir el permiso a tiempo.

—Ha sido muy amable por su parte haber venido sola. —El coronel Pole, mirando con cautela a Harrison, añadió—: ¿O ese señor es amigo suyo?

—No.

—Ya me parecía —exclamó, y con un tono más que cordial, puesto que Maud había apostado por lo contrario—. No me sorprendería si me dijera usted que no tiene idea de quién es ese hombre…, quiero decir, que no sabe más de lo que sabemos el resto.

—Dice que se llama Harrison.

—No es mucho decir.

Stella estaba de acuerdo. El coronel Pole continuó:

—¿No la habrá estado importunando?

—No exactamente.

—¿Por casualidad le ha dicho qué hace aquí?

—Conoció al primo Francis en Irlanda.

—¿Irlanda? Tal vez las cosas ya no sean lo que eran en ese desdichado país, pero ¡no me hará creer usted que ese hombre es irlandés! Me gustaría saber qué hacía por allí.

—Creo que no lo me lo ha dicho.

—Algún embrollo maloliente, no me extrañaría.

—Parece ser que el primo Francis lo conocía muy bien.

—Típico de Frankie —dijo el coronel Pole—, no darse cuenta de un embrollo con mala pinta aunque lo tuviera delante. En realidad, se tragaba cualquier cuento; era más inocente que un recién nacido. Y además, tenía la memoria como un colador. Seguramente se había olvidado por completo de este sujeto.

—No creo —negó Stella con amabilidad—. Se citaron el otro día para verse en Londres.

—¿Cómo? ¿Esta última vez? —dijo el coronel Pole, palideciendo.

—Eso es lo que me ha dicho Harrison. El día anterior a que el primo Francis viniera aquí.

—Pero ¡es que no me lo puedo creer! ¿Se había citado con él? ¿Para verse en Londres? ¡Vaya!, nadie sabía que Frankie estaba en el país. ¿Usted se había enterado? Me lo imaginaba. Maud y yo tampoco. Y, según he podido comprobar esta mañana, el resto de los presentes también estaban a verlas venir, como nosotros. Si le digo la verdad, eso fue lo que más me dolió, que Frankie viniera a Inglaterra ¡y no me avisara! Él y yo, no sé si sabrá…, no, claro, ¿por qué iba a saberlo?…, él y yo crecimos juntos; de chicos éramos como hermanos. La sangre tira, digan lo que digan. A mis años uno le da importancia a los recuerdos. —El coronel Pole, que ya tenía cara de tristeza, hizo una pausa, frunció el ceño y bajó aún más la voz—. Últimamente, un par de cosas me han hecho preguntarme si el largo y penoso asunto de la pobre Nettie no habría desequilibrado también a Frankie en cierta manera. Después, para colmo, todo ese desastre de Irlanda; cuando yo era joven no había país más valiente. Aunque de nada sirve pensar en los viejos tiempos. ¡Mire que darles las riendas a un banda de rebeldes![5] Pero ahí, una vez más, estaba Frankie, terco como una mula. Hay que tener en cuenta que allá tenía sus raíces: se puso más irascible que…, bueno, ¡ya no tengo por qué callarme! Por ejemplo, la navidad pasada, al escribirle mi carta anual, no pude evitar meter pulla. A lo mejor hice mal, pero le escribí: «Estarás orgulloso, estos días, de tu adorado país». Y él, no me va a creer, me envió una carta furibunda a vuelta de correo que me dejó perplejo: que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá, en un tonillo bastante nacionalista. Hasta Maud dijo: «Caramba, Frankie está perdiendo su sentido del humor». Debo decir que, por más que estuve de acuerdo con Maud, entonces no le di importancia. Solo que ahora…, quiero decir, desde entonces… ¿Usted cree que se ofendería? Él y yo discutíamos desde que éramos así de pequeñitos. Pero bueno, ahí está: después de todos estos años, viene a Inglaterra y no me dice ni una palabra. En fin… ¿Le apetece más café?

—No, muchas gracias.

—Lo que probablemente necesita usted, como yo, es un almuerzo decente. Una mañana como la de hoy le deja a uno abatido, le da que pensar. ¿A lo mejor yo estoy exagerando? No, no me va a convencer usted: eso no era propio de Frankie… Y otra cosa que me gustaría saber: ¿qué va a pasar con la casa?

Stella levantó la mirada.

—Se la ha dejado a mi hijo.

—¿Ah, sí? —El coronel Pole digirió la información lentamente—.Pues es una lástima —añadió—. Si Frankie tenía pensado eso, es una lástima que ese muchacho suyo no haya podido venir. —Una duda se reflejó en sus ojos azules; miró a la madre del heredero con sencilla preocupación—. Un elefante blanco. ¿Qué hará el muchacho con la casa?

—Dado que aún no lo sabe, no tengo ni idea.

—Eso es lo último que quiere alguien de su generación. Yo nunca fui tan feliz como en los viejos tiempos, allí; recuerdo la casa como si la estuviera viendo, cada palo y cada piedra. Pero hay que aceptarlo: es cosa del pasado. Para mí es mejor, sin duda, pensar que Mount Morris ha desaparecido. Al mismo tiempo —dijo el coronel Pole, levantando con gravedad la voz y enderezando los hombros—, le aconsejo al muchacho que se deshaga de la casa: que venda en el acto, antes de encariñarse con ella y quedar atrapado allí. A su edad, hay que moverse con los tiempos. Por toda aquella madera podrían darle un buen dinero. Lo que debería hacer de inmediato es quitar el techo, o van a meterle allí unas monjas antes de que cante un gallo. Dígaselo de mi parte.

—Lo haré. Pero él tiene que decidir por su cuenta.

—Bueno, ¡pobre Frankie! ¿Sabe una cosa? No tenía idea de que hubiera llegado a conocer a su hijo.

—No se conocieron. Y Roderick nunca ha estado en Mount Morris.

—Pues mejor, sin duda: así los sentimientos no lo enredarán todo.

—No, supongo que no —dijo ella con tristeza.

—Los sentimientos —apuntó el coronel Pole— son el demonio. Han causado más desastres en la vida de más hombres, si me permite hablar claramente, que la bebida o las mujeres. Sin embargo, el joven Robert…

—Roderick —corrigió ella sin ningún aspaviento.

—Disculpe: Roderick. Él y su generación no se enredarán con sentimientos. Lo único que quieren es viajar ligeros de equipaje. Al fin y al cabo, el futuro está en sus manos.

—En ese caso, ¿cómo pueden viajar ligeros de equipaje?

El coronel Pole pareció desconcertado.

—Bueno —dijo al final—, que se queden con el futuro: yo ya no estaré ahí para ver qué hacen con él. Bueno, entonces, usted sí que conoce Mount Morris, me imagino.

—Estuve una vez. Victor y yo pasamos allí nuestra luna de miel.

El coronel Pole no se atrevió a decidir si los ojos de Stella, con aquella turbia mirada desconfiada, eran de víctima o de femme fatale. No conocía toda aquella historia, ni quería conocerla. Lo que había oído era lo siguiente: que a los dos años de casarse, Stella Rodney le había pedido a su marido el divorcio. La única posibilidad era que ella estuviera con otro; aun así, Victor, el ofendido, quijotesco hasta el final, le había concedido el divorcio. Esa injusticia, coronada por el hecho de que le concedieron la custodia del niño, la había vuelto detestable a ojos de la familia de Victor, encabezada por la facción de Maud Pole. Todos tenían entendido que Victor adoraba a Stella, ¡y cómo se había equivocado el pobre! Victor había regresado a casa poco antes de la boda: había vuelto de la guerra de 1914 con mala salud y una herida que aún le causaba molestias; era un hombre que necesitaba reponerse y al que ella había abandonado. La ruindad de Stella lo había privado de esposa, hijo y hogar. Tres semanas después de pronunciarse la sentencia definitiva de divorcio, Victor había muerto en el lugar donde había encontrado asilo, en la casa de una amable mujer de cierta edad que ya lo había cuidado durante la guerra. La única satisfacción para Maud y la familia había sido que el desconocido por el que Stella había sacrificado la vida de Victor la despreció cuando estuvo libre; y así le había ido a ella más tarde…, viviendo con su hijo, según se decía, yendo de una casa a otra, por todas partes, con unos ingresos que Maud calculaba en novecientas libras al año. Aparte del rumor de que había tenido un coqueteo con cierto propietario, durante su estancia en una casa de alquiler, nada más se había sabido de ella, ni bueno ni malo. Y aunque aquello era ya una historia antigua, su aparición en el funeral la había sacado de nuevo a relucir, y ahora estaba muy presente en la mente de todos.

El coronel Pole, sin embargo, seguía pensando que acudir al funeral había sido muy noble por su parte. Y como, al menos de manera consciente, nunca se había encontrado ante una femme fatale, no tenía manera de saber si Stella lo era o no. También le resultaba imposible saber si lo que le impulsaba y le obligaba a hablarle con el corazón era la conmoción por la muerte de Frankie. Con seguridad, ella no era una descarada: al apartar la vista de sus ojos, el coronel distinguió el collar de perlas en una garganta que no daba indicios de estar sufriendo los descalabros de la vejez. Stella no solo era noble, sino sensible; aportaba gentileza a aquel entierro miserable y poco concurrido del pobre Frankie, lejos de su tierra natal. Era un escándalo que la hubieran dejado a merced de Harrison.

—Bueno, si puedo hacer algo por usted… —dijo al final.

—La verdad es que me muero por un cigarrillo.

Stella remató su mala fama, a la vista de los demás, al regresar a Londres en compañía de Harrison. Al parecer los Pole viajaban en la dirección opuesta, pues vivían en las Midlands. Pero al menos aquella larga conversación con el coronel Pole le había permitido recuperar un poco el ánimo; después, tres o cuatro miembros de la familia la habían saludado o le habían hablado brevemente. Pero, por desgracia, resultó que ninguno de los que le hablaron o saludaron pensaba coger el tren a Londres; solo los que se habían empecinado en no hacer ninguna de las dos cosas formaron, en la otra punta del andén, un grupo impenetrable de fríos conversadores. En cuanto a Harrison, había salido disparado del bar del hotel justo a tiempo para alcanzar a Stella a la entrada de la estación, y decirle:

—Bueno, bueno. Así que volvemos todos a casa… ¿Primera fumador? —preguntó, al acercarse el tren.

—Viajo en tercera —dijo ella.

—Venga, ¡creo que podemos hacer el gasto, aunque solo sea por Frankie!

Ya en el tren, Harrison le pagó la diferencia del billete de Stella —y la del suyo— con el aire de quien hace una buena inversión.

—No todos los días se encuentra uno con alguien a quien quería conocer —dijo, guardando alegremente en el bolsillo el cambio de una libra—. Tenía la esperanza de ver a su hijo; supongo que si él hubiese sabido lo que iba a ocurrir, se habría esforzado por venir. Me habría gustado conocerlo. Quizá eso podamos arreglarlo…

—Roderick casi nunca viene a Londres; está en el ejército.

—Seguro que se siente usted muy sola, ¿no? —dijo Harrison.

—No entiendo por qué quiere conocer usted a Roderick.

—En primer lugar, obviamente, es hijo suyo, ¿no?

Stella no veía razón para seguir la conversación por esos derroteros, así que encendió uno de los cigarrillos que el coronel Pole había tenido la amabilidad de transferir a su pitillera. La de Harrison —la había sacado un segundo tarde— volvió a cerrarse como las mandíbulas de un disgustado cocodrilo.

—Y además, y espero que no le parezca extraño, su hijo me parece lo único que queda del viejo Frankie.

—Ah —dijo ella, con mucha menos frialdad.

—Así lo veo yo. Al mismo tiempo, hay algo más. Ja, ja…, no quiero darle la lata. Pero tengo prisa por recuperar mis cosas. Como le dije, están guardadas bajo llave, con el resto de las de Frankie, en el hotel. Podría ser un asunto largo, por no decir delicado. Ya sabe cómo son los abogados: todo les importa un comino. Entiendo que su hijo es el legatario universal…

—Pero ¿no son los albaceas quienes tienen acceso a las pertenencias del primo Francis? Debería acudir a ellos, ¿no?

—Tiene razón. Y a ellos voy a acudir, desde luego. Pero hay otra cuestión incómoda…, no tengo manera de probar que esas cosas son mías. Si me presento sin más ni más para reclamarlas, puede resultarles un poco sospechoso; y no los culpo: a mí también me resultaría sospechoso. El viejo Frankie habría respondido por mí como si uno fuera un digno príncipe hindú, pero claro, si él estuviese con nosotros el inconveniente no existiría. Pero tal y como están las cosas…, ¿entiende mi situación? Si su hijo pudiera venir conmigo y explicar que me conoce…

—Pero Roderick no le conoce.

—Sí, pero para entonces me conocería. O si dijera que usted me conoce…

—Disculpe, pero eso no sería cierto.

—Ja, ja… Pero cada vez está siendo más cierto, ¿no?

Ella insinuó que no compartía esa idea en lo más mínimo al recostarse en el asiento con aire ausente, mirar de soslayo el paisaje que pasaba volando y poner demasiada distancia incluso para mostrar sorpresa. Mientras, él se inclinaba con vehemencia hacia delante: había conseguido dos asientos enfrentados en un rincón. Tras una pausa reparadora, Stella señaló:

—Ni siquiera tengo muy claro qué dejó usted en la habitación del señor Morris. ¿Productos de algún tipo? ¿Folletos? ¿Muestras gratuitas de algún tipo?

—Cielo santo, no…, solo un par de papeles.

Ella, que rara vez era tan descortés, dijo:

—Tal vez sean poesías.

Clavando en Stella su mirada, no del todo estrábica en ese momento, Harrison contestó con sinceridad:

—No, eso nunca ha sido lo mío. No, es simplemente algo que anoté, con el fin de entretener al viejo Frankie. Recordará que era un fiera para los números y los negocios.

—Pero si lo tiene aún en su cabeza, ¿por qué no lo anota de nuevo?

—Bueno, en parte era material mío, y en parte material que él me dio. Intercambiamos…, luego calculé la cuestión para demostrarle que dos más dos sumaban cuatro. Si quiere oír la historia entera, podemos empezar: pasó lo siguiente…

—No, no se moleste. Déjelo para los albaceas.

—En ese caso, volvemos al principio.

Al parecer, así era. Solo una cosa la animaba un poco: se acercaban a Londres. Las vallas se hacían más frecuentes; las cercas de los jardines se entrecruzaban; las ruinas se iban apilando junto a las vías. A medida que los suburbios proliferaban a ambos lados, Stella iba sintiéndose menos cohibida y más osada. Aunque no se encontraban solos, se había sentido apartada de los demás viajeros por el modo en que Harrison le bloqueaba el paso con una pierna estirada y, más aún, por la enérgica firmeza con la que se dirigía a ella. No era de esperar que a nadie le hubiera llamado la atención semejante conducta. Pero por fin, ya faltaba poco para llegar a King’s Cross.

—No, no entiendo cómo podría ayudarle. Lo único que puedo decir es que usted conocía al primo Francis, y, al fin y al cabo, eso lo puede decir usted mismo.

—Ah, desde luego —concordó Harrison—. Desde luego.

—Veo que le molesta.

—Podría ser peor.

—¿Perdón?

—Al menos me ha dado pie para hablar con usted.

Ella levantó la voz en un gélido medio tono para decir:

—Podría escribir a uno de los albaceas, a quien conozco un poco. Por otra parte, ¿no les podría mostrar usted la carta que le envió el señor Morris para concertar su cita en Londres?

—Es una buena idea.

Harrison la miró respetuosamente con los dos ojos.

En King’s Cross ella consiguió darle esquinazo por fin, o eso creyó. Harrison se adelantó para buscar un taxi y ella se abrió paso entre la multitud y entró en la boca del metro. No esperaba volver a cruzárselo: pensándolo bien, no veía motivo para inmiscuirse en sus relaciones con los albaceas. Harrison no sabía su dirección; el nombre de ella no figuraba en el listín telefónico de Londres. De ahí que, dos días más tarde, cuando él la telefoneó para decirle que esperaba que hubiese llegado bien a casa, ella no se sintiera tanto molesta como asombrada. Pero luego ambos sentimientos quedaron en segundo plano ante lo que, por aquel entonces, se había convertido en su preocupación principal: Roderick se había enfadado de verdad por que no le hubiera avisado del funeral. Stella no imaginaba que su hijo fuese a reaccionar con tal intensidad. Con la idea de solucionar aquel conflicto, pero también de entablar una charla de negocios, en su siguiente día libre subió a otro tren para ir a ver a Roderick cerca de donde estaba su campamento. Entretanto, le envió una copia del testamento del primo Francis; antes de verlo quería darle tiempo de digerir la información.

¿Lo habría asumido? La tarde acordada se encontraron cara a cara, mesa de por medio, en un salón de té: Roderick, frunciendo el ceño, desdobló el documento, que parecía bastante manoseado. Sus ojos recorrieron aquellas palabras hasta detenerse en un renglón:

—Mira, quisiera saber qué piensas sobre este punto. Después de decir que lega Mount Morris, las tierras, etcétera, etcétera, a su sobrino Roderick Vernon Rodney, a mí, el primo Francis dice: «… con la esperanza de que quiera a su manera continuar con la vieja tradición». ¿Por qué los abogados nunca ponen comas?

—Porque lo que escriben debería quedar muy claro con o sin ellas.

—Bueno, en este caso no queda claro. ¿Cuál de las dos cosas quiso decir el primo Francis?

—¿Qué dos cosas, cariño?

—¿Quiso decir, que yo «quiera a mi manera», o que «a mi manera continúe la vieja tradición»?

Sin comprender, Stella volvió a mirar el pelo rapado de la cabeza de Roderick, que se inclinaba hacia delante. Luego sugirió:

—A fin de cuentas, supongo que vendrá a ser más o menos lo mismo, ¿no?

—No me interesa qué vendrá a ser; quiero saber qué quiso decir.

—Ya. Pero primero tienes que decidir…

—¿Qué tengo que decidir? Lo ha decidido él. La casa es mía.

—Tenemos que pensar qué vas a hacer.

—Pero quiero saber qué quiso decir. ¿Significa que soy libre para hacer con la casa lo que me venga en gana, siempre y cuando continúe la tradición; o que, siempre y cuando haga las cosas como él las hizo, puedo entender «tradición» como me plazca?

—En el funeral había otro pariente tuyo, Roderick, un tal coronel Pole, que dijo que…

—Sí, sí, madre; ahora no importa el coronel Pole. Lo que tenemos que descifrar es qué quiso decir el primo Francis. Lo que dijera puede ser importante, y yo decidiré qué hacer dependiendo de lo que dijera.

—¡No hay que dejarse influenciar demasiado por un muerto! Después de todo, uno solo puede vivir como es capaz de vivir; al final uno siempre descubre que solo puede vivir de una manera, y eso a menudo significa defraudar a los muertos. Ellos no tenían idea de cómo serían las cosas para nosotros cuando vivían. Si vivieran, a lo mejor se hubieran decepcionado a sí mismos.

—¿Hay alguna razón para pensar que fue eso lo que le ocurrió al primo Francis?

—Mucha gente dice que parecía un hombre decepcionado.

—La tía Nettie perdió la cabeza; Irlanda se negó a entrar en guerra. Pero eso no es razón para decir que él se defraudó a sí mismo. En fin —concluyó Roderick, doblando el testamento y guardándoselo en el bolsillo—, no hablemos más del asunto. Lo tengo decidido.

—El coronel Pole me dijo que deberías pensarlo bien.

—Y lo he hecho.

—En su opinión no deberías comprometerte.

—Fred opina exactamente lo contrario.

—Quizá no puedas ir allí durante mucho tiempo. Está en Irlanda, tú eres británico, además…, estás en el ejército.

—Eso no puedo evitarlo. De todos modos, Mount Morris no va a escaparse.

—Pero, mientras tanto, el techo puede venirse abajo, o pueden caerse los árboles.

—No creo —dijo Roderick con toda tranquilidad.