Capítulo 8

Louie estuvo pendiente, por si Harrison aparecía en el parque, pero, tal y como temía, no volvió a verlo. Era obvio que, aquel único domingo, aquel hombre había estado allí solo por algún motivo en especial; se preguntó qué otros motivos tendría. De cuando en cuando volvió a pensar en su desalentadora despedida, que cualquier otra chica habría llamado una bofetada. «Hoy en día nunca se sabe», decía ella a quienquiera que la escuchase. «Hay que ser precavido. Nunca se sabe, por ejemplo, quién se te puede sentar al lado. En cuanto una se descuida, puede aparecer una persona curiosa. El otro día conocí a un hombre que era bastante curioso».

—¿Quieres decir «entrometido»? —le preguntó su amiga Connie, cuando se lo contó.

—No, no quiero decir eso. —Cuando alguien la malinterpretaba, el rostro de Louie se ponía como el de un animal acosado. Hablar, que era lo que tenía que hacer, era ofrecer las palabras con las que contaba; que la obligaran a buscar más palabras y mejores era tan incómodo como tener que rebuscar la calderilla en las profundidades de su bolso bajo la mirada amenazadora del cobrador, y encima, en el piso superior de un autobús en movimiento y a oscuras—. No, eso no. Solo quise decir… un poco ido.

—Eso sí que es sorprendente —dijo Connie—. ¿No me dirás que solo has conocido a un hombre en ese estado? En los días que corren sería rarísimo encontrar a un hombre que no estuviese algo pirado de un modo u otro.

—Ah, pero hay gente de todo tipo —dijo Louie con respeto.

—Hazme caso, que sé lo que me digo. Más que tú…

—Aquel hombre me dijo que…, dijo que debería andarme con cuidado.

Cuando lo pensó bien y recordó aquel encuentro, empezó a parecerle que Harrison la había protegido y comprendido.

—No es como si fueses una chica de Londres —apuntó Connie.

Louie asintió. Sí, de nuevo salía a relucir aquel tema: no era de Londres, sino una huérfana del condado de Kent, junto al mar.

—En cierto modo es deprimente no poder volver al sitio de donde soy —le dijo a Connie.

Era eso, exactamente. Sin Tom, últimamente se sentía en Londres como una excursionista que ha perdido el último tren de regreso a su hogar en el campo.

Le daba miedo que el invierno lo destruyera todo y no dejara ni rastro. Ya a finales de otoño, las tardes cada vez más cortas impedían que Louie pudiera ir en busca de nuevas aventuras; los escenarios donde podía tenerlas se desvanecían. Una suerte de insensata esperanza había seguido acechándola mientras el sol seguía iluminando las calles. Durante todo el verano había podido imaginar los pasos de su esposo, aun sin oírlos, que daban la vuelta y regresaban; así pues, mientras duró el verano, no necesitó echar la persiana y cerrar la tienda. Con la cercanía del otoño, fueron desvaneciéndose los impulsos de aquella soledad en la que no se había atrevido a creer, y, con ellos, la predisposición a buscar a su marido en otras caras. Cierto: se sentía más cerca de Tom con un hombre cualquiera que sin ningún hombre: el amor verdadero se reconoce por sus extraordinarias cualidades, las cuales pueden ser tan perturbadoras e inexplicables para cualquier otra persona, que casi nadie es capaz de identificarlo.

Ahora, cuando llegaba la hora de salir de la fábrica ya no quedaba ni rastro del atardecer. Bajo la oscuridad hecha jirones del cielo, en las calles, todo el mundo volvía a casa con un ademán tan decidido como el de Harrison; Louie se dejaba llevar en medio de un torbellino de sombras, indiferentes unas con otras. De vez en cuando la tenue luz azul del interior de un autobús o el destello que escapaba por alguna puerta abierta —y cerrada de inmediato— reanimaban sus ojos: vacíos, curiosos, ignorantes y desconfiados. Los demás atributos con los que ella se ganaba las miradas del mundo —amplios rasgos germánicos, labios carnosos— quedaban difuminados y anulados: la oscuridad no la quería. Para ella, que la vieran o no era indiferente. En tiempos de guerra, la ciudad nocturna sacaba a relucir algo provocativo en el caminar de las mujeres más modestas; la Naturaleza taconeaba sugerencias ilícitas en la acera. Louie era la única a la que casi nunca abordaban; faltaba un algo en su manera de caminar; y caminaba, a zancadas, avanzaba a través de la oscuridad con la despreocupación asexuada y plana de un niño de diez años, aunque con un aire más cansado. No, aquella no era la época en la que se pudiera empezar nada en la calle. Tampoco los domingos, su único día de luz, resultaban gratificantes. Al parecer, habían retirado el ilusorio velo sensual del parque dominical: se podía ver claramente a través de los arbustos, la colina enamorada de la encina había encallado en medio de la hierba descuidada, como un barco abandonado; los desconocidos se lanzaban miradas que no se cruzaban. Los amantes habituales pasaban de largo rápidamente, dando la vuelta al parque cogidos del brazo; en los senderos negros y cerca de los bancos más protegidos del viento, Louie oía al pasar algunas conversaciones acerca de aquella existencia que era el secreto de todo el mundo, salvo el suyo: incluso los refugiados podían ampararse en sus recuerdos y en sus heridas. Sí, era en el parque desencantado donde la indiferencia que Londres le dispensaba a Louie se notaba de un modo más severo y crudo.

Sin embargo, estar «fuera» tenía algunos aspectos positivos. «Dentro» era Chilcombe Street, donde estaba su casa y donde ella tenía importancia solo para una persona ausente, atrozmente ausente. Tom había mirado pocas veces a Louie; no era de los que miran dos veces lo que ya habían visto, y solía pasar las tardes leyendo algún libro técnico con un gesto de concentración, o frunciendo el ceño al pensar en alguna cuestión técnica. Era Louie quien, con la silla inclinada hacia atrás, la lengua explorando su paladar, la mente vacía y sin pensar en nada en particular, miraba a Tom durante horas. Entonces, ¿por qué ahora el sillón de Tom parecía mirarla? La vigilaba desde cualquier sitio donde lo pusiera y aunque le diera la vuelta, independientemente de dónde se colocara ella. Louie había llevado allí a los desconocidos que encontraba en el parque, pero aquel sillón siempre disgustaba a sus visitas. Ahora que lo pensaba, no había vuelto a ver a aquellos hombres: en algunos casos, solo eran hombres de paso que permanecían en Londres durante quizá un par de horas nada más. Si por casualidad alguno había vuelto a buscarla, como no conocían a nadie en Londres, lo más probable era que hubieran llamado a la puerta equivocada. Mejor, dada su reputación: no se habría visto con buenos ojos que vinieran soldados o aviadores preguntando por ella. Por cierto, tenía la radio estropeada, muerta, y ya no se podía reparar, después de haberla toqueteado tanto; lamentaba haber tenido que decir, cada vez que aquellos hombres la manipulaban, que la radio tenía un pequeño problema. Parecía como si la radio hubiera empezado a funcionar un poco mal tras la partida de Tom, pero seguramente eran imaginaciones suyas… Aquellas tardes de octubre, el silencio de la radio se llenaba con la tos de la estufa de gas, que también empezaba a quejarse. Para posponer la vuelta a casa, Louie había adquirido la costumbre de pasar a cenar por un café de Tottenham Court Road. El local estaba recubierto de espejos, y a ella le gustaba verse, en medio de aquellos brillantes vapores: Louie entraba, miraba a su alrededor y se sentaba.

Sin embargo, aquella costumbre de ir al café se interrumpió, pues las deficiencias del otoño tuvieron su contrapartida en la presencia de Connie, y no podía desperdiciarse ninguna tarde que Connie tuviera libre. Era cierto que Connie tenía citas, pero nunca se sabía. Connie, una vigilante encargada de dar la voz de alarma en caso de ataque aéreo, se había mudado hacía poco a una de las buhardillas de Chilcombe Street. Hacía un par de años que había dejado atrás los treinta, y era dura, protestona, buena, con ojeras prominentes bajo un abundante maquillaje, llevaba flequillo y se pintaba la boca con un carmín de rojo-buzón. Cuando Louie vio por primera vez a la recién llegada, ataviada con su uniforme, le aterrorizó que tuviera algo que ver con la policía; cuando eso le pareció improbable, siguió habiendo algo terrorífico en las zancadas que daba, como tijeretazos, con sus pantalones azules oficiales. Era como si Connie, con su guerrera ceñida, fuese una persona autorizada a echarle a uno la bronca. Resultó que no solo Chilcombe Street estaba fuera del área que Connie patrullaba, y por tanto, fuera de su ámbito oficial, sino que tenía ideas muy estrictas respecto a lo que significaba estar fuera de servicio. Había alquilado esa buhardilla, lejos de su zona, para poder relajarse sin la permanente amenaza de que la molestaran; de hecho, para Connie habría sido una insolencia entrometerse en el bombardeo de otra zona. Si el número 10 de Chilcombe Street sufriera un incidente mientras ella estaba tranquilamente en casa, no había que ir a buscarla —eso había dado a entender—, a no ser que hiciese falta desenterrarla, naturalmente. Al final resultó que aquel otoño londinense de 1942 no hubo actividad en el territorio de Connie; durante las largas horas en que estaba de servicio, se dislocaba la mandíbula bostezando, o intercambiaba chistes con los demás vigilantes por el teléfono oficial. Para colmo, como si no tuviera bastante con mirar día y noche las manecillas del reloj colgado sobre la foto del señor Churchill, la gente, al verla de uniforme, empezaba a hacer comentarios desagradables sobre el sueldo que se le abonaba y que, como ella bien sabía, era muy insuficiente. Cualquiera de los que afirmaban que te pagaban demasiado por no hacer nada en absoluto durante horas habría sido capaz de estar sin hacer nada en absoluto durante horas. Y, además, como ella misma decía, no era que no hiciera nada en absoluto: a los de la Jefatura siempre se les ocurría algo nuevo con que tenerla yendo de aquí para allá. Pero así era la población civil, qué le íbamos a hacer: en cuanto dejaban de vapulearlos, se ponían gallitos. Otra pequeña paliza —aunque no debería decirlo—, les enseñaría de nuevo cuál era su sitio. Que Londres recibiera una pequeña paliza, de hecho, habría redundado en su beneficio: al haber poco movimiento en todas partes, empezó a dar la impresión de que iban a despedir a Connie de Defensa Civil. Si hubiera podido volver al estanco donde solía reinar, naturalmente, habría sido un asunto completamente distinto, pero en aquella época una Mujer Movilizada no se atrevía a mirar atrás: podía acabar en Wolverhampton (como una amiga suya), o en el fondo de una mina, o en el Servicio Territorial Auxiliar, con una bruja que la levantara por la mañana a golpes de trompeta. A Louie le iba bien, señaló Connie, porque era esposa de un soldado, pero si hubiera tenido dos dedos de frente habría encargado un crío. Después de charlar dos o tres veces con ella en Chilcombe Street, la admiración de Louie por Connie no se evaporó, sino que cambió de estado. Decididamente, por su valor, se podía calificar a Connie como una salvadora de la raza humana; sin embargo, tenía una lengua como una navaja, de modo que sería exagerado considerar que tenía algún aprecio por dicha raza. El 1 de septiembre de 1939, Connie abandonó el estanco, renunciando a la paga de una semana, porque había tenido la intuición —así de curiosa era— de que esa vez realmente iba a pasar algo. Era mandona, estaba dispuesta a admitirlo: desde niña había sido presa de un deseo reprimido de dar órdenes, soplar silbatos, dirigir el tráfico. Eso siempre le había causado problemas en empleos anteriores; en Defensa Civil, lo primero que le habían dado a entender que hacía falta en su puesto era iniciativa. Antes de darse cuenta ya había firmado el contrato. Siempre se aprende algo nuevo.

Llegó carta de Tom: se alegraba de que Louie hubiese hecho una amiga, sobre todo en el mismo edificio: por lo que Louie le contaba, le daba la impresión de que era buena compañía. Antes Tom estaba en contra de que se relacionara con otros inquilinos, porque eso solo conducía al cotilleo en las escaleras y luego a las visitas y a pedir cosas prestadas. Pero ahora que Louie estaba sola, la cosa era distinta…, siempre y cuando Connie fuera como decía Louie. De hecho, antes de que apareciera Connie, Tom le había preguntado dos o tres veces si en la fábrica no había ninguna chica, de las tranquilas, con la que Louie pudiese hacer buenas migas. Ella le había respondido que el problema era que, en la fábrica, había chicas de todo tipo. Tenía razón, por supuesto, contestó Tom, y hacía bien en ser exigente. El verdadero problema, en la fábrica, era que había que tener algo que decir, contar, comentar, y que a Louie nunca se le ocurría nada. Le parecía que decía tonterías, y, peor aún, que los demás se daban cuenta. Las mujeres parecían intuir que no había terminado el instituto; querían saber dónde había pasado su vida y…, oh, ¿dónde? Si una es de determinada manera, de cualquier manera, resulta conveniente estar entre gente de todo tipo; al final, una se junta con sus semejantes. Pero resulta deprimente descubrir que una no es de ninguna manera: ¡adiós esperanzas! El único privilegio real de las clases desprotegidas es el estatus que se confiere al que lo es desde tiempos inmemoriales: pero eso tampoco se le concedía a Louie. Con Connie, en cambio, todo era mejor; Connie, más que ver el vacío de su amiga, se sentía atraída por él: por naturaleza, Connie era de las personas que no tardan en llenarlo… Las dos se presentaron y se hicieron íntimas amigas en un par de minutos; eso ocurrió la noche en que Connie tropezó subiendo las escaleras. Al oír el ruido de montones de verduras y de una linterna cayendo y rebotando escaleras abajo, de escalón en escalón, o cayendo al vacío entre los barrotes de la barandilla, Louie no pudo evitar salir a toda prisa y asomarse. Tras encender la luz mortecina del rellano, miró arriba y vio las suelas de unos zapatos deformados, una de las cuales tenía clavada una chincheta, pataleando frenéticamente para conseguir mantenerse en pie en los escalones de sintasol. Luego Connie consiguió levantar su enorme trasero, pero hasta que pudo mantenerse en pie no empezó a maldecir como si la casa fuese suya: en eso era magnífica. Bajó tres escalones mientras se sacudía las rodillas de los pantalones; cuando vio a Louie, le lanzó una mirada mortal.

—¿Puedo hacer algo por usted? —dijo.

En el número 10 de Chilcombe Street, la luz de la escalera era de las que se apagan solas a los dos minutos: no solo se apagó a los dos minutos sino que siguió apagándose intermitentemente durante toda la búsqueda de las verduras. Louie, subiendo y bajando torpemente en su camisón rosa, ayudó a Connie a recoger las patatas, las zanahorias y los nabos, hasta que encontró la linterna. Fue una noche maravillosa. Las escaleras, que solían oler a rancio y a cerrado, pronto apestaron a la tela gubernamental azul resudada por la furia de Connie. Aunque no era pelirroja, era de complexión sensual. Para cuando terminaron eran, según Connie, las 23.25, así que hubo quejas de los vecinos esa noche y al día siguiente. Dado el prestigio que le otorgaba vivir en la primera planta —además de ser esposa de soldado—, Louie nunca se había metido en líos de ese tipo —de ningún otro— ni se había enfrentado al resto del edificio. Ella y Connie acabaron tomando té.

Pocas cosas le gustaban más a Connie que los periódicos; casi siempre estaba leyendo uno. Era casi una coleccionista de periódicos, independientemente de su fecha, bien para releerlos, bien para envolver cosas, y los conseguía de cualquier manera, excepto comprándolos, manteniendo los ojos bien abiertos, dondequiera que estuviese, por si alguien abandonaba alguno un momento. Como sabía lo rápido que a una le pueden hacer una faena, solía sentarse enseguida sobre cualquier periódico o periódicos de los que se apropiara; en el puesto de vigilancia, cuando el deber la obligaba a dejarlos, se inquietaba tanto como un pájaro al dejar a sus polluelos en el nido. Luego los llevaba a casa, flácidos y sin arrugas. Cuando se veía obligada a sacrificar uno para encender el fuego en la diminuta chimenea de su buhardilla del número 10 de Chilcombe Street, se acuclillaba y, al acercar la cerilla, entornaba los ojos en medio del humo acre para leer un último renglón de letra impresa antes de que se lo tragaran las llamas: nunca se sabe lo que una podía perderse. Louie empezó a imitar aquella adicción de Connie. Y aunque primero los leía solo para impresionar a su amiga, acabó convirtiéndose también para ella en una obsesión por los periódicos. Si no podía estar al corriente de todos los sucesos, al menos podía tomar nota de lo que se decía: en el principio fue el verbo, y a la larga todo se reducía a él. Y eso servía para cualquier escrito.

Tras aficionarse a los periódicos, Louie se tranquilizó, hasta el punto de llegar a preguntarse por qué los periódicos parecían inquietar a Tom. En cuanto a las noticias, se encontraba en cierta desventaja, pues había empezado a enterarse de lo que ocurría cuando la historia ya estaba muy adelantada; nunca tuvo el valor para preguntarle a nadie, siquiera a Connie, cómo había empezado todo: era obvio que una cosa había llevado a otra, como en la vida, y a nadie le interesaba decir de quién había sido el primer error, o hacía cuánto tiempo. Por su parte, ella había pensado que, en cierto sentido, algo tan horrible como el pasado año solo podía ser culpa suya: la caída de Singapur la semana en que Tom partió; los australianos prisioneros y aterrados por los japoneses; los ataques británicos contra los egipcios, a pesar de todo; los rusos que daban la lata para que hiciéramos algo; el duque de Kent, que había sido tan feliz, muerto; las inofensivas y antiguas catedrales, bombardeadas, por no hablar de Canterbury; y los ingleses sufriendo escasez de jabón y dulces hasta el punto de tener que utilizar cupones y cartillas de racionamiento, otro dolor de cabeza… Pero cuando se leía el periódico, ponía que nada era tan malo como parecía. ¡Qué error, haberse dejado llevar por las apariencias! Los periódicos sabían que Gran Bretaña tenía un as en la manga: Gran Bretaña, a falta de otra cosa, siempre podía hacer frente a los hechos.

Gracias al periódico, Louie podía enterarse de un montón de noticias: los titulares las daban en un segundo, indicando la importancia de un acontecimiento por el tamaño de la letra. Por lo que veía, emitían una y otra vez los mismos comunicados oficiales. En cambio, resultaba que la variedad de historias reales era asombrosa: aquellas historias conseguían que la guerra pareciera más humana, la gente como ella más importante y la vida… un poco como era antes. Pero eran los artículos de opinión del periódico los que creaban la verdadera historia: el alimento de Louie; tras un par de semanas con esa dieta, Louie descubrió que tenía un punto de vista propio, y no cualquiera, sino el correcto. No solo disfrutaba de la emoción de pertenecer a esa historia, sino que cada mañana y cada tarde la felicitaban desde las altas instancias. Hasta los rusos estaban más satisfechos con ella de lo que había temido; Stalingrado seguía aguantando, pero ella se hallaba en el frente del esfuerzo bélico industrial. En cuanto a los norteamericanos destinados en Londres, estaban absortos de admiración por su carácter. Pocos eran los días en que Louie no encontraba en el interior del periódico un mensaje dirigido a su persona o un informe sobre su trabajo. ¿No era ella trabajadora, esposa de soldado, huérfana de guerra, mujer de a pie, londinense, amante del hogar y los animales, demócrata reflexiva, aficionada al cine, mujer británica, remitente de cartas, ahorradora de combustible y ama de casa? Solo le faltaba ser madre, tejedora, jardinera, enamorada y sufridora de los pies, al menos de momento. Ahora Louie se sentía mal si cualquier descripción elogiosa de la mujer que aparecía en el periódico no coincidía con ella misma. No podría haber soportado una completa desaprobación. Por ejemplo, a las esposas casquivanas y a las chicas alegres no se les daba tregua, y con razón; había leído una docena de artículos al respecto, desde luego con un interés especial, e iba por la mitad de otro, cuando la idea la dejó helada. ¿Sería posible que el periódico estuviera reprendiendo a Louie? Se le puso la piel de gallina, ante Dios y Tom. No empezó a recuperarse sino hasta la tarde siguiente, cuando el periódico se pronunció enérgicamente en contra de la frialdad en el trato humano: al parecer éramos cada vez menos secos; los norteamericanos estaban gratamente sorprendidos. La guerra nos convertía en una gran familia… Bueno, por fin los periódicos la readmitían; de nuevo la rodeaban aquellos brazos supremos. Sí, se recuperó, pues, esposa o no, no tenía madera de casquivana, y, chica alegre o no, rara vez había acabado pasando lo que se llama un buen rato. Tampoco salía con hombres: de partida, no estaba en el mercado.

Aquella fue una de esas reconciliaciones que profundizan en un sentimiento de amistad. Louie llegó a amar los periódicos físicamente; le preocupaba su noble delgadez, cada vez mayor, y habría deseado alimentarlos; se moría por poder tocar un ejemplar tibio recién salido de la imprenta y, a falta de tal experiencia, se acostumbró a leer acurrucada junto al fuego para que emanaran los efluvios de la tinta. Aunque respetaba el droit du seigneur de Connie sobre cualquier periódico que entrara en la casa, a Louie no le gustaba en absoluto ver cómo los utilizaba, con aquella brusquedad sensual. Era incapaz de ver envolver un trozo de pescado en papel de periódico sin experimentar una compleja sensación en la que se mezclaba la envidia con una alegría emocionada. En la fábrica, Louie se sentía atraída por chicas y mujeres en las que se operaba el mismo fermento. Sin embargo, gracias a su educación periodística, se sentía —y por tanto parecía— menos extraña. Algo la mantenía a flote. Incluso estaba a punto de ser capaz de trabar aquellas amistades que, teniendo a Connie, ya no necesitaba.

Connie leía los periódicos en términos generales con suspicacia; nada le pasaba desapercibido. Más impresionante era el hecho de que releía todo, porque la segunda vez, como daba a entender, en realidad leía entre líneas. Según ella, había muy poca gente que tuviera ese don, así que era justo que lo utilizara y, por consiguiente, era una fiera con la información. En cuanto a las ideas (así llamaba Louie a los artículos), Connie entrecerraba los ojos, y mantenía una mentalidad abierta: que le vendieran lo que fuese… si podían.

Las conversaciones periodísticas en el 10 de Chilcombe Street no tardaron en convertirse en una costumbre, cuando Connie libraba por las noches. Generalmente Connie iba a la primera planta, para no encender su chimenea.

—¿Has visto —preguntaba Louie— donde pone que en ciertos sentidos la guerra mejora nuestro carácter?

—La verdad, no he reparado en ello. ¿Dónde lo dice?

—En la parte que te llevaste a tu casa, donde sale la granjera que tira de un caballo enorme.

—Ah, esa. Es una ex modelo, por eso la sacan. No es por lo que hace ahora por lo que le hacen la fotografía, si te fijas bien; es por lo de antes. Por mí que se quede con el caballo, pero ya quisiera beneficiarme de ese aire fresco del que ella dice beneficiarse. En el sótano donde me paso las horas, en el puesto de vigilancia, podría ser cualquier estación del año, o de día o de noche, y no me enteraría. ¿Has visto lo de los pájaros?

—No, ¿dónde?

—Regresan a África.

—Pues entonces serán aves migratorias: me lo contó mi padre. Le encantaban los pájaros. Muchas primaveras era el primero en oír al cuclillo; era solo cuestión de estar atento, decía. Ah, siempre me señalaba los pájaros que se posan en los cables. Siempre se posan ahí… ¿Y por qué hablaban de los pájaros?

—Supongo que porque siguen haciendo lo de siempre. Son una prueba de que la naturaleza sigue su curso en cualquier circunstancia. Los pájaros no se dan cuenta de que hay una guerra; son afortunados por no tener conocimiento. Un aviador se quejaba de que el otro día se cruzó con una bandada; le pareció que muchas aves habían acabado decapitadas. ¿Y quién te dice que yo no acabo decapitada una noche de estas? Y yo sí tengo conocimiento y preocupaciones, así que, ¿en qué lugar me deja eso?

—Aun así, seguro que no preferirías ser como los alemanes, Connie. Me contaron que se tragan todo lo que les dicen. Se lo dicen todo en los periódicos. Pero los de ellos no traen ideas como los nuestros. Ponía que para que sigan adelante con la guerra tienen que engañarlos; pero a nosotros la guerra nos hace pensar.

—Yo ya tenía tendencia a pensar: ni falta que me hacía una guerra. Prefiero pensar a hacer cualquier otra cosa; pero lo que te permite seguir adelante es el carácter.

—Los yanquis están sorprendidos por nuestro carácter.

—¿Alguna vez has visto a un yanqui sorprendido?

—Bueno, pero vi donde ponía…

—Lo que están es sorprendidos por los pubs. La otra noche mi amigo y yo no pudimos entrar en ningún sitio ni de canto. Ni que la guerra la hubieran empezado ellos, ellos y los rusos…

—Ah, pero los rusos, ah, Connie, cómo puedes decir eso. Hay que pensar en Stalingrado cada minuto.

Las dos miraron el reloj.

—Son muy diferentes —dijo Louie— de todos nosotros.

—Lo reconozco: son titánicos. Absolutamente. De hecho, si la ciudad estuviese llena de rusos yo sería la última en quejarme, te lo aseguro; por cómo dan batalla, y si es cierto que lo hacen sobre todo por defender a su país, deberían tener derecho a ventilar sus opiniones. Lo único que te digo es que estamos entre los yanquis y los rusos, y todo el mundo nos pasa por alto, pero ninguno de ellos estaría en guerra de no ser por nosotros.

—Pero creía que Hitler…

—Bueno, ¿quién acabó con su paciencia? No, en una cosa estoy de acuerdo: donde pone que el carácter nos hace salir adelante. Claro que no me preguntes qué hay adelante. Vivir para ver. Y yo tengo la intención de seguir viviendo todo lo que pueda.

—Pero ¿no se aprende de las lecciones de la historia, Connie?

—¿Qué? Napoleón acabó mal, también el Káiser, e igual acabará Hitler. Lo que no nos dicen es: ¿quién se benefició? Y eso querrá saber también la posteridad, si tiene dos dedos de frente. ¿Qué saco yo de que alguien venga y me convierta en una lección de historia? Además, créeme: si de algo no se aprende es de cualquier cosa que se plantee como una lección. Lo que acabes sabiendo lo aprenderás sobre la marcha. La posteridad solo hablará de la naturaleza humana, y prescindirá de ti. No: yo tengo mis dudas de que, más adelante, nos reconozcan a ti y a mí cualquier mérito. No nos lo reconocen ahora y no nos lo reconocerán después.

Louie se tapó la boca con la mano, como para prohibirse hablar como Connie. Entre los dedos, dijo:

—¡Eres tremenda!

—¿Quién?

—Mira cómo me hablas.

—¿Y qué, prefieres ser como esos pájaros descerebrados?

—Ah, deja ya a los pájaros. A mí me gustaba verlos. Eso es lo que me gustaría que no pasara en toda esta guerra: que los pájaros se cruzaran con el aviador cuando levantan vuelto tan contentos.

Louie giró la cabeza a uno y otro lado, como angustiada por algo que tal vez no podía eludir. Estaba sentada sobre la alfombra, con la espalda apoyada contra una silla, pero la silla se deslizaba tras de ella, así que también debía sujetarse con las manos. El final del otoño la había obligado a ponerse medias, llenas de abultados remiendos que deslucían sus piernas largas y fuertes, ahora estiradas al frente. Connie, con los pies separados, estaba delante del espejo quitándose las horquillas del flequillo: entraba en servicio a las 23.00, es decir, muy poco después. Puso las horquillas una por una bajo el reloj de Louie, pero la última se le cayó en la alfombra. Se detuvo, miró a Louie esperando que la recogiera y chasqueó la lengua con fastidio. Los grandes ojos de su amiga, siempre con una liquidez inestable en sus cuencas poco profundas, se habían desbordado. La consecuencia: hielo brillante en los pómulos de aquella idiota, una humedad dispersa. Las lágrimas necesitan voluntad para formarse y caer.

—Mira, ya tengo suficiente con lo mío, ¡como para que encima me vengas con eso de los pájaros y esas historias! ¡Ni que tuvieras que vértelas con verdaderos muertos, como yo! Y, además, ¿dónde se ha visto un pájaro contento? Cuando cantan es para aparearse. Sexo. Es curioso que me digas que en serio mirabas a esos pájaros, aunque dudo que tu padre te dijera nada de eso. ¿No te has dado cuenta de que se me cayó una horquilla?

—¿Dónde?

—¿Dónde? Ahí, ¡al lado de tus enormes pies!

Louie tanteó a ciegas las fibras de la alfombra, alrededor de sus pies; era importante no perder nada, porque no había nada en venta. Y dijo de repente:

—No quería incordiar, en serio, Connie; pero los pájaros me recordaron a mi padre. Y me pareció poco natural que ya no estuviera, como mamá… Y que en el lugar donde vivíamos solo haya aire.

—Ah, si es por eso, no te preocupes por la horquilla. Me siento fatal por lo que te dije, pero ¿cómo iba a saber lo que tienes en la cabeza? Suénate la nariz, venga, y míralo de esta manera: tu padre estaba viejo y tarde o temprano era natural que se muriera. No puedes decir que morir es poco natural; es lo que ocurre. Y piensa también que tus padres permanecieron unidos hasta el final y que pudieron llevarse su casita y todas las cosas que valoraban al otro mundo. ¡Vaya!, he visto gente mayor que se queda de este lado sin nada, lo pierden todo; es tan lastimoso que una no sabe qué decir. Y mira la suerte que tuviste tú, estando casada y lejos de allí: de nada habría servido que murieras con ellos. No es que yo esté segura de no preferir que me maten a morirme; desearía no tener tiempo para pensamientos morbosos, y lo que deseo para mí misma lo desearía para mis seres queridos, si los tuviera.

—Bueno, gracias, Connie, de verdad.

—Aun así, fue atroz.

Vestida con los pantalones del uniforme y una blusa de puntillas, Connie buscó a regañadientes la guerrera con la mirada. Se quitó un pendiente de perla, se frotó el lóbulo inflamado y volvió a ponérselo, con una mueca de dolor. Por más que entrara en servicio por la noche, había que conservar cierta apariencia, y ¿por qué no? Aunque en ese momento no había alertas, ni siquiera una amarilla, no se sabía quién podía bajar de golpe por las escaleras del puesto, perdido en medio del apagón, para preguntar dónde se encontraba y, en tal caso, había que llevarlo a alguna parte. ¿Funcionaba el metro? ¿En qué dirección quedaba el West End? ¿Dónde estaba la estación de Waterloo? ¿Dónde podía encontrar un refugio? ¿Le importaba si se quedaba allí con ella? El hecho de que cerraran todos los sitios desesperaba a los muchachos: el letrero de «abierto» del puesto de guardia los atraía como polillas.

Solo el personal estaba autorizado a entrar en el puesto. La población civil debería saberlo; a esas alturas incluso los extranjeros deberían actuar con más sensatez, pero con los miembros de las Fuerzas Armadas se hacía una excepción. Para Connie, que pasaba el día sola en la recepción, habría sido antinatural no hacer del puesto de observación una oficina de asesoramiento sobre las normas que deben cumplirse en tiempos de guerra. A cualquiera que se internara en el puesto, procedente de la oscuridad ignota del exterior, le agradaba que le preguntaran su nombre. Las noches que pasaba en el puesto no eran muy distintas a sus días en el estanco: por muy profundamente que durmiera junto al teléfono, en cualquier momento podía abrir un ojo sagaz. Si la inflamación nocturna de sus orejas la obligaba a quitarse los pendientes, ni una vez había olvidado ponérselo de nuevo antes de que alguien pasara por la puerta. Del ministro de la Guerra para abajo, a ella no iban a pillarla en un renuncio.

—Bueno, se te pasará enseguida, querida —afirmó, sacando pecho mientras se abotonaba la guerrera, tiraba de los faldones y ajustaba la hebilla del cinturón. Al coger su paquete de cigarrillos, que había dejado en la chimenea de Louie, y metérselo en el bolsillo, le echó un vistazo a la fotografía de Tom, como traspasándole la autoridad para el gobierno de la casa. Lo miró una segunda vez, siempre sin decir nada. Desde un principio, aquella costumbre que tenía Connie de interrogar a Tom en silencio y con descaro sacaba a Louie de quicio: a veces Connie decidía no decir una cosa en particular cuando estaba a punto de marcharse de la habitación, con plena conciencia de que, al salir y cerrar la puerta tras de sí, la dejaba a una en ascuas. En cuanto al comentario que se ahorró esta vez, Louie no lo dejó pasar, sobre todo porque parecía relacionado con Tom. Podía adivinarse un atisbo de reproche o malicia en la manera reiterada y ostentosa con que Connie observaba aquella fotografía que ella casi nunca miraba. La evitaba. En numerosísimas ocasiones había leído cuánto reconfortaba una fotografía, pero lo cierto es que ocurría justo lo contrario. Ella tenía expuesta la foto por respeto a la convención y a las costumbres, lo cual sin duda se ajustaría perfectamente a los sentimientos de Tom. Más aún, Louie le escribía diciendo: «Miro tu foto todos los días». Una tergiversación más de la insumisa realidad del amor. No era una mentira absoluta: aunque olvidara otras cosas, a diario quitaba el polvo devotamente del estante de la chimenea, y eso implicaba levantar el retrato. Al manipular algo, en cierto modo se ve. Ver, sin embargo, no es mirar.

Tom le había dado aquella fotografía; se la habían hecho justo antes de partir: la que ella ya tenía, una instantánea ampliada en la que él salía con un cuello byroniano en el paseo de Seale, no le había parecido lo suficientemente seria y apropiada, dadas las circunstancias. Ir al estudio por iniciativa propia había sido uno de sus últimos actos de despedida; en consecuencia, la cámara había captado el rostro de un hombre que ya se había marchado. Las líneas inexpresivas de sus rasgos parecían infinitamente remotas, perfiladas contra el telón de fondo rojo oscuro del estudio fotográfico: los ojos miraban la nada sin expectativas, directamente y con precisión. Querer penetrar o interceptar esa mirada dirigida a nadie era convertirse en nadie… Y después de eso, ya nada podía ser como antes. El portarretratos con el blasón militar contenía una imagen que indicaba, en el mejor de los casos, ausencia; en el peor, se derivaba una advertencia al fondo del corazón: ningún regreso es capaz de remediar un adiós. La seguridad puede imitarse, pero no renovarse.