![](/epubstore/A/E-Abbey/La-Banda-De-La-Tenaza/OEBPS/Images/031-EPILOGO.jpg)
Epílogo. Un nuevo comienzo
El proceso legal fue largo y tedioso. Como a Seldom Seen Smith lo habían capturado en Wayne County, lo encerraron primero en la sede de Loa County; al cabo de dos días lo transfirieron a la cárcel de San Juan County en la localidad de Monticello. La señorita Bonnie Abbzug y el doctor A.K. Sarvis lo esperaban allí, en la puerta de al lado, pues sus celdas eran contiguas. Su paciente, el reverendo Love, había salido de su estado crítico y se recuperaba lentamente.
Abbzug, Sarvis y Smith fueron procesados ante el Tribunal de Distrito del Condado por los siguientes delitos: asalto a mano armada, delito grave; agresión, delito menor; obstrucción a la justicia, delito menor; incendio provocado, delito grave; incendio provocado con agravantes, delito grave; y conspiración, delito grave. La fianza para cada uno de los acusados fue de 20.000 dólares, que Doc pagó puntualmente. Tras unos días de libertad, el Tribunal del Distrito Federal de Phoenix, Arizona, hizo llamar a los tres, que fueron acusados de los siguientes delitos federales: conspiración, incendio provocado e incendio provocado con agravantes, transporte y utilización ilegal de explosivos y fuga de la custodia oficial, todos ellos delitos graves; y resistencia a la detención, delito menor. La fianza se fijó en 25.000 dólares, que Doc pagó.
Después de los meses de demora habituales, el Tribunal Federal renunció a su prioridad y permitió que Utah procesara en primer lugar a los acusados. El caso del Estado de Utah contra Abbzug, Sarvis y Smith se celebró en el Tribunal de Distrito de San Juan County, Monticello, presidido por el magistrado Melvin Frost. El fiscal fue J. Bracken Dingledine (un primo lejano de Alburquerque de nuestro W.W. Dingledine), al que recientemente habían elegido abogado del condado y que era amigo, colega y socio del reverendo Love. Un Love recuperado aunque muy cambiado, por cierto. Sus creencias ya no estaban tan claras y su corazón, bajo cuidados intensivos, se había ablandado.
Para la defensa, Doc contrató a dos abogados. El primero de ellos, un joven licenciado de la Universidad de Derecho de Yale, con buenas relaciones familiares tanto en Arizona como en Utah; el segundo era nativo de San Juan y descendiente de colonizadores mormones, un anciano con éxito, muy estimado y de modales exquisitos, llamado Snow.
La primera táctica de la defensa fue pedir un acuerdo. Los tres acusados estaban dispuestos a declararse culpables de los delitos menores si se retiraban los cargos por los delitos graves. El fiscal rechazó el acuerdo; estaba decidido a seguir adelante con todos los cargos. Dingledine, al igual que el antiguo obispo Love, tenía ambiciones políticas. Los abogados de Doc, por tanto, trabajaron con especial atención con el panel del jurado y consiguieron sentar en la tribuna a dos activistas encubiertos de la organización Sierra Club y a un excéntrico (un jubilado paiute y borrachín del pueblo de Bluff). El juicio comenzó.
Pronto se hizo evidente que la fiscalía no tenía bien agarrado el caso. No había evidencias claras, como huellas digitales o testigos, que relacionaran, más allá de la duda razonable, a ninguno de los acusados con los delitos. Los materiales incriminatorios que se encontraban en la camioneta de Smith y en el jeep de Hayduke no supusieron evidencia alguna, ya que no fue posible encontrar ninguno de los dos vehículos. Smith dijo que le habían robado la camioneta. Aunque el obispo Love (citado y bajo juramento) y cinco de sus compañeros del equipo testificaron que habían visto y perseguido en dos ocasiones diferentes a alguien que conducía la camioneta de Smith, ninguno pudo asegurar a ciencia cierta que hubieran visto al propio Smith o a los otros acusados en ese momento. La prueba más sólida contra los acusados consistía en el hecho de que habían huido del lugar del delito al menos dos veces y, de este modo, habían evadido la justicia y prestado resistencia al arresto. Todos negaron tener cualquier tipo de conocimiento sobre el incidente de las rocas que rodaron al norte de Hite Marina o sobre el tiroteo que tuvo lugar durante la noche en el camino del jeep hacia el Laberinto donde, según Doc, él y sus amigos habían acudido para disfrutar de un paseo nocturno a través del campo desde Land’s End hasta Lizard Rock. Los abogados de la defensa además señalaron que ninguno de los acusados tenía antecedentes y que dos de ellos habían acudido de manera voluntaria en la ayuda del obispo Love en un momento de máxima urgencia.
Al cabo de tres días, se habían escuchado todos los testimonios y concluyeron las alegaciones. El jurado se retiró para deliberar. No conseguían ponerse de acuerdo. Dos días más de discusión a puerta cerrada no condujeron a ningún veredicto, a pesar de que, como más tarde revelaron los miembros secretos de Sierra Club, ambos habían votado por la culpabilidad para todos los cargos. El jurado se suspendió. Se aplazó la revisión de la causa, que tuvo lugar cuatro meses después.
Los abogados de Doc solicitaron de nuevo el acuerdo. En esta ocasión lo consiguieron. Después de semanas de negociaciones privadas se alcanzó la siguiente solución: Doc comenzó a estudiar seriamente el Libro de Mormón y comunicó, a través de sus abogados, que se encontraba preparado para convertirse en miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; el mismo obispo Love (¡un nuevo hombre!) lo casó con la señorita Abbzug en una ceremonia sencilla al aire libre en el Valle de los Dioses, cerca de Mexican Hat, en la que Seldom Seen fue el padrino, Sam Love hizo de testigo y la hija adolescente de Smith de dama de honor. Los tres acusados se declararon culpables de los delitos menores y del delito grave de conspiración para la destrucción de la propiedad pública.
Esperaron la sentencia, que había sido acordada de antemano con el juez Frost. Llegados a este punto, Abbzug y Smith plantearon nuevas dificultades al retractarse, en el último momento, de la confesión de los delitos argumentando ambos que «alguien tenía que hacerlo», según palabras de Smith.
El encargado del seguimiento de la libertad condicional, asignado al caso para realizar el informe de la sentencia del juez, se encontró con serios problemas. Consultó a Doc, al juez y a los abogados de Doc. Doc asumió total responsabilidad de los actos y las actitudes de sus codefendidos, e insistió en que él era el cabecilla de la conspiración y que, él y solo él, había influido, adoctrinado y engañado intencionadamente a sus jóvenes colegas. Aseguró que les moldearía el cerebro, socializaría sus corazones y los devolvería al camino de Cristo. Además, prometió que no lo volverían a hacer. Aceptó por voluntad propia la sugerencia del juez de ejercer el arte de la medicina durante al menos diez años en la comunidad sudeste de Utah, de menos de cinco mil habitantes. Resuelto. El juez dictó su sentencia.
Abbzug, Sarvis y Smith fueron condenados simultáneamente a una pena de cárcel de no menos de un año y no más de cinco en la prisión estatal de Utah (donde todavía es posible la muerte por pelotón de fusilamiento). Considerando los antecedentes de los acusados y otras circunstancias, quedaron suspendidas las sentencias de prisión, pero se obligó a los tres a permanecer recluidos durante seis meses en la cárcel de San Juan County, además de tener que cumplir cuatro años y medio de libertad condicional, sujeta a su buen comportamiento y al estricto cumplimiento de los acuerdos alcanzados. Por otra parte, Smith fue obligado, de manera independiente, a pagar 299 dólares por hacer rodar las rocas y a restituir a Love la suma completa del valor del Chevrolet Blazer del obispo, que habían aplastado, y en eso todos estuvieron de acuerdo, había quedado liso como una tabla. Pero el nuevo Love perdonó la deuda.
El Tribunal del Distrito Federal en Phoenix tomó nota de la acción del Séptimo Tribunal del Distrito de Utah y de las recomendaciones del juez Frost y abandonó las acciones contra Abbzug, Sarvis y Smith por los delitos supuestamente cometidos en el estado de Arizona, teniendo en cuenta que el principal sospechoso involucrado en tales sucesos era un varón caucasiano identificado como un tal «Rudolf el Rojo» o «Herman Smith», al que se daba por muerto.
El fiscal del condado Dingledine, a pesar de que en privado había accedido, aunque reticentemente, a esta resolución del asunto, mostró en público síntomas de profunda indignación, como era natural. Alentado por numerosos comunicados de indignación ante la indulgencia de los tribunales, el trato contemplativo dado a los delincuentes y la actitud permisiva de la sociedad en general, el señor Dingledine obtuvo un asiento en el Senado de Utah para un programa de aplicación rigurosa de la ley, expansión del sistema de prisión estatal, subsidios federales para la industria de la minería, finalización del sistema de autopistas del desierto de Utah, disminución de impuestos para las familias numerosas y responsabilidad fiscal en el gobierno. Fue elegido por aplastante mayoría frente a su único oponente, un jubilado paiute cuyo programa político se basaba en un solo punto: la liberalización del peyote.
Hubo otras repercusiones. Los hermanos Love abandonaron el equipo de Búsqueda y Rescate. Al pobre Seldom Seen, ya delincuente convicto, le interpusieron sendas demandas de divorcio su primera mujer y, poco después, la segunda; tan sólo Susan, la chica de Green River, le fue fiel. Cuando Smith recibió tales noticias en la cárcel de San Juan County, intentó quitar hierro a esta nueva tanda de dificultades legales diciendo:
—Bueno, espero que las dos chicas se casen pronto, porque entonces sabré que hay al menos dos hombres que lamentan que me hayan metido en chirona. —Una pausa—. Pero, ¿qué diablos debo hacer ante sus acusaciones de ambigüedad, Doc?
—Arriba el ánimo —dijo Doc—. Cristo es la respuesta.
El doctor Sarvis vendió su casa de Alburquerque. La señora Sarvis y él eligieron la localidad de Green River (1200 habitantes contando a los perros) como su nueva residencia legal. Doc adquirió una casa flotante de sesenta y cinco pies y la amarró al embarcadero situado en la orilla del rancho de heno y sandías de Smith. Bonnie y él se mudaron allí una semana después de haber cumplido sus condenas de cárcel. Bonnie cultivó un jardín flotante de marihuana, que se podía lanzar con facilidad río abajo en caso de necesidad, simplemente desatando un cabo. Doc acudió (durante alrededor de un año) a las reuniones de los miércoles por la noche de la Asociación para el Perfeccionamiento Mutuo y fue a la iglesia todos los domingos (durante un año y medio aproximadamente); intentó incluso llevar la camiseta interior oficial santificada por la regulación mormona, aunque su aspiración real era convertirse en un jack mormon, como Seldom. Su mujer rechazó convertirse y prefirió mantener su posición de única judía gentil de Green River. Doc alquiló una consulta en el pueblo, a diez millas de distancia, donde practicaba la medicina con Bonnie. Él era el médico y ella era la que la practicaba. A pesar de que la clientela era pequeña y de que a veces pagaban las facturas con sandías, los servicios de Doc eran muy apreciados. El médico más cercano que podía hacerle la competencia vivía a cincuenta millas, en Moab. Cuando era necesario, aumentaba sus ingresos con trabajos ocasionales de bisturí en Salt Lake, Denver y Alburquerque. A ambos les gustaba la vida en el río y el trabajo en un pueblo pequeño, y disfrutaban de la compañía de sus únicos vecinos, el señor y la señora Seldom Smith. Doc aprendió incluso a manejar la embaladora de heno, a pesar de que se negaba a ponerse cerca del tractor o a conducir un auto. Bonnie y él siempre acudían a la consulta en bicicleta.
Y aquí concluiría felizmente su historia, si no fuera por un único y póstumo detalle (salido de la tierra).
Sucede durante el segundo año de libertad condicional. Cinco personas están sentadas alrededor de una mesa de madera de pino hecha a mano en el salón de primera clase de una casa flotante grande y cómoda hecha a medida. La hora, las once en punto de la noche. La iluminación de la mesa proviene de dos lámparas de Aladino de combustión de queroseno, silenciosas y tenues colgadas de una viga del techo con dos ganchos de hierro. Las lámparas se balancean ligeramente, de vez en cuando, cuando la casa flotante se mueve suavemente sobre las olas del río. La mesa está cubierta con un tapete verde. Hay fichas de poker (siento decirlo), en el centro del tapete y el juego (elección del que reparte) es un stud de cinco cartas. Los cinco jugadores son el doctor y la señora Sarvis, el señor y la señora Smith y el encargado del seguimiento de la libertad condicional, un tipo joven llamado Greenspan, que es prácticamente un recién llegado en el Estado de Utah (los recién llegados son siempre bienvenidos en el Estado Colmena, pero se les recomienda nada más entrar que retrasen sus relojes cincuenta años). La conversación es sobre todo de naturaleza práctica y limitada:
—La apuesta está lista. Allá vamos. Diez, no sirve. Siete, es posible. ¡Pareja de dos! Dama, no sirve y… bueno, mirad lo que hay aquí, una pareja de cowboys.
—¿Cómo lo haces, Doc?
—Control, amigos, control.
—Quiero decir para que te salga tantas veces.
—Nefi guía mi mano. Que sean diez a los reyes.
—Dios…
—Las veo.
—Las veo.
—No es una partida para un simple funcionario, pero me quedo.
Pausa.
—¿Y tú? —dice Doc.
—Pero, ¿en este juego hay sólo una carta tapada?
—Eso es, amor mío.
—¿Y no hay comodín?
—No.
—Menudo juego aburrido y retorcido.
Smith levanta la vista de la mesa, ha oído algo. Doc lo oye también. No es el viento que viene del río. No son los suaves chirridos del barco. Es otra cosa. Escucha.
—Vale, vale. Estoy, reparte. ¿Qué estáis mirando?
—Claro. Un momento. ¿Seldom?
—Yo me quedo fuera, compañeros. —Smith suelta las cartas, sin mirar el juego.
—Muy bien. La apuesta esta hecha y allá vamos otra vez. —Doc reparte las cartas, de una en una, levantadas, la historia de siempre—. Cuatro, no sirve. El dos de Bonnie, lo siento. Pareja de tres, no sirve. As, no sirve de mucho. Los reyes apuestan diez más.
Escucha, mientras los otros las ven, pasan y las ven. Oye el sonido de… ¿cascos de caballo? ¿El latido de un corazón? No, realmente es el sonido de un caballo. O quizás de dos caballos. Alguien que cabalga por el sendero de tierra entre los campos, bajo las brillantes estrellas de verano, hacia el río, hacia la casa flotante. No va rápido, sino tranquilamente, a ritmo de paseo. El sonido es limpio en el silencio.
La partida continúa. Doc se lleva el bote. La baraja pasa a Greenspan, que mezcla las cartas. Doc mira a Bonnie, que a su vez mira fijamente la mesa con abatimiento. Algo le preocupa a esta chica. Quizás sea por su estado. Tiene que hablar con ella esta noche. La partida ya lleva durando cuatro horas y sólo hemos conseguido seis dólares. Y Greenspan tiene que marcharse en media hora. Así no se puede vivir honradamente. La mira otra vez; quizás sea otra cosa. Esta noche tengo que prestarle atención. Aunque hay cosas, o hay una cosa, de la que él y Bonnie nunca hablan.
El sonido constante de pisadas se acerca, mientras Greespan reparte. Doc mira a Seldom, que le está mirando a él. Seldom de encoge de hombros. En un momento oirán el batir de las herraduras sobre los viejos tablones del embarcadero.
Greenspan mira su reloj. Esta noche tiene que conducir para volver a Price. Setenta millas. El joven agente de la libertad condicional, siempre impecable, lleva puesta su nueva chaqueta de ante, de esas que tienen flecos de montañero y tachuelas de plata.
—Yo abro —dice—. Dos alubias. —Y coloca en la mitad del tapete dos fichas blancas, donde está el bote.
Es el turno de Susan Smith.
—Yo me quedo.
Le toca a Bonnie.
—Te subo dos —dice a la vez que mira su propia mano con asombro. Bien hecho.
La casa flotante se mueve sobre el agua, las lámparas se balancean levemente. El viento baja por el río acompañando al constante flujo marrón desde Desolation Canyon. Fuera, pequeñas olas alcanzan la línea de flotación y chocan contra casco de contrachapado naval cubierto de Fiberglas. (Doc quiso una casa flotante de adobe, con vigas de pino amarillo de las que poder colgar guirnaldas de pimientos chili rojos, al estilo de Nuevo México. Pero no pudo conseguirla, a ningún precio. Incluso en la armada mexicana, según le dijeron, habían dejado de usar las embarcaciones de adobe, excepto en los submarinos).
Los caballos se han detenido. En lugar del ruido de las herraduras, ahora se oyen pasos humanos con botas de espuelas que tintinean sobre el entarimado. Doc se levanta y deja las cartas en la mesa. Se saca el cigarro.
—¿Qué ocurre? —dice la señora Smith.
—Creo que tengo visita. —Doc siente la necesidad imperiosa de encontrarse con el visitante fuera. Incluso antes de que empiece a llamar a la puerta ya se ha retirado de la mesa—. Perdonad.
Va hacia la puerta, la abre y su gran cuerpo bloquea el paso. Al principio no ve a nadie. Forzando la vista, consigue distinguir una figura alta y delgada que queda fuera de la luz de la lámpara.
—¿Sí? —dice Doc—. ¿Quién es?
—¿Eres Doc Sarvis?
—Sí.
—Hay un amigo tuyo ahí fuera. —La voz del desconocido es suave y grave, pero tiene un tono amenazador—. Necesita atención médica.
—¿Un amigo mío?
—Sí.
Doc vacila. Sus amigos están todos ahí dentro, alrededor de la mesa, mirándolo. Doc se da la vuelta y les dice:
—Todo va bien. Sólo saldré unos minutos. Seguid sin mi.
Cierra la puerta tras de sí y sigue al desconocido, que se ha retirado hacia la orilla del río por el embarcadero. Allí hay un caballo con las riendas colgando hasta el suelo. Cuando sus ojos se acostumbran a la luz de las estrellas, Doc confirma su primera impresión: un hombre alto pero muy flaco, un completo desconocido, que lleva unos Levi’s polvorientos, un sombrero negro y un pañuelo que le cubre la nariz y la boca. El hombre le mira con un solo ojo oscuro. El otro ojo, según advierte Doc, no está.
—¿Quién demonios eres? —dice Doc. Da una calada a su cigarro que hace que la ceniza roja se ilumine en la oscuridad. El símbolo mágico.
—No creo que te interese, Doc. Pero —un movimiento leve bajo su máscara, como si sonriera— hay gente que me llama Kemosabe. Vamos.
—Espera un momento —Doc se ha parado—. ¿Dónde está ese supuesto amigo mío? ¿Dónde está el paciente?
Una pausa. El viento suspira sobre el río.
El desconocido dice:
—¿Crees en los fantasmas, Doc?
El doctor recapacita.
—Creo en los fantasmas que habitan en la mente humana.
—Este no es de esa clase.
—¿No?
—Este es real. Viene de muy lejos.
—Bueno —dice Doc, ligeramente tembloroso—, vamos a verlo. Veamos ese fenómeno. ¿Dónde está?
Otro momento de silencio. El desconocido señala con la cabeza hacia el sendero que discurre por encima de la orilla.
—Estoy aquí arriba, Doc —dice una voz familiar.
Doc siente que se le eriza la piel de la nuca. Mira a través de la oscuridad hacia dónde está la voz y ve la silueta de un segundo jinete que destaca sobre la Vía Láctea, un hombre achaparrado de hombros anchos, fuerte y musculoso, que lleva sombrero y cuya sonrisa brilla incluso bajo la luz de las estrellas.
Dios santo, piensa Doc. Y entonces se da cuenta de que en realidad no está sorprendido, que lleva dos años esperando esa aparición. Suspira. Aquí estamos, una vez más.
—¿George?
—Sí
—¿Eres tú, George?
—Sí, joder. ¿Quién diablos, si no?
Doc vuelve a suspirar.
—Te dispararon hasta hacerte picadillo en Lizard Rock.
—A mí no, a Rudolf.
—¿A Rudolf?
—Era un espantapájaros. Un puto muñeco.
—No lo entiendo.
—Bueno, déjanos pasar, por Dios. Te lo contaré todo. Es una larga historia.
Doc vuelve la vista hacia la casa flotante. A través de las cortinas de la ventana ve a Greenspan y a los demás en la mesa y las cartas en movimiento bajo la luz de la lámpara.
—George, el agente de la libertad condicional está ahí.
—Oh. Vaya, mierda, nos largamos de aquí. No te incordiamos más.
—No, esperad un momento. Es un chico agradable y no quiero ponerle en una situación comprometida. Tenéis que entenderlo. Se marchará en media hora. ¿Por qué no dejáis tú y tu amigo los caballos en el prado y nos esperáis en la casa de Seldom? No hay nadie allí. ¿Sabes dónde está su casa?
—Hemos estado allí hace cinco minutos.
Ambos se miran bajo la luz de las estrellas. Doc no está convencido totalmente.
—George, ¿de verdad eres tú?
—No, soy Ichabod Ignatz. Acércate y examina las heridas.
—Eso es lo que voy a hacer. —Doc sube al terraplén.
El caballo se revuelve, nervioso.
—¡Sooo! Ignorante hijo de puta. Sí. Choca esos cinco, Doc. —Hayduke sonríe como un niño pequeño.
Se dan la mano. Se abrazan. La aparición es igual al viejo Hayduke, maciza y apestosa. No ha mejorado en nada.
—Dios mío… sí que eres tú. —El doctor intenta contener la lágrimas—. ¿Estás bien?
—Sí. Algunas viejas heridas me están dando guerra, eso es todo. Y mi amigo quería conoceros. ¿Cómo está Seldom?
—Está igual que siempre. Sigue trabajando en el plan de la presa.
—Eso está bien. —El caballo da unas cuantas pisadas—. Quieto, quieto, maldita sea. —Una pausa larga—. ¿Cómo está Bonnie?
—Nos hemos casado.
—Eso he oído. ¿Cómo está?
—Embarazada de cuatro meses.
—No, mierda. —Pausa—. Hay que joderse. Bonnie, preñada. Me podían follar, apalear y tatuar y seguiría sin creer que eso fuera posible.
—Pues ha sucedido.
—¿Y qué va a hacer?
—Va a ser madre.
—Que me parta un rayo. —George sonríe tontamente, con tristeza y alegría, todo al mismo tiempo, como un león al que han liberado—. Eres un viejo pedorro y cachondo. Doc, quiero verla.
—La verás, la verás.
Otra pausa.
—Ahora me llamo Fred Goodsell. Tengo una nueva identidad. —La sonrisa de Hayduke se alarga—. Y un nuevo empleo también. Empiezo a trabajar como vigilante nocturno la semana que viene. Voy a ser un puto ciudadano normal y corriente, Doc, como tú y Seldom y Bonnie. Durante un tiempo.
Doc vuelve a mirar hacia la casa flotante. La puerta delantera se está abriendo. Bonnie permanece bajo la luz, intentando ver fuera.
—Será mejor que vuelva. Espéranos. Quiero verte bien y ver esas heridas. Y Bonnie también querrá. Y Seldom. No te vayas.
—Joder, Doc, estamos cansados y hambrientos. No vamos a ir a ninguna parte esta noche.
Bonnie grita.
—Doc, ¿estás ahí?
—Voy para allá —responde—, un segundo.
Hayduke se ríe entre dientes.
—El viejo Doc… ¿Sabes? Hicisteis un buen trabajo Seldom y tú en aquel puente.
—¿De qué estás hablando?
—Me refiero al puente del Glen Canyon.
—No fuimos nosotros. Aquel día estábamos aquí. Tenemos testigos que pueden demostrarlo —(Gracias a Dios).
—Bueno, pues que me parta un rayo, otra vez —dice Hayduke.
Mueve la cabeza perplejo, mientras sopesa la información.
—¿Has oído eso? —dice a su compañero enmascarado.
El compañero, que ha vuelto a montarse en el caballo, asiente.
—Doc —dice Hayduke—, será mejor que vuelvas con tu esposa antes de que te de un bocado en el culo. Pero, antes hay una cosa que tienes que preguntarme.
—¿Qué? —Doc muerde la pinta de su cigarro, que se ha apagado—. ¿De qué se trata?
—¿No vas a preguntarme dónde es mi trabajo de vigilante nocturno? —Hayduke le sonríe de nuevo.
Ahora le toca a Doc sopesar la pregunta. Brevemente.
—No, George, creo que prefiero no saberlo.
Hayduke se ríe y se vuelve hacia su compañero.
—¿Qué te dije?
Y dice, dirigiéndose a Doc:
—Una vez más tienes razón. Pero puedes adivinarlo, ¿verdad?
—Oh, sí. Sí que puedo.
—A Seldom le gustaría saberlo.
—Se lo puedes contar tú mismo.
—Muy bien. Tú eres el doctor. De acuerdo, os estaremos esperando. Vámonos. —Hayduke se aleja de Doc en su caballo gigante, dándole con los talones. El caballo comienza a trotar y resopla de placer—. Pero no nos hagáis esperar mucho —grita Hayduke, mientras desaparece.
Los dos jinetes se desvanecen por el sendero oscuro, galopando hacia la pradera. Doc se los queda mirando un momento, luego tropieza al bajar por el terraplén, recupera el equilibrio y vuelve caminando despreocupadamente a su hogar flotante mientras da caladas enérgicas a su cigarro apagado.
—¿Cómo va la partida? —grita.
—¿Quién era? —pregunta Bonnie.
—Nadie. ¿Quién reparte?
—Esta es la última mano —dice Greenspan mientras mezcla las cartas.
—¿Entras, Doc?
—Reparte —Doc guiña a Bonnie y a Seldom—. Y no olvides cortar… la puta baraja.
Dios santo, piensa Doc. Y entonces se da cuenta de que en realidad no está sorprendido, que lleva dos años esperando esa aparición. Suspira. Aquí estamos, una vez más.