18. El doctor Sarvis en casa

Un día duro en la consulta. En primer lugar una cirugía torácica: una delicada lobectomía en el lóbulo inferior del pulmón izquierdo de un adolescente que había llegado al suroeste diez años tarde, después de que el pensamiento científico moderno hubiera sustituido el anticuado aire del siglo XIX y de que hubiera contraído una neumonitis agravada por cicatrices de bronquiectasia (poco común en los mamíferos jóvenes), empeorada a su vez, algunos años más tarde, por la dolencia más típica del suroeste, la coccidioidomicosis o fiebre del valle. Esta infección, causada por un hongo, se asocia a las tierras alcalinas; el viento la transporta a lo largo y ancho del territorio, allá donde el desierto deja paso a la agricultura, la minería o la construcción. Esta enfermedad de fácil expansión acarreó, como era de esperar, graves hemorragias al muchacho; no había otra alternativa que extirpar, suturar los bronquios y coser la piel del chaval.

En segundo lugar, para relajarse, Doc había llevado a cabo una hemorroidectomía, una operación sencilla —como quitarle el corazón a una manzana— de la que siempre disfrutaba, especialmente cuando el paciente era W.W. Dingledine, un cateto puritano con el culo blanco perseguidor de bailarinas de striptease (¿no será el auténtico W.W. Dingledine? Sí, señor, ¡el mismo!), fiscal del distrito de Bernal County, Nuevo México. Los honorarios de Doc por los diez minutos de perforación rectal fueron, en este caso, una cantidad fija de 500 dólares. ¿Desorbitado? Por supuesto. Claro que era desorbitado; pero, en fin, al fiscal del distrito ya le habían advertido: «Ojo por ojo, ano por ano».

Cuando terminó, dejó caer la bata salpicada de sangre, pellizcó la nalga derecha de la enfermera equivocada y salió al callejón por la puerta lateral arrastrando los pies, con piernas temblorosas, a través del resplandor fotoquímico del sol tenue pero implacable de Alburquerque, y bajó los escalones hacia la oscuridad cómoda y acogedora del bar más cercano.

La camarera iba y venía una y otra vez y, con una sonrisa incorpórea, se deslizaba por la penumbra. Doc dio un sorbo a su martini y pensó en el chico al que ahora le ardería la incisión ya cosida de seis pulgadas bajo el omoplato izquierdo. Antaño, el suroeste había sido el lugar adonde los médicos del este enviaban los casos respiratorios más graves. Ya no; los agentes de desarrollo —banqueros, empresarios, promotores, constructores de autopistas y directores de empresas de servicios públicos— habían conseguido, en menos de treinta años, que el aire de las ciudades del suroeste alcanzara un nivel estándar, es decir, que estuviera tan viciado como cualquier otro.

Doc pensó que sabía de dónde provenía el veneno que había atacado los pulmones del chico, el mismo veneno que corroía las membranas mucosas de varios millones de habitantes, incluyéndole a él mismo. Desde la mala visión a la irritación ocular, desde las alergias al asma, pasando por el enfisema o la astenia general, había un largo etcétera, siempre patógeno. A los escolares que antes pasaban las tardes cerca de allí, en Alburquerque, se les prohibió jugar al aire libre, pues respirar profundamente suponía un peligro mayor que el de los pederastas.

Pidió un segundo martini, mientras miraba fijamente el movimiento de los muslos de estructura perfecta de la chica, que se replegaba con un serpenteo sinuoso entre las mesas, de vuelta a la barra cromada del bar. Pensó, mientras ella caminaba, en aquellas superficies internas que se acariciaban la una a la otra con una fricción íntima, en cómo se movían, dónde y por qué. Pensó, con una punzada tan dolorosa como los sueños matutinos, en Bonnie.

Basta ya. Ya era suficiente.

Doc se topó con la inverosímil luz del sol, con el creciente estruendo involuntario del tráfico, con la existencia irreal de la ciudad. Encontró su bicicleta, que en realidad era de Bonnie, donde la había aparcado (algo torcida) en la estructura situada cerca de la entrada de la sala de operaciones. Tambaleándose al principio, el doctor Sarvis pilotó en primera su nave de diez velocidades para subir la prolongada cuesta de Iron Avenue. («Usando las piernas —como los chicos de campo decían— para mover un poco el culo»).

Conductores enloquecidos en arrogantes carros de acero le adelantaban peligrosamente, casi rozándole. Él seguía abriéndose camino, heroico y solitario, ralentizando el tráfico. Un trabajador al mando de una descomunal hormigonera tocó el claxon justo detrás de él y casi le manda a la cuneta. Doc no claudicó; mientras pedaleaba alzó una mano y extendió el dedo multiusos.

—¡Chinga[17]! —dijo como réplica.

El camionero pasó por su lado y le adelantó, alejándose de forma temeraria de la parte derecha de la cabina para asomar el antebrazo fornido y sacar el puño y el dedo.

—¡Chinga tu madre[18]!

Doc contestó con el conocido doble ataque napolitano: el meñique y el índice extendidos como los dientes de un tenedor de carne.

—¡Chinga stugatz[19]! —una obscenidad forzada e intraducible.

¡Oh, oh! Se había pasado. Esta vez había llegado demasiado lejos.

El camionero viró la hormigonera hacia la cuneta con un chirriar de frenos, abrió la puerta del lado del conductor y se lanzó al exterior. Doc saltó de nuevo al asfalto y pedaleó con suavidad por la derecha, sentado de manera erguida, como un caballero. Cambió a tercera. El camionero corrió unos cuantos pasos tras él, paró y regresó a su cabina, mientras un coro de bocinas empezó a sonar, tutti fortissima, detrás del camión.

Siguió por Iron Avenue, la carretera que mejor le venía durante una milla más, cuando se dio cuenta de que le seguían. Con un vistazo por encima del hombro vio que la hormigonera estaba remontando, cerniéndose como Goliat. Con el corazón a todo trapo, masticando compulsivamente su cigarro, trazó un plan. La esquina que tenía en mente, una manzana más adelante, mostraba un solar vacío con una enorme valla publicitaria de vigas de acero que se elevaba a dos caras.

Doc ralentizó un poco el ritmo de la bicicleta, pedaleando lo más cerca de la cuneta que pudo, y permitió que pasara un par de coches. La hormigonera estaba ahora justo detrás de él. Doc echó otra ojeada y le soltó al camionero otros dos insultos calabreses indescriptibles haciendo los cuernos con los dedos. El claxon del camión contestó con un rebuzno de furia. Doc aumentó la velocidad y cambió a sexta mientras la hormigonera tronaba tras él. La esquina estaba cerca, se concentró en la abertura estrecha de la acera donde un carril sin asfaltar conducía a las vallas. (Doc y Bonnie ya habían eliminado carteles así anteriormente). Doc señaló cortésmente el giro oblicuo hacia la derecha que estaba a punto de tomar, dando al camionero una muestra de deportividad. Con el dedo extendido, claro.

El momento llegó. Doc dio el giro con soltura, sin dejar de pedalear ni un momento. Raudo y veloz, sentado reposadamente sobre el pequeño sillín de la bicicleta, pasó entre los postes de acero y bajo el borde inferior de la doble valla. La parte de arriba de su gorra evitó por seis pulgadas el acero del poste transversal. La hormigonera lo siguió.

Cuando oyó la colisión, Doc aminoró y comenzó a dar vueltas, sopesando los daños: espectacular, pero nada grave. Ambas vallas estaban tiradas, desperdigadas sobre la cabina y la mezcladora de cemento de la hormigonera. Del medio de la maraña de escombros emergía un chorro de humo, silbando como un géiser, desde el radiador reventado de la hormigonera n.° 17 de la Compañía Reddy-Mix Cement & Gravel de Duke City.

Doc observó cómo el conductor se deslizaba desde la cabina hacia los restos de las vallas. Excepto nariz sangrante, varias contusiones leves, cortes y estado de shock, el hombre no parecía estar herido de gravedad. Los gemidos dopplerianos de las sirenas que se acercaban llegaron y dejaron de sonar con los portazos de los coches. La policía se hizo cargo de la situación. Satisfecho, Doc se alejó pedaleando sin un rasguño.

La cena no era cosa fácil. Al doctor Sarvis le encantaba comer pero odiaba cocinar. Después de enredar durante un rato por la cocina con un paquete de chuletas de cerdo duras como rocas tras cuatro semanas en el congelador, se conformó —dónde diablos estará mi Bonnie— con una lata de judías verdes, algunos restos de ensalada de pollo Abbzug y una botella de cerveza. Encendió la televisión para ver las noticias de la tarde con Walter Cronkite y sus amigos. Se sentó junto a la mesa y estudió una vez más la postal que había encontrado en el buzón.

Querido papá Doc estoy pasándolo muy bien aquí en el bosque cojiendo flores viendo a los cierbos y el General Havick nos sigue a todas partes te echamos todos de menos ¿nos vemos en Page o en Fry Canyon? ¿Dentro de una semana o dos, no? Te llamaremos un beso Butch y Bonnie y Seldom Seen Slim.

El matasellos de la postal era de Jacob Lake (Arizona) y la imagen mostraba una panorámica de una pradera, un venado y unos álamos color verde estival.

Comió su cena de soltero solitario; se sentía tan frío y abatido como la ensalada de pollo. Echaba de menos a la banda. Echaba de menos el aire intenso, los páramos, las florecitas amarillas, el olor del humo de enebro, el tacto de la arena y la grava en sus manos. (Colabora con los Eco-Riders de tu localidad). Pero a quien más echaba de menos era a su Bonnie. La Abbzug más hermosa que haya existido jamás.

Vio las noticias. Lo mismo del día anterior. La crisis general llegaba. Nada nuevo excepto los anuncios llenos de arte encubierto y ecoporno. Escenas de los pantanos de Luisiana, de pájaros extraños volando a cámara lenta, de cipreses con barbas de musgo negro. Sobre la imagen primigenia hablaba la voz del Poder, con una sinceridad fétida, deshaciéndose en elogios hacia sí misma, la Exxon Oil Company: su pulcritud, su exigente cuidado por lo salvaje, su preocupación por las necesidades humanas.

Al volver de la nevera, con la segunda cerveza en la mano, Doc se detuvo un momento frente a la pantalla de la televisión. Un plano largo de una plataforma petrolífera en el mar. La música elevándose al terminar la frase. Las palabras «Pensábamos que te gustaría saber» pasando por la pantalla. Demasiado para él. De repente todo aquello era demasiado. Hizo retroceder su enorme bota derecha y dio una patada al cuadrado de la imagen, que implosionó-explosionó con un sonido parecido al estallido de una bombilla gigante. La cocina se cubrió de un resplandor azul que se extinguió justo después de aparecer. Por las paredes se deslizaron fragmentos de cristal fluorescente.

Doc se paró a contemplar lo espantoso que era lo que había hecho.

—Así es como contradigo a McLuhan —murmuró.

Se sentó de nuevo junto a la mesa. El olor a sulfuro de zinc flotaba en el ambiente. Se terminó la cena y volcó los platos sobre la pila de cacharros sucios del lavavajillas que ya rebosaba. Los empujó hacia abajo, inclinándolos con fuerza bajo la tapa. Se oyó un crujido de cristal roto. Dio de comer al gato de Bonnie y luego lo echó; se fue de la cocina, se sentó en el salón y encendió un cigarro, mientras miraba por el ventanal del oeste la adusta magnificencia de la ciudad, como si fuera un lecho de brasas. Encima de la ciudad y más allá del Río Grande, la luna creciente pendía del cielo del atardecer, pálida como el platino, alumbrando la ciudad, el río y la llanura del desierto.

Doc pensó en sus amigos, que estarían en algún lugar allí fuera, lejos, hacia el norte y el oeste, entre las rocas, bajo esa luz sencilla, haciendo los trabajos necesarios mientras él dejaba pasar sus años de madurez. El diablo, cuando no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Doc Sarvis alcanzó el periódico. Vio la publicidad a toda página de la contraportada. Regata, pista de hielo, Duke City. Pensó que debería ir a echar un vistazo a las nuevas casas flotantes. Al día siguiente, o al otro. Pronto.