16. Sábado noche en América
Hora de maniobras logísticas. Todos estuvieron de acuerdo —incluido Doc— que Doc debía volver a Alburquerque y atender a sus pacientes un tiempo, cobrar sus cheques —los cheques de los pacientes— y reforzar la columna de abastecimiento.
Bonnie no quería volver a la oficina y quién podría culparla. Quería quedarse con Smith y Hayduke para la siguiente aventura. Cualquiera que fuese.
Pero Doc no podía conducir un auto, o decía que no podía, o no deseaba conducir un auto. Se necesitaba, pues, que lo llevaran al aeropuerto más cercano —Page, en este caso— para el vuelo de vuelta a Nuevo México. Parecía quejoso, había bebido mucho, los ojos humedecidos y sentimentales, abrazando a sus tres camaradas por turnos. El primero Smith.
—Smith —le dijo—. Mi viejo Seldom Seen, cuento con que me vigilarás a estos dos críos. Los dos son bobos, lo sabes, inocentes y absolutamente indefensos. Eres el mayor en este menaje. Cuídamelos.
Smith palmeó la espalda de Doc.
—No te preocupes Doc, no tienes por qué preocuparte de nada.
—Intenta que George no se mate.
—Lo haré, colega.
—Y vigila de cerca de Bonnie, me parece que está cogiendo la Enfermedad de Hayduke.
—Tendré los dos ojos puestos en ella, no te preocupes.
—Buen chico. Recuerda esto: aunque el camino es duro, la dureza es el camino. Nuestra causa es justa (sólo una maldita cosa tras otra) y Dios está de nuestra parte. O viceversa. Luchamos contra la máquina de la locura, Seldom, con los allana montañas y los devora hombres. Alguien tiene que intentar pararlos. Y somos nosotros, especialmente tú.
—Puedes apostarlo, Doc. Consigue algo de dinero y vuelve pronto —Smith sonrió—. No te olvides de los yates y los delfines de entrenamiento.
—Dios santo —dijo Doc—, estás loco. El siguiente.
George Washington Hayduke, muy hombre, muy macho pendejo[16], dio un paso adelante. Doc Sarvis lo separó de los demás.
—George —le dijo—, ven aquí un momento.
—De acuerdo, Doc, ya sé lo que vas a decirme. —Hayduke, tan corpulento como un barril de cerveza, apestando como siempre a sudor, a polvo y a cerveza, parecía casi… bueno, ansioso.
—Óyeme, Doc…
—No, óyeme tú.
—No, oye, no fue idea mía. No quería que ella estuviera en primera línea. Ella no trae más que problemas.
Doc sonrió, su brazo sobre las musculosas espaldas de Hayduke. Como un fornido defensa. El oso y el búfalo, en la intimidad.
—George —le dijo—, óyeme bien. Tengo cuarenta y nueve y pico. Ya estoy de vuelta. Bonnie lo sabe. Vete con ella. Es tu turno.
—No la quiero.
—No me mientas, George. Ve con ella. Si puedes, claro. Si eres lo suficientemente hombre. Vete con ella y mis bendiciones para los dos. No me des explicaciones.
Hayduke miró al suelo, mudo por un instante, avergonzado de verdad.
—Es Seldom, él es quien la desea de verdad.
—Smith tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros. Es un hombre con gusto y buen sentido. No es un loco como tú. Déjale que él se vaya con ella pues. Haz esa cagada.
Hayduke resopló.
—Ten por seguro como la mierda que no voy a pelear por ella. Tengo cosas más interesantes que hacer.
—No hay nada más interesante que una mujer, George. No en este mundo.
Siguieron adelante en un segundo círculo pequeño mientras el avión de Doc llenaba sus tanques de gasolina, se probaban los turbocompresores, se miraban los cables de la cola y los alerones.
El sol de verano de Arizona brillaba sobre todo: sobre el aeropuerto, sobre la central eléctrica, sobre el avión, sobre los ciudadanos de Page, sobre los pasajeros, sobre los coches aparcados, y de todo aquello lo que más brillaba con diferencia era la Srta. B. Abbzug, Bonnie.
Doc Sarvis lo sabía, sabía lo que significaba ese tesoro. Porque cualquier hombre en su sano juicio debía arrodillarse ante aquel resplandor sagrado, gimiendo como un perro enfermo, y lamer con la lengua y abyecta adoración la punta rosada de los dedos de sus pies.
Smith lo sabía: se estaba derritiendo como un helado. Como solía decir su padre, podrías comértela con una cuchara. Los indios lo sabían, tirados en la sombra, la miraban con ojos de conejo hambriento, riéndose, soltando sus chistes del Pleistoceno (los mejores). Sólo Hayduke, estúpido y tozudo, parecía no estar en presencia del Más Elevado Conocimiento.
—De acuerdo pues, todo arreglado —dijo Doc—. Voy a despedirme de Bonnie.
Ella lloró un poco.
—Vamos, vamos, mi dulce niña, se te va a correr el maquillaje, no me llores.
Él había temido que no lo hiciera, desde luego. Acarició su cabello, la suave curva de los glúteos y las caderas. Los indios se reían. Que les den por culo, salvajes de la Edad de Piedra que van en pick up, que comen Pan Rainbo y Hostess Twinkies, se ponían corbatas, veían todas las putas tardes en la televisión la serie Mister Rogers’ Neighborhood.
—No estoy llorando —dijo, sus lágrimas caían en el hombro del chaleco de gamuza de Doc.
—Estaré de vuelta en un par de semanas —dijo—. Cuida a esos mamones, asegúrate que toman sus vitaminas y se cepillan los dientes después de cenar. No dejes que George beba hasta matarse. Procura que Seldom Seen vuelva sano con sus esposas.
—Claro, Doc. —Ella sorbiendo entre las solapas de él, el pecho apretado contra su barriga imponente.
—Ten cuidado. No le digas a George que necesitaste ayuda con el detonador. No lo sabe. Haz que esos maníacos se moderen. No llores, querida. Te quiero. ¿Me estás escuchando?
Ella asintió entre sus brazos, sin dejar de llorar.
—Vale. No te metas en líos hasta que yo vuelva. Haz tu trabajo pero sin que nadie resulte herido. Y sobre todo, no dejes que te pillen.
Ella asintió. El piloto hizo girar las hélices del motor. El ruido se extendió en ondas hacia Tower Butte, Vermilion Cliffs, Lone Rock y más allá, un estruendo loco de lunáticos pistones. Los pasajeros fueron enfilando la puerta, cowboys con maletines, hippies ricos con más collares que los Ute o los Paiute, siguiendo su ruta hacia las orillas del Ganges donde encontrar un nuevo guru, agentes de la Oficina de «Desastreclamación» de los Estados Unidos con las cabezas como nabos y ojillos como bolitas de veneno para ratas, que se agarraban los sombreros para que no se les volara con el viento de las hélices, adorables viejecitas que iban directas a Phoenix para cuidar de sus nietecitos (otro divorcio a la vista de su Phoebe Sue), la mitad de los habitantes de Page parecían irse aquel día a cualquier otra parte, y quién podía echárselo en cara. A cualquier lugar que tuviera más Baptistas que indios. Con más bebedores de cerveza que bebedores de vino. Con más lanchas a motor que canoas. Con más sol que sensibilidad…
—Bueno, es mejor que me vaya.
Él besó su cara arrasada de lágrimas, la boca fragante, las duras pestañas de sus ojos cerrados.
—Doc…
—¿Sí?
—Todavía te quiero, Doc, sabes…
—Claro, Bonnie…
—Mira…
—Claro…
Doc Sarvis, cartera, periódico y sombrero en la mano, se apresuró por la pasarela buscando su boleto a medida que avanzaba. Teatralmente se detuvo en lo alto de la escalera, volvió a despedirse de sus amigos y camaradas —no un adiós sino un hasta pronto—. Bonnie, apoyada en el delgado costado de Seldom Seen, se limpiaba las mejillas con un pañuelo rojo y le devolvió el saludo a Doc.
Vieron cómo el avión se iba a la pista de despegue, los motores aullaban como bestias muertas de miedo, vieron la magia de un despegue una vez más, las ruedas levantándose del asfalto y plegándose entre las alas mientras el morro del aparato se elevaba sobre las líneas de alta tensión —por un pelo— virando luego hacia el ciego faro del sol.
Sintiendo vagamente que les habían amputado algo, se retiraron a un bar de Page a plantear las próximas actuaciones. Era la hora feliz: el antro estaba lleno de hombres sedientos, y entre ellos, en una mesa, seis cowboys con la piel de la cara como de cuero y sus novias gritonas. Bonnie metió una moneda en el jukebox, eligió una de sus canciones favoritas —antes que nada un poco de rock duro de una banda inglesa de nuevos ricos—. Lo soportaron con paciencia. Luego vino otro grupo de rock, en el que destacaban las estridencias histéricas de una imitación afro de la vocalista, una Janis Joplin de martirizada memoria. Era demasiado. El cowboy que andaba más cerca se puso en pie —un tipo de más de metro noventa al que le costó lo suyo poner en pie tanta altura— dio dos zancadas hasta el jukebox y lo pateó, con todas sus fuerzas, y como no funcionó volvió a patearlo otra vez, más fuerte. Funcionó. La aguja se salió del surco del disco de vinilo, rayándolo y produciendo una insoportable estridencia amplificada electrónicamente que resultó como un aguijonazo para los oídos, el cerebro, el sistema nervioso de todos los presentes. Hasta los hombres más rudos hicieron un gesto de dolor. Los reflejos de la máquina, activados, se movieron suavemente hacia el mecanismo automático: el brazo volvió a capturar el disco odioso y lo volvió a colocar en la plataforma muda. El cowboy metió una moneda y por un instante sonó esa preciosa melodía: la del silencio.
Fue sólo un momento.
—Eh —gritó Bonnie Abbzug abusando de su acento del Bronx— lo que has pateado era mi disco, zambo hijo-de-puta.
Educadamente el cowboy pasó de ella. Con calma examinaba la consola, le dio al botón de Merle Haggard, al de Hanj Snow y (por Dios Santo) al de Andy Williams. Metió otra moneda en la máquina.
Bonnie se fue hacia él.
—Ya puedes poner a mi Janis otra vez.
Ignorándola, el cowboy siguió buscando tres canciones más para seleccionarlas. Bonnie se inclinó hacia él, lo sacudió de los hombros. Él le dio un empujón.
Hayduke se levantó. Llevaba en el gaznate tres chupitos de Beam y una jarra de Coors. Sentía que había llegado la hora. El cowboy le sacaba una cabeza, pero llegó hasta él, le tocó en el hombro y el cowboy se giró.
—Buenas —le dijo Hayduke, sonriéndole—. Soy un hippie —Y le soltó un mazazo en el estómago, el cowboy se estampó contra la pared. Hayduke arrostró a los otros cinco cowboys (y sus consortes) en la mesa. Se habían levantado todos, todos sonreían. Hayduke empezó su número.
—Mi nombre es Hayduke —graznó—, George Hayduke, y soy un hippie y estoy aquí. He oído que la revolución sexual ha llegado por fin a Page, Arizona, capital de mierda del Condado de Coconino. Todo lo que tengo que decir es que estos son tiempos muy jodidos. Porque he oído decir que hasta los cowboys pueden follar ya. He oído…
Bueno. Mierda. Esta vez se había equivocado de cowboys.
Hayduke volvió en sí lenta, temerosamente, a través de sueños y recuerdos, un racimo de pesadillas y alucinaciones en medio de un ensordecedor dolor de cabeza, hasta encontrarse en lo que parecía ser (¡santo cielo!) una habitación de motel. Unas manos suaves sobre su cabeza y su cara, aplicando un trapo humedecido con agua tibia sobre sus heridas. Su cara, dulce y amable era la de un ángel, y estaba mirándolo a través de la rosada mezcla de daño y dolor…
—Idiota —parecía decir—, podían haberte matado. Eran seis, y nosotros sólo tres.
¿Quiénes éramos tres? ¿Quiénes seis?
—Pobre Seldom —dijo Bonnie—. La tomaron con él por querer sacarte del embolado. Querían matarlo.
—¿Quién? —Trató de incorporarse. Ella lo ayudó, colocando su espalda sobre las almohadas.
—Relájate, no he terminado. —Extrajo un fragmento de cristal de la herida que tenía en la cabeza—. Aquí habrá que dar algún punto de sutura.
—¿Dónde está Seldom? —gruñó Hayduke.
—En el baño, está curándose. Está bien, no hay que preocuparse por él. El que peor parado ha salido eres tú. Te machacaron la cabeza contra la esquina del jukebox.
¿Jukebox? Jukebox… ¡Ahhhhh!, ahora empezaba a acordarse. El disco de Janis «Golpin». Una gresca en un bar. Cowboys muy altos con los ojos como halcones sobrevolándole. Sí. Se equivocó de cowboys. Eran como dieciocho, puede que cuarenta. Todos en aquel antro.
Seldom Seen Smith salió del baño, una toalla le envolvía el torso delgado, algo así como una sonrisa torcida en el rostro, un ojo morado y el tabique nasal aparentemente roto. Las fosas nasales, taponadas con algodón empapado de sangre. Sus piernas avanzaban lentas, parecía extenuado, como alguna especie de pájaro —un carroñero parlante—, quizá, un buitre rubio de los bordes del cañón.
—¿Qué película ponen los lunes por la noche? —preguntó poniendo la televisión.
—La película del sábado noche —dijo Bonnie.
Pasaron la tarde allí en la caja de estuco del Shady Rest Model, un local muy económico (sin piscina), orgullo de Page. El aire acondicionado retumbaba, el televisor barbullaba sin descanso. Smith curó la herida de la cabeza de Hayduke y la vendó con una compresa. Bonnie y él le curaron las heridas menores y lo ayudaron a desplazarse para que tomase un baño caliente. Smith fue a por cerveza y comida. Con tiernas manos Bonnie bañó a Hayduke y cuando su pene se levantara majestuoso, como seguramente haría, ella se cuidaría de él con dedos amantes, diciéndole palabras cariñosas. Él se recobró rápidamente. Hayduke sabía, a pesar de su vapuleado estupor, que había sido el elegido. No podía hacer nada. Golpeado pero agradecido, se rindió.
Smith volvió. Comieron. Hombre con tacto, Smith se borró cuando terminó la película, volvió al desierto con su camioneta y su saco de dormir, durmió bajo las estrellas, sobre la arena con tarántulas y crótalos por compañía, y soñó sin preocuparse de sus olvidadas esposas.
Abbzug y Hayduke, solos por fin, chocaron el uno contra el otro como vagones que tenían que acoplarse en la vía. Nadie llevó la cuenta aquella noche pero el desvencijado lecho de la habitación de motel golpeó contra la pared más veces de las que se considera correcto, y los gemidos y gritos de Bonnie a través de la oscuridad, a intervalos impredecibles pero frecuentes, causaron comentarios muy desfavorables en las habitaciones vecinas.
Tarde, a la mañana siguiente, a la hora del check out, después de un apoteósico fin de fiesta, una llena y el otro vacío, yacían ambos inertes como algas en la arena húmeda de una playa, escucharon bastante tiempo sin moverse, los nudillos de Smith tocando en la puerta de madera hueca. La puerta donde estaba colgado el cartel con un aviso impreso:
SE INFORMA
Que el check out es a las 10 A.M.
Todo lo que hay en la habitación
Está inventariado
Antes de que usted la alquilase.
Su nombre, su dirección &
La matrícula de su auto
Quedan registrados
De forma permanente
En nuestros archivos.
Disfrute de su estancia
Y VUELVA DE NUEVO
La dirección
Shady Rest Motel
—Buenas —le dijo Hayduke, sonriéndole—. Soy un hippie —Y le soltó un mazazo en el estómago, el cowboy se estampó contra la pared. Hayduke arrostró a los otros cinco cowboys (y sus consortes) en la mesa. Se habían levantado todos, todos sonreían.