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25. Una parada para descansar
—!Caramba! ¿Entonces qué pasó?
Ella lo miraba con ojos de fascinación y con la boca abierta en gesto de asombro.
—Estabas ahí —dijo Doc— atrapado en el borde de un barranco a cien pies…
—Ahí estaba.
—Con el reverendo y sus fanáticos secuaces yendo hacia ti, armados hasta los dientes y con sed de venganza…
—Eso es.
George tiró de la anilla de la cuarta lata de Schlitz de los últimos treinta minutos.
—Sin manera alguna de bajar ni de salir.
—Así es.
—Seis contra uno.
—Seis contra mí. Sí. Mierda.
Inclinó la lata hacia su hocico mugriento. Oyeron los horribles sorbidos y observaron la barbuda nuez subiendo y bajando. Smith giró la varilla en la que estaba pinchada la cena y sonrió pensativo mientras miraba las llamas fijamente. El doctor Sarvis daba sorbos a su bourbon Wild Turkey con agua de pozo mientras Bonnie Abbzug se fumaba su «Ovaltine».
Detrás, entre las sombras de la noche y bajo los claroscuros de la red de camuflaje colocada entre los pinos piñoneros, se encontraba aparcada la camioneta de Smith; y a su lado el jeep azul desteñido y abollado, con el capó, el techo, el asiento y la lona cubiertos por una fina capa de polvo caoba. Tenía en el parabrisas un agujero irregular, con forma de estrella del tamaño de una pelota de fútbol.
—¿Entonces?
—Entonces… joder.
—Entonces, ¿qué hiciste?
—¿Cuándo?
—Venga, George.
George bajó la lata de cerveza. Smith estaba mirándolo, y él le guiñó. Miró a Bonnie y a Doc.
—Oh, Dios mío, es una historia complicada. No vais a querer oírla entera. Digamos sólo que bajé de allí y conduje por Comb Wash, me puse en camino y qué coño, aquí estoy. Dame una calada de eso.
Lo miraron en silencio. Bonnie le pasó el porro. Doc encendió un cigarro Marsh-Wheeling fresco. Seldom Seen dio la vuelta a la varilla.
—De acuerdo —dijo Bonnie—, olvídalo. Hablemos de otra cosa. ¿De qué podemos hablar?
—Bueno, si insistís…
—No, no importa.
—Si insistís…
—Lo bajaste con el cabrestante —supuso Smith.
—Claro. ¿Cómo, si no?
George les sonrió orgulloso y en esa breve pausa se acercó la cerveza a la boca otra vez. Tenía un aspecto demacrado, mugriento y famélico, sus ojos inyectados en sangre a causa de los destellos del sol y de forzar la vista estaban rodeados, como los de un mapache, por unos círculos negros de agotamiento. No obstante, aún no estaba listo para irse a dormir. Estaba demasiado cansado para eso, según había explicado.
—¿Qué es eso del cable estante?
Quiso saber Bonnie.
—El cabrestante —corrigió Hayduke—. Esa cosa de delante. Hay un cable de ciento cincuenta pies ahí. Es muy fácil.
—Espera un segundo —intervino Doc—. ¿Estás contándonos que bajaste ese jeep por el barranco con el cabrestante?
—Sí.
—¿El barranco con el saliente?
—No fue sencillo.
—Eso es lo que los escaladores llamamos rappel libre —comentó Smith.
—¿Rappel libre? —preguntó Doc—. ¿Qué es eso de rappel libre?
—Rappel, rappel. Rappel de corde —explicó Bonnie—, c’est un moyen de descendre une roche verticale avec une corde double, récupérable ensuite.
—Exacto —dijo Hayduke.
—Eso lo hacemos mucho —añadió Smith—, sólo que normalmente no con un jeep. De hecho nadie lo había hecho con un jeep antes, que yo sepa, y si no supiera que George es un hombre sincero me inclinaría a sospechar que quizás estuviera exagerando un poquito. No mintiendo, no, nunca sospecharía algo así de George, pero quizás, estuviera…
—Simplificando la verdad —sugirió Bonnie.
—Eso es, o quizás sobresimplificándola un poco.
—Sí —dijo Hayduke—, vale, coño, no me creáis si no queréis. Pero ahí está el jeep, delante de vuestros malditos ojos.
Devolvió a Bonnie el cigarrito liado a mano.
—Parece el mismo jeep —admitió Smith—, pero no tiene por qué serlo. Podría tratarse de uno de esos parecidos razonables que dicen. Peso no estoy diciendo que no sea posible. Yo he subido y bajado mi camioneta con el cabrestante por pendientes bastante inclinadas. Pero tengo que admitir que nunca he hecho rappel libre con ella.
—Muy bien —dijo Doc—, vamos a suponer que George, para variar, no está mintiendo. Pero tengo unas cuantas preguntas técnicas. No sabía, en primer lugar, que un cabrestante funcionaba al revés.
—No serviría de mucho si no —contestó Hayduke.
—¿Y anclaste el cable al enebro?
—Eso es.
—Pero… —interrumpió Bonnie.
Hayduke dejó la lata de cerveza, que ya estaba vacía, en el suelo y cogió otra.
—A ver —continuó—, ¿queréis oír la historia completa o no? Vale, entonces callaos y os contaré exactamente lo que hice. Cuando vi que el reverendo y sus hombres me iban a dejar tiempo suficiente, lo primero que hice fue sacar la cuerda de escalar y medir la caída. Mi cuerda es de ciento veinte pies de largo. La caída era de unos ciento diez pies. Eso suponía un problema. Si hubiera sido de setenta y cinco pies o menos podría haber hecho un verdadero rappel con el jeep. Recordad que en el cabrestante hay ciento cincuenta pies de cable. Podría haber doblado el cable alrededor del enebro, enganchar el extremo al bastidor y llevar el auto hasta el fondo del barranco.
—Y cortar el árbol —añadió Smith.
—Sí, puede que sí. Y cuando hubiera llegado abajo hubiera desenganchado el extremo del cable y lo hubiera recuperado sin ninguna dificultad. Pero era mucha distancia. Eso significaba que tenía que dejar el extremo del cable enganchado alrededor del árbol ahí arriba. Por tanto tenía que buscar otra manera de bajar el cable una vez estuviera abajo el jeep.
—¿Por qué no podías extraer luego el cable del cabrestante —preguntó Doc—, después de haber llegado abajo?
—No pensé que tuviera tiempo suficiente. Además, va en contra de la ética de los escaladores dejar puestos sistemas de ayuda después de acabar el descenso. Tampoco quería que el reverendo Love supiera dónde estaba, cómo había bajado o si había bajado siquiera. Quería darle algo en lo que pensar durante los próximos años. Así que tenía que quitar el cable del árbol y recuperarlo. La única pregunta era cómo. Mientras lo estaba pensando aseguré todo bien fuerte y coloqué el jeep entre el árbol y el borde, con la parte trasera hacia el barranco. Durante todo ese tiempo el reverendo y el equipo se aproximaban, pero tuve la impresión de que todavía contaba por lo menos con cinco minutos. Se estaban tomando su tiempo. Entonces pararon como a una milla de distancia, salieron, discutieron un rato y comenzaron a caminar hacia la cresta con un despliegue de combate, aunque no muy bueno; los podría haber matado a todos si hubiera querido. Pero —pásame ese canuto otra vez— ya sabéis… malas Relaciones Públicas.
—Termina la puñetera historia —dijo Bonnie— y vamos a comer.
—Así que me daba tiempo. Enganché el cable del cabrestante alrededor de la base del árbol. Até un extremo de mi cuerda al gancho del cable, que es un mosquetón grande, si os fijáis en él, ya que no me creéis.
—No divagues.
Bonnie le sonreía con los ojos llenos de amor mal disimulado mientras deshacía la colilla y guardaba los restos en el tubo de Tampax.
—Continúa.
—De acuerdo. Puse el jeep en punto muerto, encendí el motor y lo empujé hacia el filo, lo bastante lejos como para tensar el cable, unos cuatro pasos. El cabrestante estaba bloqueado en ese momento y el jeep se quedó colgado así, con las ruedas delanteras en la roca firme y el motor a ralentí. Entonces puse el cabrestante marcha atrás y lo bajé.
—¿Lo bajaste? —dijo Doc.
—Eso es.
—¿Que bajaste el jeep? ¿Por el aire?
—Sí.
—¿Y que hubieras hecho si el cabrestante hubiera fallado?
—No falló.
—Pero supón que sí.
—Hubiera bajado por la cuerda.
Silencio.
—Muy bien —dijo Doc—, o eso parece. ¿Cuánto pesa tu jeep, Hayduke?
—Unas tres mil quinientas libras de peso con todo ese equipamiento y con la gasolina.
—¿Y el cabrestante aguantó?
—Es un buen cabrestante. Un Warn. Claro que dimos muchas vueltas cuando íbamos descendiendo y eso fue lo que más me preocupó. Temía que el cable se partiera en dos. Pero no fue así.
Smith giró la brocheta (filete, tomate en rodajas, pimiento morrón, tomates cherry, cebolla… todo es poco para la gente de los zuecos) y alejó la vista hacia las crestas de los cañones, la meseta boscosa, la lejana carretera que llegaba desde el este.
—George —dijo—, eres un caso.
Hayduke abrió otra cerveza. La penúltima[23]. Todas las cervezas son la penúltima.
—Estaba muy nervioso —dijo—, no me importa admitirlo. Al llegar al suelo nos dimos un golpe bastante grande, pero no se rompió nada. Puse el freno y dejé que el cabrestante se siguiera desenrollando lo suficiente como para que se aflojara el cable, di un buen tirón de la cuerda, solté el gancho y saqué la cuerda. El cable bajó como una losa, y después la cuerda. El gancho cayó en el parabrisas y machacó algunas cosas pero no puedo quejarme. Quizás tendría que haber puesto el jeep bajo el saliente del barranco primero, pero no se puede estar en todo. De todas formas me sentí de puta madre. Después de que el cable cayera conduje el jeep hacia debajo del saliente para esconderlo y recogí el cable. Entonces esperamos. Tuvimos que esperar mucho.
—¿Quiénes «tuvimos»?
—Pues mi jeep y yo.
Smith comenzó a sacar la cena de la varilla.
—Agarrad vuestros platos, socios.
—Había un hueco en el barranco. Como una cueva. No había manera de que pudieran verme o ver el jeep desde arriba. Podía oírles discutir, J. Dudley era quien llevaba la voz cantante, claro. Mi principal problema entonces fue cómo aguantar la risa. Se fueron hacia el principio de la noche. Oí que se alejaban conduciendo. Esperé hasta media noche para asegurarme de que se habían ido. Entonces enrollé el cable en el cabrestante y tomé un camino hacia Comb Wash. Eso me llevó el resto de la noche. Por la mañana me oculté bajo los álamos. Por la tarde, cuando vi que no aparecía nadie vine hacia acá. Vamos a comer.
—George —dijo Doc.
—¿Sí?
—George…
—¿Sí?
—George, ¿de verdad esperas que alguien se crea esa historia?
Hayduke sonrió.
—No, joder. Vamos a comer. Pero la próxima vez que veas al reverendo, pregúntale qué pasó con Rudolf el Rojo.
—Deux ex machina —concluyó Bonnie.
Comieron, bebieron y vieron la puesta de sol que estallaba y luego se apagaba. Doc Sarvis dio su famoso discurso de la megamáquina. El fuego parpadeaba abajo. El engreído Hayduke, victorioso, miraba fijamente las brasas de carbón de enebro que ardían lentamente y pensaba para sus adentros en la cara del reverendo. ¿Había arriesgado su vida por reírse? Sí, y mereció la pena. Mientras tanto, Seldom Seen, alerta y en silencio, tranquilo pero atento, miraba la suave puesta de sol en el oeste, los cañones crepusculares en el sur, la noche paulatina en el este y, al norte, en los cuellos volcánicos, Elk Ridge y la sierra de Abajo. Ni preocupado ni inquieto; simplemente consciente.
No me gusta esto. Demasiado bueno —pensó.
Hayduke bostezó, por fin se relajaba. Bonnie le abrió otra cerveza.
—Ya es hora de que descases un poco, fiera.
Doc Sarvis se secó las manos con un trapo y contempló el cálido cielo rojizo y dorado medio cubierto de nubes.
—Bien hecho, Yahvé.
—El tiempo está cambiando —comentó Smith siguiéndole la mirada al doctor. Se humedeció el dedo y lo extendió al aire—. El viento es correcto. Pueden caer unas cuantas gotas esta noche. Por otra parte puede que no. En esta zona no se puede depender del tiempo, como decía mi padre cuando no se le ocurría otra cosa que decir, que era muy a menudo.
—Me voy al sobre —dijo Hayduke.
—Y como yo también digo —continuó Smith— creo que a partir de ahora tendríamos que ir haciendo guardias. Yo haré la primera.
—Despiértame a media noche —dijo Hayduke—, y yo te relevaré.
—George, tú mejor duerme. Despertaré a Doc.
—¿Y qué tal una partidilla entre amigos? —preguntó Doc—. ¿Nos jugamos unas monedas? ¿Límite de la apuesta? ¿Pot limit?
No hubo respuesta.
—Doc está borracho —dijo Bonnie—, despiértame a mí.
—George y tú podéis vigilar mañana por la noche.
Bonnie llevó a Hayduke al nido de amor que había preparado: los dos sacos de dormir unidos mediante sus respectivas cremalleras sobre un par de pieles de cordero en la cima de la meseta, bajo la dulce brisa de los pinos piñoneros.
—No sé —dijo Hayduke.
—¿No sabes qué?
—Si deberíamos. Esta noche.
La voz de Bonnie se hizo de hielo:
—¿Y por qué no?
Hayduke dudó.
—Bueno… Doc está aquí.
—¿Y?
—Pues que no le va a… quiero decir, Doc todavía está enamorado de ti, ¿no? Quiero decir… ¡Dios!
Bonnie lo miró con desdén, sus ojos a dos palmos de distancia de los de Hayduke y a un palmo de altura más abajo. Él podía sentir el olor de su colonia del desierto; ¿cómo la llamaba ella? L’Air du Temps. La fragancia que significaba North Rim, Cape Royal, Point Sublime:
—Qué delicado —dijo ella. Lo agarró del frente de la camisa con fuerza—. Escucha, Hayduke, bicho raro, cabeza de alcornoque. Doc no es como tú. Doc es adulto. Él acepta el hecho de que tú y yo seamos amantes. No tenemos nada que esconder.
—¿A él no le importa?
—¿Importar? A él le importo yo y le importas tú. Es un hombre con educación. ¿De qué tienes miedo?
—No lo sé. ¿No está celoso?
—No, no está celoso. Y ahora, ¿vas a acostarte conmigo o te vas a quedar aquí toda la noche discutiendo mientras yo me acuesto sola? Aclárate rápido porque no soy una mujer con paciencia y detesto a los hombres tiquismiquis.
Hayduke consideró detenidamente la cuestión durante dos segundos y medio. Su cara ancha e hirsuta se suavizó con una sonrisa avergonzada.
—Bueno, mierda… Estoy algo cansado.
Más tarde, mientras Doc hacía la guardia junto a la cafetera que hervía a fuego lento sobre las cenizas calientes de la hoguera, a Hayduke le despertaron ligeramente unas cuantas gotas de lluvia que cayeron sobre su cara. Salió de un sueño movido (soñaba que caía) y se vio a sí mismo mirando hacia el cielo negro y profundo. No había estrellas. Durante un momento el terror lo paralizó. Luego sintió la calidez del cuerpo suave de Bonnie que se movía levemente a su lado y volvió la tranquilidad, la paz y la seguridad, y las ganas de reírse.
—¿Qué pasa, Rudolf?
—Está lloviendo.
—Estás como una cabra. No está lloviendo. Duérmete.
—Si que lo está. Lo he sentido.
Ella sacó la cabeza de la capucha del saco.
—Oscuro, vale… pero no llueve.
—Pues llovía hace un minuto. Sé que llovía.
—Estabas soñando.
—¿Soy Rudolf el Rojo o no?
—¿Y qué?
—Maldita sea, Rudolf el Rojo conoce la lluvia, cariño.
—¿Puedes repetir eso?
Por la mañana temprano, sobre el nublado amanecer, oyeron un avión.
—No os mováis —dijo Smith.
Todos excepto Hayduke estaban desayunando bajo los árboles, debajo de una de las esquinas de la red de camuflaje.
—Y no miréis hacia arriba. ¿Dónde está George?
—Está dormido todavía.
—¿Está a cubierto?
—Sí.
Smith miró las cenizas del fuego del día anterior. Estaban frías y apagadas. Habían preparado el desayuno en la hornilla. El avión pasó haciendo ruido, despacio, no muy alto, en dirección oeste. Mientras continuaba hacia Hite Marina, en el lago Powell, Smith lo analizó con los prismáticos.
—¿Alguien conocido? —preguntó Doc.
Pensó en sensores de calor, en espectrógrafos por infrarrojos. No es posible esconderse de la tecno-tiranía.
—No puedo leer los letreros, pero no es de la policía estatal ni de la oficina del Sheriff. Posiblemente uno de los chicos de Búsqueda y Rescate. Eldon pilota un avión. Y el mismo Love también, ahora que lo pienso.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Bonnie.
—Nos quedamos todo el día debajo de los árboles y vigilamos la carretera de abajo. Y escuchamos si hay aviones.
—Yo diría que necesitamos un entretenimiento para pasar el rato —dijo Doc—. ¿Qué tal una partida amistosa de stud-poker a cinco cartas? —Ninguna respuesta por parte de sus víctimas—. ¿Con un límite bajo? Da la casualidad de que tengo aquí esta baraja…
Smith suspiró.
—Mi padre intentó enseñarme tres cosas. «Hijo», decía siempre, «recuerda estos tres preceptos y nunca te equivocarás. Uno, nunca comas en un sitio que se llame “de Mamá”. Dos, Nunca juegues a las cartas con un hombre que se llame Doc». —Se detuvo—. Repárteme.
—Eso son sólo dos —dijo Bonnie.
—Nunca consigo recordar el tercero, y eso es lo que me preocupa.
—Seldom, menos hablar y más apoquinar.
Doc barajó las cartas. Sonaban como hojas secas, como la cortina de cuentas de un burdel español, como el cierre de las persianas venecianas los viernes por la noche en Tonopah o como el murmullo de un arroyo; cosas, todas ellas, dulces e inocentes.
—Necesitamos otro jugador.
—Dejemos al niño que duerma. Vamos a jugar al stud-poker hasta que se despierte.
Diez minutos más tarde el avión volvió a aparecer y pasó volando lentamente a dos millas hacia el norte. Despareció por Elle Ridge con rumbo a Blanding o Monticello. Después, la mañana fue silenciosa. El juego siguió, en medio del calor del día húmedo, a la sombra de los árboles, bajo el cielo solemne, en el llano boscoso más allá del final de la carretera hacia Hidden Splendor. Hayduke se unió a ellos a mediodía.
—¿Dónde está el magnesio?
—Enterrado.
—¿Quién reparte?
—Doc.
—Repárteme, de todas formas.
El avión (u otro avión) dio otra pasada y regresó, a dos y cuatro millas al sur.
—¿Cuántas veces ha pasado el puto avión?
—Paso. Cuatro veces.
—Que sean diez centavos.
—Subo otros diez, socio.
—Las veo. ¿Qué tienes?
—Pareja de ases.
—Color. ¿Quién está vigilando la carretera?
—Desde aquí la veo. Reparte.
—¿Cartas?
—Tres.
—Tres.
—Una.
—El que reparte coge dos.
—Mira ese cabrón. Te toca, Abbzug.
—No me metáis prisa que me pongo nerviosa.
Resultado: Abbzug perdió su última ficha.
—Este es un juego retorcido, aburrido y bobo —dijo ella— y si tuviera aquí mi juego de Scrabble os enseñaría lo que es acción de verdad, queridos.
Hayduke fue el siguiente en ser abatido. Hora de la siesta.
Todo se echaron a dormir menos Smith, que escaló hasta un lugar elevado al este del campamento, por encima de la mina, se sentó en una placa de piedra a la sombra de los pinos con los prismáticos en la mano y se quedó vigilando.
Alcanzaba a ver unas cien millas. Aunque el cielo estaba cubierto de gruesas nubes, no había viento. El aire era claro; la quietud, impresionante. Los rayos del sol se filtraban hacia la tierra extraña y el reflejo producido por el calor, resplandeciente como el agua, flotaba por encima de los cañones. La temperatura ahí abajo debía rondar los 45 grados a la sombra. Pudo ver Shiprock, Ute Mountain, Monument Valley, Navajo Mountain, Kaiparowits, las paredes rojas de Narrow Canyon, el desfiladero oscuro del río Dirty Devil. También veía los cinco picos de Henrys —Ellsworth, Holmes, Hillers, Pennell y Ellen— que se alzaban por detrás del laberinto de cañones, más allá de las cimas de arenisca y los picos de roca de Glen Canyon.
Un sitio terrible para perder una vaca[24]. Un sitio terrible para perder el corazón. Un sitio terrible, pensó Seldom Seen, para perder. Punto.