21. Seldom Seen en casa

Green River, Utah. Casa de Susan. El rancho de las sandías. A una cómoda distancia en auto desde la casa de Sheila, en Bountiful, que a su vez estaba a una cómoda distancia en auto de la casa de Kathy, cerca de Cedar City. Así es como lo había planeado todo, por supuesto desde el principio. Seldom Seen Smith seguía la palabra del profeta Brigham: era polígamo como un conejo.

Eran las tres de la mañana y la habitación estaba llena de sueños. ¡Oh, Perla de Gran Precio! Por las ventanas abiertas entraba el olor de las sandías maduras y el dulce aroma de la alfalfa cortada (segunda cosecha del verano), además de los olores conmovedores e irrevocables de los manzanos, la caca de caballo y los espárragos silvestres de las acequias. Desde el muro de contención, a solo un campo de distancia, llegaba el sonido susurrante del sauce y el ¡chap! de la cola de un castor chocando contra el agua del río.

Ese río. Aquel río, el dorado Río Verde, que brota desde las nieves de la cordillera Wind River, a través de Flaming Gorge y Echo Park, Split Mountain y Gates of Lodore, baja las colinas de Ow-Wi-Yu-Kuts, desde el río Yampa, Bitter Creek y Sweetwater, por el cañón llamado Desolation a través de la meseta Tavaputs para aparecer por los precipicios de Book Cliffs —según John Wesley Powell «una de las fachadas más maravillosas del mundo»— y desde allí bajar a través del desierto Río Verde hacia otro mundo lleno de cañones, donde el río pasa por el cañón de Labyrinth y por el de Stillwater y confluye con el Río Grande, bajo el borde del Laberinto y hacia las ruidosas profundidades del cañón Cataract…

Smith estaba tumbado en la cama junto a su tercera mujer y tuvo ese molesto sueño. Le perseguían de nuevo. Habían identificado su camioneta. Había llegado demasiado lejos con las rocas. El equipo de Búsqueda y Rescate estaba como loco. En el condado de San Juan se había extendido una orden de arresto en su contra. El obispo de Blanding rabiaba por media Utah como un toro estreñido. Smith huía a través de interminables pasillos de hormigón humedecido. Bajo la presa. Otra vez atrapado por la pesadilla recurrente de aquella presa.

Dentro las entrañas frías y húmedas de la Oficina de Recuperación, los ingenieros se deslizaban en monopatines con carpetas en las manos. Los paneles neumáticos se abrían a su paso y luego se cerraban, y acercaban a Smith cada vez más hacia el interior del generador central del Enemigo. Unas redes magnéticas lo empujaron hacia la Oficina Interna, donde el director esperaba, le esperaba a él. Smith sabía que iba a recibir su castigo, al igual que Doc, Bonnie y George, que también se encontraban encerrados en algún lugar de allí.

La última puerta se abrió. Smith fue arrastrado dentro. La puerta se cerró deslizándose y se selló sola. De nuevo se encontraba ante el ojo último. En su presencia.

El director miraba a Smith desde el centro de un conjunto de esferas indicadoras de medidas, detectores de variaciones del nivel de refracción del aire, pantallas indicadoras de vibraciones, visógrafos y sensores. Había rollos de cinta que zumbaban mientras daban vueltas, en contraposición al silencioso murmullo del procesamiento electrónico.

El director sólo tenía un ojo. El haz rojo de luz que emanaba de su ojo de cíclope sin párpado actuaba sobre la cara de Seldom Seen, escaneando su cerebro, sus nervios, su alma. Smith aguardaba indefenso como un bebé, paralizado por ese rayo hipnótico.

El director habló. Su voz se asemejaba al chirrido agudo de un violín eléctrico en do sostenido, la misma nota interna que volvió loco al sordo Smetana.

—Smith —comenzó a decir la voz—, sabemos por qué estás aquí.

Smith tragó saliva.

—¿Dónde está George? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué le habéis hecho a Bonnie?

—Eso no importa.

El haz rojo se dirigió un momento hacia un lado furtivamente, suspendido de su caparazón. Los rollos de cinta paraban, rebobinaban, paraban y volvían a avanzar mientras lo grababan todo. Mensajes cifrados parpadeaban con un flujo eléctrico brillante, transmitido por un transistor a través de diez mil millas de circuito impreso. El generador seguía ronroneando bajo la superestructura, murmurando el mensaje básico: Poder… provecho… prestigio… placer… provecho… prestigio… placer… poder…

—Seldom Seen Smith —dijo el director, ahora con la voz sintonizada con una entonación humana (modelada parecería la voz de un cantante de baladas para adolescentes cuyo rostro, asexuado y mal afeitado, había aparecido en la portada de la revista Rolling Stone diecisiete veces desde 1964)—, ¿dónde están tus pantalones?

—¿Pantalones? —Seldom bajó la vista—. ¡Por Dios Todopoderoso!

El haz volvió a escanear la cara de Smith.

—Acércate, amigo —ordenó la voz.

Smith vaciló.

—Acércate, Joseph Fielding Smith, conocido como Seldom Seen, nacido en Salt Lake City, Utah, estúpida capital de la región intermontañosa del oeste, ¿por fortuna no sois vos aquel a quién se le predijo en «El Primer Libro de Nefi» 2:1-4, del Libro de Mormón, lo siguiente: «El Señor le ordenó, en un sueño, que tomara a su familia y partiera hacia el desierto»? ¿Con provisiones suficientes tales como mantequilla de cacahuete orgánica, y con su familia, conocidos como un tal Doc Sarvis, un tal George W. Hayduke y una tal señorita B. Abbzug?

Una lengua que provenía de un mundo más elevado contestó por Smith, con palabras que él no conocía: «Datsame, jefe».

—Bien. Pero por desgracia para ti, amigo, la profecía no se puede cumplir. No podemos permitirlo. Hemos decretado que tú, Smith, te conviertas en uno de los nuestros.

—¿Cómo?

Cuatro bombillas verdes guiñaban en el lóbulo frontal del director. La voz cambió una vez más, volviéndose entrecortada y críptica, claramente oxoniense.

—Agárrenle.

De pronto, Smith se vio inmovilizado por unas cadenas rígidas aunque invisibles.

—¡Ehh! —se resistió débilmente.

—Bien. Fijen los electrodos. Insértenle el ánodo en el pene. Eso es. El cátodo va por el recto. Medio metro. Sí, hasta el final. No sean remilgados.

El director daba las órdenes a ayudantes invisibles, que trajinaban con el cuerpo paralizado de Smith.

—De acuerdo. Sellen los circuitos biestables en el canal semicircular. Por debajo del tímpano. Muy bien. Cinco mil voltios deberían bastar. Adhiéranle cables sensores en el cóccix mediante ventosas de estroncio. Firmemente. Enchufen el adaptador de alto voltaje a las tomas frontales de su nódulo receptor. ¡La cabeza, idiotas, la cabeza! Sí… justo encima de los orificios nasales. Con firmeza. Aprieten fuerte. Así. Muy bien. Ahora cierren los circuitos diferenciales. Rápido. Gracias.

Horrorizado, Smith intentó protestar. Pero su lengua, al igual que sus extremidades, parecían presas de una parálisis infantil y absoluta. Estaba desencajado por el terror que le provocaban aquellos cables que le unían la cabeza y el cuerpo al ordenador que tenía delante.

—De acuerdo Smith —dijo el director—, ¿o debería llamarle (je, je) Seldom Scanned? ¿Está listo para el programa? ¿Qué es eso? Ahora, ahora, ¡levante ese ánimo! Buen chico. No tiene nada que temer si pasa esta sencilla prueba que le hemos preparado. Vamos a grabar, por favor. Bien. Introduzcan la cinta magnética. ¿No hay ranura para la cinta? Entonces hagan una. Entre los puntos de unión del ánodo y el cátodo, por supuesto. Arriba, hacia el periné. Exacto. No se preocupen por la sangre, tenemos a George que la limpiará más tarde. ¿Listos? Inserten la cinta. Hasta el final. Sujétenle el otro pie. ¿Qué? ¡Pues entonces clávenselo! Bien. Así.

El único ojo del director apuntó hacia la glándula pineal de Smith.

—Ahora, Smith, las instrucciones. Queremos que expanda la función exponencial simple y=ex en una serie infinita. Proceda del siguiente modo: Bn: transferir contenidos del lugar de almacenamiento n al registro de trabajo; tn: transferir los contenidos del registro de trabajo a la ubicación n; +n: sumar contenidos de la ubicación n a los contenidos del registro de trabajo; xn: multiplicar los contenidos del registro de trabajo por los contenidos de la ubicación n; ÷n: dividir los contenido del registro de trabajo entre los contenidos de ubicación n; V: señalar los contenidos del registro de trabajo positivos; Pn: transferir dirección n al acumulador si los contenidos del trabajo de registro son positivos; Rn: transferir dirección en ubicación n al acumulador; Z: detener el programa. ¿Está claro, Smith?

Inmóvil como la novocaína, Seldom no podía hablar.

—Bien. Estamos listos. Tienes 0,000012 milisegundos para efectuar esta operación básica. Si te equivocas, no tendremos elección, trasplantaremos tus órganos vitales a especímenes más adaptables y reciclaremos tus residuos en crisoles de termita. ¿Preparado? Buen chico. Que te diviertas. Ajusten el tiempo, por favor. Atención, Smith. Cuenta atrás desde cinco. Vamos allá. ¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Uno! ¡Cero! ¡PULSEN EL MALDITO INTERRUPTOR!

—¡Ahhhhhhhhhh…! —Smith se incorporó en la cama, empapado en sudor frío, se giró y agarró a su mujer como si se estuviera ahogando—. Sheila —gimió mientras luchaba al borde de la consciencia—, ¡por Dios Santo…!

—¡Seldom! —Ella despertó de inmediato—. ¡Despierta, Seldom!

—Sheila, Sheila…

—Aquí nadie se llama Sheila. Despiértate.

—Oh, Señor.

Palpó en la oscuridad y tocó un cadera cálida, una barriga suave.

—¿Kathy?

—La otra noche estuviste en casa de Kathy. Tienes un último intento, y será mejor que no te equivoques.

Tanteó un poco más arriba y acarició sus pechos. El derecho. El izquierdo. Los dos.

—¿Susan?

—Eso está mejor.

Cuando se acostumbró a la oscuridad iluminada por las estrellas, la vio sonriendo mientras le agarraba con ambos brazos en la calidez de la legítima cama conyugal. Su sonrisa, como sus dulces ojos, como su abundante pecho, estaba llena de amor. Él suspiró aliviado.

—Susan…

—Seldom, eres un caso. Eres tremendo. Quién lo diría.

Entonces ella consoló, acarició y amó a su afligido y tembloroso hombre.

Mientras, fuera, en los campos del desierto veraniego, los melones maduraban ociosos en sus lechos de enredadera y un gallo inquieto, posado en el tejado del corral, lanzaba su eyaculación precoz a la luna menguante. Y, en los pastos, los caballos levantaban sus nobles cabezas romanas para mirar en la noche algo que los humanos no pueden ver.

Lejos, en una granja de Utah, a orillas de un río dorado llamado Río Verde.

El director sólo tenía un ojo. El haz rojo de luz que emanaba de su ojo de cíclope sin párpado actuaba sobre la cara de Seldom Seen, escaneando su cerebro, sus nervios, su alma. Smith aguardaba indefenso como un bebé, paralizado por ese rayo hipnótico.