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20. El regreso a la escena del crimen
Hayduke y Abbzug acamparon ilegalmente (ni siquiera estaba permitido hacer fuego) en contra de todas las normativas, lejos del asfalto, descendiendo por un cortafuegos bajo los álamos.
Se despertaron tarde y tomaron el desayuno acostados.
Los pájaros cantaban, la luz del sol brillaba, etcétera.
Más tarde, ella dijo:
—Ahora quiero comer algo.
Hayduke la llevó a North Rim Lodge a tomar un brunch: zumo de naranja, gofres de nueces, huevos fritos, croquetas de patata, jamón, tostadas, leche, café y café irlandés, acompañado de una ramita de perejil para cada uno. Todo maravilloso. Él la condujo a la terraza del local y le mostró las vistas desde el borde del Gran Cañón del Colorado.
—Genial —afirmó ella.
—Cuando has visto un gran cañón ya los has visto todos —convino él.
La llevó a Cape Royal, Point Imperial y finalmente a Point Sublime, donde acamparon ilegalmente por segunda noche consecutiva. Mientras el sol se ponía legalmente (por el oeste) ellos miraban hacia las profundidades del abismo, seis mil pies hacia abajo.
—Este abismo me abisma —Hayduke bromeó.
—Tengo sueño —dijo ella.
—Madre mía, pero si aún no se ha puesto el sol. ¿Qué te pasa?
—No lo sé. Descansemos un rato antes de irnos a dormir.
Había sido un fin de semana movido. Se volvieron a tumbar para descansar un poco más.
Desde muy, muy, muy abajo, conducido por el viento, llegaba el aplauso de Boucher Rapids. Los tallos secos y las cáscaras vacías de las semillas de las yucas repiqueteaban con la brisa, sobre el borde del precipicio, bajo las estrellas. Los murciélagos se lanzaban en picado y zigzagueaban, chillando y persiguiendo insectos que efectuaban piruetas evasivas para salvar sus vidas. Más allá, en la oscuridad del bosque, un pájaro nocturno graznaba. Los atajacaminos se elevaban hacia la colorida puesta de sol, planeando y volando en círculos y arrojándose de repente en busca de bichos; luego, con un ruido de alas parecido al bramido de un toro lejano, remontaban el vuelo tras la bajada en picado. Toros-murciélago. De vuelta al bosque, desde las profundidades de la penumbra de los pinos, un tordo ermitaño reclamaba —¿a quién reclamaba?— con notas aflautadas. El poeta melancólico entre los pinos. Otro pájaro le respondía de inmediato: el pájaro payaso, el cuervo o la polluela de Kaibab, con un ruido parecido al de un ranchero sonándose la nariz.
Se pasaban el placebo de Bonnie una y otra vez a una velocidad lenta, muy lenta. La locura de los porros. Te quiero, Mari Juana.
—Escucha —murmuró George W. Hayduke, con el corazón corrompido y el cerebro dañado por tal cantidad de belleza, amor, ternura, costo, coño, puesta de sol, paisaje del cañón y notas musicales del bosque.
—¿Sabes una cosa, Bonnie?
—¿Qué?
—¿Sabes que no tenemos que seguir así, como hasta ahora? ¿Lo sabes?
Ella abrió sus ojos pesados.
—¿Que no tenemos que seguir cómo?
—No tenemos que seguir jugándonos el tipo. Nos van a coger. Me matarán. Tendrán que hacerlo.
—¿Qué? ¿Quién? ¿De quién hablas?
—Si seguimos. Podríamos ir a Oregón. He oído que hay seres humanos por allí. Podríamos ir a Nueva Zelanda, criar ovejas.
Ella se levantó sobre los codos.
—¿Me estás hablando a mí? ¿Has perdido la cabeza? ¿Estás enfermo o qué, George? ¿Cuántos…? —dame el porro—. Pero, ¿quién eres tú?
Los ojos drogados de Hayduke la miraron desde una distancia de cuarenta millas, las pupilas marrones oscuras dilatadas como fichas de damas. Fichas de poker. Setas. Colmenillas mágicas. Lentamente la gran sonrisa reluciente y diabólica apareció, malvada como la de un lobo en el crepúsculo gris azulado.
—Los hombres me llaman… —dijo con la lengua espesa y entumecida como un zapato—. Hombres…
—¿Unos hombres te llaman? —preguntó ella.
Él lo volvió a intentar:
—Me llaman… hay personas que me llaman… —Se puso un dedo sobre los labios adormecidos—. Shhhhh… Kemo… sabe…
—¿Imbécil?
—Eso es —añadió él, asintiendo con la cabeza pesada como una piedra y sonriendo feliz. Se echó a reír y se dejó caer otra vez junto a ella. Se desplomaron juntos, mientras reían desparramados sobre sus sacos de plumas unidos por la cremallera.
Por la mañana, él ya se había repuesto, volvió a su ser normal, endiablado y vehemente a pesar del destructivo dolor de cabeza de la marihuana.
—Volvemos al trabajo —gruñó para que ella se apresurara—. Esta semana tenemos que ocuparnos de tres puentes, un ferrocarril, una mina, una central eléctrica, dos presas, un reactor nuclear, un centro de datos, seis proyectos de autopista y un mirador de la BLM. Vamos, vamos, vamos. Haz café, me cago en la puta, o te mando de vuelta al Bronx.
—¿Tú y cuántos más como tú, tío?
Se dirigieron hacia el norte, fuera del parque, hacia el bosque nacional. Propiedad de todos los americanos administrada para ti por (la Asociación Forestal Americana) nuestros simpáticos guardas forestales. El cartel del oso Smokey lo habían quitado. En Jacob Lake pararon para repostar, repusieron la cesta con cervezas (de vuelta a la normalidad, dice Hayduke) y enviaron unas cuantas postales incriminatorias con fotos. Adelante. Hayduke tomó la bifurcación derecha hacia fuera del bosque, en dirección este, bajando por el pliegue monoclinal hacia el desierto rojo marciano, flotando entre los reflejos provocados por el calor de Houserock Valley. Satisfechos con ellos mismos y con el mundo, condujeron a través del desierto, subieron la meseta Kaibito y se dirigieron hacia el sureste más allá de Page para ver cómo seguía el ferrocarril Black Mesa & Lake Powell Railroad. Ocultaron el jeep fuera de la carretera cerca del cruce de Kaibito Canyon y caminaron hacia el norte durante un par de millas en medio del psicodélico atardecer navajo. Vieron el ferrocarril desde la distancia. Correctamente orientados, siguieron su camino hacia un punto elevado de las rocas de arenisca desde donde, mediante los prismáticos, podían realizar el seguimiento de los trabajos de reparación en el puente de Kaibito Canyon.
—La electricidad ha vuelto.
—Déjame ver.
Ella vio a través de los prismáticos las vías, el tren reparado, una gran grúa Bucyrus-Erie que levantaba vigas en I desde un vagón abierto, giraba sobre su base y bajaba las vigas hacia los contrafuertes del puente reconstruido. Ingenieros, técnicos y peones pululaban como hormigas sobre la zona de trabajo. La línea eléctrica, empalmada y de nuevo levantada, colgaba a lo largo del hueco del cañón aportando energía de alto voltaje para lo que hiciera falta. Abajo en las sombras, los vagones de carbón se apilaban unos contra otros como escombros de chatarra y esperaban ser rescatados.
—Una organización con decisión —comentó Bonnie. «Ahora ya sabemos —pensó— cómo se construyeron las pirámides, cómo llegó a existir la Gran Muralla China y por qué».
—La central eléctrica quiere ese carbón —dijo George—, y lo quiere desesperadamente. Pacific Gas and Electricity necesita sus caramelitos. Vamos a tener que detenerlos de nuevo, Abbzug.
Volvieron a la autopista a través de los arrecifes de arenisca, caminando con esfuerzo por las dunas. Llegaron al lugar en el que se encontraba el jeep camuflado, entre los árboles del desierto, donde una bandada de arrendajos se arremolinaba levantando el vuelo como confeti a su paso.
—Herramientas, guantes y cascos.
—¿Qué herramientas?
—Tenazas. Motosierra.
Armados y equipados, masticando cecina de ternera, galletas de higo y manzanas, marcharon hacia las vías del ferrocarril, esta vez por otro camino. Tumbados boca abajo en una duna, vieron cómo un tren de trabajo pasaba traqueteando de regreso a Page en busca de más suministros. El tren desapareció al dar una curva. Bonnie siguió vigilando con los prismáticos en la mano, bajo la sombra de un enebro, mientras Hayduke se fue a trabajar.
Caminó pesadamente por la arena hasta la vía, cortó la valla metálica, empujó hacia un lado una maraña de rastrojos en forma de bola y se dirigió hacia el poste eléctrico más cercano. Al igual que los demás, el poste estaba anclado al suelo. Dirigió la mirada hacia donde se encontraba Bonnie. Ella le dio la señal de adelante. Encendió la motosierra y, lentamente aunque con mucho ruido, hizo una profunda muesca en la base del poste. Apagó la sierra, miró a Bonnie y prestó atención. Ella le dio la señal de todo despejado.
Hayduke corrió hacia el siguiente poste e hizo otro corte similar. Cuando terminó, paró el motor y confirmó la situación con su vigía. Todo correcto. Hizo cortes en otros tres postes. Ahora sólo estaban sujetos por los cables de anclaje. Estaba a punto de empezar con el sexto poste cuando se dio cuenta de que Bonnie, que estaba demasiado lejos para haberla oído con los chirridos de la sierra, hacía señales frenéticas con los brazos. En ese mismo instante sintió, antes incluso de haberlo oído, el odiado y temido «tucu tucu tucu tucu» de un helicóptero. Detuvo la sierra y se arrojó al borde del asfalto, entre la gran masa de matojos amontonados en la cuneta que le llegaban a la altura de la cintura. Con ganas de ser invisible, se hizo un ovillo, desenfundó su revólver y esperó que llegara su muerte.
El helicóptero se acercó a la cresta y el sonido se hizo de repente mucho más fuerte, terrible, enloquecedor. Al pasar la máquina a unos cien pies de altura, el aire vibró, estrepitoso como un pteranodon. El movimiento turbulento empujó a Hayduke contra el suelo. Pensó que estaba muerto, pero aquella cosa siguió volando. Echó un vistazo entre los matorrales y vio cómo el helicóptero bajaba hacia el camino de acceso, siguiendo la convergencia de las vías hacia el este. Los postes serrados se balancearon ligeramente, pero no se cayeron.
El helicóptero se había ido. Esperó. Ningún rastro de Bonnie; también ella tenía que haberse escondido de alguna manera. Esperó hasta que la última vibración imperceptible del aparato hubo desaparecido. El pánico le abandonó y en su lugar apareció la antigua indignación inútil e insaciable.
—Los odio —se dijo George Hayduke bajo el sol de Arizona—, los odio a todos. —En el momento en que oyó el sonido de ese dragón entrometido le había venido a la mente un recuerdo: una carretera polvorienta de Camboya, los cuerpos de una mujer y su hijo calcinados juntos en una masa negra de napalm.
Se levantó. El helicóptero se había ido. Hizo señales a Bonnie, que salía de detrás del árbol.
—Vete —indicó con un gesto.
Ella no parecía comprender.
—Vete —gritó—, regresa al jeep.
Bonnie estaba sacudiendo la cabeza.
Hayduke desistió. Salió como pudo del montón de matojos y volvió al asfalto, al siguiente poste de la luz. Tiró de la cuerda que encendía la motosierra; el motor empezó a rugir. Situó la hoja contra el poste, pulsó el botón del gasoil y apretó la palanca de encendido. La motosierra maulló como un gato; los dientes cromados se hundieron en la madera blanda. Primero un corte inclinado a 45 grados, luego un corte horizontal que cruzaba a medio camino con el anterior en el centro del poste. Ocho segundos. Apagó el motor y sacó la sierra. Una cuña de madera de pino salió disparada.
Continuó con el siguiente. Y con el siguiente. Hizo una pausa para observar y escuchar. Nada. Nadie a la vista excepto Bonnie, en lo alto de la cresta sobre las vías, a quinientas yardas de distancia, donde casi no podía oírla. Hayduke cortó tres postes más. Volvió a detenerse para escuchar. Ningún ruido, salvo el sonido de su respiración, del sudor que le caía, del canto de los pájaros en sus oídos. Una vez más hizo gestos a Bonnie para que se fuera. Y ella de nuevo los ignoró. «Vale —pensó—, ahora. Para abajo».
Había hecho incisiones en once postes. Deberían de ser suficientes. Era hora de desacoplar los cables de anclaje. Escondió la sierra debajo del enebro más cercano y sacó los alicates. Usándolos como si fueran una manivela, desenroscó los tensores que mantenían cada poste anclado al suelo. Fue soltándolos uno a uno. Al llegar al número nueve todo el conjunto comenzó a inclinarse. Al llegar al décimo los postes cayeron.
Cayeron hacia adentro, sobre las vías, empujados por el peso de la línea eléctrica voladiza. Un instante antes del estruendo, Hayduke vio una chispa azul de 50.000 voltios que pasaba con fuerza por el espacio entre el cable y la vía. Pensó en Dios. Y seguidamente el ¡clanc! de la colisión, como ochenta y ocho pianos de cola suicidándose al mismo tiempo. El olor del ozono.
Toda la electricidad cortada. Trepó por la ladera escarpada, pasó a través de la valla metálica y corrió dirección sur hacia las rocas de arenisca entre los contemplativos enebros. Con la mano derecha agarraba la sierra eléctrica, con la izquierda las tenazas. De vez en cuando se paraba al abrigo de los árboles para prestar atención. En algún lugar tenía que estar alguien ya en contacto por radio con el helicóptero, dando la voz de alarma. Alarma general.
¿Y dónde estaba Bonnie? Miró pero no logró verla. Si estuviera la mitad de asustada que él ya estaría a mitad de camino de regreso al jeep.
Asustado, sí, y feliz también. Asustado pero feliz, piensa Hayduke, jadeando como un perro, con la lengua colgando. Siguió corriendo, rápido como un rayo por los sitios por donde quedaba expuesto, más despacio cuando pasaba bajo los árboles, parándose a descansar, coger aire y escuchar los sonidos del cielo. Lleno de orgullo, paró de nuevo para tomar aliento. Un gran pájaro negro con una enorme boca comenzó a cantar:
Van a pillarte, Jawge Hayduke.
Te están pisando el culo, tío.
No te puedes esconder, no puedes largarte de aquí. No puedes hacer nada que ellos no sepan.
Están en la carretera, buscándote.
Están bajando por las vías del ferrocarril, buscándote.
Están siguiendo tu rastro con sus bancos de datos.
Están arriba, en el cielo, buscándote.
Estás acabado, Jawge Hayduke. El trasero te echa humo.
Estás jodido, colega. Sí.
Lanzó una piedra al pájaro bocazas que echó a volar, mientras cotorreaba como un idiota. Batía las alas pesadamente por el aire, haciendo «tucu tucu tucu tucu», sonando con fuerza, fuerte, fuerte…
Tucu tucu tucu tucu
Tucu tucu tucu tucu
TUCU TUCU TUCU TUCU TUCU TUCU TUCU
Están arriba en el cielo.
Te están buscando.