3. Orígenes III. Seldom Seen Smith

Nacido por casualidad en el seno de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones), Smith se había tomado con respecto a su religión un periodo sabático. Era un jack mormon. Un jack mormon es a un mormón decente lo que una liebre a un conejo. Su conexión con los padres fundadores de su iglesia se pueden consultar en la biblioteca genealógica más grande del mundo, en Salt Lake City. Como alguno de sus correligionarios, Smith practicaba el matrimonio plural. Tenía una esposa en Cedar City, Utah, una segunda en Bountiful, Utah, y una tercera en Green River, Utah —cada una de ellas a una cómoda distancia de un día en auto de la siguiente—. Su nombre legal era Josep Fielding Smith (por un sobrino del mártir fundador), pero sus esposas le habían puesto el nombre que llevaba, «Seldom Seen» (o sea, «Rara vez visto»).

El mismo día en que George Hayduke condujo desde Flagstaff hasta Lee’s Ferry, Seldom Seen Smith se dirigió desde Cedar City (donde Kathy) después de que la noche antes estuviera en Bountiful (donde Sheila), siguiendo su rumbo hacia el mismo destino. Se detuvo en el camino en un almacén donde se hizo con un equipo para un viaje en barco por el Gran Cañón: tres balsas de neopreno, equipos de perforación de carga, remos, bolsas impermeables, y latas de munición bélica, tiendas de campañas, lonas, cuerdas y muchas, muchas, muchas otras cosas, y un asistente para ayudar a remar al hombre. Se enteró de que, en teoría, su ayudante ya se había desplazado al punto de salida en Lee’s Ferry. Smith necesitaba también un conductor, alguien que llevase su carro desde Lee’s Ferry a Temple Bar en el lago Mead, donde la excursión por el cañón terminaba. La encontró, por preacuerdo, entre las otras apasionadas del río que estaban por el almacén de Expediciones Gran Cañón. Lo cargó todo menos a la chica en la parte trasera de su camioneta, y siguió adelante, hacia Lee’s Ferry por el paso de Page.

Se dirigieron al este bajo el cuadrado de cielo perfecto de Utah, rojas colinas bajas, mesetas de piedra blanca y antiguas extrusiones volcánicas —el pezón de Mollie, por ejemplo, visible desde la autopista a treinta millas al este de Kanab—. Muy pocos habían llegado a la cumbre del pezón de Mollie: el Mayor John Wesley Powell fue uno, Seldom Seen Smith, otro. Aquella cúpula azul en el sureste, a cincuenta millas mirando recto, es la Montaña Navajo. Uno de los lugares sagrados de la tierra, el ombligo de Dios, om y omphalos, sagrado para chamanes, brujas, magos, todo aquel al que se le hubiera ido la olla deificando al sol, procedentes de los santuarios místicos de Keet Seel, Dot Klish, Tuba City y Cambridge, Massachusetts.

Entre Kanab, Utah y Page, Arizona, una distancia de setenta millas, no había ciudad alguna, no había habitación humana en parte alguna, con excepción de un destartalado conjunto de chozas y unos contenedores de hormigón denominado Glen Canyon City. Glen Canyon City se construyó con fe y fantasía. Como decía una señal en la única tienda del lugar: «Una planta de energía de cuarenta millones se construirá pronto a doce millas de aquí».

Smith y su compañera no se pararon en Glen Canyon City. Nadie se paraba en Glen Canyon City. Llegaría el día en que, como sus fundadores esperaban y sus habitantes soñaban, habría una colmena de industria y avaricia, pero de momento nos atenemos a los hechos: Glen Canyon City (NO ARROJAR BASURAS) se limitaba a pudrirse a un lado de la carretera como un Volkswagen al que le pegaron fuego y olvidaron sin piedad en la maleza abundante de la alcalina tierra de Utah. Muchos pasaban pero ninguno se paraba. Smith y la chica pasaron como abejas en vuelo.

—¿Qué era eso? —dijo la chica.

—Glen Canyon City.

—No, me refiero a eso —y señaló algo atrás.

Él miró por el espejo retrovisor.

—Eso era Glen Canyon City.

Pasaron la desviación a Wahweap Marina. A millas de distancia, tras la pendiente de arena, las dunas, las hierbas de arroz indias, los matojos, se podía ver un grupo de edificios, un recinto para caravanas, carreteras, muelles, y un racimo de barcas en la bahía azul del lago. Lago Powell, la joya del Colorado, 180 millas de depósito amurallado por roca desnuda.

Smith lo llamaba la muerte azul. Como el de Hayduke, su corazón estaba lleno de un odio bien alimentado. Porque Smith también recordaba algo diferente. Él recordaba el río de oro fluyendo hacia el mar. Recordaba un cañón llamado Paso Escondido, otro llamado Salvación, otro llamado Última Oportunidad, y otro llamado Prohibido y otros muchos más, algunos de ellos nunca tuvieron ni siquiera nombre. Él recordaba los extraños y grandes anfiteatros llamados Templo de la Música y Catedral del Desierto. Todo aquello ahora estaba bajo las aguas de la reserva, desapareciendo lentamente bajo capas de sedimentos. ¿Cómo podía olvidarse? Había visto demasiado.

Estaban llegando, en medio de un creciente flujo de coches y camiones, al puente y a la presa de Glen Canyon. Smith aparcó su auto frente al monumento al senador Carl Hayden. Su amiga y él se apearon y caminaron por la pasarela del puente hasta la mitad.

Setecientos pies abajo sonaba lo que quedaba del río original, las verdosas aguas que emergían, a través de la turbina y el túnel, desde la sala de máquinas en la base de la presa. Marañas de cables eléctricos, hechos de hebras que tenían el grosor de un brazo de hombre, escalaban las paredes del cañón en torres de acero fusionados en un laberinto de transformadores que se extendían hacia el sur y hacia el este, hacia Alburquerque, Babilon, Phoenix, Gomorrah, Los Angeles, Sodom, Las Vegas, Nieve, Tucson, las ciudades de la llanura.

Río arriba desde el puente se encontraba el dique, un deslizamiento de hormigón que caía a setecientos pies de profundidad en fachada cóncava desde el borde de la presa a las verdes yerbas que había en el tejado de la siguiente planta de energía.

Ellos se quedaron mirándolo. La presa pedía atención. Una majestuosa masa de cemento. Estadísticas vitales: 792.000 toneladas de hormigón que habían costado 750 millones y la vida de dieciséis (16) trabajadores. Cuatro años de obras, el primer constructor Morrison-Knudsen, Inc, patrocinado por la Oficina de Recuperación de los Estados Unidos, cortesía de los contribuyentes americanos.

—Es demasiado grande —dijo ella.

—Eso es, querida —dijo él—, y ¿qué pasa?

—No puedes.

—Habrá alguna forma.

—¿Cuál?

—No sé. Pero tiene que haber una forma.

Estaban mirando las aguas que caían y la superficie de la cresta de la presa. Esa cresta, lo suficientemente ancha como para que cupieran tres camiones Euclides, era la parte más estrecha de la presa. Desde la cumbre se ensanchaba hacia abajo formando una cuña invertida que bloqueaba el Colorado. Tras la presa las aguas azules brillaban reflejando el cielo en blanco, el feroz ojo del día, y decenas de lanchas aceleraban más y más haciendo deslizar esquíes acuáticos. Lejano zumbido de motores, gritos de algarabía.

—¿Cómo cuál?

—¿Para quién trabajas? —dijo él.

—Para ti.

—Eso es, pues piensa algo entonces.

—Podemos rezar.

—¿Rezar? —dijo Smith—. Mira, una cosa que no se me había ocurrido. Vamos a rezar porque se produzca un preciso terremoto justo aquí.

Y Smith se arrodilló, allí, sobre el cemento de la carretera del puente, la cabeza inclinada, cerrados los ojos, juntas las manos palma con palma, en actitud de rezo, y rezó. Por lo menos sus labios se movían. Rezaba, a plena luz del día, mientras pasaban turistas y tomaban fotografías. Alguno dirigió su cámara hacia Smith. Una guardiana del parque dirigió su atención hacia él, frunciendo el ceño.

—Seldom —murmuró la chica, avergonzada—, estás dando el espectáculo.

—Haz como si no me conocieras —le susurró él—. Y prepárate a correr. La tierra se va a abrir de un momento a otro.

Y volvió a su plegaria.

—Querido Dios —rezó—, tú sabes y yo sé qué había aquí, antes de que esos bastardos de Washington viniesen para arruinarlo todo. ¿Te acuerdas del río, lo grande y dorado que era en junio, cuando la gran corriente bajaba por las Rockies? ¿Te acuerdas de los ciervos en los bancos de arena y de las garzas azules en los sauces, y el bagre tan grande y tan sabroso y cómo ellos lo echaron a perder para comer salami? ¿Recuerdas ese hermoso pez crack que bajaba por el Cañón del Puente y el Cañón Prohibido, qué verde y fresco y claro era? Dios, es suficiente para que un hombre se vuelva loco. Di, ¿recuerdas al viejo Woody Edgell arriba en Hite y el viejo ferry que usaba para cruzar el río? Ese chisme loco colgando de sus cables, ¿te acuerdas de ese trasto? ¿Te acuerdas de las cataratas en el Cañón de las Cuarenta Millas? Bueno, también se cargaron la mitad de ellas. Y parte del Escalante ya no está —Davis Gulch, Willow Canyon, Gregory Natural Bridge, Ten-Mile—. Escúchame, ¿me estás escuchando? Hay algo que puedes hacer por mí, Dios. ¿Qué tal un pequeño y quirúrgico seísmo justo sobre esta presa? ¿De acuerdo? En cualquier momento. Por ejemplo ahora mismo, eso me resultaría muy grato.

Esperó un instante. La vigilante, que no parecía muy contenta, estaba llegando a ellos.

—Seldom, vienen los guardias.

Smith terminó de rezar. «De acuerdo, Dios, veo que no quieres hacerlo por el momento. Bien, de acuerdo, tú mismo, tú eres el que manda, pero no tenemos todo el jodido tiempo del mundo. Hazlo pronto, maldita sea. A-men».

—¡Señor!

Smith se levantó, sonrió a la guardiana.

—Señora.

—Lo siento señor, pero no se puede rezar aquí. Es un sitio público.

—Eso es verdad.

—Propiedad del gobierno de los Estados Unidos.

—Sí, señora.

—Hay treinta iglesias en Page si desea rezar en la iglesia que usted prefiera.

—De acuerdo señora. ¿Hay alguna iglesia paiute?

—¿Cuál?

—Soy paiute, soy un piadoso paiute.

Se subió a la camioneta.

—Seldom —dijo la chica—, vámonos de aquí.

Se dirigieron desde el puente por una pendiente hacia el verde puro de la ciudad gubernamental de Page. Unas pocas millas al sudoeste se encontraban las chimeneas de la planta de carbón Navajo, denominada así en honor a los indios cuyos pulmones la planta castigaba con sulfuro de azufre, el sulfato de hidrógeno, el óxido de nitrato y el monóxido de carbón, el ácido sulfúrico y las cenizas volantes y otras partículas materiales.

Smith y su amiga comieron en el Mom’s Café, luego se dirigieron al supermercado de Big Pig y estuvieron de compras. Tenía que comprar comida para catorce días, para sí y para su ayudante y para cuatro clientes. Seldom Seen Smith estaba en el negocio del río. El negocio de la naturaleza. Era un guía profesional, excursiones por el desierto, barquero. Su equipo principal consistía básicamente en los enseres necesarios como botes de goma, kayaks, tiendas para la montaña, chalecos salvavidas, bastones, motores fuera borda, mapas topográficos, bolsas de lona impermeable, espejos de señales, cuerdas de escalada, un kit para las mordeduras de serpiente, botellas de ron, cañas para la pesca con mosca y sacos de dormir. Y un remolque y un camión de dos toneladas y media, cada uno de ellos luciendo en las puertas pegatinas magnéticas con la leyenda: QUINTO PINO EXPEDICIONES, Jos. Smith, Prop., Hite, Utah.

(Veinte brazas bajo la lechosa luz verde, las cabinas espectrales, los esqueletos de los álamos, las fantasmales gasolineras de Hite, Utah, brillan tenuemente bajo la niebla de las aguas de perfiles y bordes suavizados por el efecto poco definido de los sedimentos acumulados poco a poco. Hite quedó sumergida en el lago Powell hace muchos años, pero Smith no le reconocía el mérito a los poderes foráneos).

Los bienes materiales eran lo de menos. Su capital básico estaba en su cabeza y en sus nervios, un cuerpo sustancioso en conocimientos especiales, herramientas especiales y una actitud especial. Pregúntale a Smith, él te dirá: Hite, Utah, emergerá de nuevo.

Sus emolumentos crecieron el año pasado hasta los 64.521,95 dólares. Total de gastos, sin incluir su propio salario, fue de 44.010,05 dólares. Ganancia neta, 20.511,90 dólares. Difícilmente aceptable para un honesto jack mormon, sus tres mujeres, el mantenimiento de tres casas y cinco niños. Nivel de pobreza. Pero se las arreglaban. Smith estaba convencido de que la suya era una buena vida. Su única queja era que el gobierno de los Estados Unidos, el Departamento de Carreteras del Estado de Utah y un consorcio de compañías petrolíferas, compañías mineras y compañías de servicios estaban tratando de destruir su hábitat, echándole a perder el negocio y afeando las vistas.

Smith y su compañera se gastaron 685 dólares en comida, pagó Smith con billetes usados (no creía en los bancos), lo cargaron todo en la camioneta y pusieron rumbo a la ciudad para dirigirse luego a Lee’s Ferry, adentrándose en el viento del oeste a través de las arenosas rocas de los páramos del territorio indio.

«BIENVENIDOS A TERRITORIO NAVAJO», decía el cartel en cuyo reverso podía leerse: «ADIÓS, VUELVAN OTRA VEZ».

Y el viento soplaba, las nubes de polvo oscurecían el azul del desierto, pálida arena y rojo polvo flotando sobre las vías de asfalto y los chamizos en los arroyos. Adiós, vuelta otra vez.

La carretera se curvaba hacia una muesca dinamitada en los acantilados del Eco y desde ahí descendía mil doscientos pies hacia la desviación a Bitter Springs. Smith paró como siempre hacía en este punto, se salió de la camioneta y contempló el mundo que tenía delante y debajo. Lo había observado un centenar de veces a lo largo de su vida: sabía que tendría que mirarlo otro centenar más. La chica también se apeó y se colocó a su lado. Él deslizó una mano para abrazarla. Se quedaron así juntos, uno al lado del otro, mirando aquella desolada grandeza.

Smith era un tipo desmadejado, que se inclinaba como un rastrillo, difícil de manejar. Tenía unos brazos largos y peludos, unas manos grandes, enormes pies, planos y sólidos. Su nariz era como un pico, tenía una nuez sobresaliente, las orejas eran como las asas de una jarra, el pelo blanqueado de sol como la cresta de una rata, y una sonrisa amplia y afable. A pesar de sus treinta y cinco años parecía, la mayor parte del tiempo, comportarse como un adolescente. La mirada fija, sin embargo, revelaba que en el interior había un hombre.

Bajaron al desierto, rumbo norte hacia Bitter Springs, siguiendo el rastro de Hayduke, las señales de Hayduke (latas vacías de cerveza en la cuneta de la carretera) hacia la garganta, cerca de un jeep aparcado en el puente y hacia Lee’s Ferry. Pararon en una de las salidas para echar un vistazo al río y lo que quedara del viejo cruce.

No mucho. Los campamentos de la ribera del río habían sido destruidos por una cantera de grava. Para administrar, proteger y hacer accesible al público motorizado el encanto, la belleza y la historia de Lee’s Ferry, la Junta del Parque había determinado no sólo un nuevo pavimento para la carretera y la cantera de grava, sino también una estación de aprovisionamiento, un campamento pavimentado, una torre de cien pies de alto de agua rosada, un repetidor de alta tensión, un área de picnic pavimentada, un vertedero oficial y una rampa de botes cubierta con techumbre de acero. El área había sido puesta bajo el mando de la administración de los Servicios del Parque Nacional, por supuesto para proteger al parque del vandalismo y la explotación comercial.

—Supón que oye tu plegaria —dijo la chica interrumpiendo el silencio—. Supón que le llega el terremoto a la presa. ¿Qué le pasaría a toda esta gente?

—Desde la presa hay doce millas a través de la depresión, las doce millas de cañón más alucinantes que jamás hayas visto. El agua tardaría una hora en llegar.

—Se ahogarían.

—Los avisaría por teléfono.

—Supón que Dios oye tus plegarias en mitad de la noche. Supón que todos en la presa mueren y no hay nadie vivo allí para dar el aviso. Entonces, ¿qué?

—Querida, no puedo hacerme responsable de los actos de Dios.

—Es tu plegaria.

Smith gimió.

—Pero es Su seísmo.

Y elevó un dedo pidiendo silencio.

—¿Qué es eso?

Oyeron. Por encima, los acantilados elevados. El silencio de la tarde flotando sobre ellos. Por debajo, las profundidades ocultas en la garganta oscura, el río peleando contra las rocas y haciendo complicados senderos hacia su clímax en el Gran Cañón.

—No escucho nada que no sea el río —dijo ella.

—No, escucha…

Lejos, transmitido por el eco de los acantilados, un gemido sobrenatural se elevaba y luego descendía, lleno de congoja, o quizá de exultación.

—¿Un coyote? —probó ella.

—No…

—¿Un lobo?

—Sí.

—Nunca había oído antes que por aquí hubiera lobos.

Él sonrió.

—Eso es —dijo—, eso es absolutamente cierto. Ellos suponen que aquí no hay lobos en parte alguna, no pueden imaginarse que están aquí.

—¿Estás seguro de que es un lobo?

—Sí —hizo una pausa, escuchó de nuevo. Ahora sólo le llegaba el sonido del río corriendo abajo—. Pero se trata de un lobo poco común.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que es uno de esos lobos de dos patas.

Ella lo observó:

—¿Quieres decir humano?

—Más o menos —dijo Smith.

Se dirigieron, pasando la zona de aprovisionamiento, la torre de agua rosa, cruzando el río Paria, a la rampa de lanzamiento en la fangosa ribera del Colorado. Smith aparcó, de espalda al río, y empezó a descargar los botes. La chica le ayudó. Arrastraron los tres botes inflables desde la camioneta, los desenrollaron y esparcieron sobre la arena. Smith cogió una llave de tubo de su caja de herramientas, quitó una bujía del motor y la colocó mediante un adaptador en una manguera de aire. Encendió el motor y los botes de inflaron. La chica y él empujaron los botes al agua, dejando los remos en la orilla, y las ató al sauce más cercano.

El sol caía. Como iban en vaqueros cortos, se estremecieron un poco cuando una brisa fresca empezó a llegarles del cañón sobre las frías aguas verdes del río.

—Vamos a hacer algo de comer antes de que oscurezca del todo —dijo la chica.

—Ya lo creo, querida.

Smith ojeó con sus prismáticos en busca de algo que creyó ver moverse en un promontorio distante sobre la garganta. Encontró su objetivo. Ajustó el foco y a una milla apareció, envuelto por la niebla del crepúsculo, el contorno de un jeep azul medio oculto tras el pedestal de una roca. Vio el parpadeo de una pequeña fogata. Algo se movió en el borde de aquel terreno. Giró los prismáticos ligeramente y vio la figura de un hombre, bajo y peludo, ancho y desnudo. El hombre desnudo llevaba una lata de cerveza en una mano, con la otra mano sostenía unos prismáticos que apuntaban justo hacia Smith. Estaba mirando directamente a Smith.

Los dos hombres se estudiaron el uno al otro a través de las lentes binoculares de 7 por 35, que no parpadeaban. Smith levantó una mano en cauto saludo. El otro hombre levantó su lata de cerveza respondiéndole.

—¿Qué estás mirando? —preguntó la chica.

—Algo así como la piel de un turista.

—Déjame ver —él le pasó los prismáticos, ella miró—. Dios santo, está desnudo —dijo— y me está saludando.

—Lee’s Ferry se ha ido al garete —dijo Smith— hurgando en sus suministros. ¿Dónde pusimos el maldito hornillo Coleman?

—Ese tipo me resulta conocido.

—Todos los hombres desnudos te resultarán conocidos, querida. Ahora siéntate aquí y vamos a ver qué puedo encontrar para comer en este desaguisado.

Se sentaron en las cajas de municiones y se hicieron y comieron una cena frugal. El río Colorado seguía fluyendo. De la corriente baja procedía el rugido constante de los rápidos en los que un afluente, el Paria, descargaba sus rocas en el caudal del río desde hacía muchos siglos. Había un olor a barro en el aire, un olor a peces, a álamo, a sauce. Huele bien, a podrido y a fértil, en el corazón del desierto.

No estaban solos. De vez en cuando los ruidos de motores del tráfico les llegaban amortiguados por una yarda de distancia: turistas, navegantes, pescadores que se dirigían al puerto deportivo, a poca distancia de allí.

La pequeña y solitaria fogata que había descubierto en el oeste se había apagado. Mirando hacia allá, Smith no podía descubrir señal alguna ni de amigo ni de enemigo. Se metió entre unos arbustos a orinar, sin dejar de mirar el destello del río oscurecido, sin pensar en nada. Su mente estaba tranquila. Esta noche él y su amiga dormirían en la orilla con los botes y el equipo. Mañana por la mañana, prepararía los botes para la expedición por el río, y la chica conduciría de vuelta hasta Page para recoger a los clientes que tenían prevista su llegada, por aire, desde Alburquerque, a las once.

Nuevos clientes para el Quinto Pino. Un Alexander K. Sarvis, M.D. y una señora —¿o señorita, o señor?— B. Abbzug.