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7. La marcha nocturna de Hayduke
Hayduke se despertó antes de que amaneciera. Sintió la familiar angustia de la soledad. Los otros se habían ido. Se arrastró fuera del saco de pluma de ganso y buscó un matojo donde comprobó el color de su orina que se desplegó, con un vapor cálido, sobre la fría tierra roja. Para Hayduke el médico nada como esas tonalidades de amarillo. Me-cago-en-diós, pensó, puede que se me esté cristalizando un cálculo renal en mi viejo riñón. ¿Cuántos paquetes de seis habrá de aquí al hospital?
Holgazaneó durante un rato, las huellas de la noche anterior lo mantenían cansado y dolorido, legañoso, aturdido: se dedicó a rascarse su vientre peludo donde, por arte de magia, había aparecido un nuevo pliegue de grasa. La pereza y el abotargamiento, el abotargamiento y la pereza, arruinan a un hombre más velozmente que las mujeres. ¿Mujeres? Malditas sean. No podía quitárselas de la cabeza. Trabajaba duro para no pensar en ellas. Fracasaba. No las reclamaba, no las deseaba, no las quería, pero la estaca se le levantaba como siempre, totalmente perpendicular a su fantástico reposo, y luchaba con su conciencia. Él… la ignoraba.
Una pausa.
Ningún sonido producía la meada cuando se derramaba por el borde. Hayduke reunió un buen número de palos secos, hizo una fogata y puso sobre las llamas una olla con agua. Las ramas de enebro, secas por el sol, ardían con una intensidad limpia, sin humo, resplandeciente y cálida.
Estaba acampado en una cuenca arenosa bajo la cresta de la montaña, rodeado de enebros y pinos piñoneros, fuera del alcance de la vista de todo el mundo, salvo la de los pájaros. Cerca, sólo las huellas de unos neumáticos en la arena, donde Seldom Seen Smith había dejado su camioneta la noche anterior, a la luz de la vieja luna.
Mientras esperaba que el agua bullese, Hayduke arrancó una rama del enebro más cercano y se dedicó a borrar las huellas de los neumáticos en la arena. Luego distribuyó unas ramitas de pino muerto allá donde había removido la tierra. Era difícil ocultar nada en un terreno como el de aquel maldito desierto. El desierto habla con muchas lenguas, algunas de ellas bífidas.
Los demás le habían explicado la noche pasada las razones por las que convenía separarse. Hayduke había insistido. Quería ver los resultados de su trabajo, si es que había algo que ver. Y eso significaba seguir todo lo que quedaba de camino, todo el camino hasta la próxima intersección, y ver allí qué podía hacer para dificultarle el trabajo a los topógrafos. Hay un tiempo en la vida de un hombre en que tiene que levantar el campamento. Tiene que apagar las luces. Tiene que dejar de contemporizar, y empezar a golpear, a defenderse.
Se sirvió y tomó su humilde desayuno: té con leche en polvo, el papeo de Hayduke —una mezcla particular de cereales, carne seca y una naranja—. Suficiente. En cuclillas, cerca del fuego, sorbió su te. Química: su mente se despejó.
En la mochila inmensa que tenía tras su saco de dormir llevaba suficiente comida para diez días. Además de una garrafa de agua, y encontraría más en el camino. Tendría que hacerlo. Y mapas topográficos, y algo contra la mordedura de serpiente, pastillas para purificar el agua, un cuchillo, un impermeable, calcetines de repuesto, un espejo para emitir señales, un encendedor, una linterna, una parka, unos binoculares, etcétera, y el revólver y cincuenta cartuchos de munición. La vida regresaba.
Hayduke se acabó su té matinal y buscó el abrigo del enebro. Hizo un hoyo, se puso en cuclillas de nuevo y cagó. Examinó sus excrementos: perfectamente estructurados. Iba a ser un buen día. Se limpió con las ásperas escamas de una hoja de enebro, al estilo Navajo, tapó con arena el hoyo y lo camufló con ramitas. Regresó al fuego, para el que también había confeccionado un hoyo en la arena. Lo apagó y volvió a hacer la misma operación para taparlo.
Limpió sus enseres —la taza y un tarrito ennegrecido— y los guardó con todo lo demás en su mochila, con excepción de sus prismáticos y una cantimplora. Ya estaba preparado para largarse cuanto antes. Lo llevó todo —la mochila, la cantimplora y los prismáticos— a un peñasco situado cerca del borde y lo metió en un agujero en la tierra, oculto por un pino. Luego cogió la escobilla de ramas de enebro que había utilizado antes, borró sus huellas y cualquier señal de su acampada caminando hacia atrás por la arenisca que se extendía muchas millas a lo largo de la cima del Comb Ridge.
Una vez terminadas todas sus tareas, tomó los prismáticos y la cantina y se dirigió a su puesto de vigilancia en el borde. A la sombra de una elevación del acantilado se tendió boca abajo y esperó. El acantilado olía a flores de naranjo. La piedra ya estaba caliente.
Iba a ser un día caluroso. El sol se elevaba sobre un cielo sin nubes. El aire era apacible excepto por un flujo constante de aire caliente que subía hacia el borde donde él estaba esperando. Por la situación del sol dedujo que eran las siete.
Aparecieron las furgonas dando bandazos por la carretera hacia el lugar de trabajo. Descargaron, desaparecieron. A través de sus prismáticos vio Hayduke cómo los trabajadores se esparcían por el terreno, balanceándose con sus baldes con el almuerzo, los cascos brillando al sol de la mañana, cada uno hacia su vehículo. Ya no hubo más movimientos, sólo alguna ráfaga de humo de diésel aquí o allá. Algunas de las máquinas comenzaron su tarea mientras otras no, no lo harían, ya no lo harían nunca. Hayduke lo comprobó satisfecho: él sabía algo que los trabajadores ignoraban: ellos tenían un problema.
No puedes levantar el capó de un tractor oruga. No tiene capó. Lo que puedes hacer es apearte y avanzar hasta echarle un vistazo, agachándote, al sistema de fijación. Lo que ves, si te llamas Wilbur S. Schmitz en esta mañana brillante en Comb Wash, Utah, es una fuga de gasolina cayendo al aire vacío, un conjunto de cables cortados limpiamente en dos por unas tijeras, el cilindro de inyección destrozado a martillazos, los filtros de aire y de gasolina rotos, los tubos cortados y todo fluido goteando. Lo que no ves es la arena en el cárter, ni el sirope en el tanque de gasolina.
O si tu nombre es J. Robert (Jayjob) Hartung y vas a echar un vistazo al motor situado en la parte trasera de tu GMC Terex de 40 toneladas (al que Abbzug había llegado), lo que verás colgando ante tus ojos es un festón de tubos cortados por los que se derrama el combustible.
A lo largo de toda la columna vertebral de aquel lugar, de norte a sur, la historia se repetía. Todos los sistemas saboteados, la mitad de los equipamientos rotos y el resto condenado. Royendo las sobras de su pobre desayuno, encogiendo con placer los dedos de los pies, Hayduke presenciaba a través de los prismáticos el desastre que tenía lugar allá abajo.
El sol subió deprisa, invadiendo la sombra en la que se cobijaba. Empezaba a aburrirse. Decidió poner tierra de por medio entre él y el potencial linchamiento que se producía abajo en Comb Wash. Por lo que sabía o podía ver ya debía haber una escuadra de aficionados a los tractores y vehículos pesados deslizándose por la ladera este, siguiendo las huellas que él y sus amigos debían haber dejado —podían no ayudar pero las dejaron— la noche antes.
Se arrastró hacia atrás sin levantarse hasta que no se sintió a salvo por debajo de la línea del horizonte. Entre los árboles le dio un trago a su cantimplora —no suele escatimar el agua cuando el cuerpo la necesita—, la puso en el bolsillo lateral de su mochila y se puso ésta en la espalda camino de la vieja carretera. El plan consistía en cruzar el Comb Wash hasta el otro lado, en el oeste, a la intersección con la autopista. ¿Cinco millas? ¿Diez? No lo sabía.
Hayduke se cuidó, al caminar, de permanecer en la zona de arenisca. No había que dejar señales, ninguna huella. Cuando era necesario atravesar intervalos de tierra o polvo retrocedía lo que hiciera falta, en bien de la confusión, volviendo sobre sus pasos.
La mayor parte del camino pudo permanecer sobre la roca desnuda, lisa, con la superficie ligeramente arrugada por los sedimentos de la arenisca de la formación Wingate. Era una piedra sólida, bien trabada, petrificada y cimentada hacía veinticinco millones de años, según las suposiciones de los geomorfólogos.
No era consciente de que lo estaban siguiendo. En cierto punto, sin embargo, cuando oyó los motores de un avión acercándose, se detuvo y buscó el cobijo de un árbol y unos matojos cercanos, sin mirar arriba, hasta que el avión pasó y salió del alcance de su vista y de su oído. Entonces siguió adelante.
Puto día caluroso, pensó Hayduke, limpiándose el sudor de la nariz, secándose el de la frente, sintiendo cómo se deslizaban gotas de sudor por sus axilas en dirección a sus costillas. Pero le hizo sentirse bien ponerse en marcha de nuevo, el aire caliente y seco olía bien, le gustaba el aspecto de las mesetas tendidas bajo olas de vapor caliente, el resplandor de la luz del sol en la piedra roja, el murmullo de la quietud soplando en sus oídos.
Siguió rumbo al norte por el bulevar de arenisca, entre enebros y pinos que rezumaban su resina masticable, en sentido inverso a través de los bancos de arena y —casi— hacia la red de nidos de agujas de las hojas de las yucas: bayonetas españolas. Evitando ese peligro, tratando de cargarse los talones con un peso más auténtico, volvió a la comodidad de la pendiente y, de nuevo mirando adelante bajo el refugio ambiguo del cielo, avanzó.
Durante algún tiempo. Luego se detuvo a la sombra, se quitó la Gran Piedra —su mochila cargada— y bebió más agua. Sólo le quedaba medio litro.
El sol trepó a lo más alto. Cuando alcanzó un punto desde el que podía ver la vieja carretera original y polvorienta que iba de Blanding a Hite, se hizo a la sombra de un enebro, un cómodo lecho donde se dejó caer, la mochila puesta como almohada. Se durmió enseguida. Estuvo dormido tres horas, sin que ningún sueño lo perturbase, bajo el calor del mediodía. Habría podido dormir más porque ciertamente estaba muy cansado, pero también sediento, la garganta seca y la lengua pastosa, lo que le hacía estar muy molesto, y cuando vio que se acercaba un camión por la carretera, gimiendo por la larga pendiente, se levantó.
Lo primero que hizo fue beberse medio cuarto de agua. Comió un poco de carne seca, se quedó a la sombra vigilando y esperó a que oscureciese. Cuando empezó a oscurecer volvió a cargar su gran mochila en su espalda y empezó a bajar a través de un atajo en la cresta. A menos que caminara hacia la cima de Comb Wash, un desvío de treinta millas, no había otra manera de descender desde la cresta a la planicie para alcanzar el otro lado. Para deslizarse por la pared del acantilado hubiera necesitado una cuerda de mil pies de largo.
Carretera abajó había pocos lugares donde esconderse en caso de que viniera alguien, pero no apareció nadie. La carretera estaba tan vacía como medio siglo antes. Cuando llegó a la llanura llenó sus cantimploras en una corriente tibia, echó una pastilla purificadora en cada una de ellas y las cargó.
Una vez alcanzada la base de la meseta más allá de Comb Wash, dejó la vieja carretera y se encaminó hacia el sur, sirviéndose de las estrellas como guía. El camino era pedregoso, una superficie irregular cortada por aristas, peñascos y senderos que se dirigían unos hacia el oeste y otros te devolvían a Comb Wash. Hayduke trató de seguir aquel que quedaba entre los dos sistemas de drenaje, cosa que no era fácil de conseguir en la oscuridad y en un trozo de terreno en el que él no había puesto el pie nunca antes.
Supuso que había recorrido unas diez millas esa jornada, y la mayor parte de ellas, subiendo y bajando, con un peso de sesenta libras en la espalda. Estaba cansado de nuevo, aburrido de andar por lo que sería una autopista en el futuro, que no era más que una ruta topográfica, sin ver nada: decidió pararse y esperar a que amaneciera. Encontró un agujero, apiló unas cuantas piedras para protegerse, se metió en su saco de dormir y durmió el sueño de los justos —justo el de los que están cansados.
La fresca penumbra de la madrugada. Los grajos gimiendo en los pinos. Unas franjas de marfil y perla extendiéndose hacia el este… Hayduke despertó.
Rápido desayuno. Reembalaje. Fuera otra vez. Caminó por salientes de arenisca, sobre los cauces de una docena de cursos de aguas áridas, hacia la autopista en construcción.
Señales topográficas en la tierra. Cintas rosas marcando como serpentinas el camino en las ramas de los árboles. Estacas de taller marcadas con tatuajes se colocaron a intervalos de cien yardas. Se podaron los ramajes de los árboles para facilitar la visión de los inspectores y el paso de los jeeps. Las huellas en el suelo, de ida y de vuelta, eran evidentes. El paisaje era el mismo en ambas direcciones. Tendría que ir muy al oeste para ver parte del proyecto de construcción. No oyó ningún sonido de maquinaria en acción: sólo calma, la brisa entre los enebros, el reclamo de una torcaz.
Hayduke aguardó más o menos una hora a la sombra de un pino piñonero, asegurándose que ninguno de sus enemigos estuviera merodeando por la zona. No oyó a nadie. Cuando el sol empezó a asomar por el horizonte se puso a trabajar.
Lo primero que hizo fue esconder su mochila. Luego se dirigió al este, camino del lugar del proyecto, quitando cada una de las estacas con las que se encontraba, cada una de las marcas que señalaban el camino al norte. A la vuelta se encargaría de las que señalaban el camino al sur.
Topó con un montículo que facilitaba la vista sobre la brecha de Comb Ridge. Era un punto de observación muy ventajoso en el que Hayduke se apostó, con los prismáticos en los ojos.
Tal y como esperaba, las labores de reparación se habían puesto en marcha. Hasta donde alcanzaba su vista, a un lado y al otro, había hombres atareados sobre, bajo, en sus máquinas, reemplazando los conductos de fuel saboteados, soldando los cables cortados, cambiando las mangueras hidráulicas. ¿Habrían descubierto también las otras trastadas, el sirope en los tanques de gasolina, la arena en los cárteres, las perforaciones en los depósitos de aceite? No se podía decir, al menos desde donde estaba. Pero muchas de las máquinas parecían abandonadas, dejadas a su suerte, ofrecían un panorama desalentador y patético.
Hayduke estuvo tentado por un momento de bajar al sitio de la faena como si solicitara trabajo. Pero si te tomas en serio esta cosa de la conspiración del zueco, entonces tendrías que cortarte el pelo, darte un buen baño, afeitarte la barba, ponerte ropa de trabajo y entonces conseguir el trabajo, cualquier tipo de trabajo, dentro de la compañía de construcción. Entonces, actuar desde dentro, como un gusano de noble corazón.
La tentación se desvaneció en cuanto vio, a través de los prismáticos, a un par de tipos uniformados armados hasta los dientes, botas, insignias, camisas militares arremangadas. Los observó con interés.
Deberíamos haber dejado alguna firma para atraer su atención, pensó. Algo así como «Jimmy Hoffa Libre», o «Acuérdate de Hopi» o «Winos por la Paz». Intentó pensar en algo nuevo, algo críptico, una clave profiláctica que no fuera muy evidente, ni obvia, pero diese alguna pista. No pudo, Hayduke era más destructivo que brillante. Se dejó los binoculares colgando en el pecho y le dio un trago a su cantimplora. Dentro de poco habría que preocuparse por el agua otra vez.
Se levantó y volvió hacia la parte sur por una senda paralela a la ruta anterior, y se dedicó a sacar las estacas con las que se encontraba y arrojarlas a la maleza como había hecho antes, y a descolgar las cintas de las ramas y meterlas en los agujeros de los topillos, silbando suavemente mientras trabajaba.
Recuperó su mochila y siguió adelante, con paso pesado, entre la maleza, realizando el mismo trabajo que antes pero con una diferencia: ahora iba en zigzag a través de la senda del camino, dedicándose a ambos lados de la calzada, para quitar todas las señales en un solo trayecto.
Cansado, acalorado, sediento. Los mosquitos bailaban su danza molecular en el aire, a la diseminada sombra de los árboles, picándole a Hayduke en los lóbulos de las orejas, garabateando ante sus ojos, tratando de colarse por el cuello de su camisa. Él los espantaba, los ignoraba, seguía adelante. El sol trepaba en el cielo golpeando duro sobre la cima de la cabeza de Hayduke, en las anchas espaldas de George Hayduke. Una espalda, le dijo una vez su capitán, con prudencia, que ningún petate podría cubrir nunca por entero. Siguió pues arrancando cintas, desclavando postes, sin olvidarse de vigilarlo todo con ojo vigía, oído atento a cualquier ruido.
Las huellas de un jeep viraban en dirección norte, hacia la roca y a través de los arbustos. Pero los postes y las cintas seguían adelante. Hayduke siguió la topografía, paciente, resolutivo, sudoroso hombre haciendo su trabajo.
Llegó de repente al borde pétreo de otro cañón. Un abismo modesto: la pared del cañón caía doscientos pies hasta el talud de tierra de debajo. La otra pared del cañón tenía cuatrocientos pies, y en ella había estacas y banderolas que seguían el camino hacia el noroeste. Por lo tanto, en ese cañón, se había trazado un puente.
Era sólo un pequeño y poco conocido cañón, eso seguro, con una delgada corriente de agua corriendo en el lecho, haciendo meandros en perezosas curvas sobre la tierra, creando piscinas bajo la hojarasca ácida de los álamos, cayendo al borde de las piedras cuenca abajo, agua apenas suficiente, incluso en primavera, para satisfacer a la población residente, compuesta de sapos, libélulas de alas rojas, una serpiente o dos, y unos pocos reyezuelos de cañón. Nada especial. Un cañón bonito pero no un gran cañón. Pero aun así, Hayduke objetó: no quería un puente allí, le gustaba ese cañón humilde que nunca antes había visto, ni siquiera sabía cómo se llamaba, daba lo mismo, allí no hacía falta ningún puente.
Hayduke se arrodilló y escribió un mensaje en la arena dirigido a los constructores de la autopista: IROS A CASA.
Después de pensárselo un poco, añadió: NADA DE PUTOS PUENTES, POR FAVOR.
Después de darle más vueltas, firmó con su nombre secreto: «Rudolf el Rojo».
Después de unos instantes lo borró y escribió: «Caballo Loco». Era mejor no identificarse demasiado.
Quedaban advertidos. Que así sea. Él volvería. Hayduke volvería, con los demás o sin ellos, convenientemente armado la próxima vez, con casquería suficiente como para echar abajo los cimientos de cualquier puente.
Caminó rumbo al norte hacia la cabecera del cañón, buscando un lugar por el que cruzar. Podía ahorrarse muchas millas de camino si lo encontraba.
Lo consiguió. Pinos piñoneros y enebros en el borde, abajo terrazas contorneadas, el suelo del cañón no caía demasiado —150 en vez de 200 pies—. Hayduke sacó las cuerdas de su mochila —120 pies de cuerda de nylon—, rodeó con un extremo el tronco de un árbol y la anudó. Estabilizándose con la mano izquierda y controlando la caída libre de la cuerda con la derecha, se deslizó por el borde de la cresta del cañón y quedó colgando un instante, disfrutando de la sensación de gravedad neutralizada, luego, suavemente, se fue deslizando hacia el saliente de abajo. La segunda etapa del descenso lo situó a poca distancia del cañón, suficiente como para no necesitar la cuerda. La dejó junto a la mochila en el suelo y a través de las aristas de las rocas fue descendiendo hasta la base de la pared.
Llenó sus cuatro cantimploras en la corriente, que había ido pacientemente esculpiendo unos surcos en el lecho rosado. Tomó un buen sorbo y se quedó a descansar un rato a la sombra, dormitando. El sol se movía, el calor y la luz lo iban envolviendo. Al despertar tomó otro trago, se echó la mochila a la espalda y se subió a un talud en la parte oeste del barranco. Los últimos pasos eran escarpados, difíciles, de unos veinte pies. Se quitó la mochila de la espalda, lo rodeó con la cuerda y el otro extremo de la cuerda se la ató al vientre. Una vez que se hubo alzado, volvió a descansar, antes de marchar hacia el sur a lo largo del borde del cañón, otra vez siguiendo la autopista proyectada.
Siguió su excursión toda la tarde, rumbo noroeste, camino del sol, para anular en un solo día el trabajo de cuatro hombres bien equipados y meticulosos durante todo un mes. Toda la tarde y la noche que vendría siguió quitando estacas y cintas de señalización. Sólo algún avión por encima de él, a millas de distancia, deslizando sus alas de vapor por el cielo, sin nada que ver con Hayduke ni con su trabajo. Sólo algunas aves le miraban, pájaros de pino, un pájaro azul de montaña, un halcón, los pacientes buitres. Sorprendió a una manada de ciervos —seis, siete, ocho puntas, dos o tres cervatillos— y observó cómo desaparecían en la maleza. También entró en territorio de ganado, donde las reses se dirigieron hacia él, a medias con curiosidad, a medias con amenazas, las partes traseras elevadas y las delanteras escarbando en la tierra, lo que le hizo alejarse al trote. La naturaleza, al menos, daría al pastor recursos suficientes para el tiempo que llegaba.
Cuando las ciudades se borraran y se hubiesen acabado todos los líos, cuando los girasoles llenaran las cintas de asfalto y cemento de las olvidadas carreteras interestatales, cuando el Pentágono y el Kremlin se hubiesen convertido en residencias de ancianos para generales, presidentes y otros cabezas huecas, cuando los rascacielos de vidrio y aluminio de Phoenix Arizona fuesen cubiertos por dunas de arena, entonces, entonces, entonces por Dios puede que por fin hombres libres y mujeres salvajes a caballo, mujeres libres y hombres salvajes a caballo, podrían vagar a gusto entre las artemisas de aquellas tierras —maldita sea— pastoreando el ganado salvaje, y darse atracones de carne cruda y putas vísceras, y danzar toda la noche a la música de violines, y banjos, y guitarras aceradas a la luz de la luna renacida —sí, por Dios, sí—. Hasta —reflexionó amargamente, sobriamente, tristemente—, hasta que llegara la próxima era del hierro y el hielo, y los ingenieros y los granjeros y en general todos los hijos-de-putas volviesen.
Esa era la fantasía de George Hayduke. ¿Creía de veras en la doctrina cíclica de la historia? ¿O era partidario de la teoría lineal? Era difícil que Hayduke quedase convencido en cualquiera de estas cuestiones, él iba de una teoría a otra de vez en cuando, y a quién coño le importa una puta mierda, si él lo que hace es coger la lengüeta de otra lata de Bud, colegui, papi, otra lata de Schlitz. Que los dientes le flotasen en cerveza, que en las tripas estallasen gases de cerveza, que la vejiga se le destensase con cerveza. Era un caso perdido.
Atardecer: una sangrienta puesta de sol primigenia salpicada como una pizza a través del oeste. Hayduke se metió otro trozo de carne seca en la boca y al ver que ya no era posible ni vislumbrar los árboles dijo hasta aquí hemos llegado. Había trabajado de sol a sol o, como su viejo solía decir, «desde que puedes ver hasta que puedas ver».
Debía haber caminado unas veinte millas en total. Al menos, por lo que le dolía el cuerpo y le olían los pies, parecía que realmente las había caminado. Tomó una cena compuesta de cereales de Hayduke y se metió en el saco, oculto en la maleza, pensando, muerto para el resto del mundo.
Durmió hasta muy entrada la mañana siguiente, hasta que el rumor de un auto o un camión que pasaban cerca lo decidieron a levantarse. Supuso que se encontraba a unas cincuenta yardas de la carretera: por un instante no sabía dónde estaba. Se frotó los ojos, se puso los pantalones y las botas, se internó en la arboleda hasta alcanzar la vista del cruce de la carretera. Leyó las señales: Lago Powell, 62; Blanding, 40, Monumento Nacional Natural Bridges 10; Hall’s Crossing 45.
Bien. Casi en casa.
Quitó los últimos postes, retiró las últimas cintas, cruzó la carretera y se escabulló por el bosque hacia Natural Bridges. Una vez dentro de ese santuario conocido, siguiendo el Cañón Amstrong y la senda hacia el Puente Natural de Owachomo, esperaba encontrar al resto de la banda esperándolo, disimulados entre las multitudes de turistas en el campamento oficial del monumento nacional. Ese había sido el plan, y Hayduke llevaba veinticuatro horas sobre el horario previsto.
Enterró un manojo último de postes y cintas bajo una roca, se colocó bien la mochila y marchó adelante a buen paso entre los árboles. No llevaba brújula pero confiaba en los mapas de topografía, en su infalible sentido de la orientación y en su imbatible confianza en sí mismo. Justificada. Sobre las cuatro de la tarde de esa tarde ya estaba sentado en el volquete de la camioneta de Smith bebiendo cerveza, engullendo un sandwich que le hizo Abbzug y compartiendo relatos con los otros —Hayduke, Sarvis, Abbzug y Smith: podía ser el nombre de un despacho de brokers.
—Señores y señorita —dijo Doc—, esto ha sido sólo el comienzo. Nos esperan grandes cosas, el futuro se tiende ante nosotros, como las alas de un águila que corona la colina del Destino.
—Así se habla Doc —le dijo Smith.
—Necesitamos dinamita —murmuró Hayduke sin dejar de masticar su sandwich—. Termita, carbón, limaduras de magnesio.
Mientras Abbzug, apartada y encantadora en la parte trasera, lucía su sardónica sonrisa.
—Bla bla bla —dijo— es todo lo que oigo, bla bla bla.