Tvålpalatset
Tvålpalatset
Jeanette tuvo que dar dos vueltas a la plaza Mariatorget para encontrar aparcamiento. Tomó el ascensor y a la entrada de la consulta la recibió una mujer que se presentó como Ann-Britt, secretaria de Sofia.
Mientras la mujer iba a avisar a Sofia, Jeanette inspeccionó la estancia. La decoración de lujo con obras de arte originales y muebles caros le dio la impresión de que allí era donde había que trabajar para ganar dinero a espuertas y no, como ella, matándose a currar en Kungsholmen.
La secretaria regresó acompañada de Sofia, que le preguntó a Jeanette si deseaba beber algo.
—No, gracias. No quiero hacerle perder su tiempo, así que será mejor que empecemos de inmediato.
—De verdad, no se preocupe —respondió Sofia—. Si puedo ayudarla, lo haré con mucho gusto. Siempre es agradable ser útil.
Jeanette miró a Sofia. Instintivamente, le gustaba. Durante su conversación precedente hubo entre ellas una cierta distancia pero, en ese momento, al cabo de solo unos minutos, Jeanette descubrió una verdadera amabilidad en la mirada de Sofia.
—Trataré de evitar los lapsus freudianos —bromeó Jeanette.
Sofia sonrió a su vez.
—Es muy gua…
Jeanette no comprendía lo que pasaba, de donde salía ese tono íntimo, pero ahí estaba. Se dejó imbuir por él y lo disfrutó un instante.
Se instalaron a un lado y a otro de la mesa y se miraron.
—¿Qué desea saber? —preguntó Sofia.
—Se trata de Samuel Bai y… está muerto. Lo han encontrado ahorcado en un desván.
—¿Suicidio? —preguntó Sofia.
—No, en absoluto. Ha sido asesinado y…
—Pero acaba de decirme que…
—Sí, pero lo ha ahorcado otra persona. Sin duda tratando torpemente de hacer creer que se trata de un suicidio… De hecho no, ni siquiera han tratado de simularlo.
—Ahí sí que no la sigo.
Sofia meneó la cabeza perpleja mientras encendía un cigarrillo.
—Propongo que dejemos de lado los detalles. Samuel ha sido asesinado, eso es todo. Quizá tendremos ocasión de volver a hablar de ello con más detenimiento pero, de momento, necesito saber más sobre él. Cualquier cosa que pueda ayudarme a comprender quién era.
—De acuerdo. Pero ¿qué desea saber concretamente?
Adivinó por el tono de voz que Sofia estaba decepcionada, pero no tenía tiempo para entrar en pormenores.
—Para empezar, ¿a título de qué lo conoció?
—La verdad es que no tengo una formación específica en psiquiatría infantil pero, dada mi experiencia en Sierra Leona, hicimos una excepción.
—No debió de ser un viaje de placer —se compadeció Jeanette—. Pero ha hablado de «nosotros», ¿quién más estuvo implicado en esa decisión?
—Los servicios sociales de Hässelby se pusieron en contacto conmigo para ver si podía ocuparme de Samuel… Es de Sierra Leona, pero eso ya debe de saberlo.
—Por supuesto. —Jeanette reflexionó antes de proseguir—. ¿Qué sabe de lo que vivió en…?
—Freetown —completó Sofia—. Me explicó, entre otras cosas, que formó parte de una banda que vivía de robos y atracos. Y además, a veces llevaban a cabo misiones de intimidación por encargo de los jefes de la mafia local. —Sofia tomó fuerzas—. No sé si puede comprenderlo… Sierra Leona es un país sumido en el caos. Los grupos paramilitares utilizan a niños para hacer aquello que a ningún adulto se le pasaría por la cabeza hacer. Los niños son dóciles y…
Jeanette se daba cuenta de que para Sofia era muy doloroso evocar ese tema. Le hubiera gustado evitárselo, pero tenía que saber más acerca de ello.
—¿Qué edad tenía Samuel por entonces?
—Me dijo que a los siete años ya había matado. A los diez, perdió la cuenta de los asesinatos y violaciones que había cometido, siempre bajo los efectos del hachís y del alcohol.
—¡Mierda, qué horror! ¿A qué juega la humanidad?
—No se trata de la humanidad, solo de los hombres… El resto, no cuenta para nada.
Permanecieron en silencio. Jeanette se preguntó qué debía de haber vivido la propia Sofia durante su estancia en África. Le costaba imaginarla allí. Con esos zapatos, ese peinado…
Era tan impecable…
—¿Puedo cogerle uno?
Jeanette señaló el paquete de cigarrillos junto al teléfono.
Sofia lo empujó lentamente hacia Jeanette, sin dejar de mirarla. Colocó el cenicero ante ella, en medio de la mesa.
—Para Samuel, su implantación en la sociedad sueca fue extremadamente difícil y, desde el principio, le costó mucho adaptarse.
—¿A quién no le hubiera costado?
Pensó en Johan que, durante un tiempo, padeció enormes problemas de concentración sin que hubiera pasado por algo ni remotamente parecido a lo que Samuel había vivido.
—Exactamente —asintió Sofia—. En la escuela le costaba estar tranquilo. Era turbulento y molestaba a sus compañeros de clase. En varias ocasiones se enfadó y se mostró violento al sentirse agredido o incomprendido.
—¿Qué sabe de su vida fuera del colegio y de su casa? ¿Le dio la impresión de que tuviera miedo de algo?
—La agitación de Samuel, sumada a su enorme experiencia de la violencia, le llevó a menudo a conflictos con la policía o las autoridades. La pasada primavera, sin ir más lejos, él mismo fue agredido y le robaron.
Sofia tendió la mano hacia el cenicero.
—¿Por qué se fugó de su casa, en su opinión?
—Cuando desapareció, su familia y él acababan de saber que iban a trasladarlo a un hogar de acogida en otoño. Creo que eso fue lo que le empujó a fugarse. —Sofia se levantó—. Necesito un café. ¿Le apetece uno?
—Sí, gracias.
Sofia salió y Jeanette oyó el borboteo de la cafetera de la recepción.
Era una situación extraña.
Dos mujeres equilibradas, adultas, inteligentes, conversando acerca del asesinato de un joven violento y muy perturbado.
Y, sin embargo, nada tenían en común con la realidad de ese muchacho.
¿Qué se esperaba de ellas? ¿Que descubrieran una realidad que no existía? ¿Que entendieran algo que no podía comprenderse?
Sofia regresó con dos tazas humeantes de café que dejó sobre la mesa.
—Lamento no poder serle de más ayuda, pero si me da unos días para revisar mis notas, ¿quizá podríamos volver a vernos?
Curiosa mujer, pensó Jeanette. Era como si Sofia pudiera leerle el pensamiento y eso era tan fascinante como atemorizador.
—¿De verdad lo dice? Le estaría muy agradecida. —Sofia sonrió, cada vez con mayor confianza—. Y, si le apetece, podríamos cenar juntas y así hacer que el trabajo sea más agradable.
Jeanette se oyó decir aquello con sorpresa. ¿Cómo se le había ocurrido eso de ir a cenar? No tenía por costumbre ser tan familiar. Ella, que nunca había invitado a su casa a las chicas del equipo de fútbol, cuando las conocía desde hacía mucho tiempo.
Lejos de declinar la invitación, Sofia se acercó a ella y la miró a los ojos.
—¡Qué buena idea! ¡Hace una eternidad que no he cenado con alguien aparte de conmigo misma! —Sofia hizo una pausa y prosiguió, sin dejar de mirar fijamente a Jeanette—. De hecho, estoy haciendo reformas en mi cocina, pero si se contenta con comida para llevar, será un placer invitarla a mi casa.
Jeanette asintió.
—¿Quedamos el viernes, por ejemplo?