Tvålpalatset

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A las dos, Sofia Zetterlund estaba de vuelta en la ciudad, en su consulta. Le quedaban dos citas antes de acabar el día y comprendió que le costaría concentrarse después de su visita a Huddinge.

Sofia se instaló en su despacho para redactar la recomendación de internamiento psiquiátrico de Tyra Mäkelä. La reunión con el grupo de peritos después de su visita había llevado al psiquiatra a reconsiderar en parte su postura, y Sofia albergaba esperanzas: quizá cabía esperar una decisión definitiva.

Era necesario, sobre todo por Tyra Mäkelä.

Esa mujer necesitaba ser tratada.

Sofia había escrito un resumen de su historia y de los rasgos de su carácter. Tyra Mäkelä ya tenía dos intentos de suicidio en su haber: a los catorce años se tomó voluntariamente una sobredosis de medicamentos y a los veinte le concedieron la invalidez debido a sus reiteradas depresiones. Los quince años que había pasado al lado del sádico Harri Mäkelä se saldaron con un nuevo intento de suicidio y luego el asesinato de su hijo adoptivo.

Sofia estimaba que la compañía del marido —al que, a su vez, se le había juzgado suficientemente cuerdo como para ser condenado a una pena de prisión— agravó su enfermedad.

La conclusión de Sofia era que Tyra Mäkelä había sufrido sucesivas psicosis a lo largo de los años anteriores a la agresión. Dos ingresos psiquiátricos en el curso del último año respaldaban su tesis. En los dos casos, habían encontrado a esa mujer errando perdida por el pueblo y la habían ingresado a la fuerza varios días para después dejarla salir.

Sofia estimaba que aún subsistían zonas de sombras alrededor de la participación de Tyra Mäkelä en el asesinato del niño. El coeficiente intelectual de esa mujer era tan bajo que por sí solo justificaba que no se la pudiera responsabilizar de ese asesinato, cosa que el tribunal había dejado más o menos de lado. Sofia veía a una mujer que ponía por las nubes las ideas de su marido, bajo la constante influencia del alcohol. Su pasividad la convertía tal vez en cómplice, pero su estado psíquico la hacía incapaz de intervenir.

La sentencia fue confirmada tras el recurso de apelación y solo quedaba por determinar la pena.

Tyra Mäkelä necesitaba recibir tratamiento con urgencia. Lo hecho no tenía remedio, pero una pena de prisión no ayudaría a nadie.

Las atrocidades del caso no debían cegarles a la hora de tomar una decisión.

Por la tarde, Sofia terminó de redactar el informe y atendió sus citas de las tres y las cuatro: el directivo de una empresa estresado y una actriz ya mayor a la que no le ofrecían ningún papel y se había hundido en una profunda depresión.

Hacia las cinco, cuando se disponía a marcharse a su casa, Ann-Britt la retuvo en la recepción.

—¿Recuerdas que el sábado tienes que ir a Goteburgo? Tengo tus billetes de tren y te he reservado el hotel Scandic.

Ann-Britt le tendió una carpeta.

—Sí, claro —dijo Sofia.

Tenía una reunión con un editor que se disponía a publicar la traducción del libro del antiguo niño soldado Ishmael Beah, Un largo camino. El editor quería pedirle su opinión a Sofia, dada su experiencia con niños traumatizados.

—¿A qué hora salgo?

—Temprano. En el billete figura la hora de salida.

—¿Las cinco y doce?

Sofia suspiró y entró de nuevo en su despacho a por el informe que había redactado para Unicef siete años atrás.

Al sentarse a su mesa ante el documento, se preguntó si realmente estaba lista para liberar los recuerdos de esa época.

Siete años, pensó.

¿Tan lejos quedaba?