Tvålpalatset
Tvålpalatset
Una oscura lluvia de tormenta crepitaba sobre el tejado de cobre de la cervecería München mientras la bahía de Riddarfjärden se iluminaba aquí y allá con violentos relámpagos.
Al llegar la hora de almorzar, Sofia Zetterlund decidió que sería mejor aclararse las ideas dando un paseo por la plaza Mariatorget. Además, tenía un poco de migraña.
El día era caluroso y el chaparrón de la mañana hacía humear la plaza al sol.
A la izquierda de la estatua de bronce que representaba la pesca de Tor, unos viejecillos jugaban a la petanca y, sobre el césped, la gente extendía sus mantas por doquier. El humo de los tubos de escape de Hornsgatan mezclado con el polvo levantado en los paseos de gravilla hacía el aire difícilmente respirable.
Dobló la esquina del Seven Eleven y remontó hacia la iglesia de Mariakyrkan.
Veinte minutos después estaba de regreso en su consulta.
Su dolor de cabeza había empeorado. Fue al baño a lavarse la cara y tomarse dos pastillas de Treo. Esperaba que eso bastaría para devolverle las fuerzas.
Abrió el cajón debajo de su mesa de trabajo y sacó el dossier de Karl Lundström para refrescarse la memoria.
Para ella, no había nada que motivara un internamiento psiquiátrico: las declaraciones de Karl Lundström se basaban en convicciones ideológicas y por ello había aconsejado el encarcelamiento.
Pero no sería así.
Todo indicaba que el tribunal optaría por el ingreso de Karl Lundström en una institución psiquiátrica. El informe pericial que ella había presentado se consideraba inutilizable para dictar sentencia dado que Lundström se hallaba bajo los efectos del Xanor durante los interrogatorios.
En otras palabras, la entrevista que había mantenido con él se consideraba sin valor alguno.
El tribunal solo veía en él a un pobre tipo completamente colgado, pero Sofia había comprendido que lo que Karl Lundström le había dicho no lo había inventado bajo los efectos de los medicamentos.
Karl Lundström creía ser el único detentor de la verdad. Era un firme partidario de la ley del más fuerte, que le confería el privilegio de agredir a individuos más débiles. Tenía en gran consideración sus capacidades, y estaba orgulloso de ellas.
Recordaba sus palabras.
No era más que un alegato en su defensa.
«No considero que lo que he hecho esté mal —afirmó—. Solo está mal en la sociedad de hoy. Su moral está mancillada. Las pulsiones son inmemoriales. La palabra de Dios no comporta la prohibición del incesto. Todos los hombres desean lo mismo que yo, es un deseo sin edad, ligado al sexo. Ya fue dicho en pentámetros. Soy una criatura de Dios y actúo siguiendo la misión que me ha encomendado».
Unas justificaciones morales, filosóficas y pseudorreligiosas.
Tenía que reconocer que la certidumbre que Karl Lundström tenía de su propia grandeza lo convertía en una persona muy peligrosa.
Y se consideraba dotado de una inteligencia superior.
Y daba muestras de una notable ausencia de empatía.
El talento de manipulador de Karl Lundström facilitaría que después de cierto tiempo en Säter o en otra institución psiquiátrica, le concedieran permisos: cada segundo que pasara en libertad pondría en peligro a los demás.
Decidió llamar a la comisaria Jeanette Kihlberg.
En la situación presente estaba en su derecho de pasarse por el forro el derecho.
Jeanette pareció sorprendida al oír a Sofia presentarse y pedirle una cita para explicarle lo que sabía acerca de Karl Lundström.
—¿Por qué ha cambiado de opinión?
—No sé si está relacionado con el caso que investiga, pero creo que Lundström quizá esté implicado en algo muy gordo. ¿Mikkelsen ha investigado lo que cuenta acerca de Anders Wikström y de esos vídeos?
—Por lo que me ha parecido comprender, se ocupan de ello en estos momentos, pero Mikkelsen cree que Anders Wikström es fruto de la imaginación de Lundström y que no van a encontrar nada. ¿Le ha examinado, verdad? Parece enfermo.
—Sí, pero no hasta el extremo de no poder responder de sus actos.
—¿Ah, no? De acuerdo, pero hay una escala en la locura, ¿verdad?
—Sí, una escala de las penas.
—¿Y eso significa que uno puede tener ideas de loco y ser castigado por ello? —completó Jeanette.
—Así es. Pero la pena debe adaptarse a cada delincuente y, en el caso presente, he recomendado la prisión. Tengo la convicción de que la atención psiquiátrica no le será de ayuda a Lundström.
—Estoy de acuerdo —dijo Jeanette—. Pero ¿qué dice acerca del hecho de que estuviera bajo los efectos de los medicamentos?
Sofia sonrió.
—Por lo que he podido leer, las dosis no eran tan elevadas como para que pudieran ser decisivas. Se trataba de pequeñas dosis de Xanor.
—El medicamento administrado a Thomas Quick.
—Sí, sí. Pero Quick estaba mucho más drogado.
—¿Cree que no hay que preocuparse por eso?
—Exacto, y me parece que vale la pena interrogar a Lundström acerca de esos chavales asesinados. Donde hay humo hay fuego.
Jeanette se rio.
—¿Donde hay humo hay fuego?
—Sí, si hay algo de verdad en esa historia de la compra de niños, quizá podrá averiguar más.
—Lo entiendo. Gracias por molestarse en llamar.
—De nada. ¿Cuándo podemos vernos?
—La llamaré mañana para quedar a almorzar, si le va bien.
—Perfecto.
Colgaron. Sofia miró por la ventana.
Afuera brillaba el sol.