Gamla Enskede
Gamla Enskede
Lo extraño no era que el chaval estuviera muerto, sino que hubiera sobrevivido tanto tiempo. La magnitud y la naturaleza de sus heridas indicaban que debería haber muerto mucho antes de la hora de defunción determinada en el curso de las primeras constataciones. Sin embargo, algo le había mantenido con vida cuando un individuo normal habría sucumbido mucho antes.
La comisaria Jeanette Kihlberg no sabía aún nada de eso al salir marcha atrás del garaje. Y no podía sospechar ni por asomo que ese caso sería el inicio de una serie de acontecimientos que tendrían una decisiva incidencia en su vida.
Saludó a Åke por la ventana de la cocina, pero estaba al teléfono y no la vio. Este iba a pasar la mañana lavando su montón de camisetas empapadas de sudor, calcetines embarrados y calzoncillos sucios. Con una mujer y un hijo aficionados a jugar al fútbol, una de las tareas domésticas habituales era hacer funcionar la vieja lavadora al límite de su capacidad por lo menos cinco veces a la semana.
A la espera de que terminara el programa de lavado, seguramente subiría al pequeño taller instalado en el desván para ponerse con uno de los lienzos inacabados en los que trabajaba sin descanso. Era un romántico, un soñador al que le costaba concluir lo que empezaba: Jeanette había insistido varias veces para que contactara a uno de los galeristas que se habían interesado por su trabajo, pero siempre lo había descartado con aspavientos. Aún no estaba acabado. Todavía no, pero pronto lo estaría.
Y entonces, todo cambiaría.
Se haría un nombre, el dinero comenzaría a correr a raudales y por fin podrían llevar a cabo sus sueños. Arreglar la casa, viajar a donde les apeteciera.
Después de casi veinte años, ella empezaba a dudar de que eso fuera a ocurrir un día.
Mientras circulaba por Nynäsvägen, oyó un preocupante tintineo procedente de la rueda delantera izquierda. Aunque fuera negada para las cuestiones mecánicas, comprendió que algo no funcionaba en su viejo Audi y que debería dejarlo una vez más en el taller. Por experiencia, sabía también que la reparación no le iba a salir gratis, aunque el serbio de Bolindenplan trabajaba bien y barato.
El día anterior había vaciado su cuenta de ahorro para liquidar la hipoteca de la casa, cuyo pago llegaba cada trimestre con sádica puntualidad, y esperaba que esta vez pudiera reparar su coche a crédito. Ya lo había conseguido.
Una fuerte vibración en el bolsillo de su chaqueta, acompañada de la Novena de Beethoven estuvo a punto de hacer que se saliera de la carretera.
—Diga… Kihlberg al habla.
—Hola, Nenette, tenemos un asunto en Thorildsplan. —Era la voz de su colega Jens Hurtig—. Hay que ir allí inmediatamente. ¿Dónde estás?
Los gritos resonaban en el teléfono, y Jeanette tuvo que alejarlo diez centímetros de su oreja para no ensordecer.
Detestaba que la llamaran Nenette. Ese apodo surgió como una broma durante una fiesta del personal tres años atrás, pero acabó extendiéndose por toda la comisaría de Kungsholmen.
—Estoy en Årsta, acabo de tomar la autopista de Essinge. ¿Qué ha ocurrido?
—Han hallado a un niño muerto entre los arbustos en la boca del metro, cerca de la Escuela de Magisterio. Billing quiere que vayas lo antes posible. Parecía muy excitado. Todo indica que se trata de un asesinato.
Jeanette oyó que el tintineo proseguía con más fuerza y se preguntó si iba a verse obligada a detenerse en el arcén para llamar a una grúa y a un taxi.
—Si este maldito coche aguanta, estaré allí dentro de cinco o diez minutos y quiero que vayas tú también.
El coche carraspeó y, por precaución, Jeanette se situó en el carril derecho.
—Por supuesto. Iré enseguida. Llegaré antes que tú.
Hurtig colgó y Jeanette se guardó el teléfono en el bolsillo.
Un muerto arrojado entre unos arbustos le sonaba a Jeanette a una agresión que había acabado mal, se consideraría homicidio.
Un asesinato, se dijo sintiendo una sacudida en el volante, es una mujer a la que su marido celoso mata en casa justo después de que ella le haya dicho que quiere divorciarse.
Por lo general, en todo caso.
Pero, decididamente, los tiempos habían cambiado y lo que había aprendido en la escuela de policía ya no solo era caduco sino también erróneo. Se habían reformado los métodos y el trabajo de policía era en varios aspectos mucho más difícil que veinte años antes.
Jeanette recordaba sus inicios, las patrullas en contacto con personas corrientes. Les ayudaban, la gente confiaba en la policía. Hoy solo se denunciaba un robo para cobrar el seguro y no con la esperanza de ver elucidado el delito.
¿Qué esperaba al dejar sus estudios de sociología para entrar en la policía? ¿Cambiar las cosas? ¿Ayudar a la gente? Eso era en todo caso lo que orgullosamente le había dicho a su padre el día en que aprobó el examen de ingreso. Y sí, quería diferenciar entre ir por mal camino y hacer el mal.
Quería convertirse en una persona de bien.
Y eso era formar parte de la policía.
Toda su infancia escuchó religiosamente a su padre y a su abuelo contar historias de polis. Ya fuera Navidad o Pascua, en la mesa solo se hablaba de atracadores a mano armada sin escrúpulos, de ladrones simpáticos y de estafadores con mucha jeta. Anécdotas y recuerdos del lado oscuro de la vida.
El prometedor aroma del jamón asado de Navidad se mezclaba con la algarabía de las conversaciones masculinas y creaba una atmósfera tranquilizadora.
Sonrió al pensar en el desinterés y el escepticismo de su abuelo ante los nuevos medios técnicos. Habían sustituido las esposas de toda la vida por un modelo desechable de plástico que simplificaba el trabajo. Una vez, afirmó que el ADN no era más que un capricho pasajero.
El trabajo policial consistía en marcar la diferencia. No en simplificar. Había que adaptarse a las mutaciones de la sociedad.
Ser policía era querer ayudar, preocuparse por los demás. No atrincherarse detrás de los cristales ahumados de un coche patrulla blindado.