Hospital de Huddinge
Hospital de Huddinge
Sofia se sintió completamente agotada cuando el padre de Linnea Lundström, el pederasta Karl Lundström, abandonó la estancia. Por mucho que lo negara, la vergüenza le reconcomía. Lo había visto en sus ojos al explicar el episodio de Kristianstad. Utilizaba las elucubraciones religiosas y las historias de tráfico de niños como excusa.
En esos últimos casos, se trataba más bien de reprimirla.
La falta y la vergüenza no eran cosa suya sino de la conciencia humana entera o de la mafia rusa.
¿Esas historias se las dictaba su inconsciente?
Sofia decidió comunicar a Lars Mikkelsen las informaciones recabadas a lo largo de la entrevista, aunque pensaba que la policía nunca encontraría a ningún Anders Wikström en Norrland, ni ninguna cinta de vídeo en un armario de su sótano.
Marcó el número de la policía, le pasaron a Mikkelsen y le resumió brevemente lo que Karl Lundström le había contado.
Acabó la conversación con una pregunta retórica.
—¿Conseguiremos alguna vez que en los grandes hospitales suecos se deje de repartir ansiolíticos a diestro y siniestro?
—¿Lundström estaba confuso?
—Sí. Si quieren que haga correctamente mi trabajo, que por lo menos no vaya colocado aquel con quien tengo que hablar.
Al salir del departamento 112 del hospital de Huddinge, Sofia reflexionó acerca de sus decisiones profesionales.
¿De qué tipo de pacientes quería ocuparse realmente? ¿Cuándo y cómo era más útil? ¿Y qué precio estaba dispuesta a pagar en términos de insomnio y de nudos en el estómago?
Quería trabajar con clientes como Samuel Bai y Victoria Bergman pero, en ese caso, no había estado a la altura.
Con Victoria Bergman se había implicado de una manera demasiado personal, hasta perder la capacidad de juicio.
¿Y si no?
Llegó al aparcamiento, sacó las llaves del coche y echó un vistazo en dirección al complejo hospitalario.
Por un lado estaba su trabajo allí, con gente como Karl Lundström. No tenía que tomar las decisiones sola. Redactaba un informe pericial que, en el mejor de los casos, se entregaría a título de recomendación a las autoridades judiciales.
Era como el juego del teléfono.
Ella susurraba su opinión al oído de alguien, que lo transmitía a la persona siguiente, luego a otra y finalmente llegaba a oídos de un juez que tomaba entonces una decisión totalmente diferente, quizá empujado por un fiscal influyente.
Abrió su coche y se dejó caer en el asiento.
Por otro lado, estaba su trabajo en la consulta, con pacientes como Carolina Glanz, que le pagaban por horas.
Ese era un marco previsible, pensó al darle a la llave de contacto. Las condiciones se fijan por adelantado por contrato.
Utilizar y dejarse utilizar.
El paciente paga por un tiempo convenido, aspira a una concentración total sobre su persona y utiliza al terapeuta que, por su parte, cobra por dejarse utilizar por el paciente.
Una triste tautología, constató al salir del aparcamiento.
Soy igual que una prostituta.