Barrio de Kronoberg
Barrio de Kronoberg
Después de su conversación con Sofia Zetterlund, Jeanette Kihlberg se sintió desanimada. Sabía que la autorización del fiscal sería un problema. A buen seguro Von Kwist le pondría trabas.
Y luego estaba esa Sofia Zetterlund.
A Jeanette no le gustaba su frialdad. Era demasiado racional e insensible. Se trataba a fin de cuentas de dos chavales asesinados y, si podía serle de utilidad, ¿por qué se negaba a ello? ¿Se parapetaba detrás del secreto profesional solo por rigor deontológico?
Se estaba atascando.
Por la mañana, con Hurtig, había tratado en vano de ponerse en contacto con Ulrika Wendin, la chica que siete años atrás había denunciado a Karl Lundström por agresión y violación. El número de teléfono que le habían proporcionado en información ya no estaba en servicio y nadie les abrió la puerta en su último domicilio conocido, en Hammarby. Jeanette esperaba que el mensaje que le había dejado en el buzón empujaría a la muchacha a manifestarse a su regreso. Pero de momento el teléfono permanecía en silencio.
Era un caso que cada vez se volvía más cuesta arriba.
Tenía que provocar un giro, abrir nuevas vías.
Si lograba ganarse un ascenso en la policía, significaría trabajar en una oficina y tener funciones administrativas.
Pero ¿era eso lo que en verdad le apetecía?
Mientras leía una circular interna que informaba de un curso de formación continua de tres semanas acerca de los interrogatorios de niños, llamaron a su puerta.
Entró Hurtig, acompañado de Åhlund.
—Íbamos a tomar una cerveza. ¿Te vienes con nosotros?
Echó un vistazo al reloj. Las cuatro y media. Åke iba a ponerse a preparar la cena. Macarrones gratinados y albóndigas frente a la televisión. El silencio, y una pizca de hastío, eso era todo cuanto compartían.
Un cambio, deseó.
Arrugó en una bola la circular y la echó a la papelera. Tres semanas en un pupitre escolar.
—No, no puedo. Otra vez, quizá —dijo al recordar que poco antes había prometido que aceptaría.
Hurtig asintió con la cabeza y sonrió.
—De acuerdo, hasta mañana. Pero no te mates a trabajar.
Cerró detrás de él.
Justo antes de recoger sus cosas para irse a casa, Jeanette tomó una decisión.
Tras una breve conversación con Johan para acordar que le preguntaría a su amigo David si podía quedarse a dormir en su casa, reservó por teléfono dos entradas de cine para la primera sesión. Por descontado, no era un cambio tremendo pero al menos constituía una modesta tentativa de alegrar un poco la monotonía cotidiana. Una película y luego un restaurante. Tal vez una cerveza.
Al responder, Åke pareció irritado.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Lo de siempre a esta hora. ¿Y tú?
—Me iba a casa, pero se me ha ocurrido que podríamos quedar en la ciudad.
—¿Ah, sí? ¿Ocurre algo especial?
—No, solo me decía que hace mucho que no salimos juntos.
—Johan está por llegar y estoy preparando…
—Johan se quedará a dormir en casa de David —le interrumpió.
—Ah, vale. ¿Dónde quedamos?
—Delante de Söder. A las seis y cuarto.
Fin de la conversación. Jeanette se guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Esperaba que le hiciera ilusión, pero le había parecido más bien mustio. Por otro lado, aunque solo se trataba de ir al cine, hubiera podido mostrar un poco más de entusiasmo, se dijo mientras apagaba el ordenador.
Al tomar la escalera de Medborgarhuset, delante de la placa conmemorativa del asesinato de la ministra Anna Lindh, Jeanette vio a Åke. Parecía enfurruñado. Se detuvo para contemplarlo. Veinte años juntos. Dos décadas.
Se acercó a él.
—A ojo, siete mil —dijo ella con una sonrisa.
—¿Qué? —preguntó Åke, desconcertado.
—Sin duda, algo más. Las mates nunca han sido mi fuerte.
—Pero ¿de qué hablas?
—Llevamos alrededor de siete mil días juntos. ¿Te das cuenta? Veinte años.
—Hum…