Gamla Enskede

Gamla Enskede

Estocolmo es infiel como una puta. Desde el siglo XI, se baña en unas aguas salobres y provoca al transeúnte con sus islas e islotes, y su aire inocente. Es tan bella como traicionera y su historia está jalonada de baños de sangre, incendios y excomuniones.

Y de sueños truncados.

Al dirigirse Jeanette por la mañana a Enskede Gård y al metro, flotaba en el aire una bruma helada, casi tan espesa como la niebla, y los céspedes de las villas en derredor estaban húmedos por el rocío.

Se acerca el verano, pensó. Largas noches claras, vegetación y caprichosos saltos entre el frío y el calor. En el fondo, le gustaba esa estación pero en aquel momento ese tiempo la hacía sentirse sola. Había una especie de presión colectiva, como si hubiera que atrapar al vuelo ese corto período. Sentirse alegre, liberado y disfrutar de ello. Lo que se olvidaba era el estrés generado por esa exigencia.

En esta ciudad, la llegada del verano es traidora, pensó.

Era la hora punta de la mañana y el tren estaba abarrotado. La circulación se veía perturbada debido a las obras en las vías y había retrasos provocados por un problema técnico. Tuvo que quedarse de pie, apretujada en un rincón junto a una puerta.

¿Un problema técnico? Sin duda alguien que se había arrojado a la vía al paso de un tren.

Miró en derredor.

Un número inusual de sonrisas. A buen seguro porque solo faltaban ya unas semanas para las vacaciones.

Pensó en la imagen que sus colegas podían tener de ella. Sin duda a veces la de una auténtica cascarrabias. Atosigadora. Autoritaria, quizá. Y que podía ser una polvorilla.

En el fondo, no era muy diferente de la mayoría de los investigadores jefe. Ese trabajo requería autoridad y resolución, y la responsabilidad conducía a veces a exigir demasiado a sus subordinados. Y a perder el sentido del humor y la paciencia. ¿La apreciaban los que trabajaban con ella?

A Jens Hurtig le caía bien, lo sabía. Y Åhlund la respetaba. Schwarz, ni una cosa ni otra. En cuanto a los demás, probablemente un poco de todo.

Pero una cosa la molestaba.

La mayoría la llamaban Nenette y estaba convencida de que todos sabían que eso no le gustaba.

Era signo de cierta falta de respeto.

Podían dividirse en dos bandos. Schwarz estaba a la cabeza del bando Nenette, seguido por numerosos colegas. El bando Jeanette lo integraban Hurtig y Åhlund, que a pesar de todo a veces sufrían algún lapsus, y un puñado de colegas o de novatos que solo habían visto su nombre sobre un papel.

¿Por qué no gozaba del mismo respeto que los demás jefes? Sus evaluaciones eran netamente mejores y tenía una mejor tasa de elucidación que la mayoría de ellos. Y cada año, cuando llegaba el momento de los aumentos de sueldo, podía constatar sin asomo de duda que siempre estaba por debajo de la media salarial de los jefes de su categoría. Diez años de experiencia que para nada contaban en cuanto unos jefes acabados de reclutar llegaban con altas exigencias salariales u otros eran promocionados.

¿Era así de sencillo? ¿Esa falta elemental de respeto era puramente sexista? ¿Se debía únicamente al hecho de que fuera una mujer?

El metro se detuvo en Gullmarsplan. Allí descendieron muchos pasajeros y se acomodó en un asiento libre al fondo del vagón mientras este volvía a llenarse.

Era una mujer que ocupaba un puesto en el que dominaban los hombres y la llamaban Nenette, muy a menudo para burlarse de ella.

Sabía que a muchos les parecía masculina. Las mujeres no eran jefes en la policía. No mandaban, ni en el trabajo ni en un campo de fútbol. No eran, como ella, controladoras, atosigadoras y autoritarias.

El tren se bamboleó, dejó atrás Gullmarsplan y cruzó el puente de Skanstull.

Nenette, se dijo. Uno de los tíos.