Lo que me dijo Glenda dio rienda suelta a todos mis gritos. El Thunderbird se detuvo cerca de la mosquitera, y ella salió del coche y entró en casa. El Thunderbird se fue, y ella apareció con una bolsa de la heladería.

—¿Has comido ya?

—He cenado. ¿Eso es el postre?

Banana split, Shug. Tómatelo antes de que se derrita.

La mesa se inclinó a un lado y a otro al sentarnos. Glenda fumaba, como siempre. Yo iba comiendo, una cucharada tras otra. La mesa se inclinaba hacia un lado cuando metía la cuchara, y hacia el otro cuando me incorporaba para tragar. Comí deprisa, inclinando la mesa en ambas direcciones.

—Han llamado hoy del Tino’s. A Jimmy Vin no le han dicho lo que esperaba oír.

—Da igual.

—No, no da igual. Tenemos que largarnos de aquí, eso lo tengo muy claro. Tal y como están las cosas no nos podemos quedar. Ha llamado a otro sitio, y esta vez sí le han dado la respuesta que esperaba.

—¿Adónde nos vamos entonces?

—Va a cocinar en un barco. Uno de esos barcos tan grande como un colegio. Tan grande que casi no se notan las olas. Cocinará el desayuno y se ocupará del bar por las noches. Un yate de crucero.

—¿Y eso cuándo?

—En cuanto le den su cheque mañana. Hasta la vista, pequeño West Table; hola, océano inmenso.

—Eso es prontísimo. ¿No te parece que es prontísimo?

—El barco zarpa cuando tiene que zarpar. Sale de Miami y luego va hasta Sudamérica, a esa clase de sitios. El barco va hasta allí y luego vuelve, y va parando en todas las islas que se encuentra por el camino.

—Suena bien. Suena genial.

—Supongo que será genial. Estoy segura de que lo será. Tú no puedes venir.

—¿Qué?

—Tú no puedes venir. Son las normas del barco.

—No me hagas esto. No me hagas esto.

—Por poco me quedo fuera yo también, pero Jimmy Vin dijo que nos habíamos casado y que yo podía echar una mano en la cocina, que es donde estará él. Pero no hay otra habitación, Shug. Tendrás que mudarte a casa de la abuela.

—¿Glenda? Glenda, ¿me vas dejas así, tan fácilmente? ¿Te vas sin más y me dejas solo?

—No. No. Mira, puedes irte a vivir a casa de la abuela.

No quería que nadie viera cómo me sentía, nadie, y menos ella.

—¿Es por lo que pasó en la cocina? ¿Por lo que pasó ese día en la cocina?

—No des vueltas a las cosas para que parezca que yo soy la mala. No soy mala. No pienses que lo soy. Pero ahora tengo que ponerme con el equipaje. Hay mucho que hacer.

—¿Es por lo que pasó en la cocina? ¿Es por eso?

—Sé fuerte. Sé fuerte y cállate.

—Lo hace todo el mundo, por eso lo hice.

—No es por eso. Simplemente no puedes venir. Cállate.

El frasco en el que escondía todos los gritos de mi vida explotó. Se fueron volando allí donde nadie podía oírlos. Avanzaba por un camino de tierra quemado por el sol, levantando nubes de polvo a cada paso. Iba solo y sentí que mis gritos podían salir. Grité por cosas que habían ocurrido hace tiempo y que creía haber olvidado. Recorrí gritando ese camino quemado por el sol, pasé gritando delante de vallas y vacas. Partes de mí mismo que no entendía se soltaron dentro de mí, atascándome la garganta. Las vacas escuchaban mis gritos como si los conocieran de sobra y no necesitaran oír nada más. Me miraron pero no se movieron. Salté la valla y fui hacia ellas, y dejé que los gritos corrieran entre ellas. Estaban junto al lecho seco de un arroyo, un lecho blanquecino y agrietado, un arroyo seco entre riberas llenas de hierbajos agostados. Lo seguí, gritando. Estaba seco, pero el lecho reseco y agrietado tenía que llevar a algún sitio. Recorrí gritando el lecho seco y duro, rodeé gritando unas peñas, pasé gritando por debajo de unos árboles que balbuceaban y salí de nuevo a campo abierto, en medio de un pasto.

Grité hasta dejarme la garganta en carne viva y hasta que el sol bajó y se ocultó tras el horizonte.

Luego volví a casa, vacío de sentimientos.

Trepé al rincón más remoto y oscuro del cobertizo, entre las telarañas y las cacas de los murciélagos, y encontré la bota. Me la puse debajo del brazo como una barra de pan y recorrí con ella el pueblo, pasando por delante de sus habitantes, ocupados en hacer esas cosas que hace la gente y que a nadie le importan. Pasé por delante de ellos sintiéndome en carne viva y desconocido.

Llegué a la casucha donde vivía esa tal Patty y llamé con fuerza a la puerta. Me abrió Basil, sin camisa, con una lata de cerveza en la mano.

—¿Qué pasa, chaval?

Ya no había ningún frasco donde meter mis gritos.

Blandí la bota, sujetándola bien extendida con las dos manos para que se vieran las alas del águila, y él se puso a llorar.