Unos chavales de la zona habían celebrado una fiesta en el cementerio, cerca de la estatua del ángel negro, habían estrellado botellas de cerveza contra las lápidas y lo habían dejado todo hecho un asco. Debían de ser chavales del instituto. El primero en descubrirlo fue el señor Goynes y vino a mediodía para echarnos la bronca a Glenda y a mí por no haberlos oído por la noche y no haberlos echado. Para eso estábamos, nos dijo cuatro o cinco veces. Para eso vivíamos en esa casa. Teníamos que ser capaces de hacer al menos eso, nos dijo.

El ángel negro estaba en la otra punta del cementerio, rodeado por un círculo de pinos, y solo un sabueso fuera de serie o una vieja con problemas de insomnio podría haber oído el jaleo de la fiesta desde nuestra casa. El ángel negro medía tres metros y coronaba una sepultura donde estaban enterrados unos chavales casi todos muy jóvenes que fueron una noche a bailar a un local, hace muchos años, y hubo una explosión por gas o por dinamita o por yo qué sé en el local, y los chavales se convirtieron en trozos de carne carbonizada que nadie pudo identificar. Veintiocho de ellos estaban enterrados debajo del ángel negro, y siempre había chavales que pensaban que a lo mejor el ángel negro había adquirido poderes maléficos por estar colocado encima de un grupo tan numeroso de jóvenes muertos. Los chavales encendían velas a los pies del ángel. Le cantaban. Le pintaban los labios con carmín. Gotas de cera surcaban sus mejillas como lágrimas congeladas. Ahí siempre había colillas tiradas, bolsas vacías de patatas, esas cosas. Habían estrellado las botellas para que la cerveza chorreara sobre la gran fosa y saciara la sed de todos esos chavales muertos.

Cuando el señor Goynes se fue, Glenda y yo cogimos un cubo de basura. Era uno de esos enormes cubos metálicos de color gris, lo cogimos de un asa cada uno y lo llevamos medio arrastrando hasta los desperdicios desperdigados alrededor del ángel negro.

—Felicidades. Vaya un cumpleaños de mierda —le dije.

—Esto no me lo va a estropear, Shug.

Ese día el tiempo era perfecto. Hacía el calor justo para estar en camiseta. El cielo entero estaba azul, sin una nube. La hierba olía bien.

—Pues sí que está esto hecho un asco —dijo ella. En el pedestal de piedra sobre el que se levantaba el ángel había charcos de cera derretida que ya se había puesto dura. Los añicos habían saltado bastante lejos y estaban escondidos entre la hierba—. Si nos damos prisa en recogerlo todo a lo mejor aún nos da tiempo a hacer esa tarta.

—Como tú quieras, Glenda. ¿Cuántos cumples?

—Era aún una niña cuando naciste.

Abrí la navaja para raspar la cera. Ella se puso a recoger basura y a tirarla al cubo.

—¿Veintinueve?

—Bonita edad. Pero no.

—¿Treinta?

—Mi edad no es asunto de nadie, cariño.

—¿Treinta y uno?

—Calla, un intento más y tendré que mentirte, y no quiero hacerlo.

—¿He acertado?

Ahuecó las palmas para recoger un puñado de añicos y los tiró al cubo.

—Calla ya, listillo.

Nos concentramos en encontrar todos los desperdicios y en tirarlos al cubo. No alcanzaba hasta la cara del ángel, así que de limpiar las lágrimas congeladas y el carmín tendría que encargarse el paso del tiempo. Glenda se agachaba y se levantaba una y otra vez al arrojar la basura al cubo, estirando las piernas para impulsarse hacia arriba, como si estuviera haciendo gimnasia.

—Mira —me dijo. La miré, y ella se puso de perfil, metiendo tripa, muy esbelta—. Ya no hay michelín, ¿lo ves?

—Lo veo. —De pronto tenía muchísima sed. Sed de un refresco de cola o de agua o de lo que fuera, y notaba la boca pastosa—. Si tuvieras algún michelín desde luego se te vería con esos pantalones cortos. Y no se te ve.

—Gracias, pequeño.

Calculo que nos llevó casi una hora recogerlo todo. Estuvimos venga a agacharnos, venga a raspar cera y venga a arrodillarnos y a levantarnos. Ella me miraba de reojo a menudo y parecía estar pensando en algo, pero apenas hablaba. Nos costó mucho arrastrar el cubo hasta casa y tuvimos que paramos varias veces para descansar.

—Shug, ¿ya te ha —no te dé corte que te hable de esto— ya te está saliendo vello? —me preguntó en una de esas pausas.

—¿Qué?

—Que si ya tienes vello en tus partes.

—¡Joder, Glenda!

—Me imagino que sí, ¿no?

—¡Tengo trece años! Ya no soy un bebé.

—No, no, claro que no.

—Y sí que tengo vello. Como todos los hombres.

Sonrió y puso morritos. Me acarició la cabeza. Soltó una risita dulce y me dijo:

—Pero tú no eres como todos los hombres, Shug. No, tú no. Tú eres mi pequeño, ¿sabes?, y eso es algo muy especial.

—Eso solo te lo parece a ti —contesté—. Que yo sepa.

—Y ¿no crees que así está perfecto, cariño? ¿No lo crees?

No podía mirarla y contesté apartándome de ella. Fui hasta el cubo de basura y lo rodeé con los brazos, sujetando las dos asas. Lo levanté del suelo y lo cargué yo solo hasta el cobertizo, gruñendo por el esfuerzo, tambaleándome, y ella no dijo una palabra más, pero vi que estaba sonriendo.

Su tarta preferida tenía una capa rosa de azúcar glas por encima, con pedacitos de guinda pegados. La preparó ella. Puso el azúcar glas en mi cuenco, lo mezcló con zumo de cereza y lo removió hasta que se volvió rosa. Luego lo untó sobre la tarta. Yo fui poniendo las guindas, de un rojo muy vivo, sobre la pasta rosa, formando un dibujo. No me di cuenta de lo que estaba dibujando hasta que ya iba por la mitad de la tarta.

—Necesito más guindas.

—Has puesto el bote entero. Ya son muchas. ¿Qué estás intentando hacer?

—Como números de dominó a los lados, y una estrella grande en el centro.

—Pues ya casi lo tienes, cariño.

—Si hubiera más guindas…

—Así está perfecto.

—No está perfecto.

—Da igual, ya has terminado.

Me dio el cuenco para que lamiera los restos de azúcar glas. Lo rebañé con el dedo y acabé en un pispás. Ella estaba mirando por la puerta mosquitera, fumando. Levantó los ojos, supongo que para mirar al cielo. Cuando exhaló, junto con el humo de su boca salió también un ruidito, un suspiro algo triste, casi un quejido.

—¿Qué sueñas con tener, si pudieras? —le pregunté.

—Muchas cosas, demasiadas.

—¿Cómo qué?

—Oh, Shug, no lo sé. Y, total, la mayoría de lo que llamamos sueños en realidad son necesidades. Una necesidad es algo muy distinto de un sueño. No sé cuál de las dos cosas es más probable que se cumpla.

Me acerqué a ella y me puse yo también a mirar por la puerta mosquitera, y ella me llevó su cigarro a los labios para que le diera una calada. Exhalé el humo en finos hilillos.

—Bueno, venga, dime: ¿qué necesitas?

—Lo que necesito de verdad no pienso decirlo en voz alta.

—Pues dilo en silencio, entonces.

—Ya lo he hecho.

Se fue al retrete, y oí el cigarro sisear cuando cayó al charquito del váter. Volvió enseguida a la cocina. Me rodeó con los brazos y me estrechó contra sí en un cálido abrazo. Me besó suavemente en el pelo. Me acarició el cuello con ambas manos.

—¿A qué estamos esperando? —dijo—. Vamos a comernos la tarta.

Se presentó con seda. Se presentó con más cosas robadas, pero la seda era lo importante. Llegó en el buque de guerra con Basil, que le ayudó a entrarlo todo en casa. Hicieron una pequeña columna apilando cajas con tostadoras, y otra con trajes de corbata, y a cada lado pusieron dos bolsas llenas a rebosar. Basil tenía un nuevo corte en la barbilla, otra cicatriz que parecía aún fresca. Red se movía encorvado, como si le dolieran las costillas, y se giraba despacio. Cuando terminaron de meterlo todo en la cocina sacaron unas cervezas de la nevera y contemplaron su botín colocado en el suelo. Al poco Red se agachó despacio junto a una de las bolsas y dijo:

—Feliz cumpleaños, nena. Te he traído una cosita.

—No, gracias.

—Espera a ver lo que es. —Metió la zarpa en una bolsa negra que llevaba el nombre de una tienda pintado en letras blancas y sacó una blusa amarilla—. Ésta es mi preferida.

—Mmm, ¿es… es de seda?

—Pura seda, sí —contestó Basil—. No era seda lo que buscábamos precisamente, ¿sabes?, pero nos topamos con ella, y Red pensó en ti. Así que nos trajimos una poca.

Glenda se puso una mano en la cadera y se llevó la otra a la mejilla. Pareció perderse un rato dentro de su cabeza. El color de su rostro cambió. Tarareó un trocito de canción dos o tres veces, y luego dijo:

—¿Es seda de verdad? ¿Pura seda? ¿O me estás dando gato por liebre?

—Es de seda a más no poder —dijo Red—. De pura seda oriental de no sé dónde lejos. Además, este color siempre me ha gustado para ti.

—¿En serio?

—Hace que tus ojos brillen más que el oro.

Ella acariciaba la seda una y otra vez. Acariciaba esa seda oriental como si fuera a ronronear o a concederle tres deseos. Se la llevó a la cara y hundió la nariz en ella.

—Dios, qué maravilla de tejido. Siempre he deseado tener algo de seda. Supongo que ya lo sabes. La seda… La seda es una maravilla.

—Corre a ponértela, nena. Enséñanos cómo te queda la seda amarilla. Vamos. Ahora es tuya, ¿vale?

—Sí, me la voy a poner.

Glenda cogió su regalo de cumpleaños, salió de la cocina y se encerró en su dormitorio.

—Le ha gustado —dijo Basil—. Qué bien que te hayas acordado.

—No sé ni por qué lo he hecho.

—Da igual, bien hecho está.

Basil se inclinó sobre el fregadero para lavarse la cara, y ya que estaba aprovechó para cepillarse un poco los dientes. Red me miró, con una expresión como si de repente hubiera mejorado un poco a sus ojos, o como si se hubiera metido justo la cantidad de droga que necesitaba. Su expresión me dejó perplejo. Los cigarrillos de Glenda estaban sobre la mesa, y cuando cogí uno y lo encendí, me puso las zarpas en los hombros y me apretó fuerte.

—Bueno, chaval, dime, ¿qué ha estado haciendo esta bruja últimamente?

—Lo que tenía que hacer, nada más.

—Y ¿eso qué es, según tú?

—Pues ocuparse de la casa. Y del cementerio.

Me apretó aún más fuerte.

—Chico, ya sabes que ella y yo no nos llevamos muy bien, pero aun así estoy loco por esa bruja.

Bajé la mirada cuando dijo eso, y él quitó deprisa las manos de mis hombros. Me asomé a la puerta mosquitera. Tres ardillas se perseguían en círculo sobre el tejado del cobertizo. Una suave brisa arrancaba susurros de los árboles del jardín, una brisa que se coló por la mosquitera y me abanicó la cara. El cristal de la ventanilla trasera del Mercury estaba roto. Sobre el asiento había un buen montón más de prendas de seda, prendas de seda destinadas me imagino a otra persona.

—¿De dónde has sacado ese cigarro, Shug? —me preguntó Basil.

—De la cajetilla de Glenda. Ahí, sobre la mesa.

—¿Tú crees que se molestaría si le cojo uno?

—Eso ni se pregunta —intervino Red.

Los dos le cogieron cigarrillos, brindaron con sus botellas de cerveza y se apoyaron en el fregadero.

Glenda volvió, vestida de otra manera de los pies a la cabeza. Llevaba unas mallas negras ceñidas, unas mallas negras que le quedaban superapretadas, zapatos de tacón alto y la blusa de seda amarilla. Se había peinado el cabello y lo tenía precioso. La seda le sentaba muy bien, le sentaba de maravilla, y ella ponía poses para enseñárnosla.

—Vaya, vaya —comentó Red.

—¿Te gusta? —le preguntó ella. Creo que miró también hacia donde yo estaba—. ¿Me queda bien?

—Sí —dije—. Sí.

—Vaya, vaya. —Red tiró de ella y le dio un gran abrazo—. Qué guapa estás, nena. —El abrazo no la dejaba moverse. Paseó sus manazas por todo su cuerpo, acariciándola en varias partes, luego la agarró del culo con las dos manos y la levantó—. Feliz cumpleaños.

—No hagas eso.

—Que no haga ¿el qué?

—Meterme mano delante de todos.

—Pues será mejor que se larguen, que se larguen ahora mismo, porque estoy pensando en abrir este regalo y disfrutarlo.

Y entonces ella se vació, se desinfló, se quedó como floja en su abrazo.

Basil me rodeó el cuello con la mano y me llevó hacia la puerta.

—Venga, chico, ¿qué te parece si nosotros los solteros nos vamos detrás del cobertizo a hablar un poco de béisbol?

Todas las ventanas de la casa estaban abiertas. Los ruidos llegaban hasta el jardín. Durante un ratito Basil y yo nos quedamos junto al buque de guerra, oyéndolo todo, mirando al suelo sin saber qué hacer, y entonces él dio una palmada en el coche.

—Joder, Shug. No puedo quedarme aquí oyendo follar a Red. Tengo que irme, y ahora mismo. Hasta luego, chavalote.

No podía quedarme allí solo mucho tiempo.

Me fui derecho al ángel negro.

—El Smoke Stak —dijo Red. Estábamos los tres sentados a la mesa de la cocina, ellos dos fumando—. ¿Os acordáis del Smoke Stak, el restaurante de Bud?

—El del lago —contestó Glenda—. ¿Qué pasa con él?

—Vamos a cenar allí. Tengo un buen fajo en el bolsillo, nena. Un buen puñado de billetes verdes. Así que vámonos al lago a zamparnos un platazo de costillas.

—Está bastante lejos, Red.

—¿Y?

—Pues que es mucha carretera. Y ya es tarde para cenar.

—¿Es que ésta no es una noche especial? Yo diría que sí. ¿Tú no? ¿O qué? ¿Eh?

Nos metió en la cabina de la camioneta, ella en el medio.

—Odio ir sentada así —se quejó ella.

—Así ¿cómo?

—Ya lo sabes. Con la palanca entre las piernas.

—Apuesto a que te acabará gustando.

El sol estaba bajo y nos dio en los ojos unos kilómetros. Al salir del pueblo Red se metió por carreteras que yo no conocía. Nada me resultaba familiar. La camioneta balbuceaba en voz baja y nos llevó por estanques y cochiqueras, dejamos atrás perros que ladraban, subimos crestas rocosas, cruzamos bonitos arroyos tranquilos y nos adentramos por bosques oscuros. Después torció por un camino de grava y lo recorrió a gran velocidad.

De vez en cuando intentaba pegar la hebra, como si todos nos quisiéramos un montón.

—Bueno, chico, entonces ¿qué piensas decirle al juez de menores?

—Solo estaba haciendo el tonto, señoría. Lo siento.

—Y ¿quiénes son tus compinches?

—No tengo. Solo lobo[3], señoría.

El camino de grava desembocó en una carretera de cemento, y Red giró a la derecha. En tiempos había sido la carretera principal para llegar a algún sitio, pero ahora ya era poco más que un camino más largo para llegar a ese mismo sitio. Estaba construida a la antigua, con losas. Se echaba el cemento hasta formar losas blancas que luego se unían entre sí, pero nunca quedaban unidas del todo. Con lo que los neumáticos rebotaban sobre las juntas, rebotaban sobre cada losa, porque casi ninguna estaba bien puesta. Algunas juntas se habían separado tanto que crecían hierbajos entre las losas.

—Red, tenemos muchísima hambre —dijo Glenda.

—Ya comeréis.

—Ya teníamos hambre cuando salimos de casa.

—Pensad en las costillas de Bud y en una cerveza bien fresquita.

—Pero… no recuerdo que éste sea el camino para llegar al lago.

—Antes tengo que ver a un tío.

—Oh, no. No.

—Si vas a lloriquear, espera a que te haya partido la cara.

En un cruce había una gasolinera que alguien puso ahí cuando ésa era la carretera principal. Tenía un rótulo descolorido de un caballo con alas. Estaba medio oxidado. La madera del edificio era vieja, y la pintura tenía desconchones. Estaba inclinado hacia un lado, y el tejado oscilaba. Vi dos surtidores blancuzcos en la parte delantera y, al lado de la puerta, un viejo sentado en un banco.

Nos saludó con la mano, y los tres le devolvimos el saludo.

—Ahí está —dijo Red. Se refería a un camino de tierra que más parecía un sendero de vacas, justo detrás de la gasolinera—. Por ahí tenemos que torcer.

Era un sendero muy estrecho que llevaba a unas cuantas granjas y, después de unas curvas muy cerradas, bajaba hasta una ciénaga boscosa y luego volvía a subir hasta un tramo recto que cruzaba unos campos sin cultivar que la luz crepuscular teñía de oro. Al otro lado de los campos estaba la casa.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Glenda—. ¿Adónde nos has traído?

—Es la casa de un amigo.

—¿De qué amigo?

—No lo conoces, nena. Ni falta que te hace.

La casa estaba junto al camino, pero como un nivel más abajo. El camino estaba a la misma altura que la luz del porche. Era una casa blanca, de un blanco sucio, y tenía muchos pisos. En el más alto había varias ventanas de ésas que parecen ojos, ojos hostiles que todo lo vigilan. El tejado tenía tres o cuatro puntas con unas cosas de metal encima. Se veían muchas luces encendidas por toda la casa.

Había una farola en el jardín, un gran globo blanco en lo alto de un poste. Por todas partes había vehículos aparcados. Unos eran camionetas, una tenía un corral para cerdos en la trasera, y otra estaba cargada con sacos de pienso. Los demás eran todos coches polvorientos.

Red aparcó ahí.

Dentro de la casa se veía a gente jugando a las cartas bajo una nube de humo. Otros jugaban a los dados. La gente brindaba y arrojaba a las mesas billetes de dólar.

—Vuelvo enseguida —dijo Red—. Y no os pongáis a escuchar música. Las pilas no dan para tanto.

Glenda y yo nos quedamos ahí sentados muy quietos mientras la oscuridad caía sobre nosotros. No dijimos una palabra hasta que oscureció del todo y el zumbido de los insectos se hizo muy fuerte.

—Lo siento —dijo ella—. A estas alturas tendría que ser más espabilada, debería olerme cuándo nos la va a jugar. Pero se ve que soy tonta.

—No, no eres tonta.

—A estas alturas tendría que ser más espabilada.

—Y lo eres, Glenda.

—¿De verdad lo crees?

—Sí. Porque sabías que nos iba a venir con algo, ¿verdad? Sabías que nos la iba a jugar de alguna manera.

—Tenía una corazonada.

Le vi moverse por la casa, le vi mesarse el tupé engominado mientras se abría paso entre la gente hasta una mesa, donde se sentó.

—Glenda, me ha dicho que te quería.

—¿En serio? Oh, cariño. —Reclinó la cabeza y cerró los ojos. Tendió la mano para apretarme la rodilla—. ¿Sabes lo que pienso de eso? Imagínatelo.

Volvió sin blanca y quería su blusa para seguir apostando. No venía solo. Glenda y yo nos habíamos quedado dormidos, acurrucados juntos en la cabina de la camioneta, y nos costó entender lo que decía.

—Muévete, Glenda. Saca el culo de ahí.

El tío que iba con él, un bulto grande en la oscuridad, se quedó todo el rato al lado de Red, entre la camioneta y la farola del jardín. En su boca brillaba un cigarro. Llevaba un sombrero de vaquero.

—Te digo que vale una pasta —dijo Red.

—Sí, ya me lo has dicho. No paras de repetirlo.

—Porque es verdad.

—Según tú.

—Apuesto a que te va a gustar. Ya verás.

—No has ganado una sola apuesta desde que has entrado por esa puerta.

—La suerte cambia, ¿no? Pues la mía está a punto de cambiar.

Glenda y yo bajamos de la camioneta, medio dormidos y mareados de hambre por habernos saltado la cena. Me empujó hacia atrás con la mano, impidiéndome moverme, y avanzó hacia ellos.

—¿Qué queréis?

—¿Lo ves? —dijo Red—. No está mal, ¿eh?

—No, no está mal —contestó el hombre.

—Entonces ¿qué tal si me das diez por ella?

—¿Diez? Ni hablar.

—Glenda, levanta los brazos y da una vueltecita. Es de pura seda, tío. Te lo garantizo. ¿Es que no me has oído? Te he dicho que des una vueltecita.

—Ya la veo —dijo el hombre—. La veo bien así.

—Necesito diez dólares, ¿vale?

—No. —El hombre se acercó y acarició el cuello de la blusa de Glenda. Ella evitó mirarle—. Te doy siete.

—Eso es casi diez… ¿Por qué no llegas hasta diez?

—Te doy siete. Y no hay más que hablar.

Red rodeó a Glenda con el brazo y se la llevó detrás de la camioneta, donde estaba yo. La apretaba fuerte, como si le estuviera haciendo una llave.

—Tienes que dármela —le dijo—. La necesito.

Ella se puso pálida. Ni enferma podría haberse puesto más pálida, pero no bajó la barbilla. Vi que temblaba.

—No… puedes… hacerme esto.

—Claro que puedo. —Red le agarró el cuello con una de sus manazas, apretándole la tráquea, y le echó la cabeza hacia atrás. Ella soltó un ruido ahogado, palabras ahogadas que no llegaban a oírse del todo porque se le morían en la garganta. Con la otra manaza le desabrochó la blusa de seda—. No te he pedido tu opinión, bruja. ¿Acaso te lo ha parecido? —Al desabrocharle la blusa se inclinó sobre su sujetador, le apartó una copa y le besuqueó el pezón. Le paseó la lengua todo alrededor. Se lo besuqueó dos veces—. A ver si chuparte una teta me da suerte.

Ella se apartó violentamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se agachó detrás de la camioneta. Su piel desnuda parecía brillar. Seguí a Red, que le llevó la blusa al hombre corpulento. Cuando se la dio, traté de arrebatársela. El hombre fue más rápido y la sostuvo por encima de mi cabeza.

—Será mejor que le pongas la correa a este cachorro.

—Gordinflas —masculló Red y, agarrándome de la pechera, me levantó del suelo, me levantó con fuerza y al hacerlo me arrancó todos los botones de la camisa—. Mete el culo en la camioneta con la bruja de tu madre. ¿Vale? Sentaos. Y ni se os ocurra moveros de ahí hasta que yo vuelva.

Nos fuimos de la casa de juego pero sin saber muy bien a dónde. Fuimos por donde nos pareció que habíamos venido. Glenda llevaba los zapatos de tacón en la mano y caminaba descalza por el sendero estrecho, totalmente a oscuras. Avanzaba a pasitos cortos, tanteando el suelo con el pie, y si notaba tierra eso significaba que aún estábamos en el sendero y que debíamos seguir avanzando.

—Ten cuidado con las rodadas —me advirtió—. No te tuerzas un tobillo.

Le di mi camisa, aunque no se la podía abrochar porque Red había arrancado todos los botones. Le había visto el pezón claramente cuando Red se lo besó para darse suerte, y ahora utilizaba mi camisa para cubrirse esa parte del cuerpo. Se puso lo de atrás delante, pasó los brazos por las mangas al revés para que la camisa la cubriera hasta el cuello, aunque la espalda la tenía al aire por completo salvo por la tira del sujetador. La única mancha clara que veía en esa oscuridad era su espalda, que brillaba.

—No te separes de mí.

—Vamos a cogernos de la mano.

—Sí, cariño, buena idea.

Nos estábamos alejando de Red, pero muy despacio. Al llegar al tramo recto que pasaba por los campos aceleramos un poco el paso, pero no demasiado. Ella avanzaba tanteando el terreno con los dedos de los pies y tiraba de mí, y más de una vez contuvimos los dos el aliento al oír algún ruido que nos asustó. Son tantas las criaturas que se oyen en el campo por la noche… Hacían unos ruidos que para ellas significaban algo, y puede que ese algo tuviera que ver con nosotros. Los dos nos habíamos criado en la ciudad, y muchísimos de esos ruidos que oíamos entre los hierbajos, en las ramas altas o en la distancia nos obligaban a pararnos y quedarnos muy, muy quietos, como si por no movernos pudiéramos escondernos de todo aquello que sale de caza en el bosque por la noche.

—Cógeme la mano bien fuerte.

Nosotros también hacíamos ruido, ruido de bofetadas. Las que teníamos que sacudirnos para defendernos de los mosquitos, como se sacude el polvo de una alfombra. Zaca, zaca, zaca, pero los mosquitos siempre encontraban un pedacito de piel desnuda y nos la agujereaban para chuparnos la sangre. Un par de veces también Glenda soltó un ruidito parecido a un sollozo, pero enseguida lo reprimió.

—Mamá, ¿estás segura de que se va por aquí?

—No del todo. No te separes de mí.

El sendero describió una curva y bajó hacia el bosque pantanoso y maloliente. Esa zona olía como el sótano de una casa, aunque allí no había ninguna casa. Los árboles eran más altos y crecían más cerca del sendero. A mí me parecía que en un sendero así habría emboscadas, y un buen sitio para ello sería en la parte pantanosa.

—Deja que vaya yo delante. Tengo un cuchillo.

—Vale. Pero no vayas muy deprisa.

No había una sola luz para orientarnos en esa ciénaga. La oscuridad era total, pero me imaginaba que alcanzaba a ver la silueta de mi cuchillo que perforaba el espacio delante de nosotros para abrirnos camino. Habría podido apuñalar cualquier cosa. Glenda me seguía muy cerca, agarrada a una de las trabillas de mis vaqueros. Al cabo de un rato el olor a ciénaga se convirtió en un olor que de puro dulce resultaba asqueroso. Notaba el suelo más blando, y las ramas de los árboles se juntaban por encima de nuestras cabezas, formando un techo bajo.

Glenda me dio un tirón de la trabilla.

—Golpea el suelo con los pies de vez en cuando.

—¿Para qué?

—Para que te oigan las serpientes.

Un paso, otro paso, golpear.

Un paso, otro paso, golpear.

El sendero salió de la ciénaga, describió una curva y volvió a ser de tierra, como antes. El bosque normal tenía un olor muy fresco. Seguimos andando así un buen rato en ese orden, yo delante y ella detrás, agarrada a mí, yo cuchillo en mano, tanteando el terreno por delante como hacen los ciegos cuando cruzan una calle que no conocen.

Oí ruido de patas y un tintineo, pero los perros no se dejaron ver hasta que se pararon rugiendo y enseñando los colmillos a un paso de nuestros tobillos. Vi una luz encendida en una casa un poco apartada del camino. Los perros ladraban, furiosos y amenazadores. Sentía su aliento en los tobillos.

Glenda se me pegó mucho a la espalda y se agarró a mí.

Los perros amagaron que nos atacaban.

Yo estaba dispuesto a apuñalarles, pero eran dos.

—¿Por qué no llaman a los malditos perros? —dije.

—Será que la gente de campo quiere que sus perros se comporten así.

—A uno lo mato seguro.

Nos dimos la vuelta sin hacer ruido, ella agarrada a mí, dándome en los hombros con sus zapatos de tacón. Sin volver la espalda a los perros seguimos avanzando por el sendero, y éstos nos siguieron, hambrientos, voraces, deseosos de comernos vivos, deseosos de oír la orden de lanzarse sobre nosotros. La granja estaba en completo silencio. Blandía el cuchillo hacia abajo, preparado para clavarlo, y me venían a la cabeza ráfagas de imágenes de grandes colmillos blancos despedazándome y disfrutando del festín.

—No les des una patada porque te morderán el pie.

Nunca vimos claramente a los perros. Debían de ser grandes por cómo ladraban, por el ruido de sus patas y sus jadeos. Nos abrimos paso por el sendero como se abren paso por tus piernas las gotas de pis cuando recibes un puñetazo en la tripa. Ella se agarraba a mí con fuerza. Estaba preparado para la sensación de clavar esa fina hoja brillante en algo vivo y amenazante. La sensación de rajar la carne hasta el corazón de algo vivo.

—Se han parado, cariño. Se van.

—Será que aquí termina su territorio.

—No oigo a nadie llamarlos.

—Vamos más deprisa.

Aceleramos el paso, avanzamos a grandes zancadas ciegas en la oscuridad, comportándonos como si pudiéramos ver.

Al llegar a la gasolinera miró por la ventana de la puerta trasera y dijo:

—Necesitamos un teléfono, Shug.

—¿A quién quieres llamar?

—Lo sabes muy bien.

—¿Y crees que vendrá?

Señaló la vieja puerta trasera de la gasolinera destartalada.

—El teléfono.

Birlé de paso una cajetilla de tabaco, y nos escondimos fuera, en el rincón más oscuro, a esperar. Los cigarrillos no eran de la marca que nos gustaba, pero tampoco estaban mal.

—Shug, ¿no te parece muy mono?

Una y otra vez se le resbalaba mi camisa rota de los hombros, tan blancos, y ella se la volvía a subir. Estábamos sentados con la espalda apoyada en la pared de la gasolinera que estaba menos hecha polvo. Esos cigarrillos me gustaban más de hecho que los que ella me había acostumbrado a fumar, pero nunca se lo dije.

—No.

—¿No es mono?

—Yo no lo diría, no.

—A su manera, me refiero.

—Mmm.

—Pero tiene aspecto como distinguido, ¿no?

—Para mí lo mejor de él es su coche.

—Pues yo encuentro que, a su manera, es superelegante.

Me encendí otro cigarro con la colilla del anterior.

—Ya me había dado cuenta.

Se le ocurrió la idea de traernos unos bocadillos. Eran de carne con cebolla frita encima. La salsa no se veía y no sé de qué era, pero estaba riquísima. Se acicaló para venir a recogernos, se peinó el poco pelo que le quedaba, se afeitó y se puso esa colonia de marinero. Me miró a mí, que estaba sin camisa, y a ella, que solo llevaba encima la mía puesta del revés. Nos miró varias veces antes de decir:

—Contadme solo lo que queréis que sepa.

—Oh —contestó ella—, ¿no podemos olvidarlo y ya está?

—Sí, señora. Muchas veces ésa es la mejor opción.

Sentía todo el cuerpo derrengado, desde la piel de gallina hasta la médula de los huesos, pero tenía tanta hambre que no podía pensar con claridad. Le pegué un mordisco al bocadillo antes incluso de abrir del todo el envoltorio, clavé los dientes en la carne y me gustó. Me gustó muchísimo. Masticaba con tanto placer que los dos se volvieron a mirarme, sonriendo. Estaba tan rico que me lo comí en un momento y solo dejé unas pocas migas, y ésas también las saboreé durante un minuto entero por lo menos.

—Qué detallazo por su parte —dijo ella.

—Me alegro de que me haya llamado.

—¿Se alegra?

—Bueno… es que… hace días que no se me va de la cabeza su sonrisa, por más que lo intente.

Glenda no le contestó con palabras, solo con un murmullo, un murmullo complacido. Luego dijo:

—¿Huele a bourbon, o solo me lo parece?

—Sí. La botella está en el suelo, ahí.

—Ah, ya la veo. ¿Puedo?

—Para eso está, señora.

El Thunderbird avanzaba sin prisa. Pronto bajamos todas las ventanillas, y el aroma del bosque por el que cruzábamos se colaba a ráfagas, entraba y salía. Los grillos cantaban, hacían ese ruido fuerte en dos tiempos que sonaba como el chirrido de una sierra gigante. De vez en cuando los faros acariciaban una zona oscura, y la luz se nos reflejaba en los ojos.

Creo que me entró sueño después de comerme el bocadillo y me quedé traspuesto en el asiento trasero, pero oía algunas frases:

—Cuando juega se le reblandece el cerebro.

Y también:

—Ya estaba casada cuando fui allí. Él tenía una condena pendiente, y yo, una tía en Covington.

Y:

—El Barón estaba casado con una de esas mujeres a las que no les hace mucha gracia que alguien como yo ande por ahí.

Cuando el T-Bird se paró, el frenazo me despertó casi del todo. El coche estaba en el cementerio, aparcado en el camino de grava junto a la casa. Como no llevaba camisa, el frío aire nocturno me helaba la tripa. No me moví. Ella dijo:

—Sé que lo sabe. Siempre lo ha sabido, pero seguimos casados. Lo sabe, pero nunca lo dice, no abiertamente.

—Así que se limita a darle vueltas al tema en la cabeza.

—Desde que volví a casa me siento muy en deuda con él.

—Pues yo diría que esa deuda ya está saldada. Más que de sobra.

En ese momento abrí los ojos y los vi sentados muy juntos.

—Glenda, tengo mucho frío. Es hora de entrar en casa.

—Ve yendo tú, pequeño.

—Ven tú también.

—Estamos hablando, Shug. Ve yendo tú.

—Ven tú también.

—Sí, pequeño, ya voy.

—Escucha, como te toque, le pego una paliza.

—Calla. No digas eso. Con lo amable que ha sido con nosotros. Vete a casa ya.

Me fui. Era tarde, me fui porque tenía sueño y porque ella me había dicho que me fuera. Una vez dentro me quedé mirando por la mosquitera. Subieron las ventanillas para protegerse del frío. No podía irme a la cama, no podía irme a la cama con ella ahí fuera, ahí fuera con él, así que apoyé la cabeza en los brazos sobre la mesa coja de la cocina.

Miré al cabo de un rato y vi que los cristales del T-Bird se habían empañado.

Cuando los pájaros empezaron a cantar al amanecer, como todos los días, volví a mirar pero no vi sus cabezas por las ventanillas.

Me quedé dormido, con la cara apoyada en la mesa. El sol estaba ya alto en el cielo cuando desperté y la vi sentada enfrente de mí. Mi camisa apenas le cubría el cuerpo, y tenía el sujetador en la mano.

—¿Cariño? Shuggie, cariño. Olvida lo que crees que me has visto hacer y recuerda bien esto: yo te quiero solo a ti.