Las mejores siempre estaban rodeadas de espinas. Repetía eso una y otra vez, como si esas palabras lo explicaran todo. Las moras, al principio solo nudos en las ramas, habían aguantado sol y lluvia hasta adquirir el tamaño y el grado de madurez necesarios. Las espinas afiladas de las fibrosas ramas de las zarzas hacían estragos, te abrían pequeños cortes en los antebrazos o se te clavaban en los pulgares, una ráfaga de viento empujaba una rama que te arañaba el cuello o la espalda. Las moras estaban por todas partes entre los zarzales, las había a montones.
Eran negras, y los cubos, grises. Teníamos uno cada uno, y la mayoría de las bayas del suyo las había cogido yo, así como todas las del mío. Tenía muchísimos puntitos de sangre por toda la piel. Pequeñas pecas que señalaban pequeños dolores. El tiempo esa mañana era bastante bueno. El calor se había adormilado, y el viento paseaba de aquí para allá. Podíamos sacarnos un dinerillo con esas moras en la tienda de Lake.
—Las mejores siempre están rodeadas de espinas —dijo Glenda una vez más—. Ésas son las que tienes que coger.
—Ya.
—Tienes sangre por todas partes, pequeño. En los nudillos. En los brazos.
—Y en el cuello. Y cuando me cae el sudor por ahí no sabes cómo escuece.
—Ten cuidado, Shug, no te vaya a dar una insolación.
Recorrimos juntos un camino solitario que salía de esa parte del pueblo. El suelo estaba cubierto de un polvo marrón y espeso, así como de grandes piedras de bordes afilados que pueden rajar un neumático como el filo de un hacha india. Íbamos allí donde hubiera moras. Me sentaba a horcajadas sobre las cercas de alambre de espino y, con las mollas de mi trasero, bajaba lo suficiente los alambres para que ella pudiera saltarlos. Lo hacía con cuidado porque llevaba pantalones cortos y se encargaba de las moras fáciles de coger, las que estaban en los bordes de las zarzas. Allí donde veía que había moras, me agachaba y reptaba debajo de los matorrales, que formaban como túneles. Túneles para animalillos mucho más pequeños que yo, protegidos por murallas de afiladas espinas que hacían daño, pero no lo suficiente para tirar la toalla y marcharse.
Llegó el momento de descansar un poco, y nos sentamos en la alta zanja que bordeaba el camino. Cogí mi navaja, saqué la hoja y me puse a cortarle las espinas a la rama de una zarza. Al lado teníamos los cubos grises, cada vez más pesados, llenos casi hasta el borde.
—Tu perfil quedaría muy bien en una moneda de plata —comentó Glenda.
—Tengo papada.
—Bueno. Pero te da aspecto de hombre de éxito, Shug. Un hombre que vale. Como los ricos, que comen tan bien.
—Qué va. Tengo trece años, Glenda. A mi edad eres gordo y punto.
Hizo un mohín, frunció los labios, carnosos y rosa, con las comisuras hacia abajo, y me miró enfadada.
—Tengo una ardua tarea por delante: enseñarte a verte como te veo yo, cariño.
—Y ¿cómo me ves tú?
—Como un as en la manga.
—¿Un as? Venga ya, corta el rollo.
Bajó la cabeza para que me hiciera más efecto la expresión de su rostro, su mueca y su mirada.
—Te queda mucho que aprender, mi dulce niñito. Llevas el nombre de un hombre que destacaba entre todos. Era un hombre importante, un hombre que imponía. No por nada le llamaban el Barón. No, desde luego que no. Era el que mandaba, tenía poder sobre la vida y la muerte.
En el bosque que se extendía más allá de donde estábamos había pequeñas criaturas que se burlaban de otras pequeñas criaturas, hacían chirriar sus garras sobre la corteza de los árboles, correteaban de un lado a otro, entre un frufrú de hojas, y se reían como se ríen ellas. A lo lejos se oía el suave murmullo de un arroyo que debía de disfrutar de un bonito sueño.
—¿Se parecía a mí?
—No. Pero tú te pareces un poco a él por alguna razón.
—¿Tenemos el mismo físico?
—Cuando crezcas cuatro o cinco centímetros te parecerás tanto a él que se me volverá a partir el corazón.
Ese tío, el Barón, era un tipo legendario al que Glenda había conocido, o al menos eso me habían contado, en un tiempo en que Red no estaba siempre a su lado mandando en su vida. Nunca me dijo que ese hombre fuera mi verdadero padre, pero insistía una y otra vez en que yo llevaba su nombre, Morris, un nombre que a mí no me gustaba.
—Entonces ¿qué haces con Red?
Glenda se levantó despacio y se estiró, con las palmas de las manos en la parte baja de la espalda, girando los hombros a un lado, y, al ponerse de puntillas, los músculos de sus piernas me parecieron largos y elegantes. Tenía la camisa húmeda de sudor en las axilas, y sin duda sus pantalones eran demasiado cortos para poder considerarse propios de una madre.
—Mira —dijo—, tal vez no lo creas, pero la primera vez que puse los ojos en Red Akins parecía un dios griego. ¿Entiendes? Un dios griego quizá un poco bajito, más bajito de cómo se imagina uno que son los dioses griegos, y el pelo lo tenía del mismo color que ahora y ya le clareaba como ahora pero, a pesar de todo, estaba esculpido como si su padre dios u otra persona hubiera dedicado mucho tiempo a la tarea de forjarlo.
Lancé lejos la rama que había pulido de arriba abajo y cerré la navaja.
—Pues todavía es supermusculoso, mamá.
—Oh, la verdad es que sí. Sí que lo es. Pero esos músculos ya no me recuerdan a los de un dios griego.
—¿Cómo lo aguantamos?
—Bien —dijo ella—. Bien. —Cogió un cubo y echó a andar despacio por el camino, y yo cargué con el otro y la alcancé. Le cogí el cubo y llevé yo los dos, balanceándolos con mis brazos gordos pero fuertes. Los cubos eran como cabezas de repuesto con largas asas de pelo. Al cabo de un rato caminando así por el polvo, me dijo—: Cuando despiertas en este mundo, pequeño, tienes que ser fuerte. Tienes que ser fuerte cuando sales de casa por la mañana, y seguir siendo fuerte cuando vuelves por la noche. ¿Lo sabías?
—Creo que sí.
—Mmm. Eso ya lo veremos cuando llegue el momento. Mmm-mmm. Estoy segurísima de que ese momento llegará.
Mi madre dejaba que los hombres se hicieran ilusiones con ella. Algunos hasta me lo contaban a mí. Tenía una manera de moverse, como muy suelta, que te hacía volverte a mirarla cuando pasaba por tu lado, fuera donde fuera: en una tienda, por la calle, en un bar de carretera o en pleno campo. La abuela decía que mamá podía hacer que un simple «hola, ¿qué hay?» sonara tan pecaminoso que corrieras a lavarte los oídos después de oírlo y luego probablemente volvieras para oírlo otra vez. Cuando pensaba en ella, yo nunca decía la palabra «pecaminoso» en mi cabeza. Era solo que era tan guapa y tan sonriente que los tíos se creían que tenían posibilidades con ella cuando sonreía solo con que se esforzaran mínimamente y fueran un poco listos.
El día de las moras llegamos al arroyo que cruza el camino pedregoso. El agua es poco profunda allí, lejos del pueblo, pasado Venus Holler y a algo más de un kilómetro de la tienda de Lake.
Dejé los cubos en el suelo, y nos salpicamos un poco. Por lo visto, mientras cogía moras las espinas de las zarzas me habían cortado bastante la piel, y la espalda de Glenda no estaba mucho mejor. Me quité la camisa, ella se agachó para coger un poco de agua del arroyo con las manos y la hizo correr despacio sobre mis heridas. Repitió este gesto varias veces, lo cual me alivió.
—Parece que los gatos no te tienen mucho aprecio.
—Tu camisa también está manchada de sangre, Glenda.
Ella entonces se arrodilló a la orilla del arroyo, sobre el cieno, el cabello negro le caía enmarañado sobre el rostro, y se levantó la parte de atrás de la blusa para que pudiera mojarle la espalda. Nunca se bronceaba mucho, su piel siempre estaba pálida. La sangre de sus heridas ya había formado costra. No había ningún cierre de sujetador donde normalmente tendría que haber habido uno. Le eché agua con las manos una y otra vez, como había hecho ella conmigo. El agua le caía a chorros desde los hombros por toda la espalda y se le metía en los pantalones blancos, empapándolos.
—Qué gusto —dijo—. Ya es suficiente, vale así.
Cuando se levantó, le vi las bragas por debajo de los pantalones blancos mojados, y supongo que también estarían empapadas. Se veían partes color carne a través del tejido más oscuro. Ella nunca perdió su figura, que era fantástica.
Mi madre me miró raro un momento, de pie al sol, tan mojada, tan al descubierto, y luego se echó a reír.
—¿Cuánto nos va a dar Lake por todas estas moras, Shug?
—Las paga al peso. Te voy a enseñar lo que hay que hacer.
Me acuclillé y cogí un puñado de piedras del lecho del arroyo. Las había de muchos colores, pero la mayoría eran de distintos tonos de blanco o marrón. Algunas eran de un marrón anaranjado, y muchas eran color crema. Puede que hubiera dos o tres negras. Cuando cogí un puñado que me pareció conveniente, me acerqué chapoteando a los cubos de moras.
—Ahora sacas unas pocas —dije, y lo hice. Saqué un puñado de moras con una mano y, con la otra, fui metiendo el puñadito de piedras en el cubo. Las moras olían de un modo que siempre me resultaba embriagador—. Y pones unas cuantas piedras dentro del cubo. Así, cuando las pese, te pagará más. El viejo Lake sabe cuánto pesan sus cubos, lo pone en la balanza cuando se lo das, resta lo que pesa el cubo, y te paga la diferencia.
—Vaya, sí que eres un chavalín astuto, ¿eh, cariño?
—Me has enseñado bien —contesté—. No pongas piedras grandes, porque se dará cuenta. Solo un puñadito de piedrecitas pequeñas, así, ¿ves?, y no las pongas en el fondo del cubo, para que no hagan ruido. Mételas bien entre las moras, como a la mitad del cubo, así, si las encuentra, siempre puede pensar que están ahí por accidente.
—¿Te las apañas para cargar tú con los dos cubos, cariño?
—Sí, señora, claro que sí. No lo dudes. Al fin y al cabo esto no es nada para un hombre como yo, ¿no crees?
Volvimos a casa por donde habíamos venido, que era el camino más largo. El sol pegaba ahora más fuerte y nos daba a tope a nosotros también. Dos veces vimos pasar culebras por el polvo del sendero. Una era de las malas, y la otra, de las que se supone que dan buena suerte. Traté de apedrearlas a las dos, pero no lo conseguí. Glenda se había adelantado unos metros.
—Qué mal rato he pasado —dijo. Se fumó un cigarro del paquete que habíamos comprado en la tienda de Lake. El tabaco era de la típica marca que fuman los hombres, pero a ella le gustaba—. Qué bajo he caído. ¡Una mujer hecha y derecha como yo, que me pillen engañando con el peso de las moras!
—Parece que ha descubierto mi truco.
—¡Y tanto que lo ha descubierto!
—Pensaba que todavía no se había coscado.
—No te voy a echar la bronca por haberlo intentado, Shug. Pero yo no tendría que haber estado ahí.
—Ya. Al menos te has comprado esos cigarrillos.
—Sí, eso sí.
—Bueno, y ¿por qué no me dejas probar uno?
—Mmm. No sé, Shug, no sé. El Barón fumaba, naturalmente. Pero claro, ese hombre tenía tan buen gusto para tantas cosas, y tan buenos modales… ¡Era tan elegante, hasta para desdoblar una servilleta y remetérsela en el cuello de la camisa! ¡Qué clase! Tenía mundo, había estado en muchos sitios, en los sitios donde ocurren las cosas importantes. Y te diré otra cosa, Shug: el Barón fumaba esta marca de cigarrillos.
—Por eso quiero probar yo uno, ¿qué me dices, eh?
Se paró y me dio un cigarro, y luego me sujetó la mano para encenderlo.
—Ya está —le dije.
Glenda se había secado al sol, pero el polvo se le había pegado a la ropa cuando la tenía mojada y, al secarse, le había dejado una mancha en los pantalones blancos, que ahora parecían sucios de café. Avanzaba a pasitos cortos por el camino, tarareando en voz baja. De vez en cuando levantaba una pierna y giraba sobre el otro pie, lanzando por los aires el polvo y las piedras del camino. Sabía cómo moverse, daba pasitos de baile aprendidos hace tiempo y ejecutados muchas veces, supongo.
El cigarrillo que me estaba enseñando a fumar tenía un sabor áspero, muy de machote, un sabor que al parecer le gustaba al Barón. Me miró inhalar el humo y luego exhalarlo, y cuando tosí, entornó los párpados, como si estuviera haciendo un esfuerzo por no pensar que yo era tonto, que era un niño, un niño tontorrón. Yo ya me veía distinto. Di dos o tres caladas más, tragándome el humo de una manera supermasculina, y ya no tosí ni palidecí ni nada, y ella asintió varias veces, satisfecha.
Tiré la colilla al suelo y la aplasté con el pie.
—No está mal —dije—. Podría llegar a ser mi marca favorita.
—Apuesto a que sí. Desde luego que sí.
Cuando llegamos al arroyo vimos un Thunderbird aparcado. Las ruedas traseras estaban en el camino, y las delanteras, metidas en el agua hasta los tapacubos, que brillaban. La luz del sol los golpeaba y se reflejaba en ellos. El coche tenía tanto estilo y una reputación tal que nos paramos a mirarlo. Era de un verde especial, un verde que tiene un nombre pero no sé cuál es. Por dentro era casi todo blanco y estaba muy limpio, como recién salido de fábrica. Había un hombre metido en el agua, con las perneras de los pantalones remangadas hasta las rodillas. Eran pantalones grises, de traje. Llevaba una camisa blanca con el cuello desabrochado y una corbata con el nudo algo flojo. Se agachó sobre el capó y se puso a quitar los bichos muertos de la rejilla de ventilación y de los faros, arrojándolos al agua.
Glenda se quedó parada. Solo movió los ojos para examinar el coche, que era un modelo antiguo de Thunderbird, uno de esos legendarios. Uno de ésos que uno sueña con conducir. El que todo el mundo sueña con conducir. Se quedó ahí paralizada, como obedeciendo las órdenes que le hubiera dictado una voz que yo no alcanzaba a oír.
El hombre levantó la mirada y se frotó las manos, con los ojos fijos en mi madre. Era un tío bastante grande y gordo, sin mucho pelo, y el poco que le quedaba era casi todo gris. Le crecía en la coronilla, bastante ralo, como un plumero para el polvo colocado en lo alto de la puerta mosquitera. Se la quedó mirando y le dedicó una media sonrisita.
—¡Eh, oiga! ¿Se puede saber qué narices mira? —le dije.
—Shhh, cariño. No le hables así a este hombre.
—Pero es que sé lo que está pensando.
—De verdad espero que no, Shug.
—Hola, ¿qué tal? No tenía intención de ofender a nadie, chico.
Glenda volvió a quedarse como paralizada.
Por fin alcanzó a decir:
—Es verde.
—Pues sí. Es verde, sí.
—Verde como el futuro.
—¿El futuro? No la entiendo.
—El futuro todavía es verde, supongo, al menos por ahora, quiero decir. ¿No le parece?
—Ah, sí, ya. Ahora sí la entiendo.
—Vamos, Glenda.
Su mirada se volvió hacia el Thunderbird y allí se quedó un momento.
La arrastré de la mano, pero se había quedado plantada allí. Incliné la cabeza hacia delante y tiré de ella con todo mi peso hasta conseguir hacerle perder el equilibrio. Por fin me siguió tambaleándose y cruzó el arroyo detrás de mí, salpicando.
De nuevo se quedó parada al otro lado del agua y se volvió para mirar.
Solté una larga letanía de palabras: «Vamos, Glenda, vamos, Glenda, vamos, Glenda».
No sé por qué pero de pronto bajó los hombros y se dejó llevar sin resistirse, mientras la arrastraba de la mano, y no dijo una palabra hasta que el camino pedregoso nos llevó de vuelta a casa.