Me hicieron preguntas para las que sabían que no tenía respuesta. Dos polis se sentaron conmigo, uno a cada lado. Estábamos en una sala justo en la entrada de la comisaría. Las ventanas iban del suelo hasta el techo, que era alto, por lo que la lluvia al caer tenía mucho trecho de cristal que recorrer. Estábamos de espaldas a la pared, en un banco de madera rajado y grabado a punta de cuchillo por un montón de gente que había tenido que matar el rato ahí sentada.
—¿Les vende Red todo eso a otros gilipollas como él, o se lo quedan todo Basil Powney y él porque no se les ocurre otra manera de divertirse?
—Y yo me pregunto, ¿cuántas pastillas se puede tomar de una vez un colgado como tú?
—¿Dónde paran ahora esos dos?
Yo me limitaba a contestarles: «Llamen a mi madre».
Llegó chorreando a la comisaría. Había tenido que ir andando. Tenía el cabello negro pegado al cuello y a la cara por la lluvia, y llevaba un paraguas que ya estaba roto antes y que la tormenta había dejado reducido a un palo brillante con unos jirones de tela en un extremo. Tenía los pies empapados, y por culpa del aguacero se le había corrido todo el rímel.
Vino directa al banco en el que me habían dejado, sacudiéndose el agua de encima, y se sentó muy cerca de mí.
—No les habrás dicho nada, ¿verdad?
—No.
—Eres lo bastante listo para saber que es mejor que te estés calladito, ¿verdad?
—No les he dicho nada.
—Vale —dijo. Se tiró hacia arriba de la camiseta, enseñando el ombligo, y se secó la cara con ella—. Tienes que ser fuerte, cariño.
—No les he dicho nada.
—Vale —repitió—. No esperaba menos de ti. ¿Quieres un cigarro?
—Supongo que sí.
Se sacó otro para ella y los encendió los dos con una cerilla seca que encontró. Le dio varias caladas, y yo la imité, sentado a su lado, hasta que por encima de nosotros se formó una nubecita común que enseguida empezó a crecer. La lluvia seguía azotando los altos ventanales, chisporroteando contra el cristal.
—Bueno, mejor voy a hablar con ellos y arreglo este asunto.
—Sí, supongo que sí.
Dejó el palo del paraguas en el banco a mi lado. Me quedé ahí sentado solo, fumando. Pensé que, sentado con la espalda encorvada, fumando, daría la impresión de estar pensando en serio cosas útiles sobre mi situación. Y me esforcé de verdad varias veces en sacar de mi cabeza algún pensamiento útil, pero no se me ocurrió ninguno lo bastante claro. Arrojé la colilla al charco que se había formado a mis pies.
La lluvia empezó a amainar. La tormenta había lavado las aceras. Las trombas de agua habían arrastrado lejos la basura de la calle y, cuando el agua se retiró, toda la porquería se depositó en el suelo, formando una nueva capa de basura. De la tierra, junto al bordillo, habían salido gusanos a borbotones, y muchos huyeron de esa tierra empapada hasta la acera empedrada y allí se quedaron varados, boqueando.
Glenda y yo nos alejamos de la comisaría bajo esa lluvia que por fin había amainado. Caminamos uno al lado del otro, sin guarecernos, como si no lloviera. Ya estábamos los dos empapados, de nada servía tratar de evitar las gotas.
—Tendría que haberme imaginado que, fuera lo que fuera lo que te mandaba hacer, sería algo malo, maldita sea —me dijo.
Cada dos minutos o así se llevaba las manos a la cabeza y se pasaba los dedos por el cabello negro, retirándoselo de la cara y haciéndose una coleta lacia y brillante. Sus largas pestañas goteaban agua. Sus ojos azules parecían aún más bonitos enmarcados por esas largas pestañas mojadas.
—Y tan malo —dije yo.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—Sí que te dije: «Cosas de hombres».
—Eso no es decirme nada, Shug.
—Sabías lo que significaba.
—No lo sabía en absoluto.
—Puede que no lo supieras exactamente, pero sí más o menos.
Una camioneta pasó salpicándonos, con un viejo sabueso empapado en la trasera. El perro y yo nos quedamos mirándonos, y era como si el animal supiera que en otro momento habríamos podido ser amigos y aullar juntos a las ardillas. Siguió mirándome incluso cuando la camioneta ya estaba lejos.
—Más te vale que Red no piense siquiera que puedas irte de la lengua, cariño. Nunca jamás.
—No me voy a ir de la lengua.
—Por favor, por favor, escúchame bien: no dejes que se le pase siquiera por la cabeza que pudieras estar pensando en irte de la lengua.
Los petirrojos habían descubierto a los gusanos que boqueaban en las aceras y se precipitaban sobre ellos para darse un banquete. De pronto el cielo se llenó de pájaros dando vueltas, lanzándose en picado, peleándose entre sí a empujones y dándose una panzada de sabrosos gusanos.
—No les he dicho nada.
—Shug, la gente que ha estado en la cárcel no puede ni ver a los chivatos.
—Ya lo sé.
—Esa gente no se anda con chiquitas con los chivatos.
Un par de petirrojos estaban tan ocupados zampándose a los gusanos que siguieron ahí tan tranquilos con su festín incluso cuando me acerqué, así que me puse del lado de los gusanos y los ahuyenté a patadas, y cuando levantaron el vuelo, aleteando, la emprendí contra ellos también con los puños, pero no les acerté ni de una manera ni de otra.
—No soy un puto chivato, Glenda. Así que corta el rollo.
—Ya lo sé —dijo ella—. Ya lo sé. Solo te digo que no podemos dejar que Red tenga la más mínima duda.
—Dios, cómo le odio.
Un coche llegó a nuestra altura y aminoró la velocidad. Era ese legendario Thunderbird verde. El conductor se inclinó hacia la puerta del acompañante y la abrió. Por dentro el coche era de un precioso color blanco, brillante e inmaculado.
—Por Dios santo —dijo el hombre—, subid al coche. Vais a pillar un resfriado de muerte.
El Thunderbird te hacía sentir como si estuvieras tumbado en una bonita cama mullida con neumáticos de banda blanca que alguien conducía con mano experta y sin tropiezos. Ese coche tenía cualidades especiales que yo no conocía y sobre las que no habría sabido ni preguntar. Era como si pudiera aplanar los baches de la carretera para que la conducción fuera siempre fluida. Era un coche fabuloso. Nunca me había sentido así antes.
—Lo lamento muchísimo. De verdad —dijo Glenda.
—¿Por qué?
—Por empaparle así el coche. Hemos mojado los asientos.
—No se preocupe por los asientos —contestó—. Las personas son más importantes.
Era más alto de lo que yo recordaba. Me fijé en sus manos sobre el volante: eran macizas, con articulaciones grandes, y tenía las muñecas robustas, y los hombros, fornidos. En muchos aspectos se veía que era un hombre fuerte, pero no tan joven ya. Tenía el pelo gris y escaso. Su cara era como tantas otras, pero tenía profundas arrugas de sonreír mucho, y los ojos muy oscuros. Vestía bien, como alguien que nunca ha tenido problemas para encontrar trabajo.
Me incliné hacia delante desde el asiento trasero y le pregunté:
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Jimmy Vin Pearce.
Glenda se volvió hacia mí y me dijo:
—¿Ya te has enterado? Es de mala educación olvidarse dos veces del nombre de una persona.
—Y tú eres Shuggie —dijo el hombre—, mientras que la señora aquí sentada a mi lado es Glenda. Que es un nombre muy bonito.
—¿Usted cree? A mí nunca me ha convencido del todo.
—Pues es un nombre bonito de verdad.
—Mmm.
—Suena casi como una canción.
Los limpiaparabrisas susurraban al limpiar la lluvia del cristal. Las gotas eran ahora muy pequeñas y caían pocas ya. Los niños habían salido a jugar a la calle, vestidos con impermeables amarillos, y se divertían haciendo navegar qué sé yo qué en la corriente del arroyo, que bajaba a toda velocidad hacia las alcantarillas.
—No me conozco muy bien las calles de esta zona —comentó el hombre—. Vais a tener que indicarme el camino.
—¿De dónde es usted? —preguntó Glenda.
—¿Se refiere a dónde vivo ahora? ¿O a dónde he nacido?
—Las dos cosas.
—Soy oriundo de Phenix City. Que no es Phoenix, Arizona, sino Phenix City, Alabama. He venido a trabajar de cocinero en el Echo.
—Y ¿desde cuándo trabaja allí?
—Desde hace ya unos meses. Antes trabajaba en un hotel en Saint Louis, pero la cosa se torció porque yo tenía mis propias ideas sobre el pimentón dulce, sobre cuándo conviene añadirlo y cuándo no, y un día un cliente me dijo que si iba a West Table me contrataría de cocinero en el Echo. Y, bueno, aquí estoy.
—El de cocinero siempre me ha parecido un trabajo muy divertido para un hombre.
—Pues no tiene nada de divertido.
—Y ¿siempre ha sido cocinero?
—Desde hace veinte años o un poco más. He trabajado de cocinero en un montón de sitios. He viajado mucho. Muchos cocineros son hombres. Empecé en Kentucky. Covington, Kentucky, era Las Vegas antes de que Las Vegas fuera nada, ¿sabe? En tiempos era un sitio muy, muy animado. Allí trabajé en el Lookout.
Glenda soltó un gritito y se puso a dar palmas.
—¿Donde Sleepout Louie? —preguntó.
—Ajá —contestó él, mirándola con curiosidad—, ¿conoce Covington?
—Sí. —Se le avivó la mirada, y toda ella se animó. Se sentó de lado en el asiento blanco para poder mirarle a la cara—. Cuando era jovencita, trabajé de camarera en el Beverly.
—Caramba, ¿en el casino? Allí sí que se ganaba bien, para aquellos tiempos, ¿no?
—Y tanto que sí. Para aquellos tiempos y para ahora.
—El Beverly… ¿No era el Barón Ambers el dueño de ese local?
—El mismo —dijo Glenda—. El Barón era un gran hombre.
—Más valía no buscarle las cosquillas. Solía encontrármelo de vez en cuando aquí y allá. Se juntaba con los de la banda de Cleveland.
—Sí, eso es.
—Era la gente con la que codearse en esa ciudad.
—Casi todos. Casi todos lo eran, sí. Tiene que torcer por aquí.
Más o menos en ese momento se pusieron a fumar y a hablar del pasado, y se contaron recuerdos el uno al otro. Yo les escuchaba más o menos, pero sin prestar mucha atención. Alguien a quien los dos conocían había muerto, y otro más también, y hablaron de tíos que gastaban dinero a lo grande, de chicas que habían cazado a ricachones y de cómo cambian las cosas.
Yo estaba callado, esperaba que la gente a la que conocía me viera montado en ese coche tan chulo.
—Y ¿él se llama como el Barón por algún motivo? ¿O solo porque es un chico con suerte? —preguntó el hombre al llegar a una señal de stop. Se volvió a mirarme con una sonrisita. La sonrisita se le borró de los labios—. Ah.
Una calle más allá, dijo:
—Y ¿ese problemita cuándo lo tuvo? ¿En qué año?
—En el 55.
—Ah, sí. Para entonces yo ya estaba a punto de largarme.
—La ciudad entera estaba a punto de largarse.
—Sí, señora, así es. Los buenos tiempos se habían acabado.
—Y ¿usted se fue con todos los demás a Las Vegas?
—No, no. Yo probé suerte en Cuba un mes, pero el marisco no es mi fuerte. Además, el juego es más divertido cuando es ilegal. Al menos para mí. Cuando es legal viene a ser como ir a una iglesia un poquitín avanzada en un par de cosas, pero que no deja de ser una iglesia.
—Yo volví a casa —dijo Glenda—. Aquí. Volví a esto.
—Y ¿ahora por dónde tengo que ir?
—Pues ya párese donde pueda. Vivimos en esa casa de ahí, en el cementerio. Pero si aparca justo delante se hundirá en el barro.
Me bajé y me quedé ahí, tocando el coche.
Ella tenía un pie dentro y otro en el barro.
—Muchísimas gracias, Jimmy Vin.
—No hay por qué darlas, señora.
Le tendió un papelito blanco.
—Si alguna vez queréis cenar gratis un buen filete, os invito encantado al Echo. Llamadme a este número, a la hora que sea. La cocina cierra a las nueve, así que intentad venir antes.
—Vale —contestó ella—. A lo mejor vamos.
Él se despidió con un gesto y siguió su camino. El T-Bird era tan maravilloso que la carretera mojada se incorporó y se frotó los ojos para contemplar cómo se alejaba.
—Madre mía, ¡qué tipo más simpático! —exclamó Glenda—. ¿No crees? Y ¿te has fijado en su reloj?
—Era bastante simpático, sí —dije yo—. Pero, Glenda, ese tipo no debería volver a aparecer nunca por aquí.
Ella golpeó el suelo varias veces con el pie, salpicando gotas de barro. Por un momento hizo como si yo no estuviera ahí. Se quedó mirando la casa. Miraba la casa y golpeaba el barro con el pie, que solo le manchó las piernas a ella.
—Cuánto le odio, maldita sea…