La pierna herida de Carl parecía una salchicha podrida olvidada en el fondo de la nevera. Le faltaba un trozo abajo, en la pantorrilla, y estaba como atrofiada por encima y por debajo del cráter que había quedado. La piel del cráter era muy oscura, y la atrofiada parecía una cicatriz. Como digo, la pierna estaba atrofiada y le faltaba un pedazo, pero aun así se movía, aunque no del todo bien porque Carl cojeaba un poco al andar.
—Cebo dulce —dijo, contestando a una pregunta infantil que le había hecho. «¿Cómo llamáis vosotros a los caramelos?».
—Ah. O sea, por ejemplo, decís: «¿Vamos a comer cebo dulce?».
—Sí, eso es.
Glenda y yo fuimos a casa de la abuela a verle y, huyendo del calor, nos refugiamos en el jardín, a la sombra de unos árboles. La casa era tan pequeña que cabían dos o tres como ella en una casa normal. No sé quién tuvo la idea de construirla tan enana. El tejado estaba hecho de tablillas calafateadas grises, y las paredes también. Tirados por el jardín, oxidándose o pudriéndose, había varios trastos que ya no servían, así como cinco gallinas sueltas que cacareaban y picoteaban en el suelo de tierra. La hierba del jardín tenía calvas, y la que quedaba en pie ondeaba con cada ráfaga de viento.
—Estoy segura de que te vas a curar —dijo Glenda—, estoy segura de que te vas a curar del todo.
—Pues eres la única.
Carl estaba sentado en una silla de madera, apoyado en una mimosa, bebiéndose una cerveza. Llevaba un pantalón verde de los marines, con la pierna mala al aire, asomando de la pernera recortada. Tenía la piel amarilla por culpa del veneno de un insecto que le había llegado hasta la sangre; se había extendido ese color por todo el cuerpo, sobre todo en la cara. Esa tez amarillenta resaltaba aún más el azul de sus ojos. Tenía el pelo rubio, casi blanco. No llevaba camiseta y estaba flaco. Sobre su pecho colgaban esas chapitas brillantes que llevan los soldados para que cuando les maten se sepa de quién es el cuerpo. Fumaba sin parar cigarrillos sin filtro. En el suelo, al lado de la silla, había empezado a amontonar latas de cerveza vacías, las había colocado de manera que se sostuvieran una encima de otra, imagino que quería construirse un gran monumento de bienvenida.
—¿Cómo era aquello? —le pregunté.
—Ya lo verás tú mismo.
—¿Yo? ¿Cuándo?
—Cuando te manden a ti para allá.
Glenda y yo estábamos sentados en la hierba a su lado, y ella parecía afectada por sus heridas, sobrecogida y triste. Ya no tenía el ojo hinchado, pero el párpado seguía morado. Vi que estaba a punto de llorar. No paraba de servirse de su termo plateado. Cuando echaba la cabeza para atrás para beber volvía la mirada a un lado, hacia el bosque. Los árboles se cernían sobre tres lados del jardín, lúgubres, como una muchedumbre que espera y espera con paciencia pero sin saber seguro si la van a recibir.
—Me voy dentro a ayudar a la abuela con la comida. Ya casi debe de estar lista.
El calor te hacía bajar la mirada incluso en la sombra. Me recosté despacio y miré hacia arriba. Las flores rosa de la mimosa eran un reclamo para los colibríes, un reclamo de algo bueno, y un par de ellos iba ¡ffffiuuuu, fffiuuuu! de una flor a otra, hundiendo el hocico para chupar el néctar. Recorrí todo el árbol con la mirada, desde las raíces hasta las ramas, y de ahí al cielo, y en lo más alto del manto azul rondaba un halcón entre la cálida brisa, con las alas rígidas y extendidas daba vueltas en silencio, al acecho de las criaturas que le gustaba matar.
Oí a Glenda y a la abuela discutiendo por la sal.
Me incorporé, Carl estaba fumando, inclinado hacia un lado, añadiendo otra lata vacía a su monumento. Era una pirámide, me parece. No le temblaban las manos.
—¿Crees que todavía te molaría ir a cazar ranas y todo eso?
—Si hay alguna charca, sí.
—Jo, yo sé dónde hay un montón, Carl.
—¿En serio? Pues qué mala noticia para las ranas, ¿no?
La comida salió de la casa en una olla negra. La llevaba Glenda. Era el plato preferido de Carl, lo había echado de menos todo ese tiempo: alubias con jamón sobre pan de maíz con un poquito de salsa picante. La abuela venía detrás, con el pan de maíz, las cucharas y los cuencos. Andaba con mucho cuidado, como solía hacer cuando estaba un poquito borracha. Las dos parecían reblandecidas y húmedas por el calor que hacía con el horno encendido en esa cocina minúscula.
—Servíos —dijo la abuela. Las palabras salían como tambaleándose de su boca porque apenas le quedaban dientes para frenarlas un poco. A veces sonaban solo ligeramente parecidas a lo que quería decir—. Hay comida de sobra, así que coged las cucharas, y a servirse todo el mundo.
Las gallinas daban saltos cuando les tirábamos alubias. Al saltar sacudían la cabeza y ahuecaban las alas, agitando las garras en el aire como locas. Las cucharas nos servían de maravilla para lanzar las alubias. Carl decía: «¡Allá va!», y tirábamos hacia atrás de las cucharas llenas de alubias para arrojárselas a las gallinas. Queríamos hacerlas saltar y saltar. Al saltar parecían adquirir formas distintas en el aire, de pronto se convertían en algo gordo, hinchado y asustado, y luego caían, agitando las patas como si corrieran, antes incluso de dar contra el suelo, y la cabeza les daba vueltas como si el cuello fuera una goma elástica, pero no huían cacareando de nosotros. Se comportaban como si fueran dibujos animados. Dibujos animados que se podían oler y a los que se les podía tirar alubias.
—Me alegro de que te gusten —dijo la abuela. Se había tendido sobre una manta blanca a la sombra, al lado de Glenda, y parecía borracha—. Me alegra el corazón ver cómo te gustan las alubias, hijo.
—Ya —dijo Carl. Tenía el cuenco en el regazo y se quedó un momento mirando las sobras, unas pocas alubias y la salsa ya reseca. Y luego añadió, dejando espacios entre las palabras—: Es curioso… lo que uno… cree… que echará de menos.
—Algo me dice que yo no echaría de menos las alubias —dije yo—. El helado… Eso sí me pega más. Y los huevos fritos con pan.
—No sabes lo que echarías de menos, Shug. —Un avión de pasajeros cruzó el cielo por encima de nosotros, un puntito plateado muy alto sobre el fondo azul, haciendo ese ruido triste en el cielo, esa especie de zumbido triste de algo que se aleja y se aleja, que te quita todo el aire del pecho y te hace sentir vacío—. Puede que lo que no te quitaras de la cabeza fueran las palomitas dulces, o las cajas de cerillas de la cafetería de la esquina. Tonterías que tu cabeza decide que son importantes y echa de menos. Una foto de tu perro. Tu viejo guante de béisbol. Y no hay manera de saber qué tontería en concreto será. No hasta que la echas de menos.
El sol se había ido hacia el oeste, su luz nos llegaba de lado y proyectaba sombras cada vez más alargadas. Luz oblicua, sombras alargadas y el borboteo de una lata de cerveza que se vacía. Y los ruiditos que hacía Glenda mientras dormía sobre la manta blanca a la sombra alargada de los árboles.
Glenda llevaba vaqueros descoloridos, se le habían separado las piernas formando una V mientras dormía, y los vaqueros claros se le habían subido un poco por encima de los tobillos, dejando al aire su piel blanquísima.
Muchas noches se había colado en mis sueños, y una vez dentro me había traído extrañas imágenes. Los sueños extraños ocurrían en otra parte, en algún sitio para mí desconocido. Supongo que muchos ocurrían cerca del ecuador porque Glenda siempre iba vestida de verano. Corría a grandes zancadas por vastas extensiones de arena, muy ligera de ropa, y se ponía a juguetear como una niña en el agua, salpicando con los pies, muy sonriente, soltando grandes carcajadas. La mayoría de las veces yo estaba en algún lugar detrás de ella. Detrás de ella pero muy cerca. Aquí y allá había cocos y plátanos y frutas así, al alcance de la mano. Ella retozaba en la arena y se metía en el agua salpicando, vestida de verano, causándome sensaciones que me ponían de buen humor, un buen humor que se me quedaba dentro incluso una vez terminado el sueño, hasta que empezaba la birria del día siguiente.
A veces nadaba desnuda entre las olas, pero nunca salía del agua.
—Oye, Shug, ¿por qué no te acercas a casa y vuelves con un par de cervezas para mí, eh? Digamos que es una orden.
Obedecí la orden. Las cervezas no iban a durar mucho si seguía bebiendo a ese ritmo. Le traje las dos latas frías que me había pedido, y mientras tanto Basil apareció por el camino pedregoso y avanzó hacia nosotros. No era el coche de la última vez. Éste era un Mercury de ésos tan grandes que la gente los llama «buques de guerra». De hecho a veces se mueven como sobre el mar en lugar de sobre el asfalto. Éste era de un color negro desvaído. Las botas de vaquero de Red colgaban de una de las ventanillas traseras, y Basil pasó por delante del Dodge y de la camioneta destartalada de la abuela y se metió hasta el jardín, donde estábamos nosotros. Los neumáticos chirriaron sobre la grava, y el rugido del motor espantó a las gallinas hacia el bosque. Por fin el Mercury se detuvo a un par de pasos de la mimosa.
Basil se bajó sonriendo del buque de guerra, con sus bonitos dientes blancos. Se acercó deprisa a Carl y le dio un beso en la coronilla. El pelo de Carl era corto y lacio, y Basil se lo despeinó después de besarle. Luego le rodeó el cuello con el brazo, pero sin apretar, y le dijo:
—Nos has tenido preocupados, tío.
—Me alegra saberlo.
—Pero preocupados de verdad.
—Eso tampoco es tan grave.
—Hay cosas peores, ya lo sé. Te he echado un montón de menos, chaval. De verdad.
—¿En serio? ¿Me has echado de menos? Perdona, ¿cómo has dicho que te llamas?
—Muy gracioso. Enséñame esa pupa que te has hecho.
Le pasé una cerveza a cada uno. Glenda y la abuela se despertaron sobresaltadas. Se arrimaron al tronco del árbol y encendieron un cigarro. Las gallinas no tardaron en calmarse y volvieron a lo suyo, a cacarear y a picotear el suelo. Las botas de Red se movieron un poco, pero seguían colgando de la ventanilla del Mercury.
—Cojea al andar —dije—. Pero no mucho.
—Joder —dijo Basil, arrodillándose ante la pierna herida. Llevó la mano al cráter pero no lo tocó—. ¡Jo-der! Ay, chaval, pero ¿qué coño fue lo que te golpeó así?
Se oyó un ruido en el buque de guerra, era Red carraspeando. Un poco más lejos en el bosque, pero no demasiado, unos cuervos se animaron y empezaron a graznar las noticias de la tarde a otros cuervos, que a su vez les contestaron con su propia versión. Un denso salivazo salió volando de la ventanilla trasera y aterrizó sonoramente. La larga sombra de la casita había caído junto a otras sombras y se había perdido entre la multitud, parte integrante de la oscuridad general.
—Ésta es tu oportunidad, Ma —dijo Carl—. Cuéntaselo.
Cuando Carl decía Ma, se refería a la abuela. Ésta se hinchó de orgullo, encantada de que Carl le dejara contar la historia. Se infló un poco. Se hizo más grande. Tenía en la mano un largo cigarro y con él señaló determinadas partes de la pierna de Carl mientras hablaba.
—Ocurrió en una zona con mucha vegetación. Estaban escondidos entre los arbustos en una montaña que tiene un número, donde hace un calor espantoso, un calor que les estaba jodiendo vivos. Carl se volvió hacia un chico… ¿cómo se llamaba?
—Detratto.
—Ah, sí, eso. Detratto. Un italiano. Total, que Carl se volvió hacia él y le preguntó: «Detratto, ¿tienes pastillas de sal?». Entonces se oyó un silbido, pero él casi no lo oyó. O a lo mejor no oyó nada de nada, solo que más tarde pensó que sí que debía de haberlo oído. Todavía no sabe muy bien si lo oyó o no, pero lo que es seguro es que había arbustos y que hacía calor, y que había insectos y otras porquerías. Bueno, total, que se volvió y le preguntó al italiano lo de la sal, y por toda respuesta se despertó en un barco en alta mar. Un barco con un hospital dentro. Como los que hay en tierra, pero en el mar. ¿Cómo llamáis vosotros a los pantalones?
—Caquis.
Glenda cogió su termo y se sirvió hasta el borde del vaso. Red asomó la cabeza por la ventanilla y se inclinó hacia fuera para escuchar.
—Bueno, da igual, los pantalones. Se le incendiaron los pantalones cuando cayó la bomba esa que silbaba. El fuego le hizo este destrozo de aquí, y este otro. Él se desmayó y por eso no notó el fuego, al menos no en ese momento. La explosión de la bomba le arrancó la carne de la pierna, aquí, y le dejó este agujero. ¿Veis lo profundo que es? Meted el dedo. Y la carne arrancada no la encontraron, ¿verdad, hijo?
—No creo que nadie se parase a buscarla, Ma.
—Joder —dijo Basil—. Pero puedes andar, ¿no?
—Sí que puede —intervine yo—, pero cojeando. El médico dice que eso se le irá pasando.
La puerta del coche se abrió, y salió Red, abofeteándose en la cara para despertarse del todo. Fue hasta donde estaba Carl y se colocó detrás de él. Al unirse Red al grupo el ambiente cambió, igual que una cerilla encendida cambia el ambiente en un granero lleno de heno.
—¿Y qué hay del macarroni? —preguntó—. ¿Cómo está?
—Peor que yo.
—Claro. Siempre he sabido que el tipo con suerte eras tú. —Entones Red se puso a cuatro patas, y juro que cogió a Carl y le dio un largo abrazo, un abrazo mucho más largo de lo que jamás pensé que pudiera darle a nadie en su vida. Lo apretó superfuerte con sus brazacos—. ¿Qué te dan para el dolor?
—Pastillas.
—¿De qué clase?
—De tres clases distintas.
—¿Muchas?
—Muchas, pero no suficientes.
—Nunca son suficientes —dijo Basil.
Red le frotó el pelo a Carl y se lo dejó todo aplastado.
—Tienes que salir de este agujero. Tienes que ir a dar una vuelta. ¿Te ves con ganas?
—Sí, supongo que sí.
—¿No te han prohibido nada?
—Aunque lo hubieran hecho, me trae sin cuidado.
—Bien, pues entonces podríamos ir al Murl’s, en el cruce. O si no más abajo, al Echo.
—Un momento, tío —dijo Basil—. Un momento. —Se volvió a Carl—. Oye, macho, en esos dos sitios se baila. ¿No te va a joder ver a la gente bailar y tal? En tu estado… en fin.
Carl se llevó las placas a la boca y las mordió como para comprobar si eran de oro y, como no lo eran, las dejó caer otra vez sobre el pecho.
—Yo no he bailado en mi vida.
—Entonces vístete —dijo Red riendo—. Ponte guapo, que nos largamos.
Cuando Carl se levantó, fui a ayudarle. Se había tomado bastantes cervezas, por lo que ahora cojeaba más. Se apoyó sobre mí con todo su peso.
—Ya puedo solo, socio —me dijo cuando llegamos a la puerta de la casa.
Los insectos nocturnos habían empezado con sus zumbidos nocturnos. Red y Glenda estaban junto al árbol, y él la tenía bien agarrada del culo. Ella miraba hacia el bosque, negro ya, con su vasito plateado en la mano. La abuela seguía tumbada en la manta blanca, fumando. Basil se había sentado en el suelo, con el cepillo de dientes en la boca, e intentaba hacer otra pirámide distinta con las latas vacías de Carl, una más baja que se tambaleaba menos y se erguía más sólida. Me senté a ayudarle.
—Me iría bien dormir un poco —dijo Glenda—. ¿Qué te parece, Shug?
—Buena idea.
—Luego nos iremos juntos a casa.
—Cuando quieras.
Carl salió de la minúscula casa, vestido de paisano. Red se acercó a él y le ofreció el hombro para que se apoyara. Le palmeó la tripa con su manaza, produciendo una alegre musiquita de percusión.
—¿Te has traído las pastillas?
—Unas pocas.
—¡Muy bien! ¡Ma, ya puedes ir reuniendo la pasta para la fianza, porque tus chicos la van a armar bien gorda esta noche! —Tiró de Carl y lo fue empujando hasta el Mercury; luego lo ayudó a entrar en el coche—. Venga, Basil, arranca que nos vamos.
Basil me rodeó con el brazo y me apretó fuerte. La nueva versión que había hecho de la torre de latas de Carl se sostenía bien, sí, pero solo tenía dos niveles y apenas llamaba la atención. Tiró de mi cabeza para acercarla a la suya. Al mover los labios me clavó el cepillo de dientes en la mejilla: «Estate preparado mañana», me dijo en voz baja.