Red empezó a aporrear la guitarra a medianoche. Basil y él se cogieron un colocón en la cocina. Se pusieron hasta arriba de no sé qué, y Red aporreó la guitarra, sacándole retazos de canciones. Los dos fumaron muchos cigarrillos, tantos como para mandar señales de humo. Se desmadraron toda la noche, y por la mañana todavía no tenían pinta de querer irse a la cama. Por la luz se veía que ya era hora de desayunar, pero sus relojes, que funcionaban con las pilas de la droga, parecían marcar otra hora, la del principio de la noche, cuando la juerga no ha hecho más que empezar. El subidón que tenían era de los que pronto no tendría freno y acabaría arrollando a todo el que se cruzara en su camino.
Red tocaba viejas canciones de rock, Basil se sabía parte de la letra y las cantaba con él. Sus voces sonaban tan inyectadas en sangre como sus ojos. Las canciones eran solo retazos, trozos que recuerdas, trozos que duermen en tu cabeza y despiertan de pronto cuando alguien le arranca esas notas a una guitarra.
El estribillo de una que cantaban una y otra vez decía no sé qué de un tío que quería un café y un ci-ga-rri-llo, y el resto Red y Basil se lo iban inventando como podían, cada uno decía una cosa, y luego la repetían los dos a la vez.
Glenda estaba en los fogones sartén en mano, todavía sin vestir del todo y sudando ya la gota gorda aunque era muy temprano, mientras derretía mantequilla para los huevos. Se había levantado de la cama con el peinado torcido y aplastado.
—Por Dios —dijo—, dejad ya esa maldita canción. Cantad una de la que os sepáis la letra.
La canción cesó, y oí la guitarra caer al suelo y deslizarse por él.
—El público del gallinero no nos aprecia, mejor nos callamos —dijo Red.
Para ayudar a Glenda me puse a su lado a hacer agujeros en el centro de las rebanadas de pan. Con la miga que sacaba hacía bolitas, bolitas prietas como cebos para pescar y las lanzaba al aire y me las comía de una en una.
—Me encantan los huevos fritos con pan.
—Pues voy a hacer un montón, cariño.
Ellos siguieron colocándose, ahora con pastillas que sacaban de un frasco agitándolo ruidosamente, y empezaron a soltar risitas tontas y a hablar por los codos.
—Siempre me siento dueño de lo que abarco cuando meo.
—Pues ¡tendrías que beber más cerveza!
—Sí, tío. No tengo mucho, ¿sabes?, pero lo que tengo pienso defenderlo.
—Ésa es la verdad. La puñetera verdad.
Cuando la mantequilla que se derretía en la sartén empezaba a sisear y a hacer pompas que estallaban en el agujero del centro del pan, mi madre cascaba un huevo y lo ponía justo encima, tapando el agujero. El huevo rugía en contacto con la mantequilla caliente, enseguida se calentaba y se ponía duro, parecía un ojo atropellado por el camión de la basura. Yo era capaz de comerme hasta seis en mis días más bestias, pero no solía hacerlo. Glenda decía que tres era la cantidad ideal.
Me dio un plato con tres, y me lo llevé a nuestra mesa coja. Estaba lo bastante coja para que los cereales se salieran del cuenco, pero no tanto como para que el cuenco se volcara del todo. Sujeté la mesa con los dedos del pie y me preparé para saciar el hambre.
Basil se apoyó en la nevera, cepillándose los dientes, y empezó a contarnos un chiste muy tonto con el que ya nos había dado la tabarra esa misma mañana.
—Bueno, total que el chaval se desnuda y trepa por el tronco del árbol hasta el agujero en la madera, le hace arrumacos y mete la…
—Y entonces se resbala, ¿no?
—… y se parte la polla en dos.
—Y hacen falta varios médicos para entablillársela con palitos de helado.
—Y el chaval dice: «¡Esa encina es una zorra hija de puta!».
Y se echaron a reír como locos, como si acabaran de abrir una bolsa de carcajadas.
Glenda se sentó a la mesa coja enfrente de mí y se tomó su desayuno de costumbre: café, cigarrillos y lo que iba picando de mi plato. Siempre tenía un aspecto como mínimo aceptable, y esa mañana, con su camisón y su cara de sueño, estaba hasta preciosa. Me habló en voz baja:
—Termina rápido de desayunar y vete, Shug. No se sabe lo que puede pasar hoy aquí, ¿entiendes?
Asentí, y ella también.
—Sal y corta la hierba del camposanto.
—Vale.
—Nunca consigo manejar el tractor como lo haces tú, Shug. Solo tú le has cogido el tranquillo.
—Vale, mamá, no pasa nada, ya me ocupo yo.
Estuve unos minutos con la cabeza gacha mirando el plato vacío. Me chupé un dedo y con él aplasté unas migas, que se pegaron a la saliva, y luego me las comí.
Glenda exhalaba humo, entornando los párpados con cada ruido, y se tiraba hacia arriba del camisón para taparse el cuello con él.
—Es mejor que te marches —me dijo—. Está hasta las trancas.
Corrí al aseo. Tenía un recado pendiente.
Cuando volví a la cocina, Red estaba hablando con Glenda:
—Nos vamos por ahí a nuestras cosas, no sé cuánto tiempo estaremos fuera, ¿vale?
—Llévate meta a mogollón —dijo Basil.
—Allí hay dos frascos.
—Me apetece meterme. Ya sabes cómo soy, me apetece meterme, y meterme y meterme.
Entonces Glenda dijo:
—No hay ni un dólar en casa, Red.
—Pobrecita.
—Como mucho habrá cincuenta centavos por ahí perdidos.
—¡Qué pena! Con eso no se puede comprar ningún billete de autobús para ninguna parte, ¿eh, cariño?
—Estoy hablando de comida, Red. Estoy hablando de desayunar, almorzar y cenar. Estoy hablando de detergente para lavar tu ropa. Estoy hablando de…
—¡Calla! Cállate la boca ya. —Red se metió la mano hasta el fondo del bolsillo del vaquero y sacó un rollo de billetes, luego describió un amplio círculo con el brazo y lo arrojó sobre la mesa como si fueran dados. El rollo de billetes salió rodando hacia ella y se paró justo delante de sus narices—. Toma, y ahora te callas la boca y dejas de darme la barrila con la puta comida.
Abrí la puerta trasera y me dirigí al cobertizo. Al pasar delante de un árbol, una bandada de luganos levantó el vuelo hacia el sol. Al otro lado de la colina aulló un tren. Desde allí veía el cementerio, había dos señoras cogidas de la mano junto a una tumba tan reciente que no era más que un montón de tierra en el suelo. Echaban flores sobre la tierra.
El cobertizo donde guardábamos el tractor estaba un poco torcido, era una vieja construcción de madera gris, y las paredes por dentro tenían pintadas estúpidas hechas a lápiz y a boli. La más antigua decía: «Liga de Campeones de Ozark 1938». Algunas de las frases escritas eran divertidas, pero la mayoría parecía de gente que sufría porque no iba a llegar a conocer a otra gente como le hubiera gustado.
El tractor arrancó a la primera, y volví al jardín.
La puerta trasera de la casa se abrió, y salieron Red y Basil. Red parecía recién peinado y llevaba una camisa negra con las mangas recortadas que dejaba a la vista sus brazacos llenos de músculos. Venía hacia mí. Basil se sentó al volante del coche que conducía ese día, un Impala marrón que me gustó mucho, y puso el motor en marcha. Subí al tractor y me di cuenta de que Red tenía algo que decirme. Me indicó con un gesto de los dedos que me acercara. Fui hasta él y pegué el oído a sus labios.
—Vigila bien a esa bruja, ¿vale?
Quitando el ruido, el tractor se movía como me imagino que lo hacen los caballos. Quitando la peste a gasolina y a aceite y el chirrido del cambio de marchas. Quitando todo eso, avanzaba como los caballos, con un trotecillo alegre, y yo iba en lo alto de la silla, con mis espuelas. Pero el humo del tubo de escape me recordaba enseguida que no estaba montando un appaloosa llamado Tango o Champ, sino una vieja tartana que no hacía cabriolas y ni siquiera era muy bonita que se diga pero cumplía bien con su trabajo.
La hierba había crecido demasiado, tanto que se mecía al viento, y al señor Goynes, que solía aparecer cuando menos me lo esperaba, le gustaba bien corta y tiesa, nada de mecerse al viento. En cortar la hierba solía tardar cuatro horas. La parte del tractor por lo general me la ventilaba en una hora y media, y el resto del tiempo lo dedicaba a segar la hierba de los caminitos estrechos con la cortacésped. Esa parte del trabajo me hacía sudar a chorros, era la más dura los días de mucho calor.
El cementerio brindaba más de un paisaje, inspiraba más de un sentimiento. Había tumbas de todo tipo. Las más viejas había que leerlas con las yemas de los dedos, las palabras y los números los habían arrancado los años y las cosas que éstos arrojan contra lo que se les pone por delante, por lo que de los nombres solo quedaba una letra aquí y allá, aunque las lápidas seguían en pie. En las partes más nuevas del cementerio las tumbas por lo general brillaban, estaban limpias y eran tan fáciles de leer como una señal de tráfico. Había un montón de nombres esculpidos en esas tumbas de todos los tiempos, los mismos nombres de muchas de las calles del pueblo por las que yo paseaba. Los mismos nombres de las calles, las tiendas, los talleres y los colegios. Rapaba a todos esos muertos, sin excepción, los hubiera conocido en persona o no, a todos los rapaba igual.
Por el camino que bordeaba el cementerio pasó un grupo de chicos y chicas de la parroquia, iban de excursión por el monte hacia Hudkins Park o quizá más lejos todavía, hasta Canaday Bridge. Las chicas en su mayoría vestían pantalones cortos, y algunas se apoyaban en largos cayados. Sus piernas brillaban al sol como rayos. Los chicos cerraban la marcha, andando como si estuvieran solos. Muchos de esos chavales de la parroquia me conocían, y yo a ellos, pero ninguno me saludó, así que yo tampoco.
En mi última hora de trabajo Glenda salió de casa y se acercó a mí con un enorme vaso de Coca-Cola. Llevaba uno de esos vestidos veraniegos con estampado de flores, y al verla tan guapa sentí que me hinchaba de orgullo. En su rostro ya no había ni rastro de tensión ni de miedo, y llevaba el cabello suelto.
Mojé los labios en el refresco como mojan los ponis los labios en un estanque.
—Me parece que estaba tan ido que se equivocó de bolsillo, Shug. Nos ha dejado un buen montón de pasta. Más de lo que él creía, me imagino. Y ¿sabes lo que estoy pensando? Pues estoy pensando que un chico que trabaja tan duro como tú se merece ir al cine esta noche. ¿Te apetecería llevarme al cine esta noche? ¿Eh, qué me dices?
A la abuela Akins le costaba masticar. No le quedaban muchos dientes, y los que le quedaban desde luego no eran los mejores. Estaba tan flaca que daba grima, y seguramente lo estaba igual cuando aún conservaba toda la dentadura. Tenía el pelo tirando a blanco, pero no blanco del todo todavía. Su piel parecía una hoja seca caída de un árbol, a punto de desmenuzarse. Tenía una casita a las afueras del pueblo y vivía de subsidios y de repartir periódicos, tarea en la que yo la ayudaba de vez en cuando, sobre todo en invierno.
Ese día cuando terminó su ronda se pasó a visitarnos y se sentó un rato. Dijo que tenía algo que contarnos, pero no soltó prenda hasta que se fumó tres cigarrillos y se bebió un buen vaso del té de Glenda. A la abuela también le gustaba darle a menudo a lo que bebía Glenda, pero ella nunca se molestaba en llamarlo té.
—Ya pronto volverá Carl —anunció—. La mitad del viaje la hará en avión, y luego cogerá un autobús.
—¿Y ya…? —pregunté yo.
—No me ha dicho nada, chico. Aún no.
—Bueno, da igual… ¡qué ganas tengo de verle! ¡A Carl le gustan las mismas cosas que a mí!
El tío Carl era el hermano pequeño de Red, el hermano inesperado, sobre todo para la abuela, que pensaba que su cuerpo era demasiado viejo ya para parir otro bebé. Carl era dieciocho años menor que Red y se había enrolado en los marines la primavera anterior. Todos, incluido Red, habíamos estado muy atentos a las noticias en la tele para saber del escuadrón de Carl, hasta que llegó un telegrama que decía que había resultado gravemente herido y que volvía a casa. Estuvo un tiempo en un hospital que tenía un nombre como mexicano, a la espera de saber si se quedaría cojo para siempre o si aprendería a caminar bien otra vez.
—Qué alegría volver a verle —dijo Glenda—. Espero que no le hayan herido en la cara.
—No ha dicho nada de eso.
—Jo, qué ganas tengo de ver a Carl.
—Venía a decírselo a Red pero, claro, se habrá ido por ahí.
—Yo se lo diré, descuida —dijo Glenda—. Quizá esté fuera una semana, quién sabe.
—Yo no lo sé, desde luego —contestó la abuela—. Nunca lo he sabido.
La cena estaba en el fuego. El olor era muy fuerte, por el olor se notaba que el guiso estaba listo para servir. Glenda y yo sabíamos que a la abuela no le gustaba comer delante de la gente, fuera quien fuera, ni siquiera la familia, pero Glenda tenía que decir algo.
—¿Quieres quedarte a cenar, abuela?
—Oh, no, no —contestó, y se levantó, negando con la cabeza—. No, es mejor que me cocine yo misma mi comida. Por mi dieta, ¿sabes? Tengo que irme ya a casa, a prepararme la cena. Dile a Red lo que te he dicho. Qué bien has cortado la hierba, Shug.
Cuando las puertas del cine se abrieron de golpe, Glenda y yo salimos, empujados por la multitud. Ésta nos arrastró, avanzamos apretujados entre toda esa gente, a trompicones y a empujones, como una carreta de provisiones en medio de una estampida de ganado. La estampida fue breve y terminó cuando la gente se fue dispersando por el aparcamiento. Era nuevo, igual que el cine, y estaba cubierto de gravilla blanquecina. La gravilla brillaba en la noche. Debajo había polvo y, cuando los coches arrancaban deprisa, lo lanzaban por los aires a chorros. Se alzaba en el aire, formando una nube ardiente, y luego volvía a caer.
—Shug, ¿no conocías a la chica que estaba sentada detrás de nosotros?
—Estaba en mi clase, nada más.
—Pues a mí me parece, pequeño, que estaba deseando que te fijaras en ella.
—Ya la he visto.
—Cuando las chicas se interesan por ti, cariño, tienes que ser amable con ellas.
—Las chicas no se interesan por mí. Además, me trae sin cuidado.
—Pues estaba nerviosilla, como si le gustaras.
—Seguramente tenía ganas de hacer pis pero no quería perderse la peli.
Glenda se había puesto elegante, con un vestido rojo vivo y zapatos blancos de tacón, y se había cubierto el cabello moreno con un pañuelo a juego. Los hombres la miraban. Cuando caminaba, contoneaba todo el cuerpo que era un gusto. Era esa forma suya de moverse lo que más gustaba a la mayoría de los hombres. Muchos la miraban, algunos apartaban los ojos bruscamente y se abrazaban a sus novias, y otros muchos silbaban a su paso y hacían los típicos gestos que acompañan a esos silbidos.
El coche que Red había dejado en casa era un Dodge. Un Dodge azul con el techo blanco. No era muy viejo, pero tenía un montón de kilómetros acumulados y ya no duraría mucho.
Cuando llegamos al coche, Glenda se quedó parada, así que yo también me quedé parado, mirándola. Olía a té, pero a mí en ella ese olor me gustaba.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Y bien?
—No sé —contesté yo—. Y bien ¿qué?
—Tienes que abrirme la puerta del coche, Shug. A las damas se les abre la puerta.
—Ah.
—¿Es que no te has fijado en el tío de la película?
—Ya, sí. —Abrí la puerta y se la sujeté para que entrara—. Pero es que era uno de estos tíos superricos. Ya sabía que esos tíos hacen estas chorradas.
—Tú también deberías hacerlas, caballerete.
Di la vuelta hasta el otro lado del coche y me senté en el asiento del acompañante. Ella tenía la cajetilla de tabaco en la mano y de nuevo dijo:
—¿Y bien?
Eso sí lo recordaba de la peli. Su mechero estaba sobre el asiento. Le cogí la cajetilla de las manos, saqué dos cigarros, me los puse entre los labios y encendí el mechero. Di un par de caladas para prenderlos los dos y luego le tendí uno a ella, diciéndole:
—Aquí tiene, señora.
A Glenda le gustó eso. Me dedicó una gran sonrisa y soltó una risita antes de decir:
—¿Nos vamos?
El Dodge tenía una hilera de botones en el salpicadero que había que pulsar para cambiar las marchas. Esa manera de cambiar las marchas nos divertía a los dos. Glenda subió la primera pendiente despacio y luego, de un volantazo, se metió por una carretera sin asfaltar que nos llevaba a casa dando un rodeo. Entonces pisó el acelerador, y su pañuelo echó a volar al viento. El camino tenía rodadas, pero ella seguía pisando el acelerador, así que algunas nos las tragamos y rebotamos, pero sobre otras muchas pasamos suavemente, sin notarlas.
—Me voy a parar aquí, cariño. Me gusta que conduzca el hombre.
—¿Lo dices en serio?
—Siéntate al volante y lo verás.
Salí del coche, di la vuelta, y ella se pasó al otro asiento para dejarme libre el volante.
—Le doy a la D, ¿no?
—Eso es.
Llegaba justo al acelerador. No conseguía ir recto del todo, pero al menos no me metí en la cuneta. Glenda se sirvió un poco de té, sacó otro cigarro para cada uno y me tendió el mío ya encendido. Lo sujeté con la mano crispada en lo alto del volante. Creo que conducía despacio, demasiado despacio, y no parecía más que un niño, un niño aburrido conduciendo.
Glenda se me acercó y se sentó donde se sienta una chica cuando conduce su novio. Se acurrucó junto a mí, rodeándome los hombros con el brazo. Me besó, en la mejilla sobre todo, pero rozándome los labios.
—No tengo nada en contra de que vayas un poquito más deprisa, cariño.
No se me dio mal conducir más rápido por el camino de tierra. Glenda se rió y me abrazó el cuello. Cogí bastante velocidad. Las piedras golpeaban contra los bajos del coche con ruidos a ratos sordos, a ratos metálicos. Glenda me besó unas cuantas veces más. Las curvas pequeñas las tomaba bien, pero las grandes me costaban más. Cuando llegamos a la carretera principal, la carretera asfaltada que llevaba al pueblo y al cementerio, me incorporé demasiado rápido y me pasé, me metí casi en el otro carril, y entonces di un volantazo muy brusco en dirección contraria. Glenda agarró el volante con una mano para ayudarme a enderezar. Ambos soltamos una risita de alivio, pero entonces a nuestra espalda se encendieron las luces de un coche de policía.
—¡Vaya! —exclamó Glenda—. No pierdas la calma.
—¿Qué hago?
—No te pares. Todavía no. No te pares hasta que lleguemos al caminito de casa.
Nuestra casa estaba al final de la carretera, todo recto. Solo tenía que conducir un minuto más, y todo fue bien pero en cierto momento nos cruzamos con un coche que venía hacia mí, un coche con grandes faros que me dieron de frente en los ojos. Glenda dijo algo entre dientes, pero no para criticarme por mi manera de conducir. Cerré los ojos porque los faros me cegaron, y mi cuerpo se puso rígido como si tratara de mantener el equilibrio, porque pensé que hacer eso bastaría para que el coche no se saliera del carril.
Las luces de la policía a mi espalda no me hicieron perder los nervios.
El camino de grava de nuestra casa medía unos cien metros y estaba lleno de curvas. Atravesaba el centro del cementerio y tenía dos profundas rodadas y una franja de tierra y hierba entre ambas. El poli nos siguió por todo el camino hasta la puerta de casa.
—No digas ni una palabra —me ordenó Glenda.
—¡Mamá, hay luz en casa!
—Oh, mierda —dijo—. Dale a la P para aparcar.
Cuando bajamos del coche, el poli ya había salido del suyo y se había acercado al nuestro. Era un agente local, su cara me sonaba. Ya había estado aquí antes.
—¿Se puede saber qué ha pasado en el cruce? —preguntó.
—Se me cayó el cigarro —contestó Glenda— y me distraje un momentín. Hay que ser tonta…
—Ya. Pero, como era el chaval el que conducía, esa excusa no me vale.
—¿Cómo que era el chaval el que conducía? ¿Eh? Eso es absurdo.
—Señora Akins, déjelo, por favor. A otro perro con ese hueso. He visto al chaval al volante, estoy seguro.
—Oh, bueno —admitió ella—. Dejo que Shug conduzca el último tramo hasta casa, al fin y al cabo tiene que aprender, ¿no le parece? Los chicos tienen que aprender de alguna manera, ¿no?
—¿Ha estado bebiendo?
—No especialmente.
La puerta principal estaba abierta, vi a Red acercarse hasta la mosquitera, desde donde podía ver y oír lo que pasaba, pero no tardó en abrirla bruscamente.
—¿Es usted, Herren? —preguntó.
—Hola, Red. ¿Se ha portado bien últimamente?
—Claro. ¿Qué pasa con mi mujer, algún problema? —Red bajó los escalones del porche. No llevaba camisa pero iba bien peinado, y tenía ese aire como muy tranquilo que ya le había visto antes y que hizo que empezaran a temblarme las piernas. El corazón se me aceleró al verle a él tan calmado. Puso los brazos en jarras y se esforzó por sonreír—. Seguro que no lo ha hecho a propósito.
—Puede irse —dijo Herren—. Pero que no vuelva a ocurrir. ¿Entendido, señora?
—Vaya un bigote bonito que tiene usted, agente —comentó Glenda.
—Gracias, señora, es muy útil como recogemigas.
Glenda y yo nos fuimos al porche y nos quedamos allí, cogidos de la mano.
—¿Ya no está en libertad condicional, Red?
—Solo hasta el otoño.
—¿Está trabajando?
—En lo que pillo, alguna cosilla aquí y allá.
Glenda me tiró entonces de la mano, me hizo subir los escalones y me llevó hasta el salón. Oía unas uñas dando golpecitos en el fregadero de la cocina. Los golpecitos sonaban disgustados.
—Me temo que nos hemos metido en un buen lío —dijo Glenda.
El coche patrulla no tardó en alejarse, y Red entró en casa. Se volvió a mirar por la mosquitera hasta que no quedó rastro del poli.
—Ya se ha ido —dijo.
—Bien —contestó Glenda—. Parecía majo.
—¿Tú crees? —Red le pegó un puñetazo justo encima del ojo izquierdo. El pañuelo salió despedido hacia atrás y cayó alrededor de su cuello. Ella se dobló en dos y giró sobre sí misma. Él le dio otro puñetazo, esta vez en la espalda, la agarró del pelo y tiró hasta que ella tuvo que apartarse las manos de la cara, y entonces volvió a golpearla, ahora en las mejillas, una y otra vez, con las palmas de las manos, le dio un montón de bofetadas muy fuertes—. Por tu culpa casi me cargo a ese poli tan «majo», ¿sabes? Ni loco pienso volver al trullo, así que habría tenido que quitarme de en medio a ese maldito Herren, ¿lo pillas?
—Déjala en paz —exclamé, y sabía que no debía decir eso, sabía que no debía replicarle, jamás, pero esa vez lo hice—. Conducía yo.
Red tenía un porrón de malos hábitos, pero a pesar de todo parecía un atleta. Se movía a la velocidad del rayo. Me tumbó de un puñetazo en la tripa, y antes de que me desplomara en el suelo todavía le dio tiempo a arrearme un buen golpe en la nuca.
—¡Le has pegado! ¡Cabronazo! —Glenda levantó las manos para defenderse con las uñas, pero Red la agarró de las muñecas y la zarandeó con violencia.
—¡Ven aquí! ¡Ven aquí, bruja! Tú, también, gordinflas.
Soltó un espeso escupitajo en la alfombra.
Me levantó agarrándome del cuello y nos arrastró a los dos a la cocina, donde nos dijo a voces:
—¡No volváis a traerme a la puta pasma a casa nunca más! ¿Sois imbéciles o qué os pasa?
La cocina estaba hasta arriba de cosas robadas, principalmente refrescos, botellas de refrescos en cajas de madera, había montones de cajas apiladas desde el suelo hasta el techo. Apenas se podía llegar a la puerta trasera. La luz del techo estaba tapada por un eclipse de botín robado. Habría unas doscientas cajas de refrescos, calculé, y varias cajas más con otros objetos cuyo valor no sé cuál sería.
Basil estaba tirado en el suelo, al lado del fregadero. No le gustaba estar presente cuando Red se ponía así. No le gustaba estar a tiro cuando Red tenía una bronca familiar.
—Todo esto estará fuera de tu cocina mañana por la noche, Glenda —dijo—. Vendrá un tío a llevárselo todo.
—No le cuentes nada, no vaya a ser que se chive al poli majo.
A Glenda se le estaba hinchando el ojo a la altura de la ceja. Pese a que apenas había luz vi que le estaba saliendo un bollo lleno de sangre que se le inflaba por momentos, tirándole de la piel: el ojo le estaba quedando que daba pena verlo. La nariz se le había puesto bien fea también, muy roja, y tenía el labio superior hinchado, aunque no sangraba. Hacía esfuerzos por no llorar, pero no lo consiguió del todo.
Esa noche me pasó algo extraño, aparté la vista de su ojo morado y de sus esfuerzos por no llorar y me lancé sobre Red. Me lancé sobre él como un loco y traté de pegarle, pero me tumbó de un empujón y se echó a reír.
—Te daría un mamporro, chaval, pero la mierda salpica.
Ella intentó golpearle a su vez, pero él le agarró los pezones y se los estrujó superfuerte, se los retorció hasta que Glenda se dobló en dos gimiendo de dolor y cayó al suelo, sorbiéndose los mocos.
Volví a abalanzarme sobre él. Me empujó contra la nevera sin ningún esfuerzo, como si hubiera lanzado una almohada. Levanté los puños, unos puños temblorosos. Los montones de refrescos robados parecían ponerse de su lado, acercándose a él, ayudándolo.
—¡Sí, pequeño! Estás pensando en pegarme, ¿eh, gordinflas? ¿Crees que ya estás preparado, eh? —Cada vez que decía «eh» me golpeaba la cabeza hacia atrás, estrellándola contra la puerta del congelador—. ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh? ¡Oh, sí, pequeño, quieres pegarme! ¡Pegar a papi! ¿Eh? Pues venga, chaval. ¡Pega a papi! Venga, te lo digo en serio. ¿Eh? ¿No quieres? ¿Eh? Tienes los puños preparados, chaval, así que dale. Venga, venga. ¿Eh? ¿Eh?
—Tranquilo, tranquilo —terció Basil—. No revientes al chaval, que nos hace falta. No le revientes, que pronto lo vamos a necesitar.
—¡Tú no te metas, coño!
Basil levantó las manos, como si se rindiera.
—Bueno, no hace falta que me pegues, Red, ya estoy bastante hecho polvo. ¿Recuerdas? He llegado hecho un guiñapo. No hace falta que me des.
—Venga, tío —dijo Red—. Venga, tío, nos abrimos.
—Buena idea.
—Nos largamos de aquí y nos pillamos una buena.
—Cuenta conmigo, tío.
Red se volvió hacia Glenda. Respiraba con violencia, tanto que le temblaban las aletas de la nariz, y apartó los labios como para soltarle algo muy feo que llevara deseando escupirle a la cara desde hacía una eternidad. Ella no levantó la cabeza para mirarle.
—Escúchame bien: ahora me largo y me pienso poner hasta arriba, y a ti que te den por culo. ¿Y el gordinflón de tu hijo? Para ese montón de mierda nunca llegará el día en que pueda meterse conmigo, jamás, ¿te enteras? No ha llegado el día en que pueda pegarme para defenderte. No ha llegado ni llegará nunca. Así es que… que os den por culo a los dos.
Glenda y yo nos desplomamos en el suelo, respirando con dificultad. La poca luz que había nos ayudó a no mirarnos el uno al otro todavía. Oímos cerrarse con fuerza la puerta mosquitera. Esa noche odiaba a Red con toda mi alma. Oímos cerrarse las puertas del coche. A Glenda se le habían caído dos botones del vestido. Oímos el rugido del motor y el traqueteo del coche que se alejaba por el camino de grava.
—Voy a por hielo —dije—. Si es que hay.
—No, no, pequeño, no te muevas. Yo iré a por el hielo. Tú quédate ahí tranquilo. Esta vez el hielo lo trae mamá.