Fuera, bajo ese sol tan caliente, dejando aparte las lápidas, solo las flores de mentira resistían. Las flores de mentira se volvían más claras al cocerse al sol pero seguían erguidas sobre sus desvaídos tallos verdes. Las flores de verdad se asfixiaban con ese calor, se ahogaban, se marchitaban, retorciéndose, y no tardaban en parecer basura amontonada de cualquier manera sobre las tumbas.

Empujé la carretilla por todo el cementerio, mirando las tumbas más visitadas, las que tenían montones de ramos, y me llevé las flores marchitas para quemarlas. Eso fue antes de mediodía. El sol no pegaba aún con toda su fuerza, y soplaba a ratos una suave brisa. Pasé con la carretilla por delante de los muertos olvidados, sobre los cuales no había flores. Los muertos olvidados no eran todos de hace tiempo, mientras que algunos de los más visitados hacía un siglo o más que se habían muerto pero aún había gente nueva que venía a llevarles ramos de flores.

El bidón de las hogueras estaba detrás del cobertizo. Era grande y estaba todo oxidado. Empecé con papel y luego con puñados de hierba agostada, palitos y ramas. El fuego prendió enseguida y pronto estuvo listo. Las llamas subían altas, se retorcían al salir del bidón. Arrojé flores a la hoguera. Tiré las flores de verdad que estaban marchitas y algunas de las de mentira que ya no parecían flores sino basura de plástico. Las flores de verdad sofocaban las llamas, y las de mentira las alimentaban.

Cuando volví a la hoguera, con la carretilla llena hasta arriba de flores, Glenda estaba sentada en una silla, con su termo plateado en la mano. Llevaba un vestido azul pensado para lucirlo una noche en algún sitio bonito y animado. Iba descalza. Parecía haberse cepillado un poco el pelo.

—Vaya, ya empiezan a notársete los músculos, cariño.

—¿En serio?

—Ahí, en la parte alta de los brazos. Tienes unos hombros bonitos y fuertes.

Volqué el cargamento de flores marchitas delante de ella. Ella tocó el montón con los dedos de los pies. Cogió una flor de pétalos amarillos.

—¿Crees que esto era una rosa?

—Ve quemando éstas mientras yo voy a por más.

La siguiente vez puse en la hoguera unas cuantas ramas antes de echar más flores. Las llamas crepitaron y subieron muy por encima del bidón. Nos pusimos los dos a echar flores al fuego.

—Cuando veas al juez —me dijo— puedes echarle la culpa a Red. Puedes echarle la culpa de todo a Red.

Algunas flores tenían lazos con cosas escritas: «Bendito por siempre», «Descansa en brazos del Señor», «Nuestro muy querido». Hice oscilar un lazo sobre el fuego y lo sostuve mientras las llamas avanzaban hacia mis dedos dispuestas a devorarlos.

—Y ¿con eso no conseguiremos que la poli venga a husmear por aquí buscándolo? ¿Haciéndole preguntas a la gente y tal?

—Oh, Dios. —Se desplomó en la silla, que crujió bajo su peso. La oí abrir el termo—. Qué tonta soy. Qué tonta. Tonta con ganas.

Cuando apenas quedó nada del lazo lo solté dentro del bidón. Glenda estaba ahí sentada y hacía ruidos, los que se hacen cuando uno está preocupado o asustado.

—Ya no vamos a tener dinero —dijo.

Creo que fui de tumba en tumba recogiendo otro cargamento de flores. Me tomé mi tiempo recorriendo los senderos del cementerio. Llegaron tres o cuatro personas y dejaron flores frescas sobre las tumbas. No me acerqué a ellas, yo a lo mío. Me tiré ahí tanto tiempo que Glenda cruzó el camposanto descalza para venir a buscarme. Se acercó mucho a mí y me rodeó los hombros con el brazo.

—Pronto volveré a estar bien, cariño. Créeme. Pronto volveré a ser la que era.

—¿Cuándo?

—Un buen día.

—¿Qué día?

—Cariño, cariño, no te sé decir qué día exactamente, un día de éstos.

—Estás borracha.

Un coche de policía pasó por la carretera, la sirena en marcha y la luz roja dando vueltas en el techo, guiando a dos coches normales hacia la montaña, hacia Dios sabe qué.

Empujé el cargamento de flores marchitas hasta el bidón, y ella me siguió. La hierba seca y blanca que pisaba parecía barba de pocos días y crujía. Me siguió en silencio, y cuando llegamos a la hoguera, le dije:

—Hala, ve a sentarte en la silla. Siéntate.

—Qué músculos —dijo—. Allí te brillaban los músculos. Estaban muy bonitos.

El fuego siguió ardiendo hasta mucho después de la hora de comer. El fuego también estaba hambriento, se sentía débil por el hambre y se redujo a unas llamas bajas y cansadas. El humo era ahora demasiado escaso para dejar rastro en el aire, pero ya se me había metido en el pelo y en la ropa, por lo que el olor a fuego me acompañaba a todas partes. Las manos me apestaban a lo bestia.

—Puedes entrar en casa si quieres.

—No, cariño. No, no. Me siento mejor si me quedo aquí a ayudarte.

Estuvimos así un tiempo. Estuvimos así un tiempo hasta que vimos llegar el Thunderbird por nuestro largo camino de grava, cruzando el cementerio. Ella se quedó muy quieta en la silla, quieta como una estatua, sin apartar los ojos del verde intenso de la carrocería y de los neumáticos blancos. Los rayos del sol hacían que el coche brillara aún más. Jimmy Vin avanzaba hacia nosotros despacio, con el cuello rígido y las dos manos sobre el volante, mirando al frente. Aparcó junto al cobertizo, delante de la hoguera.

Se quedó donde estaba, y ella también, y se miraron el uno al otro. El rostro de Glenda no se movió. No se alteró lo más mínimo. Ni siquiera parecía pestañear. Ninguno de los dos sonrió, ni se descompuso ni dijo una palabra.

Avivé el fuego con un palo.

Cuando volví a mirar, él había salido del coche. Ella también se había puesto de pie. Estaba un poco encorvada, pero de pie. Él dio el primer paso y se detuvo. Ella trató de dar un paso hacia él y se detuvo. Seguían mirándose y mirándose y mirándose, luego apartaron los ojos y echaron a correr el uno hacia el otro. Sus cuerpos chocaron con un suave chasquido de carne. Se abrazaron junto a la hoguera sin decir palabra, solo se oían ronroneos y débiles sollozos. Él le recorría todo el cuerpo con las manos.

Ella fue la primera en hablar:

—Ya casi había conseguido olvidarte.

—Eso era lo que más miedo me daba.

Su regreso y una buena noche de sueño la recompusieron. Una vez recompuesta, echó un vistazo y se dio cuenta de que nadie se había ocupado de las tareas de la casa, y todo estaba hecho un asco y apestaba. Había muchas cosas pequeñas sin hacer, y también cosas grandes como la colada y los platos, que nadie había lavado y estaban ahí amontonados.

Glenda se levantó temprano esa mañana, y era como si, mientras dormía, se hubiera convertido en una persona llena de energía.

—Café. Primero un café, corazón, y luego nos ponemos manos a la obra.

Había montones y montones de platos sucios alrededor del fregadero. El desagüe estaba atascado porque se habían acumulado encima guisantes, macarrones y migas de pan, por lo que el fregadero estaba hasta arriba de agua grasienta llena de restos de comida. No se podía abrir el grifo sin provocar una inundación.

—Tienes que rebuscar en todo ese follón para encontrar una taza —le expliqué—. Cuando la encuentres, la lavas en el cuarto de baño.

—Sí. Ya veo que hemos llegado a ese punto.

El sol de la mañana resplandecía en un cielo sin nubes y hacía brillar las gotas de rocío de la hierba, mientras los pájaros revoloteaban y trinaban, ajetreados como están siempre al empezar el día. Nos tomamos el café mirando todo eso, y hasta las lápidas parecían lustrosas, como si les hubieran sacado brillo durante la noche.

—Bueno, cariño, me parece que lo primero que tenemos que hacer es vaciar el cubo de basura.

—Pues sí, está que rebosa.

Llevamos la basura al cobertizo, y yo pisoteé las bolsas para aplastarlas y que cupieran en los cubos. La porquería salió a chorros de las bolsas al pisarlas, y tuve que limpiarme los zapatos.

—Te dije que me recuperaría. ¿O no te lo dije acaso?

—Me lo dijiste, sí.

Arrastró los pies desnudos por la hierba, el rocío le salpicaba la piel hasta dejarla brillante. Llevaba unos pantalones cortos que no eran muy propios de una madre. Le quedaban de cine. Se había puesto una camisa de Red, se había atado los faldones por delante con un nudo por encima del ombligo y se la había remangado hasta los codos. Volvía a oler tan bien como siempre, una gozada. Se movía con brío, toda ágil y flexible, iba y venía pavoneándose, como se suele decir.

—Nuestra casa no es gran cosa —dijo—, pero te diré algo: yo soy consciente de que no es gran cosa.

—Tendríamos que pintarla de un solo color.

—No hay dinero para pintura.

Le di una palmada en el trasero, una palmada bien fuerte. Su boca se abrió como para decir «¡Oh!», pero no dijo nada. Se llevó las manos a la espalda y se frotó la zona dolorida. Me echó una mirada por encima del hombro, con la boca todavía en forma de «¡Oh!» pero sin decirlo, y se frotó el trasero más despacio. El tejido de los pantalones se desplazaba con cada movimiento de su mano, y el borde se le subió un poco sobre las nalgas.

Me pareció oír una risita.

—Vale. Vale, cariño. Supongo que me merezco una azotaina por cómo me he portado últimamente.

Me incliné para darle otro azote en el trasero, y ella se puso rígida, por lo que mi mano aterrizó sobre una bonita nalga bien firme, haciendo un ruidito agradable.

—¡Bueno, ya! Ya basta.

El azote le hizo ponerse de puntillas de dolor, con el cuerpo extendido y los músculos en tensión, y esa postura le subió aún más los pantalones, que ya antes no eran muy de madre. Se le subieron un poco más en el culo y ahí se quedaron.

—Era solo una broma —le dije.

Se llevó las manos a la espalda y se bajó la tela para cubrirse el trasero. Entonces sí que se rió, seguro. Con una risita muy clara. Volvió a la cocina arrastrando los pies por el rocío.

—Yo friego, pero tú secas.

—Vale —dije.

Nos pusimos manos a la obra con los platos sucios. Lava que te lava y frota que te frota, y luego a enjuagar y a secar. Para quitar la porquería acumulada en algunos platos hubo que rasparla con la uña. Ahí, delante del fregadero frotando, pasaba todo el peso del cuerpo de una pierna a otra. De vez en cuando daba unos pasitos de baile, un twist o algo así. El agua le salpicaba la camisa blanca y la volvía transparente.

No sé. No sé qué pasó exactamente, pero se me cayó al suelo el trapo de secar los platos, y las dos manos se me fueron a su culo. Mis dos manos aterrizaron en sus bonitas nalgas que se movían con gracia en esos pantaloncitos tan cortos. Ella se quedó muy quieta. Hizo un ruido, sonó como un gritito de asombro. Sentí su piel tan suave y curva al meter las manos bajo el borde de sus pantalones. Ella no movió un músculo. Estaba como una estatua. Subí un poco más las manos y las llevé hacia delante, metiéndolas dentro de sus bragas, y le rocé el vello del coño. Creo que me hirvió el cerebro cuando noté el vello de su coño.

—No. No. Shug. No.

Los pantalones le resbalaron por las piernas, junto con las bragas, y yo retrocedí un paso para mirar, y, mientras la miraba, una ola de algo nuevo me golpeó, y al golpearme arrastró consigo todos los pensamientos de mi cabeza, dejando solo calor. Me abalancé sobre ella, le sobeteé el vello del coño, metí el dedo en el extraño surco húmedo, y sentí que ella se hundía. Mis manos se liberaron y subieron para acariciarla por debajo de la camisa. Se me llenaron ambas manos, y traté de obligarla a darse la vuelta para llegar ahí con los labios, para chuparle las tetas.

Fue entonces cuando se desplomó en el suelo, lejos de mis manos. Aterrizó con un ruido sordo. Se sentó en el suelo con la cabeza gacha, y el cabello negro le enmarcó el rostro. Se quedó ahí sentada un buen rato. Después se subió el pantalón despacio.

—¿Qué demonios haces?

—Tocarte.

Se puso en pie de un salto y me apartó de un empujón.

—No puedes hacer eso. No puedes manosearme, Shug. No puedes. Dicen que no está bien, y… no puedes, y ya está.

—Lo hace todo el mundo.

Se dirigió a la mesa coja. No se sentó pero se encendió un cigarro. No tenía el pantalón subido del todo, le llegaba muy por debajo del ombligo por lo que todavía me ofrecía un buen panorama.

—No lo hace todo el mundo.

Nos quedamos así un buen rato sin decir nada.

—Solo quería tocarte un poco. Como todo el mundo.

—Tú no eres todo el mundo.

—¿Quieres que te prepare tu té? ¿Eh?

—No, por Dios santo. Date una ducha de agua fría. Date una larga ducha de agua fría y luego sal de casa. Vete a cortar el césped o lo que sea. Y ya está. Date una ducha de agua muy fría y luego vete.

Estaba en el cementerio, subido al tractor, dando un paseo más que cortando el césped, cuando oí un bocinazo. Miré hacia la carretera y vi a Basil pasar deprisa en el Mustang blanco. Me hizo un corte de mangas, en plan colegas. Iba con prisa a algún sitio, y yo seguí a lo mío hasta que oí chirriar los neumáticos, y Basil paró el coche. Finas volutas de humo se elevaron de las marcas que acababa de dejar sobre el asfalto. El Mustang cambió de marcha y retrocedió hacia mí a toda mecha hasta que los neumáticos se pararon otra vez chirriando. Basil salió como una bala, dejando el motor encendido y la puerta abierta. Corrió al muro del cementerio y lo saltó.

Cuando ya se acercaba a mí corriendo apagué el motor del tractor.

—¿De dónde hostias has sacado esa camisa?

—¿Cuál, ésta?

—¿De dónde has sacado esa puta camisa?

—De casa.

—¿De casa?

—Sí, de casa.

—Esa camisa es de Red, gordinflas. Joder. Joder. ¿Desde cuándo te deja Red ponerte su ropa?

—No me deja.

—Ya sé que no te deja. Lo sé muy bien. Igual que sé que bastaría que te atrevieras a tocar su ropa para que te reventara la boca. Te patearía el culo hasta que te saliera la grasa por las orejas.

—No se lo vas a decir, ¿verdad? No se lo digas a Red.

Me observó con atención como si yo fuera un examen que supiera que tenía que aprobar pero aún no supiera qué significaba la pregunta. Yo casi nunca le había visto así de furioso. No paraba de chasquear la lengua mientras me escrutaba.

—Al ver esa camisa por un momento pensé que eras Red.

—Es que me he manchado la mía de gasolina.

—Sí, ya, pues aquí de repente algo no me huele bien. ¿Tienes idea de dónde está Red? ¿Eh? Contéstame.

—¿Cómo coño voy a saber yo dónde está? Si la mayor parte del tiempo no me dice ni mu. Tú lo sabes de sobra.

—Aquí hay algo que no cuadra. —Se quedó ahí encorvado, sin parar de mover las manos y los pies. En todas las posturas negaba con la cabeza—. Me gustaría saber desde cuándo tienes huevos para ponerte su ropa. ¿Desde que sabes que no te pillará? Eso tiene lógica. Sabes que no te va a pillar.

—No me pillará si tú no se lo dices. Porque no te vas a chivar, ¿verdad?

Se dio la vuelta, corrió hacia el muro, lo saltó, se metió en el Mustang y se largó. Sabía que iba a ir a la casa. Fui para allá yo también con el tractor, pero él iba a llegar mucho antes que yo.

Pisé el acelerador para ir lo más rápido posible. Lo pisé a fondo por esa vieja tierra llena de rodadas. Al acercarme a la casa le vi gritar a través de la mosquitera. Le vi alargar el cuello. No podía oír lo que decía por culpa del ruido del tractor. Supuse que ella estaría dentro, contestándole también a gritos.

Cuando estuve lo bastante cerca y paré el motor, solo le oí a él:

—Eso demuestra que algo apesta aquí. Nunca me dirías que me largara si no fuera porque sabes que Red no va a venir para hacer que lamentes haberme dicho eso. No lo harías en tu puta vida.

Me lanzó una mirada asesina mientras se metía en el coche y luego se alejó a todo trapo por el camino lleno de surcos. Glenda y yo nos miramos, nos quedamos mirándonos a través de la mosquitera en lugar de decir lo que teníamos que decir, luego ella me dio la espalda y desapareció dentro de casa, y yo di la vuelta al tractor para marcharme, donde fuera pero lejos de allí, y me largué.