Glenda dejó de llamarme «cariño». También dejó de abrazarme para celebrar los buenos momentos del día. Se acostumbró a llamarme solo Shug. Un par de veces trató de pasar a Morris, que si Morris esto, que si Morris lo otro, pero había algo en mi nombre oficial al pronunciarlo en voz alta que le hizo volver a Shug, Shug a secas.
De vez en cuando me hacía promesas sobre Nueva Orleans: «Allí conocerás a gente que ahora ni te imaginas, Shug».
Y: «Shug, es muy probable que aprendas a navegar en el golfo de México».
Y: «¿Sabes, Shug? Los bollos franceses te harán olvidar cualquier dulce que hayas probado hasta ahora».
Esa noche el calor era menos sofocante, y Glenda y yo estábamos viendo la tele cuando una brisita se coló por la mosquitera. Se suponía que el programa era divertido, pero no le pillábamos la gracia.
—¿Qué tiene eso de gracioso? —dijo ella—. ¿Qué tiene de gracioso un mendigo cuatro ojos con gabardina y una flor en la mano? Y ¿qué me dices de esa chica? Es rubia de bote, no sabe contar chistes y ni siquiera baila bien, y aun así sale en la tele.
Entonces la puerta de la cocina se abrió con un crujido, y Carl entró cojeando en el cuarto de la tele. Iba de blanco, pero la ropa que llevaba era desaliñada y estaba sucia de tierra. Cuando habló, nos llegó una bocanada de olor a cerveza.
—Hola —saludó. Estuvo viendo el programa un minuto, y él sí le encontró la gracia. No se sentó. Por un momento trató de bailar como la chica de la tele. Hablaba despacio, las palabras se estiraban y tomaban esa forma que les da la droga—. ¿Qué, seguimos sin rastro de él?
—Nada de nada —le contesté yo.
—Pues la vieja Ma ya se está preocupando por su hijo, ¿sabéis?
—Aparecerá cuando le dé por ahí.
Glenda no dijo nada, y Carl se quedó ahí de pie viendo el programa y riéndose él solo. Captaba chistes que a nosotros se nos escapaban. En los anuncios me agarró del pelo y tiró para obligarme a mirarle. Estaba colocado del todo, o poco le faltaba.
—He pensado que podíamos ir a por ranas.
—¿De verdad?
—He pensado que podíamos ir a cazar un montón de ranas.
—¿Esta noche?
—Ahora mismo. Átate los cordones de las zapatillas.
—¿Puedes conducir? —se limitó a preguntar Glenda.
—Sí.
—Vale. Pues nada, marchaos.
Carl conducía la camioneta de la abuela. Uno de los faros estaba roto, y en la trasera había periódicos tirados y latas de cerveza vacías que rodaban por el suelo ruidosamente. No vi ningún arpón para ranas pero sí una escopeta en el asiento trasero. Metí el dedo en el cañón y calculé que debía de disparar balas pequeñas.
—¿Dónde vamos a cazar ranas?
—Aquí.
Cuando llegamos al muro de piedra que rodeaba el cementerio, dio un frenazo, y el polvo de la carretera salió despedido, bailando en espiral a la luz del único faro. El motor estaba casi en punto muerto.
—Siéntate en medio —me dijo.
Basil surgió entonces de entre las sombras, abrió la puerta de la camioneta y me empujó para que le hiciera sitio.
—Dale —dijo—. Córrete, gordinflas.
—Esta noche te has puesto tu propia ropa —soltó Basil cuando ya llevábamos un rato conduciendo. Me bastó oír su voz para saber que tenía los ojos inyectados en sangre y que se había metido lo que yo le había robado al viejo médico. Sacó una pistola despacio y la colocó bien a la vista entre sus piernas, sobre el asiento. Nunca me había fijado en que tuviera una pistola—. He pensado que podíamos tener una pequeña charla en el bosque, chaval. Para hablar de cosas que a lo mejor sabes y no nos estás contando.
—Yo he venido a cazar ranas.
—Y puede que caces alguna. Quizá. Pero antes vas a tener que contestarnos a unas cuantas preguntas.
Arrojaron los cuerpos de las ranas a la trasera de la camioneta. Nadie había traído arpones, así que hubo que hacerlo a tiros. La camioneta estaba aparcada con el faro apuntando a la charca para que a las ranas les brillaran los ojos. Los balines de la escopeta abrían agujeritos perfectos sin salpicar. No era difícil ver a las ranas ni alcanzarlas con la escopeta. La pistola fallaba mucho más y disparaba balas gordas y chatas que les reventaban el cuerpo y solo dejaban jirones colgando. Pero las ancas eran lo único valioso, así que daba igual cómo fuera la bala que les diera.
Carl y Basil apenas me hablaron durante un buen rato. Basil se trajo una botella pequeña con un licor claro dentro, y los dos estaban hasta arriba de pastillas. Aun así, Carl tenía muy buena puntería. Basil disparaba la pistola como un vaquero borracho. Cuando veía unos ojos brillar en la charca avanzaba hacia ellos disparando, haciendo bailar el agua, hasta que alguna bala alcanzaba de chiripa a una rana y la reventaba.
—Éstas son las tierras del viejo Tribble —dijo Carl—. ¿Sabes quién es Tribble?
—¿El tuerto? —preguntó Basil.
—El de la casa al otro lado del risco.
—Y ¿ése conserva los dos ojos?
—Éste no es el Tribble que dices tú, es otro.
—Entonces no lo conozco.
La charca formaba un cuenco poco profundo. El agua era del color de la sopa de guisantes, pero más clara. En la orilla crecían tallos verdes con hojas afiladas. Mi única tarea consistía en meterme en el agua entre los tallos verdes y en ir sacando las ranas muertas, hasta que tuvimos un buen montón. Me ayudaba con un palo muy largo para arrastrarlas hasta la orilla, donde las cogía y las arrojaba a la trasera de la camioneta.
—¿Cuándo me va a tocar a mí disparar?
Los dos me miraron. Tenían ambos un arma en la mano y me miraron con una expresión en la cara que no supe cómo interpretar. Ninguno de los dos se sostenía muy firme sobre las piernas, sino que se tambaleaban como si el mundo se encrespara y se balanceara a sus pies.
—Quiero que sepas una cosa —me dijo Carl—. Cuando estaba allí maté a dos, o seis o incluso ocho hijos de puta que no me habían hecho nada. Lo único que habían hecho era nacer donde me ordenaron que disparase. ¿Me sigues? Solo eso. Nada más. Y, aun así, ¡me los cepillé como a perros! Les reventé las tripas. Así que, si resulta que es alguien de por aquí quien se ha cargado a mi hermano, Shug, quiero que sepas que tengo reservado algo especial para el hijo de puta que lo haya hecho.
—Pero ¿no te convertiría eso en un asesino?
—Y ¿qué más da?
—No me gustaría nada que te convirtieras en un asesino.
—Eso no es asunto tuyo.
Basil se acercó a mí con la pistola en la mano izquierda para poder agarrarme por el cuello con la derecha y estrangularme. Tenía esa mirada vidriosa. No me apretaba tan fuerte como Red.
—Dime una cosa, gordinflas. ¿Quién es el maromo ese del T-Bird?
Aflojó la presión en el cuello.
—¿El qué del qué?
—¿Tiene tu madre un nuevo novio que conduce un Thunderbird?
—¡Un Thunderbird! ¡Ya me gustaría a mí!
Me zarandeó agarrándome del cuello, pero no era nada comparado con otros zarandeos.
—No me mientas, chaval. Ni se te ocurra mentirme.
Levanté las manos y le di a Basil un fuerte empujón. Luego retrocedí un paso, blandiendo los puños.
—¿Se te olvida quién es mi padre o qué?
—Me has empujado. ¿Has visto? El puto gamberro del gordito me ha empujado.
Creo que me acerqué un poco a Carl.
—No intentes impresionarme, Basil. No te creas que me das miedo solo porque has estado un tiempo en chirona.
Entonces Carl se rió, y sé que eso fue bueno para mí. Su risa ayudó a relajar el ambiente. La risa cambió el tono de la conversación. Basil también se rió a medias.
—¿Has visto qué pico gasta el gamberro?
—Le he oído. Le he oído. Me recuerda a alguien que conocemos, ¿no te parece?
Después de eso me dejaron disparar la pistola dos veces. No vi brillar los ojos de ninguna rana, así que solo pude apuntar al centro de la charca.
—¿No puedo disparar un poco más?
—Ya no quedan balas —dijo Basil—. La próxima vez traeremos más, chavalote.
Estábamos los tres sentados en la camioneta, con el motor encendido, cuando las ranas empezaron a saltar. Tres o cuatro estaban heridas pero no muertas. Croaban como con esfuerzo. Saltaron hasta el cristal de la ventanilla y luego cayeron al suelo, con un ruidito mojado. Daban una birria de saltos bajos, como si cojearan. Las ranas aterrizaban raro, a sacudidas, como si no tuvieran equilibrio. Nos quedamos mirando sin decir nada, mientras las ranas que creíamos muertas trataban de escapar saltando.
—Hostia —dijo Carl—. Cógelas. Tráemelas aquí a la luz.
Era fácil atrapar ranas heridas incapaces de mantener el equilibrio. Las agarré de las ancas y las llevé a la luz del faro. Carl tenía un cuchillo de caza en la mano. Basil se limitó a beber de su botella, mirando. Carl dobló las ancas sobre la hoja del cuchillo y, de un golpe seco en las articulaciones, les seccionó los huesos. Luego arrojó los cuerpos a la charca. Éstos seguían haciendo ruidos de rana. La tarea no le llevó más de un minuto. Los cuerpos croaron en el aire y cayeron al agua de la charca con un chof.
—Sin ancas se ahogarán —dijo.