19

Una vez que mis sentidos se acostumbraron a ella, la canción de los sioux acampados en torno a Camp Robinson me pareció agradable y apropiada. La música llenaba lo que de otro modo habría sido una estéril oficina. Las voces eran en su mayoría de mujer. Debido a la lejanía y a su tono agudo, al cabo de un rato me vi inclinando la cabeza y esforzándome en entender lo que decían.

Cuando dejé de mirar el cuerpo postrado de Caballo Loco, reparé en la rígida silueta de Toca las Nubes. Él me estaba mirando. Un escalofrío familiar me recorrió y me puse rígido. No era miedo exactamente lo que sentía, tampoco mera fascinación, pero no resultaba desagradable del todo. Era el mismo escalofrío que había notado en el tren que me llevó de Omaha, en Nebraska, a Cheyenne, en el territorio Wyoming, en la primavera de 1876, meses antes de la matanza de Custer en Little Big Horn.

Sólo las colinas de Irlanda, tal como mis padres las describían, podían haber sido más verdes que la pradera que veía desfilar ante las ventanillas del tren. Cientos de kilómetros de hierba, a los lados de la vía, hasta el lejano horizonte desprovisto de nubes. Me había pasado el año anterior sentado en una oficina, trazando mapas de las llanuras a partir de mis notas de campo. La vida de topógrafo me había gustado mucho: después de la aventura de los lagos, había firmado un contrato para colaborar en el reconocimiento topográfico de las llanuras del norte. Pero esa tarea tenía un inconveniente: había que trazar los mapas, y eso implicaba trabajo de oficina en Washington. Cuando llegó el telegrama del general Crook fue como si me suspendieran la pena. «¿Es posible contar con los servicios de McGillycuddy para la campaña? En caso afirmativo, mándenmelo enseguida.»

La gran expedición contra los sioux, la llamada Campaña de Yellowstone, había empezado al fin. Crook estaba al mando de la pinza sur que debía avanzar hacia el norte para encontrarse con los generales Gibbon, Terry y Custer. Se trataba de converger al unísono sobre los sioux que estaban pasando el verano cerca de la confluencia de los ríos Yellowstone y Big Horn. Yo sólo había visto a Crook una vez, brevemente, el año anterior con ocasión del estudio topográfico que estábamos realizando entonces. No tenía ningún motivo para creer que hubiera impresionado al general; de hecho, él podía elegir entre centenares de médicos militares. A decir verdad, me dejó pasmado que Crook pidiera mis servicios. Cierto que yo había colaborado a levantar planos de la mayor parte de la actual zona de guerra, pero Crook solicitaba mi ayuda en calidad de médico cirujano.

El tren en que viajé a Cheyenne estaba ocupado casi totalmente por militares que iban camino del frente; aquella guerra llevaba años cociéndose. Pero a la sazón, dado que los mineros empezaban a llegar a las Black Hills en flagrante violación del tratado de 1868, y millares de indios de la reserva se habían sumado a sus recalcitrantes primos del norte, las hostilidades estaban a la vuelta de la esquina y podían extenderse por las Grandes Praderas. La región que más amaba en el mundo tal vez cambiara para siempre. Y yo sentía la necesidad de presenciar ese cambio.

Cheyenne, la soñolienta población de colonos en el territorio de Wyoming, se había convertido en un bullicioso depósito de material bélico; éste era cargado en carros y transportado al fuerte Laramie, desde donde a su vez sería transportado hasta el campamento de Crook. El general, con mil soldados y cientos de indios amigos, acampaba un poco más al norte, cerca del lugar en donde diez años antes había sido aniquilado el capitán William Fetterman durante lo que según decían había sido una auténtica matanza; los periódicos mencionaban un nombre que yo no había oído antes: Caballo Loco. En aquel entonces Caballo Loco era sólo un subalterno de Nube Roja, pero se rumoreaba que había sido él quien urdió la estrategia que hizo salir a Fetterman del fuerte Phil Kearny para caer en la emboscada que acabó con él y ochenta soldados. Había sido esta acción, más que ninguna otra, la que había dado la victoria final a Nube Roja.

En Cheyenne los preparativos para la guerra me tuvieron entretenido, pero en cuanto me subí a un carro de mercancías rumbo al fuerte Laramie y hube aspirado el aroma a artemisa de la pradera, me sobrevino una extraña y abrumadora sensación de bienestar.

En el fuerte Laramie corrían constantes rumores; yo hacía caso omiso de ellos. Los indios hostiles estaban acampados a cientos de kilómetros más al norte pero, entre la población civil, el miedo se extendía como la pólvora. Por el contrario, los soldados tenían gana de pelea, querían una oportunidad para ajustar las cuentas a aquellos indios que se negaban a seguir a Nube Roja a la reserva que se les asignaba. En contra del consejo de algunos soldados rasos que conocí allí, me uní a un correo que estaba a punto de partir hacia el fuerte Fetterman.

Siempre me han gustado los buenos caballos. Verlos moverse me sosiega. Montarlos es una sensación demasiado sublime para ser expresada con palabras. El mayoral del coche correo disponía de una pequeña reata de diez caballos y me dijo que eligiera el que más me gustara. Escogí un bayo grande, castrado, que tenía una estrella fina entre los ojos. Se llamaba Buford. Andaba con la cabeza alta y tenía un modo de levantar con garbo sus blancas patas delanteras como si estuviera en una parada militar. Por más kilómetros que recorriéramos en un día, Buford no bajaba nunca la cabeza; siempre tenía las orejas erguidas y estaba alerta. Al día siguiente se dejaba lazar sin dificultad. Me transportó a lo largo de los trescientos kilómetros hasta el fuerte Fetterman sin dar un paso en falso. Pero cuando llegamos, el ejército se había trasladado más al norte. Nadie sabía su paradero exacto.

Las órdenes de Crook eran que me presentara «cuanto antes» en su campamento, de modo que sondeé al mayoral del coche del correo para ver si me vendía a Buford. Era difícil encontrar buenos caballos en la frontera, y el hombre rechazó rotundamente mi oferta. Pero a la mañana siguiente, mientras me despedía de Buford apoyando mi cabeza en la del caballo y susurrándole mi agradecimiento, el mayoral recapacitó.

- Caramba -dijo-, si un tipo es capaz de querer tanto a un caballo como para besarlo, supongo que yo no debería poner pegas.

Le metí los treinta dólares en el bolsillo de la camisa y me llevé a Buford. Encontramos una caravana que iba en busca de Crook. Se dirigía hacia un valle que yo recordaba de mi época de topógrafo como uno de los más bonitos que había visto nunca: el valle de Rosebud Creek.

Buford me transportó durante otros trescientos kilómetros, y ahora recuerdo ese trayecto como una vuelta al paraíso. Una quietud absoluta nos rodeaba, las distancias eran infinitas, y entretanto yo me decía que el placer que me proporcionaban el caballo, las interminables vistas y el viento fresco era desproporcionado. Pero en realidad no lo creía así. Todo parecía tan real, tan vivo… Estábamos en primavera y los días eran cálidos. La tierra era una explosión de hierba y de flores. Por las noches refrescaba, lo justo para dormir bien, y a mí me encantaba desenrollar mi petate en el suelo y tumbarme boca arriba para contemplar el cielo y escuchar las historias de los carreteros alrededor de la hoguera. Había dejado a mi esposa en Washington, me sentía culpable de pasarlo bien cuando una guerra estaba a punto de estallar. Parecía totalmente imposible que se avecinaran duras pruebas, no obstante yo sabía que era así. Cuanto más nos acercábamos al campamento de Crook, más se hablaba de indios. Y cuando los hombres mencionaban el nombre de Caballo Loco, lo hacían en voz baja.

Los meses que había pasado en Washington trabajando sentado ante un escritorio habían embotado mis sentidos, pero en pocos días aprendí de nuevo a sentir, a oler y a oír las sutilezas de las praderas. Me sentía en casa.

Fanny, que era muy inteligente, sabía que yo estaba cansado de la ajetreada vida urbana y me había animado a ir con Crook. Ella volvería a Michigan y me esperaría allí. Al subir yo al tren en Washington, Fanny me besó en la boca delante de todo el mundo. Me clavó las uñas en el cogote y desbordó su cálido aliento en mi oreja. Cuando la miré vi que estaba llorando.

- Iré andando hasta Otter Point cada domingo -susurró.

La idea de que Fanny volviera al lugar de nuestras primeras intimidades, a orillas del lago Hurón, todavía me emociona. Cuál no había sido mi sorpresa al ver que el calesín de dos caballos del pobre y embaucado James Martin bajaba hasta el campamento topográfico en la desembocadura del río Detroit. Comprobé con agrado que James y tres amigos se apeaban con cestas de merienda, pero mi corazón se aceleró de golpe cuando vi a Fanny entre ellos.

Pasamos todo el día juntos, paseando por la playa, contándonos mutuamente nuestras vidas. James aguardaba nervioso junto a la fogata, pero Fanny no le hacía el menor caso. Al anochecer, después de que James insistiera en volver a Detroit, Fanny me llevó a Otter Point, a unos cuatrocientos metros de nuestro campamento. Cuando llegamos a la roca lisa que da nombre al lugar, Fanny se me acercó tanto que su perfume me trastornó. El sol se estaba poniendo, sus últimos rayos eran tibios y suaves. Se me quedó mirando y yo me incliné hacia sus labios.

Intenté armarme de valor para pedirle un beso pero no bien se me había ocurrido esa idea cuando mis manos ya estaban en sus mejillas. La atraje hacia mí y la besé con demasiada fuerza, y durante demasiado tiempo. Cuando me aparté, Fanny sonreía.

Yo estaba asustado de mi propia pasion.

- Oh, Dios -dije-. Lo siento. -Pero ella me puso un dedo sobre los labios y a punto estuve de besárselo también.

- No -protestó-. Quería que me besaras.

- Pero no ha estado bien. Perdona.

Fanny rió.

- Estás de broma.

Ah, qué ganas tenía de explicarle el ardor que sentía. Pero de repente apareció James Martin.

- Pues yo no estoy de guasa -dijo-. Hemos de regresar inmediatamente. Se está haciendo de noche.

- Sí-dije-. Sí, tenéis que iros.

James la tomó del brazo y Fanny dejó que se la llevara hacia el calesín. Pero sus ojos no dejaban de mirarme. Estuvo sonriendo con la cabeza vuelta hasta que se perdieron de vista. Aunque mi fascinación por las Grandes Praderas me impulsó a aceptar nuevos reconocimientos topográficos, Fanny y yo tardamos menos de un año y medio en casarnos.