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Nunca he necesitado dormir mucho. Ya de pequeño me bastaban unas pocas horas para descansar, y ahora, después de casi noventa años de vida, es raro el día en que duermo más de varios minutos seguidos. Ser capaz de echar un sueñecito de vez en cuando es una bendición. Tener la necesidad de dormir es un don de Dios. No me creerán, pero a veces se echa de menos estar completamente exhausto.
Durante muchos años el suave balanceo de la silla de montar sobre la que recorría onduladas colinas podía renovar mis energías de tal manera que, incluso tras una marcha de treinta kilómetros, era capaz de apearme del caballo sin la menor sensación de cansancio. Ahora nadie va a caballo. Se ha convertido en una rareza. Todo son trenes, automóviles, incluso aviones, y yo ya no me siento en otra cosa que en esta inerte mecedora de nogal. Y así paso las noches.
Más allá del cristal ondulado de la ventana de esta habitación, las luces de los barcos mercantes iluminan un agua negra en sus idas y venidas entre los puertos de San Francisco, Oakland, Berkeley y las poblaciones que están más al sur. Pero cada vez hay más buques de guerra, convoyes de tropas, navíos de destrucción. Otra gran contienda está a punto de iniciarse y me alegra pensar que probablemente no sobreviviré a ella. Ya he visto suficientes guerras. He visto lo que una nación puede hacer a otra, lo que se puede llegar a hacer en nombre del amor a la patria.
Unas noches hay hasta cincuenta barcos, otras apenas unos pocos. Los que se hacen a la mar no parecen seguir ninguna pauta en su peregrinaje y, en cierto modo, esto me tranquiliza. Ésos son los barcos que más me interesan. Los observo echado hacia delante, sin mecerme, conteniendo la respiración hasta que sus luces se pierden en la oscuridad.
No empecé esta vida siendo una persona imaginativa, pero ahora me resulta fácil recordar sensaciones pasadas. Vuelvo a mecerme y pienso en los hombres que viajan a bordo de esos barcos. Siento sus mismos temores y medito sobre las esposas y novias que quedan en tierra. Veo a los jóvenes en las cubiertas mecidas por el oleaje, huelo la podredumbre de las algas marinas, saboreo la sal que salpica sus rostros y noto la caricia del viento en el pelo de quienes llevan la cabeza descubierta. Rememoro la sensación de que la tierra se escurre bajo tus pies. Aunque no he pasado mucho tiempo en alta mar sí he vívido en la pradera, otra clase de océano. Siento la fuerza del viento que levanta olas de hierba exuberante, y sé que esta hierba es el lecho de todo cuanto pugna por sobrevivir en esas crueles y hermosas llanuras.
El hotel donde resido y trabajo como médico interno suele estar tranquilo a medianoche y a veces oigo, o creo que oigo, ronronear los motores diesel en los cascos de los navíos, la tensión del movimiento contra la quilla de hierro, el crepitar de las radios de barco a costa. Pero cuando entorno los ojos, mezclados cada vez más con esos sonidos modernos hay otros sonidos que me resultan más naturales, la agradable monotonía de un profundo redoble de tambor, el lamento fúnebre de lejanas mujeres frenéticas, el crujir de la artemisa bajo las botas gastadas. Oigo el crujido de las sillas de montar y los arneses, las puntas de sable chocando contra las espuelas, el relinchar espontáneo de caballos sanos. Cuando oigo estos sonidos tengo la impresión de trasladarme en el tiempo del mismo modo que los marinos avanzan mar adentro, y me preparo para los recuerdos que constituyen ahora toda mi vida.
Hubo cierta batalla que los sioux denominaron «Donde la muchacha salvó a su hermano», y he pensado a menudo en ella en los más de sesenta años transcurridos desde aquel día de junio de 1876. La historia me la explicó uno de los heridos del batallón del capitán Henry. Su misión era castigar a los indios que habían atacado a nuestros piquetes mientras pernoctábamos en Rosebud Creek. Henry había perseguido a los sioux mientras la columna principal trataba de organizarse. A cada carga de la infantería los sioux retrocedían. Eso puso en evidencia que Henry estaba persiguiendo a Caballo Loco y que éste le estaba conduciendo a la misma trampa que diez años atrás había empleado para acabar con el capitán William Fetterman y sus ochenta soldados. Sólo la intuición de Henry evitó que se repitiera la matanza.
Trajeron a mi hospital de campaña a un soldado con una herida en la cabeza. Este tipo de heridas siempre sangra mucho, de manera que el soldado tenía la cara cubierta de sangre medio seca, aunque la herida no era grave. El soldado yacía entre otra veintena de hombres, la mayoría más graves que él. Seguían llegando heridos, y allá en las colinas, del otro lado del arroyo, sonaban chillidos y pistoletazos como en un grotesco juego infantil. Era el primer combate al que yo asistía y al principio estaba paralizado de terror. Pero el trabajo iba en aumento, y pronto me olvidé del combate para concentrarme en mi tarea. Un torniquete aquí, un poco de morfina allá, suturas y vendajes. Morfina, más morfina, hasta que la provisión de drogas se agotó y los siniestros escopetazos seguían produciendo más heridos para mi improvisada clínica.
- ¡Esos cerdos acabarán con nosotros! -gritó un hombre, muy ofuscado-. Los hay a miles. Acabarán con nosotros.
Un coro de gemidos siguió a las palabras del soldado que deliraba, pero el hombre de la herida en la cabeza se puso a contar atropelladamente que una mujer había arrostrado una ráfaga de carabina para izar a su caballo a un guerrero indio que estaba acorralado.
- Teníamos a ese hijoputa y la maldita india lo salvó -farfulló el soldado con resentimiento-. Ya era nuestro. Maldita mujer… -Hablaba como si todo el hospital le estuviera escuchando.
El general Crook mandaba nuestras fuerzas y todos pensábamos que tenía controlada la situación, pero no había enviado exploradores por delante y la consecuencia fue que los sioux nos sorprendieron. Me vi obligado a realizar proezas de las que nunca me habría sentido capaz. Un recluta con el brazo cortado por encima del codo miraba al frente con ojos desorbitados mientras yo suturaba las arterias de su sanguinolento muñón.
- Dios del cielo -susurró el herido-. Ese salvaje se me ha llevado el brazo.
- Sí -admití, trabajando a toda velocidad para cortar la hemorragia-. Sí, pero al menos la herida es limpia.
- No -dijo el hombre-. Quiero decir que se me llevó el brazo. Lo cortó con un hacha, lo agitó sobre su cabeza y se alejó a caballo gritando como un demonio.
Más adelante, mientras daba tumbos en una desvencijada narria tirada por un caballo exhausto, el soldado murió. Yo, encargado de trasladar a cincuenta y seis heridos por los casi ochenta kilómetros que nos separaban de un lugar seguro, estaba agotado más allá de lo humanamente posible. Achaqué a la fatiga el alivio que me produjo el fallecimiento del soldado mutilado. Sin embargo ahora, a mi avanzada edad, no estoy seguro de que el cansancio influyese para nada en esa reacción de alivio. Me parece razonable que la muerte sea preferible a vivir con la visión de tu brazo cortado sostenido en alto por otro ser humano que se aleja triunfante. Eso para mí es crueldad pura y absoluta.
Pero no todo ha sido crueldad, nada de eso. Lo mejor de mi vida sucedió hace mucho tiempo, cuando Fanny aún vivía. Ella fue mi dulce esposa, la única mujer a la que amé de verdad, y siempre está en mi pensamiento. Pero soy viejo y he amado muchas otras cosas. De eso es de lo que quiero hablar: de cómo el amor, sea cual sea su especie, puede transformar una vida.
El acontecimiento crucial en la existencia de una persona debería llegar cuando uno es viejo y puede tomar una decisión con conocimiento y sabiduría. No fue así en mí caso. El punto de inflexión de mi vida se presentó de pronto el 6 de septiembre de 1877. Los amores que me han consolado desde entonces empezaban tan sólo a manifestarse, por eso no acerté a comprender que las Grandes Praderas de Norteamérica ya no volverían a ser las mismas.