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Nací en la región de los Grandes Lagos, pero se diría que siempre me vi arrastrado hacia el Oeste. Con veintitantos años, mis ansias de moverme y de hacer cosas eran insaciables. Era joven y ágil, confiado hasta la arrogancia. Yo entonces ya tenía el titulo de médico, pero trabajaba como topógrafo para el Gobierno de Estados Unidos. Era como el potro impulsado por una avidez que no sabe identificar.
Un día, corría el verano de 1873, encontré un sentido a mi avidez en los llanos que se extienden al noroeste del fuerte Lincoln en lo que era entonces el territorio Dakota. Habíamos hecho marchas de cuarenta kilómetros diarios bajo un cielo desacostumbradamente borrascoso y habíamos llegado de anochecida al bullicioso poblado de Bismarck. Nuestra misión era levantar un plano de la frontera entre Estados Unidos y la Norteamérica Británica, habíamos terminado la parte que forma el límite septentrional del estado de Minnesota e íbamos hacia nuestra nueva base en fuerte Lincoln. Al día siguiente debíamos cruzar el río Missouri, y yo era consciente de que en cuanto mis pies pisaran la orilla occidental, estaría entrando en un país nuevo. Más allá del río estaba la meseta de Norteamérica. Pensando en cómo serían aquellas praderas me sentía como el colegial que contempla los satinados cabellos de la chica sentada delante de él.
La noche de nuestra llegada a la orilla oriental del Missouri, fuimos a calentarnos y a tomar un trago a una tosca cantina. En nuestro grupo nadie sabía mucho sobre las Grandes Praderas y yo acabé prestando oídos a las historias de un irascible trampero que se había unido a nuestro grupo. Acababa de llegar del Oeste y tenía mucho que contar sobre lo que, por lo visto, nos esperaba allá. Prometió que veríamos búfalos, antílopes, alces, osos grises; que habría montañas y ríos de aguas frías repletos de truchas. Habló del viento y de la hierba, del cielo que ocupaba medio mundo. Y habló en voz queda de los sioux lakotas, indios con los que era preferible no bromear.
Yo entonces aún bebía, y de madrugada el trampero y yo seguíamos sentados a una mesa hecha de tablas de álamo frente a un fuego del que apenas quedaban ascuas. Las botas del cantinero sobresalían al extremo de un banco. Una segunda mesa ocultaba su cuerpo a nuestra vista, pero su rítmica respiración nos garantizaba que aún seguía con vida, al menos físicamente. Yo tenía veinticuatro años, era médico y científico, pero joven y falto de experiencia. No había sido puesto a prueba. No había visto a nadie morir por congelación o de una herida de flecha. No había presenciado una batalla. No había visto búfalos ni indios salvajes. Pero el viejo trampero, que se llamaba Gifford, lo había visto todo y yo absorbía su saber como la mariposa liba el néctar.
Tenía el pelo largo y sus trenzas le colgaban hasta media espalda. Era tuerto y su ojo malo miraba inexpresivamente hacia las sombras oblicuas de la cantina. Como a todos nosotros, le daban pánico los indios. Los lakotas eran los peores, según él, y si nuestro grupo veía algún indio en la llanura al Oeste del Missouri, seguro que sería un lakota. Las tribus que se arriesgaban a traspasar los límites de la zona de caza de los lakotas lo pagaban con la vida.
- Es mejor no dejarse ver -dijo Gifford-. Agachar el culo y procurar que no te vean. -Me miró de arriba abajo y meneó la cabeza antes de añadir-: Si capturan a un joven enclenque como tú, harán cecina contigo. Les encanta usar el cuchillo.
En aquel momento Gifford me pareció un viejo -debía de tener cerca de cuarenta y cinco años-, y aunque estaba convencido de que exageraba mucho, estimulado por el whisky al que yo le invitaba, el pelo del cogote se me erizó.
- No son cristianos, ¿sabes? -prosiguió-. No entierran a sus muertos sino que los ponen sobre unas plataformas entre las ramas de un árbol. Huesos y pellejos, como si el mismísimo diablo los hubiera dejado allí.
La anatomía había sido una de mis asignaturas preferidas en la facultad, y en especial la frenología.
- ¿Ha visto usted esos lugares? -pregunté-. ¿Ha visto esqueletos y calaveras?
- Sí. Derribé una de ésas no hará ni una semana. Esparcí los huesos en todas direcciones.
- ¿Y cráneos?
- Uno grande y uno pequeño envueltos en la misma manta.
Debían de ser los de una madre y su hijo. La idea de medir aquellos cráneos, de sopesarlos en mis manos y estudiar el modo en que moría aquella gente me excitó.
- ¿Dónde?
Gifford me dibujó un mapa con un tizón apagado del fuego ya consumido. El lugar estaba a dos días de camino al noroeste de Bismarck, a menos de veinte kilómetros de nuestra ruta. Gifford me acercó el papel como sí contuviera algo abyecto.
- Ese es el sitio -dijo-. Pero eres tonto si piensas ir hasta allí.
Al día siguiente cruzamos el Missouri en un tosco transbordador sujetado por una cuerda y jalado desde la orilla oeste por una soga atada a un tiro de cuatro mulas. Nuestros cuatro caballos y el material cruzaron el río en un solo viaje. Íbamos apretujados en la burda plataforma de troncos y el agua fangosa del río nos ensució las botas. La fuerza de la corriente nos empujaba aguas abajo, y la cuerda de maniobra estaba muy tensa. Al extremo de la soga las mulas tiraban con fuerza avanzando orilla arriba a sacudidas. El transbordador consiguió atravesar el río, hundiendo el morro en el agua como una comadreja hocicaría la sangre de su presa. A mitad de camino sentí que el mundo cambiaba, como si hubiéramos cruzado una línea de falla oculta por el gran río impetuoso. Dos minutos después el transbordador tocaba la orilla de las Grandes Praderas.
Descargar el material y prepararnos para subir por la ribera y dirigirnos al fuerte Lincoln requirió una febril actividad. Pero finalmente puse el pie en el estribo de mi caballo y monté. El caballo empezó a trepar por el ribazo que las mulas habían escalado antes, y de pronto me encontré en las Grandes Praderas del continente americano. El mundo se me apareció más amplio que nunca e inmediatamente me sobrevino una deliciosa tensión. La sensación era tan palpable como el sabor de los cerezos silvestres o el olor a humo de leña. Pareció posarse en mí desde aquel cielo gigantesco, y desde el principio supe que tenía algo que ver con la distancia, con los pastos interminables, con el azote eterno del viento.
Aquel día, al llegar el ocaso, salí a caminar y a fumar un cigarro. Mientras en el horizonte el sol se colaba bajo las nubes, la cara inferior de éstas quedó iluminada de un modo que me resultaba peculiar. No era la primera vez que me fijaba en una puesta de sol, claro está, pero sí la primera en que comprendí que lo que creaba esos tonos rosas y lavandas era el reflejo del sol en la panza de las nubes. Los colores irradiaban hacia lo alto y hacia levante. Me sentí minúsculo, y pasmado de haber descubierto una verdad tan simple. ¿Cómo no me había percatado antes de una cosa así? Pero entonces se me ocurrió que era la primera vez que observaba una puesta de sol sin obstáculos de por medio. Hasta entonces siempre había visto el ocaso desde las colinas y los vallecitos del Medio Oeste. Caí en la cuenta de que me hallaba en un mundo distinto, y de que ahora podía disfrutar de todo el cielo para mí solo.