8

Camino del hospital pasé por delante del barracón del ala oeste. Quince o veinte sioux de la reserva estaban acuclillados en corro jugando a un juego de azar que consistía en lanzar huesos al polvo dentro de un círculo. Nunca entendí qué veían en esos huesos para que rieran y se enfadaran unos con otros, pero, como a toda la gente de la frontera, a los sioux les encantaba jugar. Me demoré unos instantes junto al círculo y reí con los guerreros cuando los huesos revelaron que un joven de dieciocho años había perdido su cuchillo a manos de un guerrero mayor. Había miembros de la banda de Nube Roja y exploradores del ejército al mando de Philo. Se les permitía llevar armas y cobraban el salario de un soldado raso, lo que les convertía en ricos a ojos del resto de la tribu. La mayoría de ellos partiría en breve para combatir a los nez percé con el general Crook, lo cual les daba aún más prestigio que sus salarios.

El centinela que había estado paseándose frente al barracón dio un rodeo para observar con ansia a los jugadores. Saludé al soldado y el hombre me devolvió el saludo.

- Buenos días, doctor.

Era extranjero, pero no así su acento.

- ¿Del condado de Tyrone? -pregunté.

- Si, señor. Pasando por Nueva York y últimamente por una docena de puestos en el Oeste dejados de la mano de Dios. Pero irlandés, señor. Algo parecido a lo de usted. -Fue su manera de transmitirme que sabía que yo no era católico y que me había criado en un entorno aún más rígido del que él había conocido. No era un soldado joven, tendría cerca de cincuenta años, y su rostro atezado sugería una vida a la intemperie.

- ¿Y se supone que está usted guardando este puesto? -le pregunté.

- Sí. Me queda otra hora, y luego he de ir al puesto tres. Después al puesto uno. -Señaló con la bayoneta hacia la oficina del ayudante y el cuerpo de guardia-. Seguimos un sistema de rotación, señor. -Se me quedó mirando con sus ojos grises e inexpresivos, y yo pensé que la mitad del contingente que componía el ejército de la frontera estaba formado por hombres como aquél, irlandeses marginados que no conocían otra manera de sobrevivir.

- Será mejor que siga con su trabajo -dije.

Los hombres que no me conocían intentaban a veces aprovecharse del hecho de que fuera médico. Yo procuraba que me trataran como el oficial que era. El soldado asintió y dio media vuelta, un tanto malhumorado; le vi subirse el rifle al hombro y continuar su marcha frente al barracón del ala oeste. De no ser por su poca cultura y la diferencia de religión, ése habría podido ser yo años después. Qué diablos, habría podido ser yo a pesar de tales diferencias. Me pregunté si Fanny y su familia pensaban que podía terminar yendo y viniendo frente a un desolado barracón como un simple militar irlandés.

En el porche del hospital me esperaba la acostumbrada reunión de niños. Yo conocía por el nombre a la mayoría de ellos: Perro Alto, Monta Tres Veces, Oso, Voz de Flauta. Eran un grupo de tunantes no muy distintos de los muchachos con los que yo jugaba de pequeño en las calles de Racine (Wisconsin) y más tarde, cuando mi padre se trasladó por motivos de trabajo, en Detroit. Por supuesto los padres de estos niños no habían venido aquí por motivos laborales. Estas familias vivían en Camp Robinson a la fuerza, y a mí me maravillaba que los chiquillos parecieran tan despreocupados, teniendo en cuenta las circunstancias. Los niños aguantan lo que les echen y estos pequeños sioux reían y bromeaban como cualesquiera otros niños. Su buen humor contagiaba a todo el hospital, haciendo su rutina mucho más placentera.

Johnny Provost me esperaba en la puerta. Los niños se acercaron a mí y Johnny trató de ahuyentarlos con las colas de su levita casi blanca.

- Marchaos de una vez. Dejad pasar al doctor. Iya yo. -Apartó a los chicos y dejó que yo entrara en la improvisada sala de espera. Luego cerró la puerta y se aseguró de que el pestillo quedara echado-. Buenos días, señor. -Señaló a los niños con el pulgar. Uno de ellos saltaba como un cachorro frente a la ventana-. Están nerviosos, señor, son esos rumores de que los indios del norte han desenterrado el hacha de guerra. Me han estado dando la lata toda la mañana para que jugara al dólar eléctrico con ellos. Tienen un «pez» nuevo y le han convencido para que intente conseguir la moneda.

El juego del dólar eléctrico se hacía con un vetusto generador accionado a mano -vestigio de alguna terapia chapucera contra el reumatismo-, un cubo de madera lleno de agua y un dólar de plata que se lanzaba a modo de «cebo».

- Excelente -dije-. Es muy divertido. Después de la ronda le dejaremos probar.

- Sí. La ronda. -Johnny agarró un lápiz y una tablilla que había sobre un banco sin cepillar-. Sólo los tres viejos pacientes y un tal cabo Pressler al que ayer coceó una mula. El doctor Munn hizo el ingreso, dice que es una fractura de fémur. -Johnny se encogió de hombros-. No creo que el doctor venga hoy. Me dijo que le dijera que se ocupe usted de echarle un vistazo.

Me lo quedé mirando, a la espera. Johnny volvió a encogerse de hombros y luego se metió el pulgar en la boca e inclinó la mano hacia arriba. Puso los ojos en blanco:

- Me temo que la borrachera le durará todo el día.

Íbamos por el corredor hacia la única sala del hospital, una habitación grande con una docena de camas situada al fondo del edificio. El piso era de tablones de pino procedente de las colinas cercanas, estaban sin desbastar y crujían al pisarlos. Los resquicios entre tabla y tabla eran casi de medio dedo de ancho, en invierno se filtraba por allí un aire helado; tan frío estaba el suelo, que cualquier líquido que cayera accidentalmente allí se helaba. Pero aquella mañana, mientras fuera aumentaba el calor, el aire que se colaba por debajo resultaba refrescante.

El hospital era uno de los edificios más grandes del puesto, aunque sólo contaba con nueve habitaciones. El doctor Munn disponía de un pequeño despacho cerca del pabellón de los enfermos. Al otro lado del pasillo había una sala de personal donde yo tenía un escritorio y que me servia de madriguera en mis horas libres. Había una sala acondicionada para intervenciones quirúrgicas. La cocina estaba al final del corredor, y era fácil oír al soldado Kempler maldiciendo los platos que estaba lavando.

- Carrington y Murphy han pasado buena noche -anunció Johnny. Se ajustó las gafas y consultó su tablilla-. Aquí está. Se les dio a los dos tintura de opio y alcanfor, y parece que las tripas se les han puesto a tono. Tienen mejor color, seguramente bebieron agua que estaba en mal estado.

- ¿Y Simmons? -Nos detuvimos ante la puerta del pabellón y Johnny meneó la cabeza con discreción.

- No muy bien, señor.

Al entrar en la sala varios de los enfermos me saludaron en voz alta. No es aconsejable darles demasiada confianza a los pacientes, de modo que me limité a saludar con la cabeza y fui hasta la primera cama de la pared izquierda. Un soldado ya mayor descansaba con la sábana por la cintura. Tenía el pecho cubierto de una mata de pelo negro, y una cicatriz irregular le recorría la clavícula derecha.

- Tengo entendido -dije- que se encuentra un poco mejor, señor Carrington.

El soldado sonrió. Su cara era correosa como el cuero; le faltaban varios dientes en el lado derecho de la boca.

- Un poco -dijo-. Tengo el culo como una uva pasa.

- Me hago cargo -dije, mirando las notas de Johnny. Pasé a la siguiente cama-. ¿Y usted, Murphy, se encuentra mejor?

Murphy era más joven pero estaba igual de mal. El soldado asintió pero, como todos los cobardes y gandules que he conocido en mi vida, no me miró a los ojos.

- No tanto como para volver al trabajo.

- Eso lo decidiré yo, soldado. ¿Estuvieron los dos juntos cortando leña? -Los soldados asintieron-. ¿Bebieron agua de Hat Creek?

- Es que hace un calor que te asas… -soltó Murphy sin levantar la vista.

- Naturalmente, soldado. No estaba proponiendo que estén allí sin agua. -Me volví hacia Johnny-. Creo que el ganado va a pacer a Hat Creek, ¿no?

- En efecto, señor -dijo Carrington.

- Anótelo, cabo. -Volví a mirar a Carrington-. ¿Y bebieron del arroyo más abajo del rebaño?

Carrington se encogió de hombros.

- ¿Por qué lo dice, señor?

- Es posible que se encuentre así debido a unas criaturas diminutas que llevan en su interior otros animales distintos de ustedes.

- Yo no soy ningún animal -murmuró Murphy.

- Lo más probable es que la corriente llevara hasta ustedes esos animalitos.

Carrington sonrió como si creyera que le tomaban el pelo.

- Pero doctor, no pensará que hemos bebido agua llena de bichos, ¿verdad? -Su carcajada halló rápido eco en su compañero Murphy.

- Son animales demasiado pequeños para detectarlos a simple vista.

- No me diga. -Murphy alzó los ojos-. Pues si tan pequeños son, ¿cómo sabe usted que existen?

Rieron de nuevo, pero hice caso omiso y me volví a Johnny:

- Cabo, creo que los soldados Carrington y Murphy ya están bien para volver al servicio. Informe al comandante de su compañía y recuérdele las normas sobre el agua potable. -Seguí hacia la siguiente cama mientras Murphy balbucía una protesta.

- Todavía no estoy bien -dijo. Pero yo esperaba su reacción y me volví en redondo para atajarlo. Los dos soldados se quedaron petrificados en sus camas; por lo visto estaban al corriente de mi carácter desabrido y de mi escasa tolerancia ante las tonterías.

- Soldado, usted está listo para el servicio. ¿Queda claro?

- Sí, señor.

La bata blanca se me había remangado en la cintura y me la estiré con furia. Después giré con parsimonia hacia la cama siguiente.

- Buenos días, Simmons. ¿Qué tal esos dedos? -Le puse la mano en la frente y con el rabillo del ojo vi que Johnny hacía señas a Carrington y a Murphy de que se levantaran y se vistieran. Sonreí y le guiñé un ojo a Simmons, que no supo a qué atenerse aunque al final sonrió también.

- Estoy ardiendo, señor -dijo. Estaba enfermo de verdad-. No sé qué me pasa. Si sólo es un rasguño…

- Yo diría que algo más. Le ha mordido una víbora. Estas cosas se pueden complicar bastante.

Retiré el vendaje que llevaba en la mano y destapé la herida de manera que Simmons no pudiera verla. El pulgar, casi tan grande como la muñeca del paciente, estaba negro y supuraba; el indice y el medio también los tenía hinchados. Todos los dedos empezaban a agrietarse.

- Está mejor, ¿verdad? A mí me lo parece. Seguro que yo también podré volver a mi compañía…

- Me temo que no, señor Simmons. -Le vendé otra vez la mano, me enderecé y volví a tentarle la frente. Carrington y Murphy se habían vestido e iban ya hacia la puerta-. Creo que habrá que cortarle ese pulgar.

- No. -La cara de Simmons se contrajo al tiempo que Carrington y Murphy desaparecían.

- Sí-dije yo-. Y quizás algún otro.

- Necesito los dedos, señor.

- El veneno ha hecho mucho daño. Si no operamos, su vida correría peligro.

- Pero yo necesito los dedos… -insistió Simmons.

- Le dejaremos algunos, soldado. Se pondrá bien. -Me volví a Johnny-. Cabo, por favor, prepare al señor Simmons mientras echo un vistazo a ese fémur.

- Sí, señor.

En el otro lado de la sala había un joven muy asustado. Era el cabo Pressler, a quien una mula había coceado. Pressler tenía dolores pero acertó a sonreír.

- ¿Los indios del norte han vuelto a las andadas, señor?

- No lo creo, cabo.

- Pero Caballo Loco escapó, ¿no es cierto?

- Me han dicho que está bajo custodia.

- ¿Y no cree que eso los va a provocar, señor?

- No tiene de qué preocuparse.

- Y un cuerno. ¿Cree que estas paredes les impedirán entrar si se les mete esa idea en la cabeza?

- Preocupémonos de su pierna, cabo. Por lo visto se acercó usted demasiado adonde no debía.

- Pues sí, señor.

Retiré la sábana para examinarle la pierna. Al hacerlo, el olor corporal de aquel hombre saturó el aire y me fue imposible no retroceder.

- Dígame, ¿cuánto hace que no se da un baño?

- ¿Quiere decir entero?

- Entero.

- Las normas dicen manos y cara una vez al día.

- Y todo el cuerpo una vez a la semana.

- Ah, eso no lo sabia.

- Pues ya lo sabe. Y le aseguro que hoy mismo se dará un baño.

La pestilencia era tal que hube de apartar la cabeza mientras echaba una ojeada al fémur del paciente. Tenía el muslo muy hinchado, y la huella de una herradura podía verse claramente en el cardenal que ya empezaba a amarillear. Levanté un poco más la sábana y vi que el pie estaba vuelto hacia un lado.

- ¿Puede mover los dedos? A ver…

Pressler hizo un intento pero no pasó nada. El esfuerzo le costó una mueca de dolor.

- Esas mulas son muy tercas cuando se enfadan. Le juro que nunca volveré a insultar a ninguna.

- Creo que sería una buena idea. -Volví a taparle la pierna-. Esta tarde nos ocuparemos de usted. Después de que se haya bañado. ¿Le duele mucho?

- Bastante.

- Tranquilo. Enseguida vuelvo.

Salí de la sala y fui hasta el dispensario. De uno de los armarios saqué una jeringa, un frasco de agua destilada y otro que contenía sulfato de morfina en polvo. El procedimiento consistía en mezclar una medida de polvo con un centímetro cúbico de agua y luego extraer el liquido con la jeringa. Di unos golpecitos al cristal con la uña del dedo índice para eliminar las burbujas.

Bastaron unos minutos para que la expresión de dolor desapareciera del rostro de Pressler. También su miedo iba menguando, pero le palmeé la espalda porque sabía que el dolor no había cesado del todo.

- Nos ocuparemos de usted esta tarde.

Simmons había sido trasladado a la sala de operaciones, pero todavía se podía oír su voz. El cloroformo había empezado a actuar y el pobre deliraba sobre serpientes en el paraíso. Hubieron de transcurrir varios minutos más para que la droga hiciera todo su efecto; aguardé junto a la ventana de la sala y vi que el enjambre de niños había aumentado. Al verme, empezaron a dar la lata otra vez con el juego del dólar eléctrico. Les saludé desde el otro lado del cristal y desvié la mirada hacia la plaza de armas. Un centinela se paseaba frente al cuerpo de guardia, y más allá, media docena de sioux parloteaban montados a caballo y envueltos en las oleadas de calor que empezaban a elevarse del polvo del camino. Aunque las paredes del hospital proporcionaban cierto aislamiento contra el bochorno, la tensión en las colinas circundantes era palpable.

- Cuando usted quiera, señor -dijo Johnny.

Permanecí junto a la ventana y me froté las manos. Al mirármelas pensé en cómo se habían portado durante estos veintiocho años, y me pregunté qué otras cosas les depararía el futuro. Ahora sé, por supuesto, lo que los acontecimientos del día les obligarían a hacer, pero aquella mañana temblé ante lo que era mi deber como médico: cortarle un pulgar y quizá más dedos a otro hombre. Cuando levanté los ojos, una algodonosa nube blanca iba desarrollándose verticalmente sobre el cerro que había al este. Era probable que al anochecer se convirtiera en un nubarrón de tormenta. Me demoré un momento más para verla tomar forma y finalmente me aparté de la ventana y seguí a Johnny por el corredor en dirección a la sala de operaciones.