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Cuando bajé del porche de la casa de Philo se habían congregado más indios en la calurosa quietud de la plaza de armas. Estaban holgazaneando al sol como gatos monteses o miraban desde la sombra de los edificios como ciervos al abrigo de unos cerezos silvestres. Ahora entre ellos había también cheyenes y arapahoes. Estas tribus habían sido tradicionalmente aliadas de Caballo Loco, pero era imposible saber cómo reaccionarían a su arresto. Mientras sacaba del bolsillo el cigarro a medio fumar, calculé aproximadamente los indios que había en el campamento. Tal vez unos doscientos. Sin duda, me dije, Bradley estaba pensando en dispersarlos.

Vi que Fanny estaba de pie en nuestro porche. Me saludó con el brazo y bajó los peldaños. Me detuve y corrió hacia mí. Aún me costaba admitir lo mucho que un hombre necesita a una mujer, de qué forma ella puede ser nuestro guía y nuestro solaz. Debí de haberlo sabido por el modo en que echaba de menos a Fanny cuando estábamos separados, pero todavía no captaba esa clase de cosas. De joven yo era así de tonto. Mientras ella cruzaba la plaza de armas en dirección a mí yo me negué a pensar en aquel cuerpo que se movía bajo el vestido de algodón. Ahora dedico mucho tiempo a recordar cada curva de ese cuerpo, imagino cómo se flexionaban sus músculos al moverse, pero entonces me distraje encendiendo una cerilla con la uña del pulgar. El cigarro quedó encendido cuando Fanny llegó a mi altura y me concentré en fumar, como sí no existiera otra cosa en el mundo.

- ¿Puedo pasear contigo, doctor? -preguntó ella con un gesto teatral.

Estuve a punto de estrecharla entre mis brazos, pero en vez de hacerlo murmuré «Será un placer» y seguí andando.

- Con el día que hace, y tú me obligas a estar encerrada en casa -gruñó a continuación-. Es aburrido estar sin hacer nada.

- Lo creo, pero como ves, los ánimos están agitados. -Hice un ademán abarcando el campamento.

- Los ánimos siempre lo están -dijo ella con una sonrisa. Tenía en la frente pequeñas gotas de sudor, y me aguanté las ganas de secárselas con el dedo. Nos cruzamos con un par de oficiales jóvenes, que saludaron educadamente.

- Hay que ver cómo te respetan -dijo Fanny cuando hubieron pasado de largo.

Eso es, pensé, porque no conocen al verdadero Valentine McGillycuddy.

- Es por mi labor humanitaria en el campo de las hemorroides -dije.

- ¡Valentine!

El modo en que pronunciaba mi nombre siempre me hacía reír.

- Lo siento, querida -dije-. Ha sido una locura momentánea.

- ¿Momentánea? -Sonrió.

Había un grupo de indios frente a la entrada del hospital, de modo que dimos un rodeo para entrar por la puerta de atrás. Johnny se nos acercó.

- Hay unas personas que desean verle, señor.

- ¿Se refiere a ese grupito de la entrada?

- Sí, señor, un brujo cheyene o vaya usted a saber.

- Bien. ¿Puede acompañar a casa a la señora McGillycuddy?

Johnny sonrió como un muchacho.

- Por supuesto, señor. Encantado.

Besé a Fanny en la frente y ella me susurró:

- Espero la noche con ilusión, doctor.

Me fue difícil no sonreír.

- No se demore, cabo -advertí-. Tenemos una pierna que arreglar.

- Sí, señor. Lo tengo bien limpio y a punto. -Johnny se llevó a Fanny hacia la puerta-. Enseguida vuelvo, señor.

Cuando salí al porche delantero, el número de indios había aumentado. Media docena de guerreros estaba ahora detrás del grupo de niños de la mañana. Detrás de ellos había diez o doce mujeres. Reían con disimulo o reprendían a los hombres en lakota. Oso Sauce, el último iniciado en el juego del dólar eléctrico, se adelantó. Su timidez había disminuido. Entendí que decía algo como «Lobo Alto ha venido a probar su medicina», o algo así.

Un cheyene muy fornido se situó delante del muchacho. Como muchos de su tribu era apuesto y su porte indicaba que era consciente de su apariencia. Unas largas trenzas pendían sobre su torso desnudo y lampiño. En la cabeza llevaba entrelazadas unas diminutas plumas azules; yo sabía que eran de martín pescador, el pájaro más hermoso en unas praderas repletas de pájaros hermosos. Correas de cuero ceñían las muñecas de Lobo Alto, y al cuello llevaba un saquito medicinal. Aquel hombre gozaba de una gran consideración. Era guerrero y hechicero a la vez, se le conocía por su coraje y su arrogancia.

- Winyn wan apiya yapi takuni sni -dijo. Sanar a una mujer no significa nada.

Se refería a mi éxito con la tuberculosis de Chal Negro. El desdén evidente en su voz tenía que ver con el hecho de que Chal Negro fuese la esposa de Caballo Loco y de que, aun cuando los cheyenes solían ser amigos de los oglagas, se habían enemistado. Miré al hechicero a los ojos; aunque pudo parecer que yo me medía con Lobo Alto, en realidad sólo le estaba observando detenidamente. Hete aquí, pensé, un guerrero que ha luchado hombro con hombro con Caballo Loco en el Little Big Horn, y ahora está lleno de desprecio.

- Yo creo que sanar a una mujer es algo -dije.

Lobo Alto no podía entenderme, pero se echó a reír y yo me sonrojé ante el insulto que ello implicaba. Sin embargo, me mordí la lengua y esperé a ver qué quería. Señaló a Oso Sauce, se frotó el índice y el pulgar para indicar dinero y luego se señaló a sí mismo.

Lobo Alto quería jugar al dólar eléctrico. No pude evitar sonreír.

- ¿En serio? -dije-. Estaré encantado de darte ese gusto.

Lobo Alto señaló de nuevo hacia el muchacho y dijo que su poder era mucho más fuerte que el de Oso Sauce.

- Bien, amigo mío -repuse con mal disimulado júbilo-, eso habrá que verlo.

Entré en el hospital y regresé momentos después con el generador y el cubo de madera lleno de agua. Se oyó un murmullo entre los reunidos cuando vieron el artefacto con sus cables rojos y negros. Las mujeres señalaron con el dedo a Lobo Alto. El hechicero hizo caso omiso y en cambio miró fijamente a la máquina, cosa que podría haberse interpretado como una señal de nerviosismo, pero era más bien un intento de intimidación psicológica.

- Te explicaré el juego, Lobo Alto. -Saqué el dólar del bolsillo y lo lancé al agua junto con uno de los cilindros-. Tú coges esto con una mano -sostuve en alto el otro cilindro- y agarras la moneda con la otra.

Los ojos del indio fueron de uno a otro artefacto. Asintió con la cabeza, sacó una piedra pequeña del saquito medicinal que llevaba colgado al cuello, se arrodilló y arrancó de la tierra dos briznas de hierba. Las restregó entre las manos y luego se las metió en la boca junto con la piedra. Se puso a tararear su canción mágica y miró hacia el sol, que ahora empezaba a descender. La melodía fue cobrando volumen y Lobo Alto se volvió alternativamente hacia los cuatro puntos cardinales. La multitud empezó a corear la canción. Cuando Lobo Alto se acercó y tomó el cilindro de aspecto inocuo con la mano izquierda, yo aparté a los niños y empecé a accionar el manubrio con todas mis fuerzas, mientras comenzaba a silbar Pat Malloy.

La canción medicinal sonaba cada vez más fuerte cuando Lobo Alto levantó su musculosa mano derecha. La muchedumbre se mecía enardecida por aquel ritmo vital. Estaba yo dándole vueltas a la manivela como un poseso cuando de pronto Lobo Alto descargó el brazo con tremenda fuerza sobre el canto del cubo. Con el impacto se rompieron los aros, estallaron los listones y el agua brotó en todas direcciones. La canción cesó de golpe.

Lobo Alto gritó al recibir una enorme descarga de electricidad que lanzó su brazo hacia arriba. Pero el calambre duró un instante, y cuando terminó, el dólar estaba seco entre los restos del cubo de madera. Lobo Alto alargó la mano y lo levantó. Hubo unos segundos de silencio mientras el hechicero sostenía la moneda en alto para que todos la vieran. Y cuando me la puso a dos dedos de la nariz, la multitud rugió apoyando a su líder. Lobo Alto agitó el cilindro que tenía en la mano izquierda y arrancó los cables que lo conectaban al generador. Con una carcajada, arrojó el cilindro sobre los restos del cubo. Yo empecé a acercarme, pero me detuve. Era sólo un juego. Podía quedarse con el dólar; qué más daba si así aumentaba su prestigio.

Lobo Alto y su banda de admiradores se alejaron del porche y yo me los quedé mirando mientras sus pies, descalzos o con mocasines, levantaban nubecillas de polvo en la plaza de armas. Haciendo un esfuerzo alcé los ojos y me concentré en la línea que separaba la pradera y el cielo. Por un pasillo de hierba entre los cerros del este cabalgaba otro grupo de guerreros. Venían hacia Camp Robinson. También ellos presentían que la jornada era importante.

Recogí los pedazos del generador y volví a entrar en el hospital. Johnny había estado mirando por la ventana.

- Ese maldito salvaje nos ha estropeado la fiesta -murmuró.

- Y que lo diga. -Dejé caer el generador en los brazos de Johnny-. Guárdelo. A lo mejor se puede arreglar. -Luego me sacudí unas gotas de agua que me habían salpicado. Al hacerlo mi mano chocó con el reloj, e instintivamente lo saqué y miré la hora; eran casi las dos-. Necesitaré que me ayude con el cabo Pressler -añadí.