CAPÍTULO 36
MAREADO, me quito escombros de encima a patadas e intento evaluar los daños. El olor a pólvora y metal quemado son las primeras cosas de las que soy consciente. Luego veo el cielo azul y las nubes blancas encima de mí y me doy cuenta de que el edificio en el que estaba ha sido hecho pedazos. Estoy cubierto de ceniza, trozos de acero y aluminio y pedazos de cemento, aunque mi cuerpo parece estar entero, creo. Pero todavía tengo las manos atadas, maldita sea.
Hay más disparos a mi alrededor. Veo chinos corriendo, disparando a soldados. Estos hombres no llevan uniforme, sino ropas que parecen de guerrilleros. Tienen las cabezas envueltas en pañuelos rojos.
¡Civiles! ¡Unos civiles han atacado la base! Ruedo y me rozo contra un borde metálico serrado que me hace un corte en el brazo. Después de lanzar una maldición, se me ocurre una idea. Me coloco delante del borde afilado para que se apoye en mis muñecas. Tan cuidadosamente como puedo, las muevo arriba y abajo contra el metal para que corten las cuerdas que llevan una semana sujetando mis manos. Me corto un poco mientras lo hago pero estoy dispuesto a soportar unos pocos segundos de incomodidad a cambio de ser libre. Un minuto después la cuerda se suelta. Mis brazos gimen de dolor cuando los muevo por delante por primera vez en días. Me duele y me gusta; el alivio es insoportablemente dulce. Los cortes y arañazos me sangran pero no me importa una mierda.
Aparto el resto de los cascotes y me incorporo. Es entonces cuando veo a Yvan Putnik bajo un pedazo de una viga de cemento. No tiene muy buen aspecto.
Los disparos se acercan y veo a un escuadrón de soldados retirándose y disparándole a un grupo de los guerrilleros civiles. El ejército no parece estar a la altura de los recién llegados. Esos civiles están bien armados y son implacables. Uno de ellos lleva un banderín en un bastón y entonces entiendo lo que está pasando. Reconozco los caracteres chinos del banderín como la bandera de los Lucky Dragons. Después de todo, Jon Ming sí que me escuchó. La Tríada ha venido por fin para intentar detener al general Tun. Solo espero que no hayan llegado demasiado tarde.
Putnik gime y se mueve. Como soy un compasivo hijo de perra, le quitó el pilar de encima y le doy unas bofetadas.
—¡Eh! —grito—. ¿Estás bien? —luego recuerdo que debo hablar ruso, así que lo hago. Putnik abre los ojos y mira por detrás de mí. Tiene problemas para enfocar la visión. Por fin, me reconoce y va y me gruñe.
Con una inesperada explosión de energía, Putnik me clava brutalmente la rodilla en un costado. Boqueo por el dolor y caigo hacia atrás encima de madera y metal quemándose. Me quemo la espalda y ruedo alarmado. Putnik se pone en pie, se aparta la ceniza y viene hacia mí. El Krav Maga te enseña a luchar como si tu vida dependiese de ganar. Si eso significa luchar sucio, adelante. En el Krav Maga no hay reglas.
Por eso agarro un pedazo del madero quemado que hay a mi lado y se lo tiro a Putnik a la cara. Se hace pedazos y Putnik retrocede, tocándose los ojos. Ignorando el dolor del costado, consigo ponerme en pie y propinarle una feroz patada en el abdomen. El ruso se dobla, todavía cegado por las astillas ardientes de sus ojos. Su posición me permite agarrarlo por detrás y hacerle una llave de cuello. Putnik se debate al tiempo que lo levanto del suelo tirando de su cabeza. Aprieto la llave y le susurro en ruso «Esto es por Katia, cabrón».
El tipo da tirones y patea como un animal salvaje pero no aflojo la llave. Después de todo el dolor que he sufrido la última semana, sus torpes intentos de defenderse resultan triviales. Finalmente, tras treinta o cuarenta segundos, el asesino se debilita. Sus esfuerzos se vuelven más lentos y menos efectivos hasta que acaba cayendo en mis brazos. Luego, para asegurarme, le retuerzo el cuello con fuerza. El sonido de huesos rompiéndose es música para mis oídos. Lo suelto y el cadáver cae al suelo como una muñeca de trapo.
El campamento está destruido. No estoy seguro de con qué ha atacado la Tríada pero tienen una potencia de fuego muy seria. Es irónico que la mayoría se la proporcionase el Taller. Me abro camino entre los cascotes y me doy cuenta que debo de ser una visión llamativa. Voy descalzo, con unos pijamas chinos, ensangrentado y magullado.
Dos gánsteres armados aparecen delante de mí y me gritan una orden. Estoy demasiado aturdido para entenderlos. Intento decirles en el mejor chino que puedo hablar que soy un preso americano. No me entienden. Luego menciono las palabras 'Cho Kun, Jon Ming' y se les iluminan los ojos. Asienten con entusiasmo y me hacen señas para que los siga. Apenas puedo caminar, así que uno de ellos me deja que me apoye un poco. Nos movemos hacia la playa, donde los muelles de los submarinos están ardiendo. Un grupo de gánsteres está fuera del indemne puesto de mando y mueven sus rifles automáticos en el aire. Aullan algo que parece un grito de victoria. La marea de hombres se aparta y veo a Jon Ming en medio apuntándole a la cabeza con un arma a otro hombre que está de rodillas. El prisionero es Andrei Zdrok.
Ming me ve y sonríe. Todos los gánsteres se giran y me observan según me acerco. Zdrok me mira con miedo y odio. Su caro traje está cubierto de cenizas y porquería y tiene una de las mangas de la chaqueta casi arrancada. Tiene un corte encima de las cejas pero por lo demás no parece muy dañado.
—Tiene un aspecto espantoso, señor Fisher —dice Ming.
—Me siento espantosamente —contesto—. Gracias por venir.
—Es un placer. Mire lo que tenemos aquí. ¿Qué debería hacer con él, señor Fisher? —pregunta Ming.
—¿Estaba armado?
—Solo con esto —Ming me enseña el puño americano que Zdrok utilizó para hacerme picadillo el estómago. Lo cojo y me lo deslizo
en la mano derecha. Zdrok abre los ojos como platos y sacude la cabeza.
—¡No! ¡No! —grita.
Golpeo a Zdrok con todas mis fuerzas, aplastándole la nariz y muy probablemente fracturándole el hueso. El tipo grita y cae al suelo. Los gánsteres vitorean.
—Es todo suyo —le digo a Ming dejando que el puño americano caiga al suelo.
Agotado y débil, me abro camino hacia el puesto de mando para ver qué queda de él. Aquello está sembrado de cadáveres y el equipo está destruido. El cuerpo de Mason Hendricks yace en una postura extraña en el suelo, el torso acribillado de agujeros de bala. Cerca de él está Oskar Herzog, también con docenas de agujeros. Su cuerpo cubre el destrozado panel de control que podría haber desarmado el VSNTR.
Aprieto el implante de mi cuello y digo:
—Coronel, si está ahí, necesito hablar con usted —pero lo único que recibo es silencio—. ¿Coronel Lambert? ¿Coen? ¿Alguien?
Me derrumbo sobre una silla y una oleada de náuseas y mareos se me viene encima. Estoy a punto de perder el conocimiento cuando entra Ming y se agacha a mi lado.
—Señor Fisher —me dice—, han llegado los americanos. Le están buscando.