CAPÍTULO 4
EL profesor Gregory Jeinsen se secó el sudor de la frente mientras desembarcaba y se dirigía a la zona de Llegadas. El Aeropuerto Internacional de Hong Kong era un hervidero de actividad, de modo que Jeinsen se sentía relativamente seguro. Después de todo, ¿quién podría reconocerlo? Había cambiado considerablemente su aspecto desde que se fue de Washington. El pelo gris se lo había teñido de negro y se había hecho otro peinado, se había afeitado el bigote y ahora llevaba gafas con cristales falsos. Esas sencillas alteraciones lo hacían parecer veinte años más joven que su auténtica edad, sesenta y cuatro. Si el Pentágono lo buscaba, un agente tendría que comprobarlo dos veces para ver cualquier parecido entre él y el científico que había desaparecido misteriosamente dos días antes. Su enlace en Hong Kong le había facilitado una nueva identidad y se había hecho cargo del papeleo necesario, así que ahora Jeinsen tenía un pasaporte alemán y un visado a nombre de Heinrich Lang. El nombre tampoco era tan rebuscado. Jeinsen tenía un primo llamado Heinrich y su director de cine favorito era Fritz Lang. El nuevo nombre le pegaba.
Llevaba años planeando la fuga. A su vez, Jeinsen había llegado a los Estados Unidos huyendo. Nacido y criado en Alemania, desafortunadamente para él Jeinsen se encontraba en el lado oriental del Muro de Berlín a finales de la 2ª Guerra Mundial. De adulto trabajó como científico desarrollando armamento para la RDA hasta aquel día de 1971 en que lo sacaron del país a través del Puesto de Control Charlie, en la furgoneta de una lavandería. Le esperaba un puesto de trabajo para el gobierno de los Estados Unidos; durante más de treinta años Jeinsen vivió en Washington D.C. diseñando y desarrollando tecnología armamentística para el Pentágono.
Tras pasar sin problemas por Inmigración y Aduanas, Jeinsen recogió su única maleta de la cinta y salió para tomar un taxi. Las instrucciones que le habían dado eran claras: ir directamente al hotel, registrarse con su nuevo nombre y esperar órdenes.
Habían sido dos semanas de nervios preparando la fuga. Tenía que asegurarse de no dejar nada atrás que lo implicase como traidor al gobierno. Tenía que eliminar todo rastro de las comunicaciones con el señor Wong de Hong Kong. Era mejor si Jeinsen parecía haber desaparecido sin más. La policía de Washington lo calificaría como un caso de persona desaparecida. Debido al empleo de Jeinsen en el Pentágono, era inevitable que el FBI investigase. Pero si lo hacía todo correctamente, las autoridades no encontrarían rastro alguno que seguir. Jeinsen ya lo había hecho en Alemania Oriental. Estaba bastante seguro de haberlo conseguido también en Washington.
El taxi le dejó delante del magnífico Mandarín Hotel en Connaught Road, en el centro de la isla. Jeinsen sabía que aquél era probablemente el hotel más lujoso de la zona, quitando quizá el Península Hotel en Kowloon. Le complació ver que el señor Wong había considerado necesario tratarlo como a un VIP y proporcionarle un alojamiento tan halagador.
«¡Sí!», pensó Jeinsen. «¡Mi decisión de huir a China ya está demostrando haber sido la correcta!».
Los burócratas y los jefazos militares del Pentágono no apreciaban el talento de Jeinsen. Cierto, le habían dado un puesto de alta seguridad, tenía carta blanca en los programas de diseño de armas y era respetado por sus colegas. Eran los del dinero los que siempre pasaban de él cuando sus colegas recibían aumentos. Jeinsen pedía una y otra vez aumentos de sueldo. Se los daban, pero nunca lo que él creía merecer. Habiendo crecido en Alemania Oriental, Jeinsen creía que todos los que huían a América se hacían ricos. Ese no fue nunca el caso. Ganaba un sueldo modesto, vivía cómodamente, pero no era 'rico' ni mucho menos. Jeinsen creía firmemente que era víctima de prejuicios debido a su nacionalidad. Los treinta años pasados en Washington resultaron ser una gran decepción.
Cuando el señor Wong se puso en contacto con él a través de un enlace de una agencia gubernamental, Jeinsen estaba dispuesto a considerar todas las ofertas que le hiciesen. Wong le prometió una fortuna y pasaje seguro a Pekín a través de Hong Kong. Lo único que tenía que hacer Jeinsen era entregar información concerniente a un proyecto especial en el que trabajaba y usar un sistema de transmisiones especificado por el señor Wong. El proceso duraría tres años. Jeinsen no quería esperar tanto pero Wong lo convenció para que tuviese paciencia. Así, cuando el papel de Jeinsen en el proyecto acabó y se completó la tarea, todo ocurrió deprisa. Wong cumplió sus promesas, hizo los preparativos para el viaje de Jeinsen y discretamente sacó al científico del país.
Jeinsen se acercó al mostrador y se registró bajo su nuevo nombre.
—Bienvenido al Mandarín Oriental, señor Lang —le dijo el recepcionista, entregándole a Jeinsen una llave y un sobre—. Oh, alguien le ha dejado esto esta mañana.
Jeinsen lo cogió. Era un sobre marrón dirigido a su atención a nombre del hotel.
—Gracias —dijo.
El físico casi se quedó boquiabierto al abrir la puerta de su habitación. Era una suite completa con terraza. Nunca había estado en un sitio tan lujoso. Hasta cuando había viajado por cuenta del Pentágono, siempre andaban Tacaneando y alojando a sus empleados en hoteles de segunda. El señor Wong era un hombre muy generoso.
Antes de sacar las cosas de su maleta, Jeinsen abrió el sobre y examinó los contenidos. Había una llavecita de plata con el número 139 grabado, un número de teléfono escrito en un pedazo de papel y cincuenta dólares hongkoneses. Jeinsen cogió el teléfono y marcó el número.
Contestó el señor Wong.
—Bienvenido a Hong Kong, señor, eh, Lang.
Jeinsen soltó una risita.
—Hola. ¿Cómo sabía que era yo?
—Nadie más llamaría a este teléfono. ¿Qué tal su vuelo? —Wong hablaba un buen inglés con un marcado acento chino.
—Largo. Muy largo.
—Sí. ¿Necesita tiempo para descansar?
—No, no, he dormido en el avión. Creo que estoy preparado para... Bueno, para lo que necesite que haga.
—Bien. ¿Tiene la llave?
—Sí. ¿Para qué es?
—Es de una caja de seguridad del Banco de China. ¿Sabe dónde está?
—Sabré encontrarlo.
—Está muy cerca. Puede ir andando hasta allí si lo desea —Wong le dio indicaciones—. Encontrará más instrucciones y el resto de su dinero en la caja. Estoy deseando conocerlo.
—Eh, yo también —dijo Jeinsen—. Gracias.
Colgó el teléfono y se frotó las manos con alegría. Jeinsen volvía a sentirse joven mientras deshacía la maleta, se refrescaba y se cambiaba de ropa. En media hora estaba preparado para la siguiente gran aventura de su vida.
Jeinsen salió del Mandarín, siguió las indicaciones de Wong y caminó hacia el sur cruzando Chater Road por Statue Square. Le impresionó la colección de fuentes que había en la plaza, pero estaba demasiado llena de trabajadoras emigrantes asiáticas. Según parecía, allí se congregaban muchas filipinas con la esperanza de conseguir un trabajo como doncellas.
El impresionante edificio del HSBC se alzaba al sur de la plaza. Jeinsen correteó más allá de la monumental estructura y se dirigió hacia el sureste a lo largo de Des Voeux Road, más allá del Chater Garden y finalmente llegó al igualmente impresionante Banco de China. El edificio de setenta plantas, diseñado por el arquitecto chino-americano I. M. Pei, era el tercer edificio más alto de Hong Kong.
Jeinsen entró al vestíbulo del banco, se acercó a una cajera y le mostró la llave.
—Quisiera acceder a mi caja de seguridad, por favor —le dijo.
—¿Me puede mostrar una identificación? —le preguntó la joven china. A Jeinsen le parecía que a todos los que veía eran chinos. La mayoría de los británicos que habían ocupado el territorio se habían ido después de 1997.
Le mostró su nuevo pasaporte. Ella le dedicó una mirada de rutina, se lo devolvió y le dio un formulario.
—Por favor, rellene esto y lléveselo al representante de aquella mesa —le señaló. Jeinsen le dio las gracias y se dirigió a un mostrador. Escribió su nuevo nombre e indicó el Mandarín Oriental como su dirección. Cuando se lo llevó al uniformado empleado del banco, el hombre le pidió ver la llave de la caja de seguridad y lo guió hasta una puerta blindada.
El representante usó su propia llave al tiempo que Jeinsen metía la suya en la cerradura de la caja 139. El representante sacó la caja y se la entregó a Jeinsen, señalándole una sala privada. Jeinsen asintió y se metió dentro. Tras cerrar la puerta, abrió la caja.
Contenía 100.000 dólares hongkoneses y un resguardo de un depósito que indicaba que habían ingresado otros dos millones en una cuenta especial a su nombre.
Jeinsen quiso gritar de alegría. Le temblaban las manos por la excitación mientras se metía el dinero en los bolsillos.
Al fondo de la caja había un sobre blanco. Lo abrió y encontró otra nota del señor Wong. Las instrucciones eran que fuese inmediatamente al club Purple Queen en Kowloon. Había indicaciones de cómo tomar el ferry a través de la bahía y la dirección que darle a un taxista al otro lado. No debía dejar nada en la caja de seguridad, tenía que meterse la llave y la nota en el bolsillo.
Jeinsen caminaba sobre una nube cuando salió del banco. No se molestó en tomar un taxi que le llevase al muelle del Star Ferry. Prefirió caminar, admirando las multitudes de asiáticos que recorrían las calles. Por primera vez en su vida se sintió superior. ¡Todos esos trabajadores, esa gente corriente] Ahora era un hombre rico. Podía contratar sirvientes y doncellas. ¡Podría ser el jefe para variar! ¡La vida era maravillosa]
El ferry lo llevó a través de la Bahía Victoria hasta el distrito de Tsim Sha Tsui en Kowloon. El humor de Jeinsen cambió cuando empezó a recorrer el ghetto turístico de Hong Kong. Tsim Sha Tsui le pareció abarrotado, energético y brillante. Todavía era de día pero la multitud de carteles de neón ya le asaltaba los sentidos. Las calles estaban llenas de incontables restaurantes, pubs, tiendas de ropa, bares de alterne, tiendas de cámaras y electrónica, hoteles y gente. Los coches se agolpaban unos tras otros y el ruido era ensordecedor. De repente, Jeinsen notó su edad.
Detuvo un taxi y le dio la dirección al chófer. El coche se dirigió hacia el este pasando por el Península Hotel, reconocible por los dos leones de piedra de la puerta principal, hacia lo que se conocía como Tsim Sha Tsui Este, una versión más acomodada de su vecino occidental. Los edificios eran más modernos y parecía haber más espacio entre ellos.
El taxi llegó al Purple Queen en minutos. Jeinsen pagó al taxista, salió y se quedó delante de la puerta del club. Era sin duda un establecimiento elegante. La estructura no parecía tener más de diez años y estaba rodeada por una serie de fuentes animadas. Una sugerente silueta de una mujer desnuda estaba grabada en un lateral del edificio junto a las puertas de cristal tintado. El club estaba cerrado; un cartel señalaba prominentemente ABIERTO 5:00 P.M., CERRADO 5:00 A.M. Jeinsen miró su reloj y se percató de que no había cambiado la hora. Contando en silencio, calculó que debían de ser casi las cuatro de la tarde. Jeinsen probó la puerta delantera pero estaba cerrada.
Golpeó la puerta y esperó un momento. Confundido, comenzó a dirigirse a un lateral cuando oyó que se abría un cerrojo. Un chino muy alto e intimidatorio vestido con traje apareció y ladró:
—¿Sí?
—He-he-he venido a ver al señor Wong —farfulló Jeinsen. De repente estaba muy nervioso.
El portero le miró fijamente durante un par de segundos y luego asintió. Se hizo a un lado y dejó pasar a Jeinsen.
—Gracias —dijo el físico.
—Señor Wong aquí atrás —dijo el hombretón—, sígame.
El portero guió a Jeinsen por la sala principal del club. Aquello estaba iluminado como si estuviese a punto de abrir. La oscuridad prevalecía pero unos puntos de luces de buen gusto en el techo iluminaban las mesas y los divanes. Unas macetas estratégicamente situadas contenían toda clase de flores y plantas tropicales. Un acuario grande dominaba una pared y una pista de baile espaciosa con el suelo iluminado ocupaba el centro de la sala.
Jeinsen se quedó pasmando ante la decoración y siguió caminando tras el otro hombre.
—Qué sitio tan agradable —dijo—. ¿El señor Wong es el dueño? —el portero le ignoró.
Atravesaron una puerta que decía, en inglés y en chino, SOLO EMPLEADOS. Al abrirse mostró un pasillo débilmente iluminado con cuatro puertas a los lados.
—Última puerta a izquierda, por favor —dijo el hombre, señalando.
—Oh. Vale, gracias —Jeinsen sonrió tímidamente y entró. La puerta se cerró tras él.
Con aprensión, Jeinsen caminó por el pasillo y llamó a la puerta indicada.
—Pase —Jeinsen no estaba seguro de si se trataba de la voz del señor Wong. Quizá sí. Abrió la puerta y entró. Obviamente, el cuarto era una especie de oficina, pero estaba cubierta por la clase de plástico que usan los pintores para proteger los muebles y alfombras.
Sin previo aviso, alguien que había tras la puerta empujó a Jeinsen. El viejo científico y traidor al gobierno de los Estados Unidos cayó hacia delante a cuatro patas. Su penúltima sensación fue la del frío cañón de una pistola en su nuca.
Lo último que registró su cerebro fue el sonido del disparo.