CAPÍTULO 22
JEFF Kehoe miró su reloj y susurró al micro de sus auriculares.
—Treinta segundos. A mi señal.
—Oído.
La oficina local del FBI le había dado a Kehoe seis hombres para organizar la redada en el piso de Eddie Wu. Mientras no hubiese otros miembros de la Tríada presentes, se esperaba que la operación transcurriese sin problemas.
Kehoe había esperado a que los dos hermanos Wu estuvieran dentro del edificio de ocho plantas y entonces organizó una vigilancia hasta que cayó la noche. Justo después de la una llegó el grupo con todo el equipamiento antidisturbios preparado para asaltar la residencia. El Bureau se había encargado previamente de avisar a los encargados del edificio de lo que estaba a punto de ocurrir. Se habían seguido las órdenes de detención y las formalidades legales al pie de la letra. Una ambulancia y un camión de bomberos esperaban a una manzana de distancia en caso de que se les necesitase.
El piso estaba en la planta superior, uno de los tres áticos del edificio. Solo había un modo de entrar y salir. Dado que los hermanos debían de estar dormidos, el equipo tenía a su favor el elemento sorpresa.
Kehoe dio la señal y tres hombres corrieron por el pasillo con el ariete. Con los rifles de asalto preparados, el trío miró a Kehoe en busca de confirmación. El agente especial asintió. El primer hombre llamó con fuerza a la puerta.
—¡Abran! ¡FBI!
Actuando de memoria, el equipo no esperó a que se abriese la puerta. Hicieron chocar el ariete contra la puerta, sacándola de las bisagras. Los otros dos agentes entraron en el salón como un vendaval, seguidos por Kehoe y los otros cuatro agentes.
Mike Wu estaba profundamente dormido cuando el ruido de la puerta lo devolvió a la realidad de un salto. Los federales lo rodeaban antes de que pudiese haberse incorporado en la cama. Con tres rifles apuntándolo a la cabeza, Wu no tuvo más opción que levantar las manos.
Cuando el traidor de Third Echelon estuvo detenido, los demás registraron el resto del piso en busca de Eddie Wu. No estaba por ninguna parte.
—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó Kehoe a Mike mientras le ponía las esposas en las muñecas.
—¡No lo sé! —dijo Mike—. Estaba aquí cuando me acosté.
Kehoe no había visto al tipo salir del edificio. No se podía creer que Eddie no estuviese allí. Furioso, se volvió a dos miembros de su equipo y les dijo que pusieran la casa patas arriba. Kehoe hizo un gesto con la cabeza al hombre que agarraba a Mike y dijo:
—Vámonos.
Sin que lo supiese el FBI ni su hermano, Eddie Wu había construido una trampilla en el suelo del armario de su habitación. La idea se la había sugerido el propio Jon Ming cuando Eddie se instaló en Los Ángeles. El FBI acabaría encontrándola, pero no hasta después de que Wu ya estuviese lejos. La puerta daba a un pasaje muy parecido a un conducto de aire a través del que Eddie se pudo arrastrar hasta la escalera del octavo piso. Cuando Eddie oyó el ruido de la puerta, se metió inmediatamente en el armario. Sabía que no podía salvar a su hermano; lo importante era huir rápidamente. Tardó cuarenta y dos segundos en ir de su cama al armario, abrir la trampilla y escurrirse hasta la escalera. Entonces ya solo era cuestión de bajar corriendo por las escaleras y salir del edificio sin que el FBI lo viese.
Funcionó perfectamente.
—Quiero un abogado.
Habían pasado doce horas desde su arresto.
Mike Wu estaba sentado en la desnuda sala de interrogatorios bajo intensas luces brillantes sin más que una taza de café en la mesa que tenía delante. Aparte del espejo de la pared, que Wu obviamente sabía que era para observación, ninguna otra cosa adornaba el frío espacio de hormigón.
Estaba agotado e incómodo. Todavía tenía las manos esposadas tras él y estaba descalzo. Habían obligado a Wu a quitarse la camiseta y los boxers que llevaba en la cama y ahora llevaba los pantalones y la camisa habituales de los prisioneros.
Kehoe y el jefe del FBI de L.A. Al Nudelman estaban sentados en la mesa con el detenido y no estaban llegando a ninguna parte.
—Mike, estás detenido bajo la Ley de Seguridad Nacional —decía Kehoe—. No tienes los mismos derechos que tienen los delincuentes corrientes y normales. Si de mí dependiese, organizaría aquí mismo un linchamiento por lo que has hecho. Has traicionado a tu país entregando información secreta de defensa a organizaciones enemigas y eres el responsable del asesinato de una funcionaria federal y del de un funcionario estatal de Oklahoma. Estás hasta arriba de mierda, amigo.
—Sigo queriendo un abogado. Y algo de comer, tío. No podéis tratarme así. Soy ciudadano americano.
—Pues no te comportas como tal.
Se oyó un golpe en la puerta de acero. Nudelman se puso en pie, la abrió y habló con otro agente. El jefe asintió y cerró la puerta. Se acercó a Kehoe y le dio el mensaje.
—Oh, buenas noticias, Mike —dijo Kehoe—, ha venido a verte un viejo amigo y le gustaría hacerte algunas preguntas. Ha venido desde Washington, D.C., solo para eso.
Se abrió la puerta y entró el coronel Lambert. Mike Wu cerró los ojos y tembló. Había llegado a respetar sinceramente a su jefe de Third Echelon y temía el momento en que tuviese que enfrentarse al coronel.
—Hola, Mike —dijo Lambert sin muestra alguna de cariño.
Mike levantó la mirada y asintió.
—Coronel.
Lambert se sentó delante del prisionero y saludó a Kehoe.
—Buenas tardes.
—¿Ya es por la tarde? —preguntó Kehoe—. A mí me parece que ya ha pasado un año.
—Gracias por contármelo. He venido en cuanto he podido.
—Creo que lo ha hecho en un tiempo récord, coronel. ¿Lo han teletransportado?
Lambert miró a Mike y dijo:
—¿Ha dicho algo ya esta escoria?
—Nada. No hace más que pedir un abogado.
Lambert gruñó. Miró fijamente a su antiguo empleado y se inclinó hacia delante.
—Mike, escúchame. Te interesa mucho hacer una declaración. Firmar una confesión. Sabes lo que has hecho y tenemos las pruebas de que lo hiciste. También podríamos pasar por un juicio largo que les costaría mucho dinero a los contribuyentes y arrastrar esto hasta proporciones dolorosas... O sencillamente podrías confesar y trataremos de ponértelo fácil.
—¿Fácil? ¿Cómo de fácil es una condena a muerte? —preguntó Mike.
—Bueno, para empezar, quizá te condenen a perpetua. Lo recomendaría. Pero no te garantizo nada.
Mike no dijo ni una palabra. Miró a Lambert durante un minuto, como si estuviesen en un torneo para ver quién aparta antes la mirada. Por fin, el preso se inclinó hacia delante y dijo, tan lentamente como pudo:
—Quiero... un... abogado.
Lambert y Kehoe se miraron y suspiraron.
—Eh, Mike, ¿conoces a Sam Fisher? —preguntó Lambert.
—Lo vi una vez.
—Pero sabes quién es. Sabes de qué es capaz. Mike se encogió de hombros.
—Bueno, pues adivina qué. Viene de camino hacia acá. Ha terminado su misión en Hong Kong y le he dicho que vuelva a Estados Unidos. Cuando sepa que estás detenido, estará deseando decirte unas palabritas. Verás, Carly le caía muy bien. Me siento muy tentado de dejar pasar aquí a Sam y, bueno, el agente Kehoe y yo nos iríamos para dejaros solitos un rato. No te puedo garantizar cómo va a reaccionar Sam cuando te eche la vista encima. Y viendo que estás en la Unidad Seis de Máxima Seguridad, que nadie sabe ni que existe, es posible que desearas haber muerto en una lluvia de balas.
Mike sabía perfectamente a qué se refería el coronel. En Third Echelon todos admiraban mucho a los Splinter Cells, especialmente a Sam Fisher. Casi parecía que el tipo no era humano. Era una máquina muy peligrosa.
Lambert se puso en pie y dijo:
—Piénsatelo un poco, Mike. Tardará medio día más o menos en llegar aquí. Tiempo más que suficiente para escribir y firmar una confesión. Vámonos, agente Kehoe. Vamos a dejar a esta escoria solo con sus demonios.
Los dos hombres salieron del cuarto y cerraron la puerta. Mike Wu hizo chasquear los nudillos nerviosamente pero miraba desafiante al espejo. Sabía que estaban detrás, observándolo. Tras un momento, cogió la taza medio vacía y la lanzó contra el cristal oscuro. El líquido marrón bajó por la pared y formó un feo charco en el por otra parte severo y estéril cuarto.
—¡Quiero un abogado! —volvió a gritar.
Andrei Zdrok era el único entre los directivos del Taller que sabía la identidad del Benefactor. El hombre que había actuado como agente del Taller en Extremo Oriente había sido socio de la organización durante mucho tiempo y había dado un paso adelante para ayudar cuando perdieron su posición en Europa Oriental. Para el resto de los directivos, el hombre era conocido solamente como 'el Benefactor' porque así era como él lo quería. Zdrok estaba encantado de cumplir con todos los deseos de aquel hombre. Después de todo, Zdrok tenía que admitir de mala gana que el Taller estaría muerto de no haber sido por los Lucky Dragons por un lado y el Benefactor en el otro. Ahora parecía que la relación entre el Taller y la Tríada se estaba estropeando. Zdrok sabía que la sociedad con Ming se disolvería totalmente una vez que el general Tun tuviese en su posesión el sistema de guía.
El desastre de la tienda de antigüedades deterioraría aún más la presencia del Taller en la zona. Antipov estaba muerto. Sus oficinas habían sido destruidas y ahora estaban siendo registradas de cabo a rabo por la policía de Hong Kong. Sin duda varias agencias internacionales de inteligencia rondarían como buitres sobre los restos. Ahora parecía que Zdrok tendría que dejarlo todo y volver a marcharse.
Tomó el teléfono de su mesa y marcó uno de los pocos números que se sabía de memoria. El Benefactor contestó y dijo en inglés:
—¿Sí, Andrei?
Zdrok intentó hablar inglés también, dado que el ruso del Benefactor no era muy bueno.
—Buenos días, señor. ¿Cómo van las cosas en su nuevo...?
—Van bien, Andrei. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Uno de nuestros hombres en California ha sido detenido. Era el que iba a traerles el sistema de guía a los Lucky Dragons. Y como sabe...
—Jon Ming ha cancelado la venta. Pero entiendo que los de California se ofrecieron a vendértela directamente a ti. ¿Cuánto quieren?
—Eso todavía se está negociando. Oskar se encargará de la transacción. Pero hay otra cosa.
—¿El qué?
—Este tipo de la Agencia de Seguridad Nacional. Sam Fisher. El Splinter Cell. Él es el responsable de lo que pasó en la tienda de antigüedades. Es hora de que hagamos algo al respecto. De una vez por todas.
—No podría estar más de acuerdo. Adelante. Haz la llamada. Yo adelantaré el pago. Ofrécele más de lo habitual.
—Gracias, señor.
—De nada.
El Benefactor colgó y Zdrok marcó otro número que también se sabía de memoria. El teléfono sonó cinco veces antes de que el hombre respondiese, "Da?"
Andrei Zdrok dijo:
—Gracias al cielo que estás ahí —le contó al hombre lo que había pasado en la tienda de antigüedades—. Es la gota que colma el vaso. Sam Fisher debe morir. Y tú eres el que lo va a matar. Eres el único que puede hacerlo.
Zdrok esperó veinte segundos antes de que su interlocutor contestase.
—Quiero el doble de la tarifa habitual. Entenderás por qué.
—Por supuesto. Digamos dos veces y media la tarifa habitual. ¿Qué te parece?
—Muy generoso de tu parte. ¿Dónde lo encuentro?
—Acaba de marcharse de Hong Kong y va de camino a Los Ángeles. Puedes recoger su rastro ahí.
—Saldré en el primer avión que pueda tomar.
—Gracias.
—Estaré en contacto.
Los dos hombres colgaron y Zdrok sintió el primer atisbo de esperanza tras las intranquilas veinticuatro horas desde que había descubierto lo que le había ocurrido a Antón Antipov en el cuartel general del Taller en la Calle de los Gatos.
Ahora todo iría bien. El asesino de más confianza del Taller, Yvan Putaik, iba de camino a América para poner las cosas en su sitio.