CAPÍTULO 1

LA alarma mecánica del OPSAT me despierta a las once en punto. Dado que tengo la capacidad de dormirme profundamente enseguida, en cualquier parte y en cualquier momento, el aguijón del OPSAT que me da golpecitos en la muñeca resulta muy útil. Es silencioso y no me sobresalta como lo hacen a veces los despertadores.

Oigo cómo sopla el viento fuera de la pequeña tienda de campaña. El pronóstico del tiempo había avisado de una tormenta de invierno antes de medianoche y parece que está empezando. Genial. La temperatura por debajo de cero grados fuera de la tienda me habría convertido en circunstancias normales en un cubito, de no ser por el avance tecnológico de Third Echelon en el diseño del ajustado uniforme, como el de un superhéroe, que separa mi muy humano cuerpo de la crudeza de los elementos. No solo me protege del calor o el frío extremos, sino que las fibras de Kevlar entretejidas en la tela sirven hasta cierto punto de chaleco antibalas. A larga distancia, funciona bastante bien. No querría tener el placer de poner a prueba su resistencia en distancias cortas, muchas gracias.

Me arrastro fuera de la tienda, me pongo en pie y me tomo un momento para observar el oscuro bosque que me rodea. Aparte del aullido del viento, no oigo nada. Lambert me había advertido de que en el interior del bosque podría toparme con lobos, pero he debido de tener suerte. Si yo fuese un lobo, me quedaría en mi guarida y no saldría con este tiempo ni de coña. Desde luego no debe de haber mucha comida andando por ahí a veintitrés bajo cero. Nadie excepto un mamífero de dos patas que resulta que está fuertemente armado.

Recojo rápidamente la tienda. El exclusivo camuflaje hace que cuando está montada parezca una roca cubierta de nieve. Uno tendría que examinarla de cerca para darse cuenta de lo que es de verdad. Otro elemento de mi equipo bien diseñado, cortesía de la Agencia de Seguridad Nacional. Es irónico que solo un puñado del personal de la NSA conozca el departamento secreto llamado Third Echelon. Formo parte de un grupo tan de élite del gobierno de los Estados Unidos, que se podrían contar con los dedos de dos manos el número de personas que sabría decirte qué es un 'Splinter Cell'. Y, siendo sinceros, yo no sabría quiénes son. Aparte de mi inmediato superior, el coronel Irving Lambert, y el minúsculo equipo que trabaja en el edificio vulgar y corriente separado del cuartel general de la NSA en Washington D.C., no tengo ni idea de qué senadores o miembros del gabinete han oído hablar de Third Echelon. Estoy bastante seguro de que el presidente sabe de nosotros, pero hasta él invocaría el Protocolo Seis si me atrapasen. Eso significa que negarían mi autoridad; se lavarían las manos y fingirían que no existo.

Recojo la tienda y me bajo el visor. El modo de visión nocturna funciona llamativamente bien en una tormenta de nieve ucraniana. Puede que me sienta como si estuviese en una escena de Doctor Zhivago, pero al menos no voy a chocar contra ningún árbol mientras avanzo.

Obukhiv está a ocho kilómetros al sur. Estoy en alguna parte entre esa pequeña aldea y Kyiv al norte, que es donde empezó mi misión. Lo escribimos 'Kyiv' ahora en lugar de 'Kiev' porque es la traducción del nombre ucraniano de la ciudad. Lo mismo con 'Obukhiv', que solía ser 'Obukhov'. La gente se puso de acuerdo para cambiar todos los topónimos del ruso al ucraniano cuando la nación adquirió su independencia en 1991. Estoy bastante seguro de que los rusos seguirán escribiéndolo a la antigua usanza.

Estos días moverse por una Ucrania libre no es problema, así que no me cuesta mucho recoger mi equipo en la embajada norteamericana en Kyiv y conseguir un monovolumen para conducir hasta Obukhiv. Me reí cuando lo vi; un Ford Explorer XL de 1996 con 190.000 kilómetros. Pero funciona bien. Salí esta mañana desde el pueblo, me dirigí hacia los bosques y monté el campamento aquí. La información de que dispone Third Echelon confirmó que el tercer hangar del Taller para su avión invisible, que fue destruido hace unos meses en Turquía, está localizado en un claro más allá del bosque y sigue en uso. Las fotos del satélite mostraron que de vez en cuando aparecen vehículos y que siguen entrando y saliendo hombres del edificio. Ya me deshice de uno de los tres hangares, el que estaba en Azerbaiyán, cerca de Bakú. Las fuerzas especiales destruyeron el que estaba en Volovo, una diminuta aldea al sur de Moscú. Ahora yo tengo el encargo de echarle un ojo al tercero para ver qué traman. El Taller, una conspicua red de tráfico de armas compuesta por delincuentes rusos, quedó desmantelada tras el asunto de Chipre del año pasado. Dañamos seriamente su organización pero los líderes siguen sueltos. Muchas de nuestras informaciones indican que el Taller recogió y sacó su cuartel general de Rusia, dirigiéndose al Extremo Oriente, posiblemente a las Filipinas o a Hong Kong. Eso está por ver. Una de las principales prioridades de Third Echelon los últimos meses ha sido encontrar a los cuatro 'directores' del Taller y llevarlos ante la justicia. O matarlos, lo que ocurra primero.

Un georgiano llamado Andrei Zdrok es el cabecilla. Es el número uno en nuestra lista. Los otros directores son un general del ejército ruso llamado Prokofiev, que no creo que sea pariente del compositor, un antiguo fiscal de la RDA llamado Oskar Herzog y otro ruso, antiguo KGB, que responde al nombre de Antipov. Si encuentro cualquier información sobre el paradero de esos tipos, habré cumplido con mi misión y podré volver a casa.

—Veo que te mueves, Sam —es el coronel Lambert, hablándome a través de los implantes de mis oídos. Me permiten hablar con el grupo en Washington cuando la recepción es buena. Le contesto apretando el implante que llevo en el cuello.

—Me acerco al complejo. ¿Qué muestra el satélite?

—No hay actividad. Puedes infiltrarte.

Me muevo silenciosamente por el bosque, mis botas involuntariamente hacen un ruido, squish, en la nieve y el hielo. No lo puedo evitar. Dudo mucho que haya guardias tan dentro del bosque. Aunque tendré que ser más cuidadoso cuando me vaya acercando al hangar. Y parece que está justo delante, donde los árboles empiezan a escasear.

Agazapado, observo el campo que tengo delante. Al final de la pista se encuentra un edificio que en su momento sirvió de hangar para aviones. Quien pilotase el avión invisible tenía que ser muy bueno; no hay mucho espacio al final antes de que los árboles vuelvan a hacerse presentes. Junto al hangar hay un edificio más pequeño, muy probablemente oficinas y dormitorios para los tipos que trabajan allí. Una valla y una puerta electrificadas rodean el perímetro, y un sendero sin pavimentar, ahora cubierto por la nieve, atraviesa el bosque desde el hangar hasta la carretera que sale de Obukhiv. Los carteles de PROHIBIDO EL PASO y NO PASAR parecen haber hecho su trabajo de alejar a los curiosos.

Tres motos de nieve Taiga están aparcadas fuera del complejo. Veo a un solitario guardia delante de la puerta fumándose un cigarrillo. Maldita sea. Si desactivo la valla, alguno del interior lo va a saber.

Espera. Alguien viene por el camino. A través de los árboles veo unos faros que se acercan y oigo el ruido de unos vehículos.

—Tienes compañía, Sam —dice Lambert—, parece una motocicleta, o quizá una moto de nieve, y un coche. Han aparecido de repente.

—Sí, ya los veo.

Me muevo rápidamente entre los arbustos hasta el borde de la puerta y me tumbo en la nieve. Casi siempre mi uniforme es negro, pero dado que está fabricado especialmente para el invierno ruso o ucraniano, este modelo es completamente blanco y me camuflo bien con lo que me rodea. En un momento abriré la cremallera, me lo quitaré y mostrará el uniforme oscuro para cuando necesite perderme entre las sombras.

El zumbido de la valla electrificada cesa de repente. La han desconectado desde dentro y la puerta comienza a abrirse automáticamente.

Otra moto de nieve Taiga, con un solo ocupante, pasa junto a mí y atraviesa la puerta abierta. Unos segundos después le sigue un Mercedes negro. Me aseguro de que no vienen más vehículos por detrás y ruedo a través de la puerta cuando empieza a cerrarse. Me quedo tumbado completamente quieto y observo a mi alrededor para ver si me han visto. De momento, bien. Ahora es el momento de hacer el camaleón y deshacerme de mi sobretraje blanco.

Después de meterlo en mi mochila, me incorporo y me voy deslizando entre las sombras. Me coloco detrás de un pozo tapado con tablas y observo a los recién llegados que se detienen delante del edificio pequeño. El guardia que he visto antes se acerca al hangar y abre la puerta. El tipo de la moto de nieve se mete dentro con su vehículo. Tras un momento, sale y el primer guardia cierra la puerta del hangar, pero no echa el cerrojo. El chófer del Mercedes mantiene el motor en marcha mientras cuatro hombres salen del coche. Uno de ellos parece ser un general del ejército ruso. Cambio las lentes de mi visor, me concentro en los hombres e identifico con certeza al militar como el general Stefan Prokofiev. Uno de los otros se parece a Oskar Herzog, pero si es él se ha dejado una barba ridícula. Al tercero no lo reconozco. Es más bajito que los demás y tiene una larga melena negra. Se parece un poco a Rasputín. El cuarto hombre es otro soldado, probablemente el guardaespaldas del general. Rápidamente saco algunas fotos con mi OPSAT y las envío a Washington vía satélite con transmisión encriptada.

La puerta del edificio principal se abre y veo a dos hombres en pie junto al umbral. Saludan al cuarteto cuando entran. Se estrechan la mano y la puerta se cierra.

El chófer sale del coche y saluda al piloto de la moto de nieve. Hablan en ruso, probablemente del tiempo. El guardia le ofrece al piloto un cigarrillo y caminan alrededor del edificio. En cuanto desaparecen, corro hacia el hangar, apenas unos veinte metros, y miro dentro. Donde hubo un avión, ahora está repleto de cajas, motos de nieve y un par de coches. Nada más de interés. Meto la mano en la mochila y saco uno de los bonitos localizadores que Third Echelon ha creado para mí. Parece un puck de hockey, pero en pequeño. Está imantado y se activa girando la parte superior. Rápidamente me dirijo al Mercedes, me agacho debajo y coloco el aparato en la parte inferior. Oigo un suave ruido metálico cuando el imán choca contra el metal. Aprieto un botón de mi OPSAT para asegurarme de que recibe la señal.

Bueno, vamos ahora dentro del edificio. Pruebo el picaporte, pero está cerrado. Así que golpeo en la puerta y silbo con fuerza. Mi ruso no es muy bueno, pero basta para soltar breves frases inocuas en caso de que necesite hablar con alguien.

Oigo pasos y el ruido del guardia quitando el cerrojo. La puerta se abre y me lanzo a por él, lo saco fuera y le doy un golpe en la cabeza que no va a olvidar. El borde filoso de mi visor le hace un pequeño corte en la nariz, pero vivirá. Arrastro su cuerpo inconsciente hasta un lado del hangar y lo oculto tras un generador anexo al edificio. Luego corro hacia la puerta principal, desconecto la visión nocturna, y entro.

El pasillo está vacío pero oigo voces airadas en un cuarto más adelante. Al lado hay unos aseos, así que me meto ahí y cierro la puerta. Abro uno de los bolsillos de mi pernera y saco un micrófono que tiene una ventosa. Lamo la ventosa, la pego en la pared y ajusto mi OPSAT para recoger la señal. A través de mi capucha puedo oír lo que están diciendo. El ruso resulta difícil de entender pero comprendo partes. Para asegurarme, empiezo a grabar justo cuando Carly St. John, la directora técnica de Third Echelon, habla por los implantes.

—Intentaré traducirte sobre la marcha, Sam —me dice—, luego podemos repasarlo.

El que más habla es o el general o Herzog. Les está echando a los dos hombres del edificio una buena bronca.

—Tiene que ver con 'fracasar en hacer esto y lo otro' —dice Carly—, y un 'fallo de seguridad'. Van a cerrar la instalación.

Uno de los hombres protesta y suena muy asustado. Aparentemente está a punto de perder algo más que su trabajo.

¡BLAM! ¡BLAM! Los dos disparos me sobresaltan. Les sigue el ruido de dos cuerpos cayendo al suelo. Oigo al general o a Herzog murmurar algo y los cuatro visitantes salen del cuarto. Recorren el pasillo, dejan atrás los aseos, y salen del edificio. Aquello está completamente en silencio.

Abro la puerta de los aseos y miro por el pasillo. Vacío. Rápidamente me dirijo al cuarto y, efectivamente, los dos hombres que habían saludado al general y su séquito yacen en charcos de sangre. Saco algunas fotos y me dirijo a la puerta principal. La abro cuidadosamente y me asomo. El general está ladrando órdenes por una radio mientras los cuatro hombres se suben al Mercedes. El chófer ha vuelto con su colega el piloto de la moto de nieve.

—Tienes más compañía, Sam —dice Lambert—, se acercan tres vehículos. Será mejor que salgas de ahí ya.

Tiene razón, veo más faros que atraviesan la puerta al otro lado del complejo. Vehículos militares. ¡Dos camiones y un tanque! Noto cómo se me acelera el pulso al tiempo que los camiones se detienen delante del edificio y el Mercedes se marcha. Al menos ocho soldados armados, rusos, no ucranianos, saltan de los vehículos y corren hacia la puerta delantera... Justo donde estoy yo.

Joder. Me giro y corro hacia la parte de atrás del edificio, más allá del cuarto de los muertos y hacia un espacio donde hay varios catres; obviamente el dormitorio de los hombres que ya no trabajan aquí. En la pared hay una rejilla que cubre un hueco de ventilación. Cuando oigo a los soldados entrar al edificio y correr por el pasillo, me subo a uno de los catres, quito la rejilla y me meto dentro. Pero es demasiado tarde. Uno de los soldados entra en el cuarto y ve cómo mis pies desaparecen por el hueco. Grita llamando a los otros. Un disparo ensordecedor levanta parte de la pared por detrás de mí.

Serpenteo a lo largo del conducto tan deprisa como puedo. Afortunadamente llego a un desvío en el momento en que el soldado apunta con su pistola por el hueco para dispararme. El conducto gira aquí hacia arriba, así que salto por encima de los disparos y comienzo a trepar hacia el tejado. El soldado no me sigue. Estoy seguro de que se imagina que me atrapará cuando salga por arriba.

La rejilla del tejado no sale fácilmente. Me veo obligado a sacar mi Cinco-Siete y dispararle a las esquinas de la condenada cosa. Enfundo mi arma y le doy un buen golpe a la rejilla con el puño enguantado hasta que por fin se suelta. Salgo al tejado cubierto de nieve. Los disparos comienzan inmediatamente, las balas silban a centímetros por encima de mi cabeza. El ángulo no es muy bueno para los soldados así que tengo ventaja mientras me quede tumbado. Meto la mano en otro bolsillo del pantalón y saco una bengala de emergencia. No es gran cosa, pero esperemos que sea lo bastante brillante como para cegar temporalmente a los soldados. Apunto al cielo y la disparo. La bengala estalla por encima del complejo, iluminando violentamente la oscuridad. Los disparos cesan enseguida. Me levanto y corro por el tejado hacia el otro lado, cerca del hangar. No es un salto muy grande, me lanzo del tejado y aterrizo en un banco de nieve. Caigo, ruedo y me pongo en pie ileso. Pero justo delante de mí está el piloto de la moto de nieve. Está desenfundando una Makarov cuando le propino una patada de Krav Maga en el pecho. Esto lo lanza hacia atrás y deja caer la pistola. Avanzo y le sacudo otra patada en la entrepierna, lo que le deja completamente dócil. Me arrodillo a su lado, le registro los bolsillos y saco las llaves de la moto.

—Gracias —le digo en ruso—, te la devolveré. Algún día.

Me levanto y corro hacia el hangar, tomándome un momento para mirar hacia atrás a ver qué está pasando. Algunos de los soldados parecen estar llevándose archivos, documentos, mapas y ordenadores del edificio. Haciendo limpieza. Definitivamente, el Taller está cerrando estas instalaciones. El tanque ruso, uno de los antiguos T-72, se está colocando en posición para poder disparar. Van a demoler el hangar y borrar cualquier rastro de su existencia. Los demás soldados, por supuesto, me están buscando.

La moto de nieve Taiga está donde la dejó antes el piloto. Me monto, meto la llave y la arranco. La Taiga es un modelo deportivo ligero, justo lo que necesito para una fuga rápida. La moto se sujeta sobre los dos esquís y el pie y sale lanzada del hangar. Naturalmente, los soldados me ven y gritan sorprendidos. Me agacho y paso a toda pastilla junto al tanque, derribo a un soldado y me dirijo hacia la puerta.

El fuego de ametralladora hace que la nieve salte a mi alrededor. Una bala alcanza el guardabarros trasero y por un momento creo que han dañado la moto. El vehículo tose y tironea pero consigo recuperar el control. Aprieto el acelerador hasta los cien según paso volando por la puerta.

Detrás de mí, el cañón de ánima lisa de 125 mm del tanque atruena, provocando un agujero en la parte delantera del edificio. El estallido sacude el bosque que me rodea y noto el calor del edificio engullido por las llamas a más de cien metros de mí. A esto le siguen varias explosiones más pequeñas, probablemente detonadores colocados en el edificio por los soldados.

Por supuesto, para entonces varios soldados me siguen en otras motos de nieve. Vuelvo a conectar la visión nocturna y apago los faros de mi Taiga. Inmediatamente me salgo del camino y me dirijo hacia el frondoso bosque, zigzagueando entre los árboles. A esta velocidad tienes que estar loco para tratar de maniobrar entre estos obstáculos naturales, pero supongo que lo estoy. Hay una línea muy delgada entre desear morir y estar un poco loco.

Veo que los faros de las motos que me siguen salen del camino detrás de mí. Mierda, han descubierto hacia dónde me dirijo. Bueno, veamos si pueden estar a mi altura. Subo la velocidad hasta ciento veinte. Los árboles pasan a toda velocidad a mi lado. Tengo que olvidarme de los tipos que llevo detrás para concentrarme en la conducción. Lo último que necesito es machacarme las piernas contra el tronco de un árbol.

Disparos. Siento el calor de las balas cortar el aire cerca de mi cabeza. Me agacho, lo que complica mi capacidad de maniobra. ¡BAM! La moto roza un árbol y sale volando. Soy consciente de estar en el aire durante un segundo o dos y entonces aterrizo con fuerza en el suelo. Le agradezco a mi buena estrella no haber chocado contra un árbol o una roca.

Las motos que me siguen se acercan. Consigo ponerme en pie y cojeo hasta la Taiga volcada. La pongo en pie, me subo y vuelvo a arrancarla. El esquí frontal está doblado pero creo que todavía funciona. Acelero y pruebo el mecanismo del volante. No va mal. Si la echo un poquitín a la izquierda, consigo engañar a la moto para que vaya recta.

Más disparos. Qué bien.

Aumento la velocidad y me lanzo hacia la oscuridad justo cuando oigo un choque espectacular detrás de mí. Una de las motos de nieve enemigas se ha fundido con un árbol del modo más desagradable. Eso es bueno para mí, pero también incendia el árbol. Si el fuego se extiende podría iluminar el bosque y me verían mejor. Tengo que perder deprisa a estos tipos.

Aprieto el implante de mi cuello.

—¿Hay alguien ahí? ¿Cualquiera? —pregunto.

—Te oímos, Sam —me dice Lambert en la oreja.

—¿Me estáis rastreando? —pregunto.

—Te tenemos por satélite. Seguro que necesitas un guía.

—Por favor.

—Me temo que no puedes volver a la carretera principal hacia Obukhiv. Está llena de soldados. Tu mejor opción es dirigirte al Dnipró.

—¿El río?

—Vamos, no puede hacer tanto frío. El traje te protegerá.

—¿Quiere que me ponga a salvo a nado?

—Deja la moto. Mejor todavía, hazla chocar. Con suerte, tus perseguidores te darán por muerto.

Sacudo la cabeza.

—Lambert, empiezo a sentirme como un especialista de cine mal pagado. Vale, ¿cuánto me queda hasta el río?

Oigo a Lambert consultar con alguien que probablemente sea Carly o Mike Chan. Vuelve y dice:

—Estás como a un kilómetro. Haz un giro de treinta grados a la izquierda e irás directo hacia él.

—Gracias. Corto —giro, esquivo otro árbol y trato de acelerar. Ahora voy a unos ochenta por hora y es lo más que puedo hacer.

De repente y sin avisar, una moto de nieve irrumpe delante de mí saliendo de los árboles. El faro casi me ciega y tengo que desviar la mirada un segundo, girar a la derecha y saltar por encima de un tronco caído. Mi Taiga aterriza con dificultades y gira. El soldado ruso frena su vehículo y me dispara con una pistola. La bala silba por encima de mi hombro izquierdo al tiempo que me agacho y deslizo la Taiga formando un semicírculo para levantar la nieve. Esto me da tiempo para sacar la Cinco-Siete, apuntar en su dirección y disparar.

Dos balas fallan pero la tercera alcanza al soldado en el pecho, derribándolo de su vehículo. Me enfundo la pistola, enfilo la Taiga hacia el río y acelero.

Oigo el rugido del agua delante de mí. Escojo un grueso árbol que está a cincuenta metros y acelero en su dirección. Al mismo tiempo me agazapo en el asiento, preparado para saltar en el último instante. Más cerca... Más cerca... Y salto, aterrizo en la nieve, ruedo y espero.

La Taiga choca contra el árbol y se convierte en una bola de fuego. Queda completamente destrozada.

Me pongo en pie y me dirijo hacia el rugido que he oído antes. En tres minutos me encuentro en la orilla del Dnipró, un ancho río serpenteante que corre desde Rusia occidental a través de Bielorrusia y por Ucrania hasta el Mar Negro. El lugar que he escogido para zambullirme no tiene una cuesta suave por la que bajar. Calculo que es una caída de al menos quince metros.

Me pongo en posición, me concentro, tomo aliento y salto. Choco contra el agua como un cuchillo, me relajo y dejo que mi capacidad natural de flotar me suba a la superficie. Lambert tenía razón. Mi uniforme me protege de la fría temperatura, pero el agua helada me muerde el rostro. Giro de modo que quedo de espaldas, lo que me viene muy bien para conservar la cara caliente y dejo que la fuerte corriente lleve mi cuerpo por el río hasta un lugar seguro.

Así es un día de trabajo, porque soy Sam Fisher. Y soy un Splinter Cell.