Capítulo XXII

Veintitrés de junio, jueves. Era la víspera del día de San Juan. En la capilla dedicada a la Santísima Virgen, dentro de la iglesia de San Onésimo, Katherine Climpson, después de los oficios religiosos, se había dedicado a recoger los pequeños devocionarios que los fieles dejaran sobre los bancos.

Inesperadamente, se le fueron de las manos unos cuantos, entre ellos el suyo propio. El suelo se cubrió de estampas religiosas. Pacientemente, dominando sus nervios, la señorita Climpson se agachó, introduciendo aquéllas en su libro de rezos. Gustaba de usarlas para separar unas partes de otras. Las estampas resultaban más cómodas y apropiadas, a su juicio, que las cintas de seda. Hecho esto se encaminó hacia la salida del templo.

En su casa ya, en el piso que le cediera la señora Budge, la atmósfera era un tanto sofocante. Katherine se sentó frente a una mesita, decidida a ordenar de nuevo las cosas de su devocionario: una imagen que representaba la Última Cena, otra con el Sagrado Corazón de Jesús... A la vista de un trocito de papel escrito, la señorita Climpson se quedó quieta, dibujándose en su rostro una expresión de extrañeza.

—¡Dios mío! —murmuró—. Esto debo haberlo cogido en la iglesia...

Porque la letra no era suya. Se le habría caído a alguien, seguramente. Lo lógico era leer aquello, por si se trataba de algo de importancia.

En muchos devocionarios católicos se recomienda a los fieles, a fin de prepararse adecuadamente para la confesión, que redacten una lista de las faltas cometidas, un método que ayuda a acordarse de ellas en el momento preciso. Desde luego, es siempre una imprudencia citar nombres, enseñar dicha lista a los amigos o perderla. Claro que a veces ocurren cosas con las que no se cuenta...

Como en aquella ocasión. La persona interesada habría repasado, sin duda, la pequeña relación confeccionada durante el examen de conciencia, dejándola olvidada entre las páginas de los devocionarios que prestaba la iglesia. Esto debía de haber sucedido el sábado anterior. Si alguien, posteriormente, había usado el librito, tomaría el papel por una señal, sin más, optando por dejarlo donde estaba.

La señorita Climpson hubiera procedido a su destrucción inmediatamente de no haber captado por casualidad una frase que le llamó poderosamente la atención: «Las mentiras que he dicho por culpa de M. W.»

En aquel mismo instante comprendió que la letra era de Vera Findlater... y supo cuál era el nombre que ocultaban las dos siglas: Mary Whittaker.

Pero entonces, Katherine empezó a luchar contra su natural tendencia a leer el secreto mensaje, que contendría cosas que se susurran al oído del sacerdote al confesar y que son olvidadas en cuanto él pronuncia la fórmula de la absolución.

Esto se figuraba ella, naturalmente. Y pensaba hallarse ante un caso de conciencia, debatiéndose entre lo que le ordenaba su formación religiosa y su deber hacia quien le pagaba: lord Peter. Llegó, incluso, a acariciar la idea de quemar el papel, liquidando así sus dudas.

Pero, ¿no destruiría con tal acción una pista que podía conducir al descubrimiento de un crimen?

¿Qué hacer?

Miró de reojo la nota y esta vez leyó una palabra: «Londres».

La señorita Climpson abrió la boca, como si le faltara aire.

—Bien. No sé si incurro en un pecado... —dijo—. Sin duda, me será perdonado.

Con las mejillas muy enrojecidas, concentró definitivamente su atención en el papel.

«Celos». Esta palabra había sido subrayada. Allí había referencias disimuladas a una riña, a agrias acusaciones, a frases de reproche... Luego venía otro vocablo aislado: «Ídolo».

A continuación venía un problema. La imaginación de Katherine iba creando todo un mundo de sucesos, que sugerían aquellas palabras. Habían sido dichas mentiras, sí. Esto era censurable, aun mediando la intención de ayudar a otra persona. Después había habido malas confesiones, por haber silenciado los embustes. Era preciso enmendar el paso o los pasos erróneos dados. Y a esta conclusión, ¿habría llegado la chica por su odio a la insinceridad o por efecto de un incipiente antagonismo contra su amiga? ¡Qué difícil resultaba así ahondar en el corazón de una persona! ¿Se contentaría Vera con confesar sus mentiras? ¿Se propondría seguidamente decir la verdad a todos?

La señorita Climpson no dudaba de cuál sería el consejo del sacerdote.

«El hombre de la calle South Audley».

Esto era un poco misterioso... ¡No! ¡Todo lo contrario! Ahora quedaba explicado lo de los celos, la riña y todo lo demás.

Por los días de abril y mayo, cuando se suponía que Mary Whittaker se encontraba en Kent, acompañada en todo momento por Vera Findlater, la primera había estado en Londres. Vera le prometería decir que no se había separado de ella un instante. Y las visitas a Londres se hallaban relacionadas con el «hombre de la calle South Audley» y en éstas había algo de pecaminoso. Un asunto amoroso, quizá.

Katherine apretó los labios, sorprendida. Aquello no hubiera podido sospecharlo nunca en Mary Whittaker. Pero justificaba los celos, el disgusto... ¿Y cómo lo habría descubierto Vera? ¿Se habría confiado a ella Mary Whittaker? Leyó una frase debajo de la primera palabra: «siguiendo a M. W. a Londres». Pues entonces era que la había seguido, descubriéndolo todo. A continuación vinieron los reproches... Su conversación con Vera Findlater, pensó la señorita Climpson, debió de ser anterior a tal desplazamiento. Cualquier brusquedad de Mary provocaría más tarde, indudablemente, la ruptura.

«Es extraño —se dijo Katherine—. ¿Por qué no vendría Vera en mi busca, exponiéndome su problema? Tal vez se sienta avergonzada, la pobre criatura. Hace casi una semana que no la veo. Quizás debiera de visitarla. Si me refiriera espontáneamente la historia yo podría ya ponerla en conocimiento de lord Peter.»

Al día siguiente, viernes, la señorita Climpson abandonó el lecho muy preocupada. Continuaba obsesionada con aquel papel. Muy temprano, se acercó a casa de Vera Findlater, donde le notificaron que se hallaba en compañía de Mary Whittaker.

En la avenida de Wellington le dijeron que las dos jóvenes se habían ausentado el lunes, encontrándose fuera de la población todavía. Katherine entró en la iglesia para rezar sus plegarias cotidianas. Pero no estaba en lo que hacía... En la sacristía vio al párroco, preguntándole si tendría inconveniente en que a la noche siguiente le expusiera un problema de conciencia. Después pensó que «un buen paseo» le ayudaría a despejar la cabeza.

Inició, pues, su desplazamiento, no coincidiendo con lord Peter por un cuarto de hora. Tomó el tren que pasaba por Guildford, paseando por la población. A su regreso se enteró de que el señor Parker y varios caballeros habían estado preguntando por ella. Dijéronle, asimismo, que Mary Whittaker y Vera Findlater habían desaparecido y que la policía las buscaba.

La señorita Climpson se sintió de pronto inspirada. Pensaba obstinadamente en aquella frase: «la calle de South Audley»...

Katherine no sabía, desde luego, que Wimsey se encontraba en Crow Beach. Esperaba encontrarle en la capital. Se le metió en la cabeza que debía girar una visita a la calle mencionada. Ignoraba, sin embargo, qué podía hacer allí. Le repugnaba hacer uso abiertamente del papel hallado en la iglesia. Oír la historia de labios de Vera Findlater era ya otra cosa. En consecuencia, tomó el primer tren que salió para Waterloo.

En Piccadilly habló con Bunter, enterándose de que lord Peter estaba en Crow Beach con el inspector Parker. El criado se reuniría con ellos allí. Katherine redactó con destino a su jefe una nota tan confusa como la que había dejado en Leahampton, partiendo para South Audley.

Nada más entrar en la calle comprendió lo indeterminado de su propósito. ¿Qué investigaciones podía realizar limitándose a pasear por allí? Pensó de pronto que si Mary Whittaker pasaba por South Audley con motivo de alguna secreta misión personal y descubría su presencia se pondría inmediatamente en guardia. Katherine decidió penetrar en una droguería que halló al paso, donde adquirió un cepillo para los dientes. Luego miró a su alrededor, fijándose en otras cosas para ganar tiempo. La locuacidad del dependiente secundaba sus propósitos. Notificó al hombre haber recomendado a una de sus amigas un producto de marca. Cabía la posibilidad de que aquélla se hubiera acercado por allí para comprarlo, por el hecho de vivir en la misma calle. ¿La recordaría él acaso? A continuación, la señorita Climpson dio las señas personales de Mary Whittaker.

No. El dependiente no había visto a la amiga de Katherine. Ésta pensó que se imponía la retirada. Ya idearía otra cosa. Pero antes de salir del local dejó caer disimuladamente, dentro de un cesto lleno de esponjas, el llavín de su casa. Mediante esta treta dispondría de un pretexto para visitar la calle de nuevo.

Entró luego en un bar, pidiendo una taza de café. Empezó a concebir un plan que le permitiría inspeccionar detenidamente todas las viviendas de la calle. Necesitaba un pretexto y un disfraz. El proyecto no era descabellado. Su tipo físico se adaptaba precisamente a él. La parroquia que frecuentaba en Londres andaba necesitada de fondos... ¿Qué cosa podía parecer más natural que la de visitar casa por casa, con el fin de obtener suscripciones de las personas piadosas? Aquel distrito, bastante rico, justificaba que ella centrase allí sus actividades.

La señorita Climpson, recordando que aquel día era sábado, se apresuró a buscar un establecimiento de óptica, donde compró unas gafas. Seguidamente se trasladó a su piso de la plaza de St. George para ponerse las ropas que exigía la aventura que estaba a punto de emprender. Comprendió que no podría comenzar hasta el lunes... La tarde del sábado y el domingo no encierran horas favorables para los postulantes.

De todos modos, anduvo ocupada durante casi todo el resto del día. Arregladas sus cosas, pasó al comedor para que su patrona le sirviese una taza de té.

—Con mucho gusto, señorita —dijo la buena mujer—. ¿No le parece horrible este crimen?

—¿Qué crimen? —inquirió la señorita Climpson. Entonces, tomando de manos de su patrona el Evening News, Katherine se enteró de todo lo concerniente a la muerte de Vera Findlater.

* * *

El domingo fue un día muy desagradable para Katherine Climpson. Nunca había pasado otro igual. Siendo de carácter activo, vióse condenada a la inactividad, con tiempo de sobra para pensar en aquella tragedia. Desconociendo la versión de Wimsey y Parker, aceptó al pie de la letra la historia del secuestro.

Escribió una larga carta a lord Peter, detallando sus planes. Como Bunter no se hallaría en la casa, decidió dirigirla a la comisaría de policía de Crow Beach, para que fuese entregada a su jefe o, en su defecto, al inspector Parker.

En las primeras horas de la mañana del lunes se puso las ropas que había seleccionado y las gafas, encaminándose a la calle South Audley. Identificóse perfectamente desde el primer momento con su papel, logrando algunas suscripciones en las casas visitadas y cuando no informaciones sobre sus habitantes.

A la hora del té había recorrido todo un lado de la calle y la mitad del otro, sin resultados positivos en cuanto a su idea primordial. Pensaba en hacer un alto en su tarea cuando a unos cien metros de distancia, delante de ella, descubrió la figura de una mujer que avanzaba en la misma dirección.

Resulta fácil confundir un rostro, pero es casi imposible no identificar a una persona por su porte. «¡Es Mary Whittaker!», se dijo. Y se lanzó en seguimiento de ella.

La mujer se detuvo ante el escaparate de una tienda.

La señorita Climpson vaciló. ¿Obraría prudentemente si se le acercaba más? Si Mary Whittaker circulaba por allí libremente tenía que pensar que el rapto había sido llevado a cabo con su consentimiento. Katherine estaba perpleja; no sabía qué pensar... La mujer penetró en el establecimiento. La droguería donde la colaboradora de lord Peter adquiriera el cepillo de dientes quedaba casi enfrente. Había llegado el momento de reclamar su llavín, supuestamente extraviado. El dependiente lo había encontrado, esperando su vuelta. La «otra» no salía del local... Katherine formuló repetidas excusas, aludiendo a sus frecuentes descuidos. Mary Whittaker apareció por fin en la acera y la señorita Climpson se puso sus gafas otra vez, que se había quitado para que el dependiente de la droguería la reconociera sin dificultad.

La mujer se detenía en ocasiones para contemplar los escaparates que encontraba al paso. Un hombre portador de un carrito con frutas se quitó la gorra en el momento en que ella se deslizaba a su lado, rascándose parsimoniosamente la cabeza. Inesperadamente, Mary Whittaker dio la vuelta. El del carrito se metió con su vehículo en una calleja lateral. Katherine tuvo que internarse en la entrada de una casa, fingiendo atarse los lazos de uno de sus zapatos para evitar un encuentro cara a cara.

Al parecer, a su perseguida se le había olvidado comprar un paquete de cigarrillos. Penetró en un estanco, del que salió un minuto después, pasando junto a Katherine de nuevo, que rebuscaba en su bolso, muy agitada. Ni la miró siquiera, continuando su camino. Por fin se detuvo frente a una entrada situada al lado de una floristería. La señorita Climpson apretó el paso, temiendo perderla de vista.

Mary Whittaker —si en realidad se trataba de ella—, cruzó el vestíbulo, en dirección al ascensor, que hizo funcionar una vez dentro. Katherine vio desde el escaparate de la floristería cómo se elevaba aquél. Entonces, apretando con firmeza contra su pecho las cartulinas de sus suscripciones, siempre bien visibles, entró en el edificio.

El portero se hallaba detrás de una pequeña puerta de cristales. Al ver a la señorita Climpson, una desconocida, le preguntó cortésmente en qué podía servirla. Aquélla, seleccionando un nombre de la lista de inquilinos de la entrada, inquirió cuál era el piso de la señora Forrest. El portero le contestó que el cuarto, adelantándosele para oprimir el botón de llamada del ascensor. Un individuo con el que había estado hablando unos minutos antes se apartó de la cristalera, situándose en otro punto de la entrada. Al empezar a funcionar el ascensor, dentro ya de la cabina, Katherine vio que el tipo del carrito hallábase frente a la casa.

El portero había subido con ella, señalándole después la puerta del piso de la señora Forrest. Su presencia la tranquilizaba. La señorita Climpson, bastante nerviosa, oprimió el botón del timbre.

Al principio pensó que allí dentro no había nadie. Llamó por segunda vez y oyó entonces el rumor de unos pasos. Abrióse la puerta, apareciendo ante Katherine una dama maquillada con exceso, una dama a la que lord Peter habría reconocido en el acto.

—Buenos días —dijo la visitante—. He venido a verla para solicitar su ayuda a nuestra misión... ¿Me permite que entre? Estoy segura de que...

—No, gracias —respondió la señora Forrest, lacónica, apresurada, como si tuviese a su espalda alguien y le interesase que la conversación no trascendiera—. No me interesan las misiones...

Intentó acto seguido cerrar la puerta. Pero Katherine ya había visto y oído bastante.

—¡Santo Dios! —exclamó mirando con fijeza a la señora Forrest—. ¡Pero...!

—Entre —la atajó la otra, asiéndola por un brazo, obligándola bruscamente a pasar al interior del piso, tras lo cual cerró la puerta.

—¡Qué cosa tan extraordinaria! —exclamó Katherine—. Con esos cabellos así no la había reconocido, señorita Whittaker.

—¡Usted! —dijo Mary Whittaker—. ¿Cómo me iba a figurar yo que...? Siempre le tuve por una entremetida. ¿A qué ha venido aquí? ¿La acompaña alguien?

—No... Sí... Ha sido una casualidad —indicó Katherine, vagamente. Una idea la dominaba—. ¿Cómo consiguió librarse de esa gente? ¿Qué pasó? ¿Quién mató a Vera? —Se daba cuenta de que formulaba sus preguntas de una manera ruda y estúpida—. ¿Por qué anda disfrazada así?

—¿Quién la ha enviado? —insistió Mary Whittaker.

—¿Quién es el hombre que está aquí con usted? —prosiguió diciendo la señorita Climpson—. ¿Cometió él ese crimen?

—¿De qué hombre está hablando?

—Del hombre que Vera vio salir de este piso. ¿Es que...?

—Con que esas tenemos, ¿eh? Vera se lo dijo todo. ¡La muy embustera! Menos mal que procedí con rapidez...

De pronto, algo que había estado inquietando a la señorita Climpson por espacio de varias semanas cristalizó en su mente, permitiéndole ver con claridad.

Aquella expresión en los ojos de Mary Whittaker...

Tiempo atrás, Katherine había ayudado a una pariente suya a llevar una casa de huéspedes. Uno de sus clientes pagó su factura con un cheque. La dueña de la pensión había admitido éste a regañadientes, formulando una serie de comentarios nada gratos. Mientras el hombre firmaba el papel, sobre una mesita del cuarto de estar, aquélla siguió con ojos recelosos los trazos que iba dibujando la pluma.

El joven se marchó... Sí. Aprovechando un instante en que no había nadie por la entrada, tras haber cogido su modesta maleta. Y el cheque volvió al poco rato a su punto de partida, como una moneda falsa. Lo que era.

Tratábase de una falsificación. La señorita Climpson tuvo que declarar como testigo. Recordaba ahora perfectamente la rara y desafiante mirada que brillaba en los ojos del huésped al tomar su pluma para perpetrar su primer delito. Y ahora volvía a tener ante ella aquella misma mirada, calculadora, temeraria. Wimsey hubiera debido ponerse en guardia al advertirla en su día. Para prevenir posteriormente a su colaboradora.

La respiración de Katherine se tornó más agitada.

—¿Quién era aquel hombre?

—¿Que quién era...? —Mary Whittaker se echó a reír repentinamente—. Templeton. No me unía ninguna amistad a él. Resulta divertido que usted lo haya tomado por un amigo. De haber podido, yo lo habría matado.

—Pero, ¿dónde está? ¿Qué hace usted? ¿No sabe que todo el mundo la busca? ¿Por qué...?

—¡Ahí tiene las respuestas a todas sus preguntas!

Mary Whittaker le lanzó a Katherine un ejemplar de la edición de las diez del Evening Banner, hasta aquel momento sobre un sofá. La señorita Climpson leyó ávidamente unos grandes titulares:

DESCONCERTANTES REVELACIONES

SOBRE EL CRIMEN DE CROW BEACH

Las heridas que presentaba el cadáver fueron infligidas

después de ser cometido el asesinato

———

Huellas falseadas

La señorita Climpson abrió la boca, asombrada.

—¡Es extraordinario! —exclamó levantando la vista rápidamente.

Hubiera debido actuar con más celeridad. El pesado brazo de una lámpara le pasó rozando la cabeza, incrustándose en uno de sus hombros. Katherine se puso en pie dando un prolongado grito un segundo antes de que las manos de Mary Whittaker se ciñesen despiadadamente a su garganta.