Capítulo XI

Lord Peter llevó a la señora Cropper a Christchurch y regresó a la ciudad a fin de hablar con Parker. En el momento en que Wimsey terminaba de contar al policía su entrevista con Evelyn Gotobed se presentó Bunter en el piso.

—¿Ha habido suerte? —inquirió lord Peter.

—Lamento informar a usted que perdí la pista de la dama.

—¡Qué le vamos a hacer! Bebe algo, Bunter. Estoy seguro de que te lo habrás ganado.

—Muchas gracias, señor. De acuerdo con sus instrucciones, anduve de un lado para otro, buscando a la señora cuyas señas me facilitó. Habiéndola localizado, eché a andar tras ella. Penetramos así en el hotel de la estación, que como recordará usted tiene dos entradas, una que da a los andenes y otra que da a la calle. La dama, luego, abrió la puerta del tocador de señoras y yo me situé en un lugar conveniente del vestíbulo. Permanecí allí tres cuartos de hora. Extrañado por tan prolongada ausencia, me dirigí a una de las chicas del servicio, alegando que era portador de un mensaje para un cliente que había visto entrar en los lavabos. Le di las señas y a los pocos minutos regresó para indicarme que la dama en cuestión se había marchado media hora antes, tras haberse cambiado de vestido.

—Bunter, Bunter... Todo había sido previsto. ¡Qué mujer!

—Llevé a cabo indagaciones en el mismo hotel y en la estación, indagaciones que no dieron el menor resultado. No sabe lo que lamento haber defraudado al señor.

—La cosa no tiene remedio ya, Bunter. Anímate. Como debes de estar cansado, lo que puedes hacer es acostarte.

—Gracias, señor, pero dormí muy bien en el tren, durante el viaje de ida.

—Haz lo que quieras. Yo es que pensaba que a veces te cansabas también, como el resto de los seres humanos.

Bunter esbozó una sonrisa, retirándose.

—Quizás hayamos dado un paso hacia delante —dijo Parker—. Puesto que la señorita Whittaker toma todo género de precauciones para evitar que la sigan, lo lógico es pensar que oculta algo.

—Sabemos que ansiaba ponerse en contacto con la señora Cropper para obligarla a callar, por medio del soborno o recurriendo a otro procedimiento más expeditivo. Bueno, ¿y cómo se enteraría de la llegada de la joven?

—La señora Cropper cursó un cable que fue leído durante la encuesta policiaca.

—Al final, con todo, lograremos llegar hasta esa dichosa señorita Whittaker.

—Tienes que pensar también que Evelyn Gotobed pudo equivocarse. Son muchas las señoras que se cambian de ropa en los tocadores y la mayoría sin ulteriores propósitos criminales.

—Claro. ¿Pues no quedamos en que Mary Whittaker andaba por los campos en compañía de la señorita Findlater? ¡Menos mal que disponemos de la inestimable colaboración de la señorita Climpson, que sonsacará a la chica nada más regresar de esa jira! ¿Qué opinas de cuanto nos ha referido la hermana de Bertha?

—Bien se aprecia lo que sucedió. Mary Whittaker pretendía que su tía firmara, sin saberlo, su testamento. Confiaba en que no leyera el documento que le presentó, por el hecho de dárselo entre otros. Me inclino a pensar que fuera un testamento porque para que tales papeles sean válidos han de reunir las condiciones que tan cuidadosamente preparó la sobrina de Agatha Dawson.

—Es lógico imaginar que lo hacía para obtener un beneficio, ¿no?

—¡Hombre, claro! No iba a hacer todo eso para desheredarse a sí misma.

—Pero ahora surge una dificultad. La señorita Whittaker, por su parentesco con la enferma, era su heredera forzosa. ¿Por qué ese empeño en procurarse un testamento?

Los dos hombres fumaron en silencio durante unos minutos, absortos en sus pensamientos.

Por último, Parker formuló esta consideración:

—Evidentemente, Agatha Dawson pensaba dejar todos sus bienes a Mary Whittaker. Se lo había prometido en muchas ocasiones. Tendría presente, sin duda, que aquéllos eran de los Whittaker realmente...

—Así es, en efecto. Y sólo había un posible obstáculo para que... ¡Oh, Charles! ¡Ya está aquí! ¡La historia de siempre, la que acogen los novelistas con mayor cariño en tantas ocasiones: la del misterioso heredero!

—¡San Dios! ¡Tienes razón! ¿Cómo no habremos pensado en ello antes? Cabe la posibilidad de que Mary Whittaker hubiese descubierto la existencia de un competidor peligroso...

»Hay una cosa, querido, sin embargo... Si tu brillante idea es correcta tendrás que renunciar a la hipótesis del asesinato. Mary, en aquel caso, tenía que ser una persona interesada en que su tía viviera el mayor tiempo posible, para ver si al fin lograba procurarse el ansiado testamento.

—Es verdad, Charles. Me has fastidiado. Veo que pierdo la apuesta. ¡Y qué golpe va a suponer esto para nuestro buen doctor Carr! Le prometí casi que sería proclamado en Leahampton «campeón de la verdad»... Pero, aguarda un instante, Charles... ¿Por qué no ha de estar en lo cierto el médico? Tal vez me equivoqué al elegir el asesino. ¡Ajá! Ahora veo que entra en escena un villano más siniestro... El reclamante, prevenido por sus esbirros...

—¿Qué esbirros?

—La enfermera Forbes, probablemente. No me extrañaría que obtuviese dinero de él. ¿Por dónde iba yo...?

—Prevenido por sus esbirros... —apuntó Parker.

—... se pone de acuerdo con ellos para acabar con la anciana y con el peligro que supone que ande de trajines con abogados, pensando en dar poderes, dictar testamento, etcétera.

—¿Y cómo había de acabar con la señorita Dawson?

—Utilizando uno de esos venenos procedentes de remotos lugares que matan en una fracción de segundo y desafían al analista más perspicaz. Todos los escritores de novelas de misterio se hallan familiarizados con tales sustancias. Como «pega», Charles, ésa no me inquieta lo más mínimo.

—¿Y cómo es que ese hipotético caballero no ha reclamado lo que es suyo todavía?

—Ahora aguarda su momento. Las circunstancias que rodearon la muerte de Agatha Dawson provocaron en él cierta inquietud...

—No sé qué espera... Tendrá más problemas cuando la señorita Whittaker disponga de todo.

—Luego pretenderá que se hallaba lejos del país al morir Agatha Dawson. ¡Cielos! Me estoy acordando de otra cosa...

Lord Peter sacó de uno de sus bolsillos una carta.

—La abrí nada más recibirla —explicó—, pero sólo tuve tiempo de echarle un vistazo porque tropecé con un amigo en la entrada. Es algo más corta que las otras de la señorita Climpson.

Mi estimado lord Peter:

Esta mañana me he enterado de algo que puede ser de gran interés, por lo cual me apresuro a comunicárselo. Recordará usted que le dije que las doncellas de la señora Budge y la señorita Whittaker son hermanas... Bien. Pues hoy he conocido a la tía de ambas chicas.

Parece ser que esta mujer se hallaba tiempo atrás en muy buenas relaciones con Agatha Dawson. Hablo de una época anterior a las Gotobed, naturalmente. La señora Timmins —así se apellida—, llegó a trabajar en la casa coma ama de llaves.

Al tocar durante nuestra entrevista el tema de la muerte de la señorita Dawson, la visitante apretó los labios y dirigiéndose a mi patrona manifestó: «Nada puede sorprenderme con respecto a esa familia. Presentaba unas derivaciones indeseables... Usted se acordará, seguramente, de que yo me sentí obligada a marcharme de la casa a raíz de la aparición de una extraordinaria persona que se anunció a sí misma como primo de la señorita Dawson».

Discretamente, inquirí detalles, ya que yo no había oído mencionar a otros parientes. La señora Timmins describió al personaje en cuestión como «un negro repugnante» vestido con ropas sacerdotales. El hombre dijo ser «el primo Hallelujah». Con gran sorpresa por parte de la señora Timmins, la dueña de la casa le dispensó una excelente acogida, invitándole a comer incluso, hallándose allí su sobrina, una cosa intolerable desde el punto de vista de la antigua ama de llaves. Tanta indignación sintió ésta al observar la cariñosa recepción de que fue objeto el negro (ella mascaba la palabra), que tras haberse negado a cocinar para el visitante abandonó la casa para siempre.

Debido a su arranque, la señora Timmins no me ha podido ampliar la noticia referente al memorable episodio. Recuerda, eso sí, que la tarjeta del negro (pronunciando siempre tal palabra como un insulto), rezaba: «Rev. H. Dawson». Bajo el nombre había unas señas con nombres extranjeros. ¿Qué opina usted de todo esto, lord Peter?

Suya affma.

A. K. CLIMPSON»

—Dios la bendiga —murmuró Wimsey—. Aquí tenemos al reclamante que buscábamos.

—Con una piel tan negra como su corazón, por lo visto —declaró Parker—. ¿De dónde saldría el Rev. Hallelujah? ¿A dónde habrá ido a parar? ¿Figurará en el anuario «Crockford»?

—Tiene que estar en él si pertenece a la Iglesia de Inglaterra —contestó lord Peter, poniéndose a buscar entre sus libros aquella obra.

Habiéndola encontrado, pasó durante unos minutos página tras página...

—No. Aquí no hay ningún Rev. Hallelujah... ¿Sabes qué pienso hacer, Parker? Pues ir a Crofton.

—¿A Crofton?

—Sí. Allí vivieron Clara Whittaker y Agatha Dawson.

Intentaré localizar al individuo del pequeño maletín negro, al extraño abogado que visitó a la señorita Dawson hace dos años, que tanto interés tenía en que ella dictase testamento. Me imagino que está enterado de la existencia del reverendo Hallelujab y de todo lo relativo a su reclamación. ¿Vas a acompañarme?

—Necesitaría un permiso oficial. No participo oficialmente en este caso.

—Dile a tu jefe que se halla relacionado con el de Bertha Gotobed, querido. Eres para mí un elemento auxiliar indispensable. Nada como un policía para conseguir sin grandes esfuerzos que ese abogado «cante».

Unos minutos después, Parker establecía contacto con sir Andrew Mackenzie, de Scotland Yard.

* * *

—Está comenzando a llover —observó Parker.

—Da igual. Lo que a mí me gustaría saber es si esta carretera nos llevará a donde queremos

—Ahí, debajo de un árbol, veo a un hombre sentado. Preguntémosle.

—Debe de haberse extraviado —repuso Wimsey—. ¿Qué puede esperar? ¿A que llueva más?

En aquel momento el desconocido se puso en pie, haciéndoles señas para que se detuvieran. Tratábase de un joven. No lejos de él vieron los viajeros una motocicleta.

—¿No podrían echarme una mano, por favor? —preguntó.

—¿Qué le ocurre?

—Se me ha parado la moto...

Lord Peter se apeó.

—He estado dándole al pedal de arranque sin el menor resultado.

—¿Se ha quedado sin gasolina?

—No, señor. Llevo el depósito casi lleno.

—¿Ha visto la bujía?

—Pues... no. Es la segunda vez que salgo con mi máquina, ¿sabe usted?

Con una sonrisa, Wimsey quitó el tapón rascado del depósito del combustible, mirándolo al trasluz y soplando sobre él a continuación. Luego volvió a ponerlo en su sitio.

—Dele ahora al pedal de arranque, por si acaso. Ya examinaremos la bujía si hace falta.

El joven obedeció. El pequeño motor rugió atronadoramente.

—¡Dios mío! ¡Esto es un milagro! —exclamó el muchacho—. No sabe lo que se lo agradezco.

—No vale la pena. ¿Podría indicarnos el camino hasta Crofton?

—Yo voy hacia allí. Si quieren seguirme...

—¡Magnífico! ¿Tendremos dónde hospedarnos?

—Mi patrón tiene un hostal, el «Fox-and-Hounds». Les serviremos bien de comer.

—¿Ves, Parker? —dijo lord Peter, mirando a su amigo—. Para nosotros vuelve a lucir el sol.

En el establecimiento fueron atendidos por la propia dueña del mismo, la señora Piggin. Wimsey inició una conversación cortés y dando grandes rodeos fijó el tema en las familias de la localidad en general, pasando a ahondar en la de Clara Whittaker particularmente.

—¡Naturalmente que conocimos a Clara! ¿Y quién no, por aquí? —manifestó la señora Piggin—. Era una mujer maravillosa. En este distrito, por aquella época, no había mejores caballos que los suyos.

—¿Qué me dice?

—A los sesenta años montaba todavía a caballo. No se parecía en nada a su amiga, la señorita Dawson, más tímida, más retraída. Supimos de su muerte en su día... Fue un cáncer, ¿no? ¡Pobrecilla! Tan amable siempre, tan simpática... ¡Qué casualidad haberla conocido usted!, ¿eh? Siendo así, es posible que le interese ver unas fotografías que tenemos de aquel tiempo. ¡Jim!

—¿Qué hay?

—Enseña a estos caballeros las fotos de Clara Whitaker y Agatha Dawson.

El señor Piggin participó luego activamente en la conversación. Lord Peter y Parker inspeccionaron muy interesados en diversas instantáneas la faz más bien sombría de una mujer entrada en años, siempre a caballo, con las riendas de su montura entre las manos. En el rostro de Clara Whittaker se advertían los estragos producidos por los años, pero bajo los mismos era posible apreciar la perfección de sus rasgos. A su lado, Agatha Dawson resultaba menuda, dulce, femenina, risueña... Indudablemente, la singular pareja debía de haber llamado en vida la atención de todos.

Lord Peter formuló todavía unas preguntas más, relativas a los familiares.

—Nosotros, señor, siempre nos imaginamos que la señorita Whittaker había reñido con los suyos por haberse establecido aquí. Por aquellas fechas no era corriente que las jóvenes se independizaran tan radicalmente como hoy. No obstante, si usted tiene interés por conocer detalles, ¿por qué no habla con Ben Cobling? Es un anciano ahora y estuvo al servicio de la señorita Whittaker por espacio de cuarenta años y contrajo matrimonio con la doncella de Agatha Dawson... Ha cumplido ya los ochenta. Clara le dejó una casita al morir, donde vive con su esposa. Ben es un viejo con buena salud y mejor memoria...

Cuando lord Peter y Parker se hallaban solos ya en su amplio dormitorio, de techo bajo y camas cuyas sábanas olían a lavanda, aquél dijo a su amigo:

—Gran sitio Crofton, Charles. Seguro que Ben Cobling sabe cuánto hay que saber sobre el primo Hallelujah. Ardo en deseos de hablar con él.