Capítulo V
—De modo que piensa usted quedarse a vivir en Leahampton, ¿eh? —dijo la señorita Murgatroyd—. ¡Magnífico! Supongo que participará en las tareas parroquiales. La cosa no marcha todo lo bien que quisiéramos. Hay mucha indiferencia actualmente en lo tocante a la religión y no poco protestantismo... ¡Uf! No me muestro caritativa. Bueno, ¿y qué casa piensa usted tomar, señorita Climpson?
—Ya veremos. Los alquileres son elevados hoy en día y temo excederme si me decido a comprar un piso. Tengo que andar con pies de plomo y estudiar detenidamente el problema que se me presenta. Me gustaría que mi casa quedase cerca de la parroquia. Tal vez el párroco se encuentre en condiciones de darme una orientación.
—Sí, sí. Pregúntele. Ya verá como le sugiere algo. El sitio es bueno. Aquí se sentirá a gusto. Veamos. Ahora para en la avenida de Nelson, ¿verdad? ¿No dijo eso la señora Tredgold?
—Sí. Estoy con la señora Budge, en Fairview.
—Excelente mujer. Lo malo es que habla a todas horas. Habrá emitido su opinión, seguramente, si le confió lo que se propone hacer...
—Pues sí —dijo la señorita Climpson, asiendo aquella oportunidad con presteza—. Me habló de una casa de la avenida de Wellington que tal vez pudiera alquilar...
—¿En la avenida de Wellington ha dicho? ¡Me sorprende usted! Será que los Parfitt se trasladan al fin... No han hablado de otra cosa en los últimos siete años. Señora Peasgood... ¿Ha oído usted eso? La señorita Climpson afirma que los Parfitt abandonan su casa.
—¡Santo Dios! —exclamó la señora Peasgood—. Es toda una noticia. ¿Dónde irán a parar? Seguramente a una de esas casas nuevas de la carretera de Winchester. Claro que para vivir allí necesitarán disponer de un automóvil.
—No. Parfitt no es el apellido que yo oí —se apresuró a indicar la señorita Climpson—. A mí me parece que la señora Budge mencionó a una tal señorita Whittaker.
—¿La señorita Whittaker? —preguntaron las dos mujeres a coro.
—La señorita Whittaker me lo hubiera dicho, de haber pensado en dejar su casa —aseguró la señorita Murgatroyd—. Somos muy amigas. Su patrona debe de haberse equivocado. Hoy la gente hace una novela de nada.
—Yo admitiría eso con ciertas reservas —indicó la señora Peasgood—. Es posible que haya algo. La señorita Whittaker me habló en una ocasión de un proyecto suyo: regentar una granja dedicada a la cría de pollos.
—Nadie ha dicho que la señorita Whittaker se fuera.
La señora Budge declaró que se había quedado muy sola, tras la muerte de un familiar, y que no le extrañaría que echase de menos su compañía.
—¡Vaya con la señora Budge! —exclamó la Peasgood, asintiendo—. Es una mujer excelente, pero a veces acaba cogiendo el rábano por las hojas. A la pobre Mary Whittaker le dije yo el otro día: «Desaparecida tu tía, ¿no te encuentras muy sola en esa casa, querida?» No sería mala idea que saliera de allí o que buscara a alguien que le hiciese compañía. Una mujer joven no debe vivir aislada del resto del mundo.
Y su amiga asintió.
—A la señora Budge —informó la señorita Climpson, siempre al tanto—, le pregunté: «¿Es que hubo en realidad algo raro en la muerte de la anciana tía?» Es que ella me había hablado antes de las peculiares circunstancias del caso. Ustedes comprenderán... No me gustaría vivir en una casa considerada por determinadas razones curiosa. No me sentiría nunca a mis anchas.
Al decir esto, la señorita Climpson se expresaba con absoluta sinceridad.
—No, no, ¡qué va! —repuso la señorita Murgatroyd—. Circularon rumores extraños, es cierto, pero... Aquélla fue una muerte natural, un feliz desenlace para la señorita Dawson, que en los últimos días de su vida sufría muchísimo. La escandalosa historia y su divulgación corrió a cargo del doctor Carr, que nunca me resultó simpático, tramada con el afán de adquirir notabilidad... ¿Es que un médico cualquiera va a ser capaz de fijar la fecha determinada por el Creador para que se presente a Él una de sus criaturas? ¡Hay que ver a donde pueden conducir la vanidad y el orgullo humanos! ¡Pobre señorita Whittaker! Vivió unos días muy malos. Pero luego quedó probado, completamente probado, que en aquella fantástica historia no había nada de verdad. Me imagino que el joven doctor Carr se sentiría avergonzado de sí mismo.
—Es preciso tener en cuenta otras opiniones —dijo la señora Peasgood—. Me explicaré... A mi juicio hubieran debido de efectuarse algunas investigaciones. Hay que ser imparcial en estas cosas. El doctor Carr era un joven capaz, que en nada recordaba al médico de cabecera familiar de otros tiempos, que tanto dice a la gente vieja. Fue una lástima que la enfermera Philliter se marchara... Forbes, esa mujer, no servía para nada. Me parece que no estaba muy al tanto de sus obligaciones.
—La enfermera Forbes era una persona encantadora —contestó la señorita Murgatroyd, indignada al oírse llamar «vieja».
—Es posible. Ahora bien, ¿usted no sabe que un día estuvo a punto de acabar con la paciente al duplicar distraídamente la dosis de una de las medicinas que la enferma tomaba a cada paso? Nada tiene de particular que sus torpezas se repitieran...
—La enfermera Forbes sólo pensaba en la señorita Dawson, mientras que la Philliter se dedicaba a flirtear con el doctor. Éste no simpatizó con la primera porque no olvidaba un momento que había sustituido a su amiguita. ¡Con qué placer le hubiera buscado un conflicto, de haberle sido posible!
—No irá usted a decirme, señorita Murgatroyd —medió Katherine Climpson—, que el doctor Carr se negó a extender el certificado de defunción y armó todo el lío para perjudicar o molestar a la enfermera. No creo que haya un médico en el mundo que se atreva a hacer eso.
—Por supuesto que no —manifestó la señora Peasgood—. Nadie que tenga dos dedos de frente puede pensar tal cosa.
—Gracias, señora Peasgood —replicó la señorita Murgatroyd—. Muchísimas gracias. Estoy segura de que...
—Yo digo lo que pienso.
—Doy gracias a Dios por no haber concebido tan poco caritativos pensamientos.
—No creo que sus observaciones rezumen caridad precisamente —apuntilló ásperamente la señora Peasgood.
Afortunadamente, en aquel momento se le escaparon a la señorita Murgatroyd veinte puntos de la labor que tenía entre manos. La otra se retiró del campo de batalla, concentrándose en una tarea que reclamaba su atención.
La señorita Climpson, obstinadamente fiel a su misión, expuso después a la señora Tredgold el asunto de la casa de la avenida de Wellington.
—La señorita Whittaker acaba de llegar —le contestó aquélla—. Puedo presentársela, a fin de que charle con la interesada acerca del particular. Le agradará conocerla. Es muy trabajadora.
Unos minutos después la mujer cumplía su palabra.
—Quiero presentarle a usted a la señorita Climpson, querida. Vive no muy lejos de su casa, en la avenida de Nelson. Convénzala para que se quede definitivamente aquí.
—Todas nos sentiríamos encantadas —contestó amablemente la señorita Whittaker.
Lo primero que la señorita Climpson pensó al hallarse frente a Mary Whittaker fue que sobraba en aquellas reuniones de San Onésimo. Se despegaba decididamente de cuantas mujeres participaban en las mismas. Su bello rostro, su sereno y autoritario aire, encajaban mejor en el marco de las oficinas de la «City». Era de ademanes seguros y vestía muy bien. Katherine Climpson experimentó nada más verla una extraña sensación de familiaridad. Ella había advertido una mirada semejante a la de la mujer que tenía delante en algún sitio... ¿Dónde? ¿Cuándo? Rebuscaba inútilmente en su memoria. Era inútil. «Por la noche me acordaré», se dijo la señorita Climpson, confiadamente. «Entretanto, callaré lo de la casa... No nos precipitemos».
La joven señorita Findlater, que llevaba en las manos un gran paquete de ropas infantiles, se dejó caer en el sofá, junto a la recién llegada.
—¡Mi querida Mary! ¿Cómo es que no me dijiste nada? Me he enterado que lo de la granja es un hecho. Ya veo que vas a llevar tus planes adelante. Me prometiste que yo sería la primera en enterarme si persistía en ti esa idea.
—Me sorprendes, chica —replicó Mary Whittaker, fríamente—. ¿Quién te ha contado esa historia de hadas?
—¡Cómo! La señora Peasgood asegura que se lo dijo... —La señorita Findlater se hallaba en apuros. No le habían presentado aún a Katherine Climpson y no sabía cómo aludir a ella. Vaciló unos segundos, dando por fin con la solución—. ¡Nuestra nueva colaboradora! ¿Debo de presentarme? Odio las formalidades y pienso que el estar aquí es ya una especie de presentación. La señorita Climpson, ¿verdad? ¿Cómo está usted? ¿Es cierto, Mary, que cedes tu casa a la señorita Climpson y montas una granja en Alford?
—No sabía nada de eso. Y nosotras, querida, acabamos de conocernos.
La señorita Findlater comprendió que había cometido un desliz y miró a su nueva compañera para que acudiera en su auxilio.
—¡Qué equivocación! —exclamó Katherine Climpson, sin perder el aplomo—. ¿Qué habrá pensado usted de mi, señorita Whittaker? Desde luego, ¿cómo voy a decir yo una cosa semejante? Yo sólo mencioné que buscaba o que pensaba buscar una casa cercana a la iglesia y alguien sugirió —alguien, no recuerdo quién—, sugirió que usted quizás alquilara la vivienda. Esto fue todo lo que hubo, se lo aseguro.
La señorita Whittaker sonrió.
—De haber pensado algo en tal sentido se lo hubiera dicho a un agente. La verdad es que no he descartado nunca esa posibilidad, pero no he dado ningún paso para ceder en alquiler mi casa.
—¡Ah! Entonces no íbamos del todo descaminadas —comentó la señorita Findlater—. Me alegro porque así podré colocarme en tu granja. Tengo ganas de dejar la vida que ahora llevo, de vivir apegada a la tierra y a las cosas fundamentales de la existencia.
»Esto de vivir en una población tan pequeña como Leahampton, señorita Climpson, es terrible. No hay más que habladurías por todas partes. Tú, Mary, lo sabes por experiencia propia, por aquello del doctor Carr y demás... No me extraña que pienses en perder de vista la casa. No creo que vuelvas a sentirte a gusto dentro de ella nunca.
—¿Y por qué no he de sentirme a gusto allí? —inquirió la señorita Whittaker, con viveza.
¿Con demasiada viveza?, se preguntó la señorita Climpson.
—Bueno, es que yo, ¿sabes, Mary?, siempre he pensado que resulta triste vivir donde ha muerto alguien.
Evidentemente, la señorita Findlater optaba por dar otro giro al tema, pensó Katherine Climpson. Tanto ella como Mary Whittaker habíanse acordado al mismo tiempo de la atmósfera de recelos que suscitó el fallecimiento de Agatha Dawson.
—No existe una sola casa en la que no haya muerto alguien, en una época u otra —contestó la señorita Whittaker—. No sé por qué razón la gente ha de sentirse preocupada por esto. Claro, ocurre que no somos sensibles a las cosas relacionadas con seres ya idos, pertenecientes al pasado. Lo mismo que no nos afectan las epidemias y accidentes que suceden lejos de nosotros.
Aquella noche, Katherine Climpson escribió a lord Peter:
La señorita Whittaker me ha invitado a tomar el té. Me ha explicado que le agradaría vivir en el campo, desplegando una gran actividad, impulsada por un objetivo concreto, añadiendo que le tiene mucho cariño a la casa de la avenida de Wellington, de la que no puede desprenderse. Parece tener mucho interés en dar tal impresión.