CAPÍTULO XII

A la lluviosa noche siguió una radiante mañana de sol. Lord Peter hizo los honores al suculento desayuno que le sirvieron. Después encendió su pipa y permaneció en actitud meditativa durante unos minutos.

Luego, siendo aún muy temprano, decidió dar un paseo por los alrededores del hotel. No había hecho más que alejarse unos metros de la puerta del mismo cuando divisó a un hombre muy viejo, de arrugadísima faz y piernas increíblemente arqueadas.

—Buenos días, señor —dijo el anciano al llegar a su altura.

Wimsey correspondió cortésmente al saludo, señalando que se correspondía con el espléndido tiempo que se anunciaba...

—Así es —manifestó el viejo—. Cuando amanece un día tan hermoso como éste me apresuro a pedirle a Dios que me conceda el privilegio de vivir unos años más.

—Se aguanta usted muy bien todavía.

—En efecto. Y eso que voy para los ochenta y siete años ya.

Lord Peter expresó su asombro.

—De no ser por el reuma no padecería de nada. Cierto es que camino un poco encorvado, pero eso es a consecuencia de mi oficio más que efecto de la edad. He vivido siempre entre caballos...

—¿Y qué mejor compañía que ésa?

—Es verdad. A mí me han gustado, además. Mi mujer ha llegado a sentir celos de ellos. Y es que yo he preferido siempre la compañía de los animales. Son más discretos que ellas, ¿no le parece?

Poco a poco, charlando de esta manera, habían llegado los dos al bar del establecimiento.

—¿Qué quiere usted tomar? —preguntó Wimsey al viejo.

—¡Oh! Jim ya lo sabe: la cerveza de costumbre.

—Dos cervezas, Jim, por favor.

—¡Dos cervezas, Joe! —ordenó el señor Piggin—. Buenos días, milord... Buenos días, señor Cobling. ¡Vaya! Ya veo que se conocen.

—De manera que usted es el señor Cobling... Encantado de conocerle. Precisamente tenía interés en charlar con usted un rato.

—¿De veras, señor?

Medió en la conversación el dueño del hostal.

—Le dijimos a lord Peter que usted, señor Cobling, podía referirle muchas cosas acerca de Clara Whittaker y Agatha Dawson... Ha tenido relación con familiares y conocidos de esta última.

—¿Sí? Cincuenta años estuve al servicio de la señorita Whittaker. ¡Qué mujer! Recuerdo claramente su esbelta figura, sus coloreadas mejillas, sus negrísimos cabellos... Tuvo pretendientes de sobra, pero a todos los rechazó. ¡Y cómo los trataba! Mujer de negocios ante todo, podía dejársela sola...

El señor Piggin refirió una anécdota, a la que siguió otra del anciano. Apareció Parker en el bar y empezaron las rondas de cerveza.

Del grupo se separó a los pocos minutos el señor Piggin, reclamado por sus cotidianos deberes. Luego, lord Peter, mediante hábiles maniobras, centró su conversación con el viejo en la familia Dawson.

El hombre declaró que su mujer estaba en condiciones de hablarles de Agatha Dawson con más conocimiento de causa que él, invitando entonces a Parker y a Wimsey a visitar su casa.

La señora Cobling era sólo dos años menor que su marido. Se sintió encantada ante la oportunidad que sus visitantes le deparaban de hablar de su querida señorita Agatha.

Había entrado en casa de los Dawson siendo una muchacha todavía. Tenía quince años cuando Harriet contaba solamente tres. Ésta, andando el tiempo, se convertiría en la esposa de James Whittaker. Sí. Ella formaba parte de aquel hogar cuando nacieron los demás... Stephen, debía haber sido el heredero. Vino la desgracia y murió el desventurado padre. Un triste asunto. El señor Henry se dedicó a ciertas especulaciones —cuya naturaleza la señora Cobling no llegó a concretar—, y el pobre caballero lo perdió todo y no volvió a levantar cabeza. Cincuenta y cuatro años contaba al morir... Su esposa no tardó en seguirle a la tumba.

—¿Y qué hizo el señor Stephen, ya sin dinero?

—Se dedicó a los negocios. Costaba trabajo creerlo porque había sido educado para cosas mejores. Por fin se comprometió con una bella dama y rica heredera. Pero ésta, al enterarse de que carecía de bienes, rompió con él. Debía de ser una mujer sin corazón. Stephen contaría más de cuarenta años de edad cuando contrajo matrimonio. John fue su único hijo. ¡Qué terrible día aquél en que supimos que había muerto en el frente, durante la primera guerra mundial!

—Eso sería un golpe tremendo para sus padres...

—Tremendo, sí, señor. Hasta el punto de que el señor Stephen perdió la cabeza y se pegó un tiro. Pero antes mató a su mujer. Seguramente recordará usted la historia, que publicaron todos los periódicos.

—Parece ser que sí, que recuerdo algo muy vagamente —dijo Peter, mintiendo—. En cuanto a John... Supongo que no estaría casado.

—No, no. Esperaba regresar para casarse con una chica que trabajaba como enfermera en un hospital.

La anciana suspiró, secándose los ojos.

—¿Fue Stephen el único hijo del matrimonio Dawson-Desmoulins?

—No, para hablar con exactitud. Hubo, además, un par de gemelos, los cuales vivieron solamente unos días. Nacieron cuatro años después de Harriet, la que sería luego mujer de James Whittaker.

—Así es como quedaron enlazadas las dos familias.

—Efectivamente. Agatha, Harriet y Clara iban al mismo colegio. La señora Whittaker pidió a las dos jóvenes que pasaran las vacaciones con Clara. Entonces James se enamoró de Harriet. Ésta no era tan linda como Agatha, en mi opinión, pero sí más viva... Además, con aquélla no había que contar para coqueteos y otras bromas. A mí me decía a menudo: «Betty: Clara y yo pensamos quedamos solteras y vivir juntas, lejos de los fastidiosos caballeros que en ocasiones nos asedian.» Y así ocurrió... No hay que olvidar que Agatha era muy decidida, pese a su retraimiento. Una vez decía una cosa no había quien le llevara la pata a la oreja, como vulgarmente se dice. En ella no producían el menor efecto las razones, las amenazas, las coacciones de cualquier tipo. De pequeña ya era así.

Wimsey pensó en la anciana señorita Dawson, tendida en su lecho, imponiendo sus deseos frente a los razonamientos del abogado y los subterfugios de la sobrina. En su tipo, indudablemente, se trataba de una mujer notable.

—Supongo que la familia Dawson, prácticamente, se halla extinguida, ¿no es así?

—Sí, señor. Ahora sólo queda de ella Mary..., una Whittaker. Es la nieta de Harriet. Charles Whittaker no tuvo otro hijo. Charles y su esposa fallecieron en accidente de automóvil. ¡Qué serie de tragedias! Una tras otra... ¿Quién hubiera podido predecir que Ben y yo íbamos a sobrevivirles?

—Animo, querida —medió el anciano, oprimiéndole una mano a su mujer cariñosamente—. Dios ha sido muy bueno con nosotros.

—¡Y tanto! Tenemos tres hijos, señor, y dos hijas. Nos hemos juntado con catorce nietos y tres biznietos. Quizás le agrade ver sus retratos.

Lord Peter, naturalmente, accedió. Los ancianos les refirieron las historias de los descendientes con bastante amplitud. Cuando se producía una pausa, Parker se apresuraba a decirle a su amigo, al oído: «y del primo Hallelujah, ¿qué?»

Uno de los nietos había enviado a su abuela en cierta ocasión un hermoso chal desde el estrecho de los Dardanelos. Wimsey y el policía lo admiraron también y luego, poco a poco, la conversación se centró en los países extranjeros, en otras razas, particularmente la negra...

—A propósito... ¿Han vivido siempre aquí, en el país, los miembros de la familia Dawson? —preguntó lord Peter.

La señora Cobling hizo un gesto de negación. Paul, hermano de Henry, del cual apenas se hablaba en el seno familiar, había suscitado muchos comentarios... Habíase vuelto papista, ingresando después en calidad de monje en un convento. Henry solía decir que de aquello tenía la culpa él.

—¿Cómo se explica eso?

—La esposa de Henry era francesa y papista, esto es, católica. Posteriormente, su marido la hizo abandonar sus antiguas ideas religiosas. Paul se enamoró de una de las hermanas de su cuñada, pero la cosa no quedó en nada debido a que la muchacha decidió consagrar su vida a Dios, ingresando en un convento, lo mismo que hizo él después, desengañado de las vanidades mundanas. Seguramente vive, todavía.

—Si vive —murmuró Parker—, él es, probablemente, el legítimo heredero, por ser tío de Agatha Dawson y su más próximo pariente.

Wimsey frunció el ceño, volviendo a la carga.

—No puede ser que yo pensara en Paul... Ese familiar de Agatha Dawson, de quien les he dicho que yo había oído hablar, era un extranjero auténtico, un hombre de tez oscura, casi un negro... Tal me dijeron al menos.

—¿Un negro? —inquirió la anciana—. No. No puede ser... Claro, que si... Bien, ¿tú crees que eso es posible? Me estoy acordando de Simón...

Ben movió la cabeza.

—Jamás oí contar muchas cosas de él.

—El perverso Simón, como se aludía al mismo a veces, se fue a las Indias hace muchos años. Nadie supo qué había sido de él. Se me ocurre pensar que pudo contraer matrimonio con una nativa de aquellas tierras, una negra. Esa persona podría ser su nieto...

Aquello resultaba descorazonador. El nieto de Simón sería, seguramente, un pariente demasiado lejano para disputar a Mary Whittaker su derecho a la herencia.

—Muy interesante —comentó Wimsey, sin embargo—. ¿A dónde se encaminó Simón concretamente? ¿A las Indias orientales o a las occidentales?

La señora Cobling lo ignoraba. Creía, no obstante, que el viaje estaba relacionado de un modo u otro con América, por lo que oyera contar.

—Es una lástima que el señor Probyn no se encuentre en Inglaterra. Él hubiera podido contarle mil cosas más aún que yo acerca de la familia. Se retiró el año pasado, yéndose a vivir a Italia, me parece.

—¿Quién es el señor Probyn?

—El abogado de la señorita Whittaker —declaró Ben—. Llevó después todos los asuntos de la señorita Dawson. Era un gran caballero, de inteligencia nada común. Resultaba difícil sacarle nada. Bueno, eso es lo que les sucede a todos los abogados —añadió astutamente—. Cuando pueden se quedan con lo que sea, sin ceder lo más mínimo.

—¿Vivía en Crofton?

—No, señor. Su casa se hallaba en Croftover Magna, a unos veinte kilómetros de aquí. Sus cosas quedaron en manos de «Pointer & Winkin». Pero, en fin, éstos son hombres jóvenes y sé muy poco de ellos.

Los Cobling les habían dicho todo lo que tenían que decirles. Wimsey y Parker se dispusieron a retirarse.

—Bueno, hay que ir dejando de pensar en Hallelujah —comentó más tarde Parker.

—Sí y no. Puede que esto tenga alguna derivación. La figura de Paul es prometedora. Evidentemente, el señor Probyn es el pájaro a quien tenemos que echar mano. ¿Sabes quién es?

—El misterioso abogado, me imagino.

—Desde luego. Ese hombre sabe por qué razón era preciso que la señorita dictase testamento. Veremos también qué es lo que pueden referirnos sus sucesores.

Desgraciadamente, «Pointer & Winkin» no tenían nada que contar. La señorita Dawson había prescindido oportunamente de los servicios de Probyn, que puso en manos del abogado que eligió después. Wimsey y Parker lograron hacerse, sin embargo, con las señas de aquél: Villa Blanca, Fiesole.

—Esto no se ha dado mal del todo —manifestó Wimsey—. En cuanto hayamos comido escribiré dos cartas. Una de ellas será para el señor Probyn y la otra para mi buen amigo el obispo Lambert, de la Misión del Orinoco, a ver si nos ayuda a dar con el primo Hallelujah...