CAPÍTULO XVI

La señorita Whittaker y su amiga, la señorita Findlater, habían regresado de su excursión.

Katherine Climpson, que portaba en uno de los bolsillos de su vestido la última carta de lord Peter, igual que si fuera un talismán, invitó a la señorita Findlater a tomar el té, de conformidad con las instrucciones recibidas.

Vera Findlater sólo acertaba a hablar del viaje que acababa de realizar con su amiga. Las dos habían visitado una preciosa granja enclavada en las cercanías de Orpington, en Kent. Después hicieron lo posible por imponerse de todos los detalles concurrentes en el negocio avícola. Lo habían pasado muy bien, en realidad.

De aquella prolongada convivencia habían salido ciertos proyectos, asimismo. Vera puso de relieve su absoluta compenetración con Mary Whittaker. Como lo más seguro era que las dos se quedasen solteras, pensaban vivir juntas, pues se complementaban perfectamente. La señorita Whittaker era una magnífica cocinera y a ella le agradaban las restantes faenas domésticas. ¿Para qué complicarse la existencia buscando la compañía de los jóvenes?

—No hemos parado un momento, yendo constantemente de un lado para otro. ¡Resulta todo tan divertido! Además, que Mary sabe hallar siempre el lado interesante de las cosas...

—¿Y no se os ocurrió acercaros alguna vez a la capital?

—No.

—Pero, mujer, una escapada de ésas resulta en todo caso francamente agradable.

—Mary odia las ciudades grandes.

—Ya ves: yo pensaba todo lo contrario. De modo que estuvisteis siempre juntas, en todo momento.

—No nos separamos ni por espacio de un minuto.

—Vuestra experiencia ha sido un éxito, entonces —declaró Katherine Climpson—. No obstante, cuando ya viváis las dos en la misma casa, ¿no crees que os sentaría bien alguna breve separación de cuando en cuando? Los cambios suelen ser beneficiosos cuando se trata de relaciones entre los humanos. Sé de amistades quebrantadas por una excesiva asiduidad.

—Eso es lo que sucede cuando la amistad que une a dos seres es solamente superficial. Mary y yo, juntas, nos sentimos totalmente felices.

—Sin embargo, Vera, yo me permitiría aconsejarte, con la autoridad que me dan mis años, que procurases que el lazo de amistad que os une fuese más bien flexible... Siendo así, aunque no lo parezca, adquiere mayor solidez. Supongamos, por ejemplo, que a Mary le apetece pasar un día entero sola en la capital, para distraerse, para visitar a unos amigos. ¿Verías tú eso mal?

—¿Por qué había de verlo mal? Me consta que en todo momento Mary se portará con toda lealtad conmigo. Idéntica seguridad puede tener ella por lo que a mí respecta.

—He ahí lo esencial: una lealtad sin recelos. El afecto es siempre bueno, cuando se le entiende rectamente. No ha de tener un carácter marcadamente posesivo, ni mucho menos. Hay que buscar la orientación acertada —Katherine Climpson vaciló un segundo y prosiguió diciendo valientemente—: En todo caso yo me inclino a pensar, querida Vera, que es más natural, más propio, el afecto entre personas de distinto sexo. En fin de cuentas, este último es fructífero... Tengo la seguridad de que cuando aparezca ante ti el hombre que...

—¡Ya salió lo de siempre! —exclamó Vera Findlater enojada—. No me gusta hablar de eso. Ha pasado ya la época en que la mujer era una bestezuela, una especie de premio que se llevaba cualquier triunfador de la vida, una «cosa»...

La señorita Climpson comprendió que había obrado algo indiscretamente. Su informadora se le había escapado de las manos por tal motivo. Era mejor cambiar de tema.

Lo realmente de interés, derivado de aquel diálogo, fue que pudo asegurar que la mujer que la señora Cropper viera en Liverpool no había sido Mary Whittaker. Lord Peter apreciaría en todo su valor tal información, garantizada, sin saberlo ella, por Vera Findlater, fiel compañera, que no se había separado un instante de su amiga.