CAPÍTULO XV

AL salir del despacho de su jefe, Parker vio que se le acercaba un agente.

—Ha habido una llamada telefónica para usted. Se trataba de una mujer. Le dije que volviera a telefonear a las diez y media. Casi es esta hora ya.

—¿Qué nombre dio la comunicante?

—Dijo que era la señora Forrest. No quiso darme ningún recado.

—¡Qué raro!

Sus investigaciones relativas al asesinato de Bertha Gotobed habían sido infructuosas. Prácticamente, Parker había eliminado a la señora Forrest. ¿Habría descubierto ésta la desaparición de uno de sus vasos? Sus conjeturas fueron interrumpidas por la llamada telefónica.

—¿El detective-inspector Parker? No sabe cuánto siento molestarle, pero... ¿Podría darme usted la dirección del señor Templeton?

—¿Templeton? —inquirió Parker, momentáneamente perplejo.

—¿No se llamaba Templeton el caballero que le acompañaba a usted cuando me visitó?

—¡Ah, sí, desde luego! Perdón, señora Forrest. ¡Ejem! De modo que desea conocer su dirección...

—Poseo una información que creo le agradará conocer.

—Hable, hable... Puede usted expresarse con entera libertad, señora Forrest.

—¿Con entera libertad? ¿Qué quiere que le diga? Usted es un funcionario, en fin de cuentas... Yo preferiría hablar con su amigo.

Parker reflexionó. Remitir a la señora Forrest el señor Templeton, en el número 110 A de Piccadilly, podía ser una inconveniencia. Cabía la posibilidad de que la carta, si la mujer le escribía, no llegara nunca a poder del interesado. También había que evitar que ella descubriera el inocente engaño. Si se alarmaba se exponían a perder una información de valor, quizás.

—Estimo mi deber silenciar la dirección de mi amigo hasta que haya solicitado su permiso para darla —manifestó Parker—. ¿Por qué no le telefonea?

—No es mala idea. ¿Figura su número en la guía?

—No... Puedo facilitarle, en cambio, su número privado.

—Muchísimas gracias.

Después de complacer a la señora Forrest, el inspector colgó el receptor telefónico, esperando unos instantes antes de ponerse al habla con lord Peter.

—Oye, Wimsey... Me ha llamado la señora Forrest. Quería escribirte, pero yo, en lugar de tus señas, he optado por darle tu número de teléfono. Recuerda que para ella eres Templeton.

—¿Y qué quiere de mí esa dama?

—Habrá pensado, probablemente, que podía mejorar lo que nos contó, ideando unas enmiendas y adiciones a su declaración.

—Acabará delatándose a sí misma si tiene algo que ocultar. El esbozo a base de unas pinceladas sin orden ni concierto es con frecuencia más convincente que el cuadro elaborado con preciosismo.

—Tienes razón. Yo no logré sacarle nada.

—Tu condición de hombre de Scotland Yard te perjudica por esta vez. Ella ha visto en Templeton a un imbécil que dirá lo que tenga que decir, sin dificultad, lejos del cancerbero oficial.

—En tus manos queda eso, entonces. Yo me voy a lanzar en busca de nuestro abogado... Me enfrento con una labor ardua. Se me ha ocurrido una idea de la que ya te daré cuenta si resulta fructuosa.

* * *

La llamada de la señora Forrest se producía veinte minutos después. Había cambiado de propósito. ¿Tendría inconveniente el señor Templeton en presentarse aquella noche en su casa, alrededor de las nueve? Habiéndolo pensado mejor, se resistía a confiar al papel la información que tenía que comunicarle.

El señor Templeton aceptó su invitación con mucho gusto. La señora Forrest le recalcó que no hablara a nadie de aquella visita. Su marido le andaba siempre al acecho, por mediación de sus colaboradores, y no quería conflictos Cuando apenas faltaba un mes para que recuperase su preciosa libertad. Lo mejor sería que Templeton utilizase el «metro» para trasladarse a la calle Bond, acercándose al bloque de pisos a pie. Nada de coches frente a la puerta de la casa. Había que impedir que surgiera un taxista cualquiera dispuesto a declarar contra la señora Forrest.

El señor Templeton, caballerosamente, prometió seguir sus instrucciones.

—¡Bunter!

—Diga, milord.

—Esta noche voy a salir. Me han pedido que silencie la dirección de la casa que voy a visitar. Cumpliré mi palabra. Ahora bien, estimo una imprudencia desaparecer sin más. Nadie sabe lo que puede pasar... Mira, Bunter. Voy a anotar las señas en una hoja de papel que guardaré en un sobre sellado. Si mañana por la mañana no me he presentado aquí ya sabes lo que has de hacer. ¿Entendido?

—Entendido, milord.

* * *

De acuerdo con lo convenido, Peter llegó a pie al bloque de pisos de la calle South Audley. La señora Forrest le abrió la puerta en persona, igual que la primera vez. A Wimsey le sorprendía que pese a su buena situación económica aparente no contara con una doncella, con una amiga que le hiciese compañía.

La mujer se excusó por sus exigencias y las molestias que por tal motivo podía haber ocasionado al señor Templeton.

—No sé nunca cuando me vigilan... Y es extraña la actitud de mi marido si se considera que ha sido para mí un verdadero monstruo. Bueno. Se preguntará usted por qué le he hecho venir aquí. Siéntese en el sofá. ¿Qué va a tomar: whisky o café?

—Un poco de café, por favor.

Acomodados los dos, uno frente al otro, la señora Forrest declaró:

—Debo decirle que estimé muy interesantes las indagaciones que usted y su amigo llevaban a cabo. A esto he de atribuir que se me ocurriera aludir a ellas en una carta que escribí, dirigida a un amigo... que se encuentra en el extranjero actualmente. Su respuesta llegó hoy...

La señora Forrest tomó un sorbo de café.

—Su misiva me ha sorprendido. Me recordó que, cierta noche, tras la cena que compartimos, abrió la ventana del cuarto de estar, que da a la calle South Audley. Vio que había un automóvil delante de la casa, negro o azul oscuro. De pronto descubrió una pareja que salía de este edificio, por otra entrada. El hombre vestía de etiqueta...

—¿Llevaba ella vestido de noche? —inquirió lord Peter, muy interesado.

—No. Y esto le extrañó mucho a mi amigo. Llevaba un vestido oscuro corriente y sombrero.

La ropa de Bertha Gotobed, probablemente, pensó lord Peter.

—¿No le ha dado su amigo más detalles sobre el vestido de la joven?

—No —repuso la señora Forrest, pesarosa—. Su acompañante le había pasado el brazo por la espalda, dándole así a mi amigo la impresión de que ella se hallaba indispuesta. Oyó incluso unas palabras que confirmaron su idea: «¿Qué tal ahora? Ya verás como el aire fresco te va bien». Bueno, ¿y qué hace usted? ¡Se le va a enfriar el café!

Wimsey se sobresaltó.

—Perdón, señora. Estaba reflexionando, relacionando unas cosas con otras...

Comenzaron a hablar de las obras que se estaban representando por aquellos días en los teatros de la ciudad, y también de libros... ¿No le agradaría al señor Templeton comer algo, beber una copita de licor?

No, no. El señor Templeton sólo pensaba en escabullirse, en marcharse de aquella casa cuanto antes.

—No, por favor, no se vaya todavía. ¡Son tan largas estas veladas! ¡Y me siento tan sola!

La señora Forrest se expresaba en un tono de desesperada súplica. Lord Peter tornó a sentarse.

Ella le relató una historia más bien confusa relativa a su amigo. Había renunciado a muchas cosas por él. «Y ahora que mi divorcio es algo inminente me parece no ver en ese hombre el amor de que me hablaba». Para una mujer todo era difícil y arriesgado. Así la vida resultaba muy dura...

El monólogo se hacía interminable.

A medida que los minutos transcurrían, Peter se convencía más y más de que la señora Forrest le observaba de una manera muy especial. Luego, súbitamente, vio que, torpe, estúpidamente, le invitaba a hacerle el amor.

Este hecho no extrañó demasiado a Peter. Hombre atractivo, exquisitamente educado, a lo largo de sus treinta y siete años de existencia había vivido momentos similares. No se alegró. La señora Forrest no era desdeñable, pero a él no le decía nada. La aventura no le subyugaba. Su oponente carecía de aquel misterioso «ello» que cantara Elionor Glyn en sus libros.

Su hombro, semidesnudo, se hallaba pegado a su cuerpo...

Chantaje. En esta palabra sintetizó la primera explicación que le vino a la cabeza. Lo siguiente sería la entrada en la habitación del señor Forrest, supuestamente iracundo, fingidamente ofendido.

«Buena trampa» —pensó Peter—. Perfectamente. He de pensar en marcharme.»

Ella le retuvo por un brazo.

—No se vaya.

Aquel contacto no podía tomarse como una caricia. Era... un gesto desesperado.

Peter pensó entonces: «Si acostumbra a hacer esto con frecuencia, lo lógico es que representara su papel mejor.»

—De veras —dijo—, No puedo quedarme aquí más tiempo. Se expone usted a ciertos peligros.

—No me importa.

Una mujer apasionada hubiera pronunciado estas tres palabras... apasionadamente. O las habría dicho en un tono de brava alegría, si es que no optaba por mostrarse desafiante, o seductora, o misteriosa.

La señora Forrest parecía haberlas recitado sombríamente. Sus dedos se clavaron en el brazo de Wimsey.

«No tendré más remedio que exponerme —se dijo aquél—. Por lo menos me enteraré sin temor a error de lo que de veras hay detrás de todo esto.»

Sintió que su cuerpo cobraba rigidez al tomarla él entre Sus brazos, pero oyó su leve suspiro de alivio.

Wimsey la besó en los labios con exagerada violencia.

Se dio entonces perfecta cuenta de lo que le pasaba. Todo el que la ha vivido recuerda siempre la incontrolable repugnancia de la carne ante una caricia que se antoja nauseabunda. Wimsey pensó por un instante que iba a ponerse enfermo.

Fue soltándola suavemente...

—He obrado mal —dijo—. Me ha hecho usted perder la cabeza. Querrá perdonarme, ¿verdad?

Ella asintió.

—He de marcharme. Se me ha hecho muy tarde. ¿Dónde dejé mi sombrero? ¡Ah, sí! En el recibidor. Bueno, señora Forrest. Adiós. Cuídese. Y gracias por haberme referido todo lo que su amigo vio por esa ventana.

—¿Se va de veras?

La señora Forrest hablaba ya como si acabase de renunciar a toda esperanza.

«En el nombre de Dios, ¿qué es lo que quiere? —se preguntó Peter—. ¿Sospecha, quizás, que Templeton no es lo que aparenta ser? ¿Querrá que pase aquí la noche para tener ocasión de ver las iniciales que llevo bordadas en la camisa? ¿Debiera salvar la situación ofreciéndole una tarjeta de visita de lord Peter Wimsey?»

La señora Forrest le dejó partir sin pronunciar una palabra.

Al llegar a la puerta, Peter se volvió para mirarla. Ella se había distanciado unos pasos de su visitante, mirándole con concentrada atención, muy seria. Era la suya una mirada en la que se entremezclaban el temor y la ira, con tanta intensidad que a Wimsey pareció helársele la sangre en las venas.