Aquí está. Me ha costado una eternidad volver a dejarlo como estaba, ya que tus increíbles notas en Matemáticas se habían sumado todas a la hora de doblar esta cosa. Cuando abrí mi taquilla el lunes por la mañana, parecía como si una nave espacial de papiroflexia de las antiguas pelis de ciencia ficción de Ty Limm hubiera aterrizado encima de Conocimientos sobre nuestro planeta, dispuesta a lanzar su electro-diezmador contra la espina dorsal de Janet Bakerfield para destruirle el cerebro.

Eso fue lo que la nota hizo también conmigo cuando la desdoblé y la leí. Sentí un hormigueo por todo el cuerpo y me volví estúpida.

Tal vez me esperaste aquella primera mañana en el instituto, nunca te lo pregunté. Tal vez la escribiste en el último minuto después del segundo timbre y la deslizaste a través de las rendijas antes de salir a toda mecha hacia clase como hacéis siempre los deportistas, desestabilizando a los más lentos cuando saltáis junto a sus mochilas como en una máquina de pinball. Tú no sabías que nunca voy a mi taquilla hasta después de la primera clase. En realidad, nunca te aprendiste mi horario, Ed. Resulta misterioso que nunca supieras cómo encontrarme pero siempre me encontrases, porque nuestros caminos luchaban por separarse el uno del otro a lo largo de toda la ruidosa y aburrida jornada en el instituto: por las mañanas, yo pasaba el tiempo con Al, y normalmente con Jordan y Lauren, en los bancos del lado derecho, mientras tú lanzabas tiros de calentamiento en las pistas traseras, con tu mochila esperando junto a las demás y los patinetes y las camisetas sudadas en un aburrido montón; no teníamos ni una sola clase en común; tú comías temprano y hacías mates masticando los corazones de manzana como si todo formara parte del mismo partido, y yo lo hacía tarde en el rincón del césped de los raros, rodeada de pijos y hippies que discutían por encima de las ondas de radio con bandas sonoras encontradas, excepto en los días calurosos, en los que firmaban la tregua con reggae. En Barcos en la noche, Philip Murray y Wanda Saxton se encuentran en la última escena bajo un toldo que los protege de la lluvia y se marchan juntos bajo el aguacero —desde la primera escena, sabemos que a ambos les gusta caminar bajo la lluvia, pero que no tienen con quien hacerlo— y es el milagro del final. Sin embargo, para nosotros nunca ha habido encrucijadas, una bendición ahora que vivo con el temor de tropezarme contigo. Solo nos hemos visto a propósito, después del instituto y antes de tu entrenamiento, tras cambiarte rápidamente y ahuyentar a tus compañeros de equipo que estaban calentando, hasta que tenías que marcharte, un beso más, tenías que marcharte, uno más, vale, ahora sí, de verdad, de verdad que tengo que marcharme.

Y esta nota fue una bomba que me dejó como un flan, haciendo tictac bajo mi vida cotidiana, guardada en mi bolsillo todo el día y releída con avidez, en mi bolso toda la semana hasta que temí que se arrugara o alguien la fisgase, en mi cajón entre dos libros aburridos para escapar del escrutinio de mi madre y luego en la caja y ahora de vuelta a tus manos. Una nota, ¿quién escribe una nota como esta? ¿Quién eras tú para dejármela? Retumbaba en mi interior sin parar, provocando una explosión tras otra, con la emoción de tus palabras como metralla nerviosa en mi corriente sanguínea.

No puedo tenerla cerca más tiempo. Voy a arrojártela como una granada tan pronto como la desdoble y la lea y llore una vez más. Porque yo tampoco, y que te jodan. Incluso ahora.