Y este es el abrigo que te compré, tan contenta de gastarme ocho dólares.

—A ver qué podemos esconder aquí dentro —dijiste arrastrándome hacia ti.

Nos reímos como tontos mientras lo abotonabas alrededor de los dos y me besabas acurrucada contra tu cuerpo, y trataste de caminar de aquel modo hasta la caja registradora, con andares de vagabundo de vodevil, al tiempo que yo te besaba e inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta que pensé que los botones iban a estallar y me aparté de tu lado para abrir el bolso, y te miré, Ed, te miré. Tan —jodidamente— hermoso.

—¿Te lo pondrás para ir al instituto?

—Ni lo sueñes —te reíste.

—Por favor. Mira el estampado. Puedes decirle a la gente que te he obligado a hacerlo.

—Después de la travesura del azúcar no quiero volver a verlo jamás.

Aquí lo tienes, Ed. Yo a ti tampoco.