Esta es una de esas cosas, Ed, que no vas a reconocer por nada del mundo.

—Esto sí que es un cambio —dijo Joan cuando entramos, aunque no podría explicar con qué tono lo dijo, contenta pero con una ligera sospecha también. La cocina olía a cebolla y sonaba de nuevo Hawk Davies—. Me pides prestado el coche y regresas antes de la hora a la que sueles levantarte. ¿Qué sois vosotros dos, contrabandistas?

No respondiste, pero desparramaste el azúcar sobre la encimera, junto a un paño donde había colocados unos pendientes de aro, eso parecían, secándose o enfriándose.

—¿Y ese abrigo? —preguntó Joan—. Tiene un aspecto…

—Me lo ha comprado Min.

—… elegante.

—Buen quiebro, hermanita. Necesito una ducha. Vuelvo en un minuto.

—Tu toalla —te gritó cuando ya estabas subiendo a saltos— está en el suelo, donde la dejaste después de la ducha de hace cuatro horas que ¡me despertó!

—Sabes lo que no eres, ¿verdad? —respondiste con un bostezo.

Sonó un portazo. Joan me miró y se retiró el pelo de los ojos al tiempo que el agua empezaba a sonar en el piso de arriba. Aquí estoy otra vez, pensé.

—Y tú ¿qué, Min? —preguntó—. ¿Necesitas una ducha?

—Estoy bien —respondí.

En la cocina, había unas vibraciones que no entendía, Ed, y a las que tuve que enfrentarme sola.

—¿De verdad? —caviló—. Pareces un conejo frente a los faros de un coche siempre que él se sube arriba. Ven, ven y cuéntame lo que te ronda la cabeza.

Me incliné sobre la encimera. Aros de cebolla, eso eran, y Joan los despegó uno por uno para añadirlos a un cuenco grande lleno de fideos, albahaca y tofu.

—¿Quieres fideos? —me ofreció.

—Venimos justo de Lopsided’s.

—Ya veo. ¿Robar en un restaurante no es algo que se hace en primer curso?

Levanté el libro y comencé mi explicación. Tu hermana masticaba por encima de mi hombro, ladeando un poco la cabeza cuando quería que pasara la página, porque tenía los dedos algo manchados con zumo de lima. No dijo nada, solo siguió cogiendo con los palillos su almuerzo o desayuno, así que seguí contándole cosas —Lottie Carson, Greta en tierras salvajes, el ochenta y nueve cumpleaños…—. Abrió los ojos de par en par y los cerró con lentos parpadeos, pero siguió sin decir nada, así que le conté todo, Ed, todo excepto lo del aniversario de los dos meses y los cincuenta y cinco dólares.

—Vaya —exclamó por fin.

—Guay, ¿eh?

—Sin duda debería prestarte mis libros de cine —dijo, y colocó el cuenco en el fregadero.

—Sería estupendo —respondí—, y Hawk Davies también.

—Me gusta tu manera de pensar —añadió Joan, y luego me miró muy seria, esperando.

—Gracias —dije.

—Y mi hermano —señaló con la cabeza hacia la escalera por donde habías subido corriendo— ¿va a ayudarte a preparar estos extravagantes platos para el cumpleaños de una estrella de cine?

—Piensas que es… —titubeé—, no sé.

Cogió dos albaricoques y me pasó uno.

—Que es ¿qué? —preguntó con delicadeza—. ¿Una locura?

—Iba a decir posible, factible.

Suspiró. El albaricoque tenía mucho jugo, así que solté el libro, abierto por la sonrisa de Lottie Carson, y me limpié las manos.

—Podría resultar complicado, Min.

—Sí, el iglú es de locos, ¿verdad? Quiero decir que ¿dónde se consiguen…?

Ella dijo que no se refería a eso, y el ambiente de la cocina se tornó tan extraño que seguí adelante, continué hablando, y tiré el pipo a la basura. Tuve una intuición, pero no supe interpretarla.

—Las galletas parecen más fáciles.

La ducha dejó de sonar. Ella suspiró de nuevo y miró la receta.

—Sí, bastante sencillas. ¿Dónde vas a conseguir…, cómo se llama, el Pensieri?

—Tengo un plan —respondí encogiéndome de hombros y mirando hacia arriba, donde tú te estabas secando—. Lo conseguiré de algún modo, y pronto.

—¿Tal vez esta noche? —preguntó Joan—. ¿Te lo ha dicho Ed? Esta noche no puede salir por ahí, tiene un asunto familiar.

—No me ha contado nada —respondí.

La música de Hawk Davies se detuvo.

—Sí —dijo con prudencia—, suena típico de él.

Y entonces no supe cómo interpretar lo que estaba sintiendo. Me miraba cautelosa, o eso me pareció, como si hubiera utilizado alguna palabra mal y temiese decírmelo, o como si yo fuera una estrella del baloncesto y el que estuviese en la habitación de arriba fuera su hermano virgen, igual que si estuviese protegiendo algo. Sentí la mano agarrotada y los ojos ardiendo.

—¿Debería marcharme? —logré decir.

Joan exhaló y me rozó el hombro.

—No lo digas de ese modo, Min. Es solo que tenemos un asunto familiar esta noche, como ya te he dicho. Debemos prepararnos antes de que se haga demasiado tarde.

Con un ligero quejido, colocó algunas cosas dentro del lavavajillas, lo cerró con el pie y cogió una esponja azul brillante. Recordé que se había sorprendido de que hubiéramos regresado tan temprano. Y ahora era demasiado tarde.

—De todas maneras, debes de estar cansada, ¿no? Estuviste despierta casi hasta tan tarde como él.

¿Era eso?, pensé. ¿Que te había mantenido levantado hasta demasiado tarde? Pero no dijo nada más.

—Déjame solo que me despida —le pedí.

—Por supuesto, por supuesto —respondió ella.

Así que subí las escaleras dando brincos, y advertí que los cojines del salón habían regresado al sofá. La puerta de tu madre estaba cerrada, como siempre. Llegue a tu habitación, que solo había visto unos minutos una vez, con su horrible aparador, jugadores de baloncesto en las paredes y una estantería con libros que te había regalado gente que no sabía, o lo sabía pero esperaba que no fuese verdad, que nunca habías leído nada. Sobre el escritorio también horrible, repleto de guarrería y platos sucios, había un transportador, otro extraño artilugio matemático. La radio murmuraba, las persianas seguían bajadas, y me llegó olor a sudor, mucho sudor, algo que suele resultar desagradable aunque en este caso no, qué me pasa, era realmente asqueroso, bueno, no.

Sobre la cama tan perfecto que, en un primer momento, pensé que me estabas gastando una broma, haciéndote el dormido con la toalla en torno al cuerpo y un poco caída, una pierna doblada por la rodilla y un brazo sobre la cara, como ocultando una sonrisa. Pero entonces soltaste un ronquido como nadie podría simular, así que me quedé en el umbral, contemplando cómo dormías. Esperé solo para verte en aquella especie de paz, deseé estar a tu lado, que despertaras lentamente, o sobresaltado, o solo a medias y te girases o volvieras a dormirte o murmuraras mi nombre. Quería mirarte para siempre, o dormir a tu lado para siempre, o dormir para siempre mientras tú despertabas y me mirabas, bueno, algo para siempre. Quería besarte, alborotarte el pelo, reposar tres yemas de mis dedos sobre el hueso de tu cadera, cálido y suave, despertarte de ese modo o calmarte para que volvieras a dormir. Contemplarte desnudo mientras descansabas, cubrirte con una manta, aunque no hay suficiente tinta ni papel para enumerar todo lo que ansiaba. Además, no podía quedarme mucho tiempo, así que bajé las escaleras hasta donde Joan me esperaba con una especie de sonrisa.

—Está dormido —dije.

—Le has agotado con tus aventuras —respondió alargándome el azúcar y unos libros—. Hasta pronto, Min.

—No le he dejado una nota ni nada —exclamé.

—Mejor —resopló—. Detesta leer.

—Pero dile que me llame.

—Se lo diré.

—Quédate con el azúcar.

—No, Min, llévatelo a casa. Si no, lo utilizaré para algo y tendréis que robar más y acabaréis en chirona y todo será culpa mía.

La expresión me hizo sonreír, «en chirona».

—Pero tú me sacarías, ¿verdad? —le pregunté—. ¿Le volverías a prestar el coche a Ed para que escapáramos? Eh, espera, tengo mi jersey en el coche.

Salimos juntas bajo la llovizna, ella abrió el coche y me alargó el jersey. En ese momento, tenía un buen montón de cosas en las manos, estaba lejos de casa y no había nadie que me ayudara a llevarlas.

—Hasta luego, Min.

—Adiós —me despedí.

Fue violento y equivocado, estar cargada de aquel modo mientras Joan regresaba rápidamente hacia la puerta trasera.

—Gracias por el libro.

Aunque, por alguna razón, quería decir «Lo siento».

Cerró la puerta. En el autobús, con todos mis bártulos apilados en el asiento contiguo como un inventario, repasé aquel carísimo libro, que me pareció menos atractivo al contemplarlo en solitario.

Y apretado en mi mano encontré este paño, con el aceite de los aros de cebolla en círculos indelebles sobre el tejido. Me lo quedé, en vez de devolvérselo a Joan en mi siguiente visita, aunque no sé por qué. Recuerdo cada uno de los platos que preparaba esperando a su hermano, todos crujientes, sin quemar, tan sencillos en su elaboración como parecían. Su vida elegante, la manera en que se preocupaba por los habitantes de su casa. Y esos rastros en la tela que contemplé de camino a casa antes de sentarme tranquilamente con mi madre, amigas por una vez, acompañadas de un té Earl Grey y tostadas. Tuve ganas de llorar un poquito al doblar el trapo para guardarlo en el cajón, sin saber si aquellos grandes círculos parecían una boca sonriente, una luna brillante, una burbuja elevándose o simplemente lo que veo ahora, un cuadrado con ceros escritos en tinta invisible de la cocina. Pensé que se trataba de una cosa, pero era otra: cero, cero, cero, sola en el autobús mientras tú dormías en la habitación que había tenido que abandonar, y por eso rompimos.